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En el espacio del silencio: notas sobre "Y habrá fuego cayendo a nuestro alrededor"

El poeta peruano Mario Pera analiza en su último poemario los límites del lenguaje, dentro de un contexto cultural de saturación discursiva


En un contexto cultural de saturación discursiva, hacer silencio se ha convertido en necesidad. ¿Qué mejor recordatorio de ello que el espacio de un poema? “Y habrá fuego cayendo a nuestro alrededor” (Amargord, 2018), del poeta peruano Mario Pera, encarna en parte esa tentativa, al mostrar los límites del lenguaje para pensar aquello que los excede. Su obra es un ejemplo más de que, al otro lado del Atlántico, proliferan apuestas poéticas que merecen una mayor atención crítica. Por Arturo Borra.




¿Cómo se poetiza en el espacio del silencio si no es mediante el lenguaje? Por más paradójica que pueda resultar esa tentativa, en un contexto cultural de saturación discursiva hacer silencio se ha convertido en necesidad. Incluso si ese silencio necesariamente se conjuga con el lenguaje (sin perder su diferencia), ¿qué mejor recordatorio de ello que el espacio de un poema? Frente al vértigo atronador del presente, el silencio en la escritura poética podría ser la condición de otra escucha. En efecto, abrirnos a la experiencia de la alteridad exige como contrapartida aplacar la compulsión del yo a afirmarse en la jaula de sus creencias.

Y habrá fuego cayendo a nuestro alrededor, del poeta peruano Mario Pera -editado por Amargord (Madrid, 2018) y prologado por Esther Ramón- encarna la tentativa de abrir a ese espacio ahuecando el lenguaje, mostrando sus límites o sus bordes, como si a través de ellos fuera posible pensar aquello que los excede. Decir lo indecible quizás sea la tarea límite de semejante escritura poética, no por vocación mística sino como forma de inmersión en una realidad compleja que desestructura nuestros esquemas simbólicos. La referencia a Emilio Adolfo Westphalen a través de sus iniciales (o aquellas otras huellas que remiten a José María Eguren), además de trazar algunas filiaciones poéticas, podría anticipar la propia operación de Pera. Del mismo modo que abrir rendijas en la pared del tiempo no puede hacerse sino a condición de que la pared del tiempo exista, construir en el espacio del silencio implica como condición el lenguaje en tanto dimensión constitutiva de lo humano.

La misma dedicatoria que precede este extenso poema de Mario Pera es indeterminada: “A… quien corresponda” no despeja ninguna incógnita: el horizonte de la lectura, pero también la promesa del lector, están atravesados por la incertidumbre. A diferencia de aquellas poéticas que apuntalan lo masivo como nuevo bastión a conquistar, Pera se mueve en esa grieta donde ni siquiera la figura del lector es firme. No resulta sorprendente que la contradicción –sin superación a la vista ni síntesis suprema- sea el corazón mismo de un poema que sostiene la tensión entre aquello que temporalmente termina y aquello que es estrictamente interminable, entre lo que nace y lo que muere, lo finito y la infinitud. Como un viaje interminable que se arremolina “para abrir el cielo/ en los pulmones de la muerte”.

Antes que el mutismo de quien se ahoga o se quiebra frente a una sociedad que retacea su propia opacidad –y con ello, lo que cuestiona la presunta evidencia de su continuidad-, el oficio poético así entendido reclama un espaciamiento: hacer de la propia escritura una superficie intersticial o agujereada, incapaz de cerrarse sobre sí misma, de configurar un sentido pleno que, en las adyacencias de la verdad, tornaría superfluo todo discurso alternativo.

Arte poético del desequilibrio

Contra esa clausura que instituye la presente «sociedad de la transparencia» (por usar la categoría de Byung-Chul Han), la extrañeza constituye un antídoto imprescindible: previene de la herrumbre de los discursos, del anquilosamiento de la experiencia bajo las retóricas al uso. Es esa extrañeza la que permite una toma de distancia de ciertos discursos sedimentados, comenzando por aquellos que constituyen lo personal en un espacio de exhibición narcisista.

Antes bien, el soliloquio del autor anticipa un ejercicio de interrogación del que no es posible salir indemne. En efecto, “hacer arder los altares” implica cuestionar toda una metafísica que retacea la propia finitud, indisolublemente ligada a ese continente donde no hay más que la sal y la sed, la congoja y el deseo, arriesgando signos que el poeta tampoco conoce.

