CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Antisemitismo y los católicos. Una lección de cómo escribir historia de Rodney Stark (941)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Como prometí, acometo hoy la breve reseña del primer capítulo del libro de Rodney Stark, “Falso testimonio. Denuncia de siglos de historia anticatólica” Sal Terrae, de 2017. Este primer capítulo es una buena muestra del modo de presentar la cuestión y de resolverla por parte del autor.
 
 
Comienza el texto exponiendo,  modo de cita cuidadosa de autores modernos, como la conocida teóloga feminista Rosemay Ruether, quien afirma, tan tranquila, que el origen del antisemitismo hay que achacarlo a la Iglesia cristiana y en especial a la católica. Me parece insólita personalmente la ignorancia, o mala fe de esta señora, puesto que una breve ojeada a la historia demuestra lo contrario. El antisemitismo es tan antiguo en Occidente como el Antiguo Testamento mismo, donde basta con ojear a los profetas para ver las durísimas críticas que vierten contra Israel. Se dice que fue el rey Ajab / Acab de Israel el Reino del Norte, por el siglo IX (hacia 873-850 a. C.), quien calificó al profeta Elías como “el azote de Israel” (1 Re 18,17), que ha sido tomado in malam partem por ciertos judíos modernos (creo que fue Noam Chomsky). Segundo, y si no recuerdo mal, el sacerdote egipcio Manetón, hacia el 260 a. C. escribió un verdadero libelo antijudío dentro de su “Historia de Egipto”.
 
 
Esa tendencia antijudía siguió luego entre autores griegos y romanos, como puede comprobarse en el artículo “antisemitismo” de cualquiera buena enciclopedia (Cicerón, Séneca y Tácito son excelente muestra de ello; y por parte de los griegos Diodoro Sículo, Estrabón y Apión son célebres personajes antijudíos). En el 139 a. C. los judíos fueron  expulsados de Roma porque sus usos y costumbres contaminaban las romanas. Así que achacar el antijudaísmo a la Iglesia Católica naciente y al Nuevo Testamento es pura ignorancia
 
 
Sí es cierto que en el Nuevo Testamento, sobre todo en los Evangelios de Mateo y de Juan, hay duras recriminaciones contra los judíos. Véase si no Mt 27,23-25 (“Pero ¿qué mal ha hecho Jesús?», preguntó Pilato. Mas ellos seguían gritando con más fuerza: «¡Sea crucificado!». Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: «Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis». Y todo el pueblo respondió: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Y en el Evangelio de Juan, para el autor y para Jesús mismo (como si el autor no lo fuere), son “los judíos” los causantes de todos los males que caerán sobre Jesús y culminarán en su injusta muerte.
 
 
Es cierto… Pero era una época en la que facciones judeocristianas y judías normativas luchaban entre sí por conservar vivos sus grupos respectivos. “No pueden leerse (tales manifestaciones antijudías) anacrónicamente como pronunciamientos de una mayoría cristiana cruel y abusiva” (p. 29). Fue un conflicto religioso ambivalente Simplemente recordemos que Pablo de Tarso se confiesa perseguidor acérrimo de judeocristianos tanto en Gálatas 1,13 como en Filipenses 3,6 (recogido en 1 Timoteo 1,13) Tenemos información de ataques y denigraciones verbales de judeocristianos –que en aquellos momentos eran expulsados violentamente de la sinagogas, acusados de diteísmo y otras “herejías”– contra judíos, como al revés…, con la diferencia de que los judeocristianos eran muy pocos (unos 8.000 en torno al año 100, según cálculos muy fehacientes) y los judíos podían ser en torno a los siete millones, de los cuales cerca de un millón vivió en suelo israelita hasta la catástrofe del 135 d. C.: la derrota segunda contra la Roma de Adriano. Por tanto, eran más frecuentes los ataques de judíos a cristianos que al revés.
 
 
Otra cosa cierta, y que no se tiene en cuenta, es que –salvo algún pogromo, precisamente en Baleares en el siglo IV, del que no estamos bien informados– desde el año 500 hasta el 1096 transcurrieron más de cinco siglos de paz entre judíos y cristianos…, pues no se tienen informaciones de ataques serios contra los judíos por parte de cristianos. Y por otro lado, en esa época es cuando se componen los Talmudes de Babilonia y de Jerusalén. Examínense las obras de Peter Schäfer (“Judeophobia: Attitudes towards the Jews in the Ancient World”, y “Jesus in the Talmud”, de 1997 y 2007 respectivamente, recogidas en Stark, 32). Y sin ir más lejos visítese mis postales en el Blog con el título “Jesús en el Talmud”: diez entregas, que van desde finales de noviembre hasta mediados de diciembre del 2007, donde comento la obra de Robert Travers Herford, “Christianity in Talmud and Midrash” (“Cristianismo en el Talmud y Midrash”), Londres 1903, cuya primera parte examina hasta la mínima alusión al personaje que nos interesa –Jesús, y también del cristianismo–  recogida en ese corpus de textos que compendian el rabinismo de los primeros siglos.
 
 
La idea normal entre las gentes hasta hoy es que a partir de la conquista de los árabes del norte de África y de una buena parte de la Península Ibérica, la convivencia entre judíos y musulmanes en las tierras conquistadas a los cristianos fue ejemplar y maravillosa. R. Stark se encarga de demuestra que no fue así. Y pone como ejemplo máximo y clamoroso el estado de opresión que vivió la familia de Maimónides en Córdoba, y cómo tuvo que fingir ser musulmana para salvar la vida… y cómo finalmente hubo de huir a Egipto. Es falso rotundamente el que los judíos vivieran bajo crueldades en la Hispania cristiana, y entre delicias y en una suerte de paraíso entre los musulmanes de la Península (pp. 40-41). El tolerante Islam es una pura ficción.
 
Sí es totalmente cierto que hacia 1096 cambió totalmente el panorama. La iglesia cristiana de entonces se mostró mucho más antijudía, muy activa a veces en la crítica y persecución de los judíos…, pero a menudo no por ser judíos estrictamente, sino por considerarlos como una  suerte de “herejes” que pertenecían al mismo seno del judeocristianismo. Y téngase en cuenta que en esa época las persecuciones más crueles de la Iglesia oficial no fueron antijudías, sino contra cátaros o albigenses, fraticelli, valdenses y otros (p. 42), todos herejes cristianos.
 