No es seguro siquiera que en este ejercicio que inaugura un “viaje vertical” sepamos con quién compartir ese silencio que acompaña la incursión en lo ignoto: “¿cómo ser la gravedad/ en el cero  y el veneno/ en la punta de la flecha?/ ¿cómo renunciar a ser/ el sonido áspero que flamea/ proféticamente/ y finge levitar sobre la lluvia/ para no ensuciarse/ para construir/ la huella de lo que nos es/desconocido?” pregunta el autor y no hay respuesta que no suponga volver a partir hacia el hallazgo de lo incierto.

Aunque no es propósito de estas páginas reconstruir lo que hay de singular en el periplo existencial que plantea Y habrá fuego cayendo a nuestro alrededor, lo que está en juego, una vez más, es una forma específica de vida ligada a la escritura, en tanto arte poético del (des)equilibrio: allí donde “nada sostiene mis huesos sino mi hambre”. El poema de Pera recuerda, pues, la “llaga en la lengua” de la que nace el acto poético: esa dificultad persistente que, como diría Xavier Abril,  “(…) se vence a fuerza/ de perforarse el hueso íntimo”.

La procedencia geográfica del poemario, por lo demás, recuerda que también del otro lado del Atlántico proliferan apuestas poéticas contemporáneas que reclaman mayor atención crítica. Puede que la persistencia de un canon estético dominante que sigue recortando «literaturas nacionales» nos haga olvidar demasiado a menudo el entrecruzamiento de tradiciones diversas sin las que ni siquiera estaríamos en condiciones de valorar de forma justa lo que se está haciendo en términos poéticos en la España actual.

Apenas hace falta insistir: la hipervisibilidad de ciertas poéticas normalizadas tiene como contracara el relegamiento de construcciones poéticas singulares que están contribuyendo a transformar, casi siempre de forma clandestina, el modo de comprender y experimentar con la escritura poética. La primacía del confesionalismo bien podría estar obstruyendo el conocimiento de iniciativas poéticas que, sin privarse en lo más mínimo de la autorreflexión, ayudan a pensar formas de concebir al ser humano como sujeto descentrado, constituido en la trama de los otros. Semejante desplazamiento con respecto a cualquier épica (que centra al «individuo» como héroe mítico), ya de por sí ayuda a poner en cuestión la proliferación de discursos prosaicos que convierten el propio poema en una variante del espectáculo.

Contra esa variante espectacular, el poema de Pera –en el que la quiebra de la sintaxis es también quiebra de una concepción del sujeto como centro organizador del texto- arroja luz en un sentido diferente: puesto que somos necesariamente con esos otros, reflexionar sobre uno mismo puede ser una puerta de entrada idónea para pensar el contexto histórico y social en el que nos constituimos. A condición, claro está, que esa reflexión no se cierre sobre sí misma ni omita aquellas herencias intelectuales y poéticas imprescindibles para pensar lo que escapa de nuestros juegos de lenguaje más habituales.

En vez de una lógica dicotómica que contrapone «individuo» y «sociedad» -o más específicamente «poeta» y «público»-, una poética semejante se entreteje como creación esencialmente dialógica y abierta, una forma de “habitar poéticamente la tierra” (como quería Hölderlin) que rehúye del poeta erigido en sujeto soberano. De manera similar, tampoco cabe contraponer «palabra» y «silencio». Precisamente porque un poema es una superficie agujereada de silencio, el lector, antes que depositario de un sentido ya dado, es central e insustituible en su labor interpretativa. Quizás por eso no hay nada incompatible entre la torrencialidad del poema de Pera y el silencio que se abre paso en su interior, entre otros recursos, mediante pausas, espaciamientos versales y un movimiento elíptico que avanza por saltos antes que por encadenamientos.

En tanto articulación musical (en la que lenguaje y silencio se contaminan mutuamente), el poema de Pera apela, como parte de la intensificación rítmica, a un juego de asonancias más o menos visibles según diferentes pasajes textuales, atemperado por unos no menos recurrentes encabalgamientos que permiten respirar en la sucesión indetenible de versos.

Sostener un ritmo (aquello que hace latir un poema), sin embargo, es tarea ardua. Más todavía cuando un poema serpentea en la frente como un río a lo largo de más de sesenta páginas. Puede incluso que la respiración se entrecorte esporádicamente, como si el silencio conjugado nunca fuera suficiente. Y, sin embargo, ante las propuestas facilonas de la poesía conformista, ¿qué otra cosa podría pedírsele al poema que asuma el riesgo de intentar decir lo indecible?


Lunes, 17 de Diciembre 2018
Arturo Borra
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