 
A partir de 1096 sí encontramos furiosos ataques antijudíos sobre todo en tierras de Alemania y en Chequia; y durante la segunda cruzada (1146-1149) de nuevo en Alemania y en Francia… nunca en Italia ni en España. Debe decirse que el fanático monje Rudulfo, que promovía tumultos antijudíos, fue frenado en seco por la intervención de san Bernardo y por Pedro, el abad de Cluny (Stark 37). La iglesia, pues intervino en contra.
 
 
Durante la terrible Peste Negra de 1347–1350 se acusó a lo musulmanes de España de haber envenenado secretamente fuentes y pozos, causantes, pues, de la terrible epidemia, y fuera de España se acusó de lo mismo a los judíos, con el resultado de matanzas en Alemania, una vez más. Fue en estos momentos cuando en Europa se comenzó a obligar a los judíos a vivir en zonas aisladas (guetos, del italiano borghetto, distrito pequeño). En este caso, la Iglesia adoptó una postura que para muchos historiadores es ambivalente, pero en líneas generales esa misma Iglesia “actuó de muro defensivo en favor de los judíos de Europa” (p. 39) .
 
 
Escribió T. Katz, prestigioso historiador judío, director del Centro Elie Wiesel de Boston:
 
 
“Aunque durante quince siglos de historia, el cristianismo pudo haber destruido el segmento del pueblo judío sobre el que tenía dominio, optó por no hacerlo …, porque la eliminación física de la judería no fue nunca en ninguna época la política oficial de ninguna Iglesia ni de ningún estado cristiano” (p. 43). La causa fue, según Stark, la creencia cristiana –basada en Pablo (ciertamente así y de modo contundente en Romanos 11,25-32)– fue siempre  la creencia en que Dios había dispuesto (Romanos 15,29) que al menos al final de los tiempos los judíos se convertirían al Mesías y se salvarían.
 
 
Este capítulo del libro de Stark termina con un detenido análisis del comportamiento de Pío XII respecto a Adolf Hitler y el Holocausto, y cómo muchas manos interesadas, fundamentalmente anticatólicas, como la obra teatral “El Vicario” de Rolf Hochhutz, de la extrema izquierda alemana, presentan una imagen muy negativa de un Pío XII, como mínimo no interesado por lo que ocurría con el Holocausto. Pero Pío XII, que nunca se encontró con Hitler como se afirmado, abandonó Alemania en 1929… cuatro años antes de que Hitler llegara al poder.
 
 
Stark analiza otras obras que critican el antijudaísmo católico, como las de de John Cornwell 1999, James Carroll. Gary Wills, Daniel J. Goldhagen, Michael Phayer y David Ketzer (de apellidos claramente judíos) que son “airados refritos de los mismos materiales elaborados de manera escasamente científica” (p. 49). A este respecto me parecen muy interesantes la noticias sacadas del New York Times desde 1939 a 1942 (p. 50) que sitúan en su verdadero sitio la postura pro judía del papa Pío XII.
 
 
En fin, un capítulo interesante que saca a la luz muchas falsas ideas sobre el antisemitismo de la Iglesia  cristiana y que conviene tener muy en cuenta. Merece la pena citar la breve conclusión de Stark  a este capítulo: (p. 51):
 
 
“Es sin duda verdad que, durante siglos, la Iglesia católica (sic; debería escribir “la Iglesia cristiana” matizando los siglos) toleró un feo abanico de creencias antisemitas y participó en diversas formas de discriminación contra los judíos, como harán más tarde los protestantes cuando entraron en escena. Este hecho desagradable otorga visos de credibilidad a las acusaciones según la cuales también la Iglesia habría estado profundamente implicada en los pogromos que se iniciaron en la Edad Media y culminaron en el Holocausto. Sin embargo, muchas cosas que son creíbles no son verdad, y en este caso no lo es. La Iglesia católica posee un amplio y honroso historial de vigorosa oposición a los ataques contra los judíos. Y el papa Pío XII supo estar a la altura de esa tradición”.
 
 
Muy buen capítulo.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Miércoles, 29 de Noviembre 2017
“Falso testimonio. Desmantelamiento de siglos de historia anticatólica”. Un libro de Rodney Stark (940)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Conozco desde hace años a Rodney Stark, porque traduje al español, para Trotta, un libro breve pero muy ilustrativo, “La expansión del cristianismo”, hacia el 2009 o 2010. Y sé que Stark es protestante, sociólogo de la religión, y profesor de la Universidad Baylor en Estados Unidos. Así que un libro en defensa de la Iglesia católica escrito por un protestante me llamó poderosamente la atención. Y no me ha defraudado en absoluto.
 
 
El título del libro es el de esta postal, aunque me he permitido corregir el subtítulo. El traductor, Isidro Arias Pérez no lo hace mal, ni mucho menos, pero sucumbe a ciertos anglicismos, con los que finalmente conviviremos. No se puede luchar contra el uso inveterado, que es el amo de la lengua (Horacio). Pero sabemos que el gerundio en castellano no se usa de un modo absoluto, sino normalmente como complemento circunstancial… Así que el subtítulo inglés de la obra “Debunking Centuries of Anti-Catholic History” no lo traduciría por “Desmontando siglos de historia anticatólica”, sino por “Desmantelamiento”… etc. La ficha del libro se completa con los datos siguientes: Editorial Sal Terrae (Colección Panorama 20), Santander 2017, 302 pp. ISBN: 978-84-293-2680-2.
 
 
Y ahora, al grano. El libro ha sido prologado por el prestigioso historiador Fernando García de Cortázar, cuya “Breve historia de España”, escrita en colaboración con José Manuel González Vesga, ha vendido, según creo, un millón de ejemplares. ¡Menuda envidia! Destaca Cortázar, siempre con ágil y culta pluma, que los “principios humanistas nacieron en nuestra civilización occidental” y que deben “servir de inspiración a quienes desean superar el angustioso vacío que padece esa misma civilización”. Es esta afirmación totalmente cierta, y la he defendido en multitud de ocasiones. Si miramos a las religiones que hay en nuestro entorno y más allá de él, no veo que esas otras religiones, que no sean la cristiana hayan, propiciado, incluso con mil protestas en su seno, un humanismo que haya conducido a los principios de igualdad, libertad y fraternidad de la Revolución Francesa y a la Declaración universal de los derechos humanos, como sí lo ha hecho el cristianismo. Y la religión cristiana sí ha propiciado este movimiento, quizás porque ha generado –aun sin pretenderlo expresamente –un cierto individualismo y un espíritu interior de libertad, una posibilidad de crítica interna y una evolución del espíritu que condujo al humanismo.
 
 
Por esto precisamente parece asombroso que los cristianos mismos hayan denigrado sus orígenes –que no son precisamente el catolicismo, que como tal designación externa solo existe desde la Reforma protestante–, de tal modo que muchos estudiosos han visto en la historia de la Iglesia cristiana en general la fuente de todos los males que han aquejado a nuestra civilización: oscurantismo, fanatismo, intransigencia, persecución de los adversarios, odio a la ciencia, mantenimiento de la esclavitud y autoritarismo…, entre otras “perversiones” menos notorias. Como toda sociedad que ha existido durante muchos siglos, no cabe duda de que en la religión cristiana se han generado tales lacras. Sin duda…, pero no solo eso. Ni mucho menos, ya que el cristianismo ha dado a luz igualmente todos los atributos de una civilización “fruto de la síntesis de la razón clásica y del mensaje cristiano” (Cortázar).  
 
 
En concreto en los últimos cinco siglos numerosos investigadores protestantes han cargado las tintas con gran deleite acusando al catolicismo de degradación de la sociedad. Algo así como si el protestantismo hubiera sido el abanderado de la libertad y el progreso, mientras que el catolicismo no hubiera hecho otra cosa que promover el oscurantismo más rancio. Esta tendencia ha creado una buena cantidad de mitos –ligados a los vicios que enumeré arriba– que se han propagado hasta hoy. Y lo que llama la atención, como dije, en el libro que comento es que la refutación de tales mitos no parta de un estudioso católico, sino de uno protestante.
 
 
Escribe Cortázar en el Prólogo (p. 11): “Desde su honestidad académica, alejada de la militancia católica, el autor no duda en afirmar que a partir de la ruptura luterana los ataques a la Iglesia de Roma fueron cristalizando en falsos testimonios impulsados por los disidentes, que se incrustaron en la historia cultural de Occidente. A un lado, la innovación renacentista, la responsabilidad económica, la moral del esfuerzo,  y la apertura ideológica promovida por el protestantismo; del otro, el anacronismo medieval, la Inquisición, la perezosa mentalidad de la opulencia rentista, el rechazo a la ciencia y la cerrazón espiritual administrada por una Institución, el catolicismo, arrumbada por la marcha de la historia”.
 
 
Los mitos que desmonta Stark en su libro son: los pecados del antisemitismo; la eliminación de ciertos evangelios; la persecución de los paganos tolerantes; la imposición del oscurantismo a la sociedad: el mito de la “Edad Oscura” medieval; las cruzadas como mero pretexto para la consecución de tierras, botín y conversos; la oposición a la ciencia; el autoritarismo; el mito de la modernidad protestante. Como se ve, temas jugosamente interesantes.
 
 
El desarrollo expositivo de Stark en cada capítulo es sencillo: comienza exponiendo el mito con toda su crudeza. Luego afirma brevemente lo que no es verdad, y a continuación expone una síntesis histórica, pero detallada, de lo ocurrido en realidad…, con todos los pelos y señales que le permite el espacio de un número razonable de páginas. Indica también someramente sus fuentes principales y termina con una conclusión contundente. La noción correcta contrapuesta al mito queda bien resaltada.
 
 
Dentro de los temas arriba expuestos, hay tres que interesan especialmente a mi ámbito de trabajo: el del antijudaísmo y la Iglesia cristiana en general, y en especial la católica, al final; el de los evangelios voluntariamente destruidos o rechazados, y el de la época constantiniana con sus repercusiones en el cristianismo. A estos temas deseo dedicar unas líneas en postales posteriores.
 
 
Adelanto, por si no quedaba ya claro, que el libro de Stark es nítido, concreto, breve, sencillamente espléndido. Y, por cierto, este libro de Stark ha llegado a su turno de comentario por mi parte cuando ha aparecido en librerías el último libro de Juan Eslava Galán, titulado “Enciclopedia Eslava”, que va recorriendo los momentos de nuestra historia y los mitos formados en ella…, naturalmente en contra de España; mitos formados o promocionados sobre todo por españoles y otra gente de fuera que se aprovechan de los “tontos útiles” internos, la quinta columna, como la denominó alguno. Y sin ponerse de acuerdo, tanto Stark como Eslava cumplen con la misma misión: debelar estupideces históricas dañinas que se han ido imponiendo a base de repetirlas.
 
 
Seguiremos, pues, en algunas entregas más, con el libro de Stark y los capítulos que más afectan a mi ámbito de trabajo.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Lunes, 27 de Noviembre 2017
Valoración del libro de Javier Alonso “La resurrección. De hombre a Dios”  (939)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Prometí el día anterior, tras el breve resumen, hacer una valoración del libro del Prof. Javier Alonso, del Instituto de Empresa. Y adelanté que me había gustado mucho. Y ahora expongo mis razones: en primer lugar, por la elección del tema: la resurrección es básica en el cristianismo e interesa de verdad. Digámoslo o no, en el fondo a casi todos nos disgusta morir y nos fastidia que después de ese trance no haya nada.  Segundo, por la claridad y amenidad expositiva. Tercero, porque el tema está bien rodeado de los antecedentes ideológicos que ayudan, y mucho, a comprenderlo. Cuarto, porque las soluciones a los posibles “enigmas” son muy plausibles y convincentes.
 
 
Sobre la claridad y la divulgación, en esta obra y en otras, habría mucho que precisar: es cierto que el autor repite una y otra vez que su obra es divulgativa. Pero esta afirmación es cierta y no cierta a la vez. Divulga aquel que resume las ideas de otro y las expone al público con claridad. Pero la claridad del estilo como tal no es por sí misma y obligadamente signo de divulgación, sino de mera atención respetuosa al lector y de buen ánimo pedagógico. El que procura ser claro lo hace por respeto a sus lectores, a los que no desea molestar y sí instruir. Pero eso no significa siempre que el autor esté meramente resumiendo ideas ajenas. No es así. Y no es este el caso de Javier Alonso, filólogo semítico, biblista, e historiador, que  lleva unos veinticinco años dedicado a la historia de Israel, al estudio de la Biblia hebrea, al Nuevo Testamento y al cristianismo primitivo, y a las religiones en general. Por tanto, en esos años se ha formado ideas propias…; ha sintetizado, criticado y asimilado muchas lecturas científicas… y se ha formado sus propias conclusiones: no repite solo las ideas ajenas.
 
 
Por otro lado, este libro sobre la resurrección de Jesús y su historicidad está escrito en diálogo con especialistas de renombre internacional, como por ejemplo, Gerd Lüdemann,  “l’enfant terrible” de la filología-teología protestante alemana… Pues bien, Javier Alonso corrige nítidamente algunas concepciones de este afamado profesor y expone su propia síntesis final sobre los relatos de la resurrección de Jesús, que a mí me parece mejor que la de Lüdemann. No está haciendo divulgación, sino ciencia histórica con estilo claro y sencillo.
 
 
Y más: el libro es bueno porque el lector adquiere ideas también claras sobre las creencias en la muerte y en la resurrección en el judaísmo previo al cristianismo. Como este es una religión hermana –propiamente no es “hija”– del judaísmo, si comprendemos bien el tronco común del que proceden las creencias sobre la resurrección en el judaísmo, mejor que mejor. Se entiende mucho mejor la derivada cuando se comprende la base. Y el lector recibe –con la lectura de este libro– una buena síntesis del otro puntal en el que se apoya el cristianismo primitivo: las concepciones de la resurrección en los “vecinos” de los cristianos: los politeístas griegos y romanos.
 
 
También me parecen claras, sintéticas –no se va Alonso por las ramas–, las explicaciones de las concepciones en torno a la resurrección en Pablo de Tarso, el personaje que inicia la vía de la verdadera teología judeocristiana y luego simplemente cristiana; y lo que pensaban sus sucesores. Y, por último respecto a los prenotandos, el lector obtiene igualmente una excelente visión sintética de los pasos previos a la resurrección: cómo pudo ser el entierro de Jesús. Aquí Javier Alonso desmitifica bien las leyendas evangélicas.
 
 
El análisis de los textos evangélicos sobre la resurrección misma me parece muy correcto. Dice todo lo esencial. Y es muy buena la explicación del porqué hay tantas contradicciones en los textos primitivos cristianos, en el Nuevo Testamento, sobre resurrección / apariciones: es el modo de contar las cosas de los antiguos cuando no sabían bien lo que había pasado, pero sospechaban que las cosas tenían que haber sucedido de una manera precisa.  La aclaración de que haya tantas contradicciones es porque cada uno cuenta técnicamente lo que cree que ocurrió…  y cómo ocurrió… Pero… ¡al igual que Tucídides! –el verdadero padre de la historia científica, no Heródoto– cuando reproduce en estilo directo discursos y hechos que él no conoce de primera mano. Escribe Tucídides lo que a su leal saber y entender debió de ocurrir y lo que el orador Tal o Cuál debió de haber dicho en tales y cuales circunstancias. Pero otro historiador de la antigüedad lo habría expuesto de otro modo. No hay estrictamente falsía, sino un sistema de hacer “historia” que hoy no aceptamos de ningún modo, pero que era propio de la época en todos los autores. Así pues, aclara muchísimo esta exposición de cómo se escribe “historia” en la antigüedad cuando no se sabe a ciencia cierta lo ocurrido y por qué se contradicen entre sí las narraciones
 
 
Pero lo que me parece de veras estupenda es la hipótesis, o propuesta final, en la que Alonso López intenta reconstruir –esta vez al modo del historiador actual– lo que debió de haber pasado en realidad con la idea / creencia de la resurrección de Jesús. No pienso destripar aquí la hipótesis, o propuesta de intelección, con la que culmina este libro (pp. 159-184). No voy a hacer un resumen de ella, porque sería igual de malvado que contar el final de una película de suspense o intriga. Pero sí quiero decir que Alonso destaca, y muy bien, el papel de las mujeres en el caso y cómo las posibilidades se abren realmente cuando se piensa que jamás se encontró el cadáver de Jesús...Y el libro se completa con otra hipótesis sobre cómo hay que entender la ascensión del mismo Jesús.
 
 
En síntesis: recomiendo cordialmente este libro, porque su lectura aclara muchísimo. Termina uno de leer, y siente que tiene ideas claras. Enhorabuena al autor y a la Editorial Arzalla Ediciones por haberlo publicado… ahora…, en un mundo lleno de rufianes, a quienes no les importa la verdad, sino llevarse el agua a su molino a cualquier precio. Pero este libro explica muy bien, y con todos los medio de lo que se puede presumir que pudo ser  la “verdad” plausible históricamente.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Jueves, 23 de Noviembre 2017
“La resurrección. De hombre a Dios”  (938)
www.ciudadanojesus.comEscribe Antonio Piñero
 
 
 
Este es el título de la obra que deseo comentar hoy. Su autor es Javier Alonso López, Arzalia Ediciones, Madrid, 20017. ISBN: 978-84-17241-02-5, 193 pp., con imágenes y bibliografía. Prólogo de Antonio Piñero. Sobre Javier Alonso he escrito en el Prólogo:
 
 
“No conozco a ningún autor de lengua española que sepa mezclar de mejor manera la información estrictamente científica con la amenidad y el entretenimiento cuando trata temas históricos. Y no es nada fácil, porque las mentes acostumbradas a la investigación técnica de la arqueología y de la historia sufren a menudo de una incómoda deformación profesional, que se muestra en que –cuando intentan componer un libro sobre lo que han investigado con la intención de alcanzar al gran público–, la exposición por escrito se muestra seca, árida, confusa y cansina para el lector. Y a otros les ocurre lo contrario: se pasan al bando opuesto, como un péndulo desbocado: sus obras son tan triviales que la información ofrecida al público es muy escasa, parca, incompleta. Javier Alonso muestra la justa medida entre los dos extremos: pura ciencia y puro divertimento”.
 
El autor se pregunta: ¿Qué creencias había sobre el más allá en tiempos de Jesús? ¿Dónde fue enterrado? ¿Cómo era su tumba? ¿Hubo testigos de su entierro? ¿Robaron el cuerpo los discípulos de Jesús? O ¿lo hicieron desaparecer sus enemigos del Sanedrín? ¿Pudo haber sido bajado de la cruz todavía vivo? Como puede verse, los temas son centrales y vitales para comprender el cristianismo.
 
Entre la muerte de Jesús de Nazaret y el primer testimonio escrito sobre la resurrección, la primera carta de Pablo a los Tesalonicenses, compuesta en el 51 d. C., transcurren solo unos veinte años, pero en ellos se genera uno de los procesos más sorprendentes –por su enorme repercusión– de la historia de la humanidad: el nacimiento de la creencia de que un muerto en una cruz romana había resucitado. Ahora bien, como desde el punto de vista de la historia científica parece imposible que un ser humano resucite, o si eso ocurre, la certificación y valoración de ese hecho sobrepasa la tarea del historiador, el autor de este libro considera que puede ser interesante para un lector de hoy reunir e intentar descifrar la maraña de informaciones dispersas contenidas en las fuentes cristianas, sobre todo los Evangelios. Pero lo sugerente de este libro, en mi opinión, es que el autor trata la cuestión como si fuera un complicado caso histórico-policial reciente que debe estudiarse-investigarse y resolverse.
 
 
El autor repasa las principales teorías o hipótesis existentes entre científicos y aficionados a la historia sobre la resurrección en sí y en concreto la de Jesús, para ofrecer una convincente visión de conjunto que ayude a centrar el caso y procure aclararlo en lo posible. La cuestión es básica para quien vive en una cultura cristiana: san Pablo dejó escrito en su primera Carta a los corintios una sentencia memorable: “Si Cristo no resucitó, vana en nuestra fe” (15,17). La resurrección de Jesús, o mejor, la firme creencia en ella por parte de unos seguidores, al principio decepcionados por la cruel e infamante muerte de su Maestro, es fundamental para el nacimiento y desarrollo de la religión cristiana. Es en verdad la primera piedra de la construcción de una teología que con el tiempo será como una gran catedral del pensamiento, la teología del cristianismo. Y el honor de ser el fundamento y la base de ella se la lleva la creencia en que Jesús no había muerto del todo. ¡Jesús vive entre nosotros!, exclamaban los primeros cristianos, absolutamente convencidos. Y para defender esta verdad estaban dispuestos a morir. Así que este libro toca el punto nuclear de los inicios de la religión más importante de mundo occidental, que desde ahí se ha extendido con más o menos éxito por los cuatro puntos cardinales.
 
Una visita al índice del libro ilustrará mejor que cualquier otra cosa el contenido del libro.
 
La primera parte aborda el entorno mental de la creencia entre los cristianos de la resurrección de su Maestro: ¿qué pensaban los judíos coetáneos de Jesús sobre la resurrección? Y en segundo lugar, ¿cuáles eran las concepciones sobre la resurrección entre los vecinos de los judíos, griegos y romanos, que son los que más afectan al ambiente cultural religioso del Israel del siglo I?
 
La segunda parte aborda directamente la cuestión de la resurrección de Jesús:
 
1. Los testimonios escritos sobre esa resurrección.
 
 
2. La resurrección en las cartas de Pablo (tema importante, aunque no lo parezca para algunos, pues éste escribió sus cartas antes de que los evangelistas compusieran sus obras y se cree con toda razón que el pensamiento del Apóstol influyó mucho en las ideas de los evangelistas…y en especial sobre el significado de la muerte y resurrección de Jesús.
 
 
3. Cómo se describe el entierro de Jesús en los Evangelios: cómo fue en realidad. ¿Se hizo en una tumba especial y magnífica? O ¿fue en una fosa común? La destinada a los malhechores, según el Imperio que lo había condenado y las autoridades judías que habían coadyuvado?
 
4. ¿Cómo describen los evangelistas la resurrección de Jesús?, a saber, los tres evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas)? El caso especial del Evangelio de Juan, que va por su cuenta en notables ocasiones.
 
5. Preguntas que se suscitan en la mente de los lectores de hoy que leen con atención los Evangelios. El principio general es: hay muchas preguntas y pocas respuestas que puedan considerarse ciertas.
 
 
· La explicación de la tumba vacía

· ¿Robaron los discípulos el cuerpo de Jesús?

· ¿Robaron otros, por cualquier motivo, el cuerpo de Jesús?

· ¿Se equivocaron las mujeres de tumba cuando fueron a ungir el cadáver de Jesús?

· Otros tipos de respuestas que no están en los Evangelios: ¿Sobrevivió Jesús al suplicio de la cruz?

Y por último, las apariciones de Jesús y sus posibles explicaciones
 
6. La parte sexta es básica: Una hipótesis para explicar los datos que aparecen en los Evangelios, sobre todo la resurrección de Jesús: ¿Se puede reconstruir el rompecabezas?
 
 
El punto de partida de esta hipótesis explicativa está en el hecho de que no se encontró el cadáver de Jesús. Por tanto, se abren diversas vías de explicación. El autor estudia más en concreto el precedente ideológico de la creencia previa en la posibilidad de la creencia en la resurrección entre los discípulos de Jesús, y cómo pudieron pensar

A) Que el caso de su Maestro era extraordinario;

B) Que existían textos de su Escritura sagrada, la Biblia hebrea, que anunciaban que una cosa así, una resurrección especial, podría acontecer;

C) Cómo puede explicarse el hecho de la tumba vacía, y qué deducciones extrajeron de ella los seguidores de Jesús.

D) Cómo se explican las apariciones de Jesús; la función de las mujeres del entorno del Nazareno a la hora de plasmar esta creencia y su difusión entre los discípulos varones.

E) La ascensión de Jesús y sus posibles explicaciones.

La conclusión del libro sirve de síntesis de la hipótesis que explica la creencia en la resurrección de Jesús, su surgimiento, los efectos que tuvo esta y la fundamentación del cristianismo sobre la firmísima idea de que Jesús había muerto ciertamente, pero había sido luego vindicado por Dios exaltándolo a los cielos.
 
 
El libro concluye con un breve, pero muy sugestivo, “Epílogo” de Nacho Ares, el conocido egiptólogo y divulgador de la historia en su programa de radio “Ser Historia”. Este programa tiene una audiencia de cerca de 500.000 oyentes, certificados por los contadores electrónicos que numeran las visitas de las reproducciones de sus programas cuando son visitados en Internet. Nacho Ares reflexiona brevemente sobre lo que significa la resurrección de Jesús, sin plantearse su historicidad. Y lo hace desde el punto de vista de un cristiano cultural: todos vivimos en un ambiente de creencias cristianas que nos proporciona una forma de pensar, de vivir, de observar e interpretar la realidad que es muy diferente de la de un budista por ejemplo. Y la resurrección significa mucho quiérase o no.
 
 
El libro de Javier Alonso me ha gustado mucho. Por ello haré algunos comentarios aún más personales el próximo día, y me atreveré a dar una valoración más concreta de él.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
Lunes, 20 de Noviembre 2017
Héroes y dioses. Historia breve de la política religiosa del dios-hombre (y IV) (937)
Foto: Ariadne y Teseo, un hombre, un héroe divinizado.
 
 
Escribe Antonio Piñero
 
 
Concluimos hoy la breve historia de la divinización de seres humanos en el mundo griego, tema que afecta directísimamente a la intelección del sintagma “hijo de Dios” aplicado a Jesús por los primeros cristianos con un sentido muy diferente al judío.
 
 
Un ejemplo de culto a héroes contemporáneos es el de Teseo (recordemos: hijo de Poseidón, Teseo, fue un rey mítico de Atenas, famoso por haber sido encerrado en el laberinto de Minos, en Creta, pero por haber podido salir gracias a que Ariadna, hija de Minos, que enamorada de él, le dio un ovillo). Cuenta Plutarco (Teseo 35,5-36,3):
 
 
“En tiempos posteriores (época de la guerra contra los medos y persas: ‘las Guerras médicas’) hubo muchas razones que movieron a los atenienses a honrar a Teseo como un héroe, el cual, hasta el momento, era un ‘héroe’ mítico sí, pero sin la categoría de semidiós, como Ulises o Ayante, de la Ilíada). Especialmente importante fue el que  algunos que habían luchado en la batalla de Maratón afirmaran que habían visto a Teseo con armadura completa arremeter contra los persas”.
 
 
Compárese con lo que el pueblo llamaba, políticamente incorrecto, “san Miguel Matamoros” y otras figuras; y la batalla de Clavijo, cerca de Logroño, mítica del todo: Ramiro I, rey de León, se enfrentó a los musulmanes en el 844, y fue ayudado por Miguel, que cabalgaba en un corcel blanco; Miguel es un ángel, no un héroe, con lo que la comparación no es del todo adecuada; pero vale para considerar que la mentalidad es la misma.
 
 
Cuando después de la guerra (476/475 a.C.) los atenienses preguntaran al oráculo de Delfos, la Pitia les respondió que debían recoger los restos de Teseo, muerto y mal enterrado, y volverlos a enterrar de modo más digno. Así lo hicieron y cuando recobraron los huesos de Teseo (no dice cómo) los atenienses los recibieron con procesiones y ofrendas como si el personaje fuera a volver vivo a la ciudad. Entonces lo enterraron en el gimnasio y ese lugar se hizo sagrado y se convirtió en lugar de asilo para esclavos y otros desgraciados perseguidos por los poderosos, puesto que Teseo había sido un hombre que había dado protección y ayuda a los oprimidos y había hecho caso de sus súplicas. La fiesta principal de Teseo se celebra en el día 8 del mes Pyanepsión”.
 
 
Aparte de fundadores de ciudades, aspirantes a semidioses eran también los legisladores, los tiranicidas y colectivamente los caídos en la guerra. Aunque no siempre las fronteras son nítidas, el culto a los héroes conserva rasgos del culto a los difuntos, ya que la “divinización” después de la muerte es bastante más fácil que la de los vivos: la tumba de Teseo fue el lugar principal del culto; el animal sacrificado solía ser de piel negra y se sacrificaba sobre una hendidura, de modo que su sangre fluyera el interior de la tierra como alimento de los difuntos. Los restos no los toman los humanos, sino que los quema el fuego. A pesar de las diferencias entre heroización (post mortem y divinización en vida, es claro que esta acción de heroizar sirve como de otra posibilidad para ensanchar el horizonte de la recepción de ideas de divinización de humanos.
 
 
Quinto y último motivo de la divinización de seres humanos: el culto a los benefactores. Esto se une con lo dicho de la divinización de reyes por especiales beneficencias. Aquí, en las honras a los benefactores, aparecen continuamente vocablos que se utilizan respecto a los dioses: en griego sotér/sotería/euergétes (“salvador; salvación; benefactor”). Un punto de partida para la divinización es la atmósfera de veneración que se desprende de las disquisiciones de Aristóteles respecto a los benefactores. Dice en la Retórica (I 5,9):
 
 
“La mayoría de las veces, y con razón, reciben honras los que han procurado notables beneficios. Esa beneficencia trae o bien la salvación (sotería: lo mismo que trae Jesús), o bien la conservación de seres o haciendas u otros bienes, cuya adquisición no es fácil, ni antes ni ahora. A muchos benefactores por acciones no demasiado grandes se les otorgan honras como ofrendas, recuerdos literarios en prosa y verso, un cargo honorífico, una parcela de tierra, lugares de honor en el teatro, o a modo de los bárbaros la proskínesis  (es decir, adoración puestos de rodillas), o muestras estrepitosas de júbilo (ekstáseis)”
 
 
Y con esto hemos terminado esta breve historia de la divinización de seres humanos. Doy las gracias de nuevo a Hans-Josef Klauck ­­–que es sacerdote católico-- en la obra citada (Potal 935: Die religiöse Umwelt des Urchristentums. Bd. I y II (“El entorno religioso del cristianismo primitivo): Stadt- und Hausreligion, Mysterienkulte, Volksglaube (Studienbücher Theologie IX/1), Stuttgart: Kohlhammer, 1995 /1996), a quien conozco personalmente, por haber hecho esta recopilación de textos del mundo grecorromano, que me ha servido muchísimo.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.ciudadanojesus.com
 
 
 
 
 
 
Viernes, 17 de Noviembre 2017
Historia breve de la política religiosa del dios-hombre (III) (936)
Foto: Teseo, un hombre, un héroe divinizado. Aquí Teseo y el minotauro.
 
 
Escribe Antonio Piñero
 
 
¿Cómo se llega a este estado de cosas, a saber divinizar a meros seres humanos? ¿Cómo se puede decir que los dioses no existen, pero que Demetrio Poliorcetes era un dios? La antigua investigación, incluso Martin P. Nilsson (en su famosa obra “Historia de la Religión griega”, Geschichte der griechischen Religion II 152), estima que se trataba –en Grecia–  de unos momentos, locales, de grave depravación de la religión, o decadencia y desplome de la antigua religión de los dioses olímpicos. Los griegos estaban apurados y abrumados por las guerras y la inseguridad de la vida. Pero esto es un juicio demasiado ligero. Veamos brevemente qué factores ideológicos han llevado a esta creación religiosa sorprendente.
 
 
 
En primer lugar, el aura religiosa de la monarquía, no hay que insistir, porque parece evidente: los reyes para el pueblo más ignorante tienen un poder casi divino. En segundo, la convergencia de diversas líneas de religiosidad en Grecia: creencia en hombres divinos. La máxima délfica ‘Conócete a ti mismo’ supone la tendencia de filósofos, poetas, adivinos, médicos famosos y taumaturgos a ver en sí mismos algo de divino. Aunque hay que reconocer que el sentido de esta máxima es, en el fondo al revés: cae en la cuenta de que eres un mero hombre y no te engrías intentando parecerte a los dioses. No te creas nunca un dios.
 
 
Es conocido el caso del filósofo Empédocles que escribió lo que sigue:
 
 
“Voy por todas partes como un dios inmortal, no ya como un mortal, y recibo honores como corresponde a mi caso. Soy honrado por todos, por hombres y mujeres en las ciudades que visito, y me siguen millares…, me exigen profecías, me preguntan sobre remedios de enfermedades de todo tipo… para recibir una palabra sanador…” (Fragmento de los antiguos estoicos = FSV 31 B112).
 
 
No hay mención de altares, u ofrendas en este pasaje, cierto, pero ese mismo sentimiento de tener algo divino se percibe en otros personajes, llamados por la investigación (después del libro fundamental de L. Bieler, Theios anér. “El hombre divino”’) hombres divinos. El caso más típico, literariamente hablando, es tardío: siglo I d.C. Apolonio de Tiana (ojo: no de “Triana”. Tiana es una ciudad de la Capadocia antólica, hoy Turquía; entonces Asia Menor) casi contemporáneo de Jesús de Nazaret. Filóstrato, su biógrafo, lo designa expresamente como theios anér en su obra Vida de Apolonio II 17 y VIII 15, a la vez que en 5,24 afirma que los egipcios lo contemplaban como un dios. Theios y daimonios (“divino” y “poseído por démon o espíritu”, son adjetivos que Apolonio recibe con frecuencia en la Vita.
 
 
Según Filóstrato, otros hombres divinos, con los que relaciona a Apolonio, son Pitágoras, Empédocles, Demócrito, Platón, Sócrates, Anaxágoras. Igualmente los magos babilonios, los bramanes, “gimnosofistas” (es decir, los sofistas desnudos, de cintura para arriba) y ciertos personajes egipcios. La razón es el don de profecía de Apolonio, sus milagros, su vida, y su doctrina que se ‘acercaba a la sabiduría divina aún más que la de Pitágoras’.
 
 
Aunque la investigación moderna de la Historia de las Religiones duda de la existencia de un tipo específico o de una categoría mental estricta de ‘hombres divinos’… (en relación con Jesús ha escrito Barry Blackburn (Theios Aner and the Markan Miracle Tradition. A Critique of the Theios Aner Concept… WUNT = “Wissenschaftliche Untersuchungen zum Neuen Testament = “Investigaciones científicas que afectan al estudio del Nuevo Testamento  240 = 1991) una crítica feroz afirmando que ese tipo de hombres no existía porque  no hay textos que lo prueben
 
 
 
A pesar de las críticas, hay que confesar que convencen bastante los argumentos de Bieler: debió de existir en la Antigüedad entre las gentes sencilla la imagen de un ser humano superior, genial, sobresaliente al que le atribuían un aura especial. Debió de circular por todas las épocas tal imagen y la gente sencilla consideraba que tales personajes tenían una participación especial en la divinidad como demostraban sus realizaciones. Es casi como una idea platónica (que solo existe en la mente) en el pueblo, cuya realización completa o semicompleta solo se da en un caso concreto, excepcional. Como idea es muy probable que existiera.
 
 
Es claro a pesar de la reacción apologética en contra de la equiparación Apolonio – Jesús o en contra igualmente de la explicación de la cristología primitiva de Jesús como la de un hombre divino (es decir, que a Jesús le aplicaron este concepto los evangelistas y las ideas generales sobre el “hombre divino” contribuyo a divinizar a Jesús), que este concepto difuso constituye un horizonte de recepción y de esperanza para la predicación de un Jesús al que se le otorgan tintes sobrenaturales. Estructuralmente puede decirse que estos paradigmas son parecidos a los que emplean los evangelistas mismos cuando pintan a Jesús utilizando el paradigma y la tipología Moisés / Elías que se proyecta a Jesús.
 
 
 
En tercer lugar, contribuyó a la divinización de Jesús la posible difusión de teorías como las de Evémero de Mesenia, a saber que los dioses son creaciones de los hombres. Son hombres heroicos, luego héroes sin más y luego dioses. El punto de partida es la representación antropomórfica de los dioses, lo que condujo a mucha crítica y reflexión. Evémero de Mesenia (340-260 a.C.) escribió una novela utópica “Sacra inscripción”, en donde cuenta que en una isla lejana, Panquea, había hallado una inscripción en donde se presentaba a Urano, Crono y Zeus, no como dioses sino como reyes del pasado, listos y poderosos. Y es claro –se decía en la novela– que a esos a que eran meros seres humanos, otros hombres, por la grandeza de sus acciones, los habían hecho dioses.
 
 
Esta idea tuvo éxito y más tarde se pensó que con ella criticaba Evémero el origen de los dioses. Pero, a la vez y por el contrario, es posible pensar que las ideas de Evémero pudieron contribuir al origen del culto al soberano, que en su época era bien conocido.
 
 
Cuarta razón: el culto a los héroes en sí (sea o no cierta la teoría de Evémero): este culto es otro sistema por el cual las fronteras dioses/hombres se borran. He dicho ya que en un plano inferior, a medio camino entre dioses y hombres, pero en constante comunicación con las divinidades se encuentran los héroes, categoría de seres de origen a veces semidivina, otras, plenamente humana, que tenían su propio estatuto en el politeísmo griego.
 
 
El culto a los héroes está ya representado claramente en Hesíodo. Un héroe ya ha muerto, pero tiene poder suficiente como para influir sobre los que están en la tierra; por ello son dignos de homenaje y de adoración. Un héroes es aquel personaje que supera el transfondo de la máxima de Delfos ‘Conócete a ti mismo’; es decir, eres humano y no se te ocurra ni compararte con los dioses. Al griego de a pie le consolaba, por el contrario, que algunos mortales habían alcanzado un status superior al de mero humano. Eran la encarnación de la ambición de casi todo hombre de llegar a ser más que humano.
 
 
Muchas veces estas figuras se corresponden con el tipo de ‘héroes culturales’, figuras míticas a los que la mitología de diversos pueblos asignan la misión de haber fundado instituciones de la vida material, cultural o religiosa. Sin embargo, no es posible reducir a esta categoría religioso - histórica toda la compleja morfología de los héroes griegos, cuya reconstrucción es a veces muy ardua, pues su mitología y sus historias es enorme, muy superior a la de los dioses.
 
Probablemente concluiré mañana. Todas estas noticias, aunque de modo más sintético, están reunidas en el libro que cité en otra ocasión, y que repito para rendirle el honor debido: Hans Josef Klauck, Die religiöse Umwelt des Urchristentums. Bd. I y II (“El entorno religioso del cristianismo primitivo): Stadt- und Hausreligion, Mysterienkulte, Volksglaube (Studienbücher Theologie IX/1), Stuttgart: Kohlhammer, 1995 /1996.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.ciudadanojesus.com
 
Miércoles, 15 de Noviembre 2017
Historia breve de la política religiosa del dios-hombre (II) (935)
Foto: Lisandro, rey de Esparta, (hacia el 400 a. C.) el primer hombre divinizado… que sepamos.
 
 
Escribe Antonio Piñero
 
 
Escribí en la postal anterior que hoy mencionaría en el primer caso conocido de un hombre al que se ofreció honores divinos. Tengo todo este material recogido gracias a la tarea previa de Hans Josef Klauck, Die religiöse Umwelt des Urchristentums. Bd. I y II (“El entorno religioso del cristianismo primitivo): Stadt- und Hausreligion, Mysterienkulte, Volksglaube (Studienbücher Theologie IX/1), Stuttgart: Kohlhammer, 1995 /1996, Como se ve por la foto fue un general fue un general espartano o (o lacedemonio) que otorgó el beneficio de la paz a los atenienses y espartanos y con ellos a toda la Hélade (Grecia).
 
 
 
Lo sabemos por un fragmento del historiador  Duris que escribió una historia especial de la isla de Samos:
 
 
‘Pues él fue el primer griego al que las ciudades levantaron altares y ofrecieron sacrificios como a un dios, el primero también al que se le ofrecieron himnos. El comienzo de uno de ellos reza así: ‘Al mariscal de la sagrada Hélade, que vino de la anchurosa Esparta, queremos cantar solemnemente: Oh, Oh Peán…’ (invocación, pues, como a Apolo (FGH = Fragmentos de los Historiadores griegos 76 F 71 = texto en Plutarco, Vida de Lisandro 18,3). Los samios decretaron también que las fiestas en honor de Hera, (que se llamaban “Heraia”), y que  fueron denominadas en adelante Lisandreía.
 
 
Las fiestas consistían en consagrar altares, presentar ofrendas y cantar peanes son honores que se reservan a los dioses olímpicos. La expresión de piedad de los samios se debe ‘a su agradecimiento personal hacia el que les ha restituido su patria, soberanía y hacienda’ (escribe Christian Habicht) = una reacción ante la salvación y ayuda. Se trata de unos honores locales. No tenemos noticias de una veneración de Lisandro en el resto de Grecia (por supuesto en Atenas no), ni tampoco de otros caso semejantes en la época.
 
 
Aquí tenemos el esquema de base de un fenómeno que Habicht ha puesto de relieve en un libro titulado “Deificación de humanos y ciudades griegas”, que abarca desde el 404 hasta el 240 a.C. con muchos ejemplos, allí donde se percibe en medio de gran angustia la ayuda y la salvación, se ve una manifestación de la divinidad.
 
 
Filipo de Macedonia no llegó a ser divinizado, pero recibió honores que lo situaron cerca de los dioses. Tenemos un par de casos interesantes que nos ilustran para esta época temprana: Antígono I Monóftalmo (“de un solo ojo”) que fue uno de los generales de Alejandro Magno. Como herencia recibió una parte de Asia Menor. Los habitantes de la ciudad de Skepsis (en la Tróade) decretan para él honores divinos en el 311: (Orientis Graeci Inscriptiones Selectae 6,10-34):
 
 
“Decreto del demos. Puesto que Antígono ha sido el causante de grandes bienes para esta ciudad y para el resto de los griegos, debemos cantar sus alabanzas y felicitarle por lo realizado. La ciudad debe además felicitar a los griegos ya que (gracias a él) son libres, autónomos y en el futuro podrán vivir en libertad. De modo que se honre a Antígono como merecen sus hechos, (se decreta) que se le dedique un recinto sagrado, que se le consagre un altar y se erija una estatua lo más digna posible. Sacrificios, juegos, coronas y el resto de acciones festivas deben ejecutarse anualmente. Antígono debe ser coronado con una corona de oro de un valor de 100 monedas… e igualmente sus hijos Demetrio y Filipo con sendas coronas por un valor de 50 monedas cada uno…”
 
 
Es verdad que esta inscripción no trae la frase ‘honrar como a un dios’, pero levantarle altares, estatuas de culto y un recinto sagrado lo colocan en el ámbito de lo supranatural. Otro caso es el de Demetrio Poliorcetes (“Asediador de ciudades; la técnica del asedio se dice en español culto la “poliorcética” hijo de Antígono Monóftalmo). Era un genial general y tenía una brillante personalidad. Este general liberó a Atenas en el 307 a.C. del gobierno tiránico y de la ocupación por parte de los macedonios. En el 304 volvió a visitar la ciudad. El lugar donde se bajó del carro fue declarado sagrado y se erigió allí un altar (Plutarco, Vida de Demetrio 10,4).
 
 
Más tarde un poeta innominado compuso un himno sacro en su honor (Duris lo recoge también = Fragmentos de los Historiadores griegos 76 F 13): “Los grandes dioses se han acercado (¡una “parusía”! en griego; el mismo vocablo para le venida, la segunda, de Jesús, como juez) amistosamente a nuestra ciudad. Han sido Deméter y Demetrio los que nos han aportado esta hora feliz. Ambos se acercan a los elevados misterios de Perséfone (es Septiembre, fecha de los grandes misterios). Él, con rostro alegre, como compete a un dios, hermoso y sonriente se ha acercado (p. ej., igual que Dioniso). Su rostro es preclaro; sus amigos alrededor de él, y Demetrio ocupando la posición central, como si sus amigos fueran las estrellas y Demetrio el sol (bien metáfora, bien expresión de una veneración al sol y a las estrellas).
 
 
Te saludamos, oh hijo del poderoso dios Poseidón y de Afrodita (parentesco divino, como luego Alejandro y otros), los otros dioses viven muy aparados, o no tienen oídos, o no existen (increíble escepticismo: ¿era epicúreo el poeta?), o no se preocupan en absoluto de nosotros. A ti, sin embargo, te vemos presente; no en estatua de piedra o de madera (objeto de crítica por parte de los filósofos: veneración supersticiosa), sino vivo. Por ello elevamos a ti nuestras súplicas. En primer lugar, dilecto, procúranos la paz, pues tú eres el Señor (¡Kýrios)! Lucha contra la Esfinge que domina no sólo Tebas, sino toda la Hélade, contra el etolio cuyo asiento está en la roca, que ahora como en tiempos pasados nos roba nuestras gentes y las arrastra (como esclavas). Costumbre etolia es robar lo ajeno y ahora también lo lejano. Castígalos tú mismo, o encuentra un nuevo Edipo que derroque a esa Esfinge de su roca, o que la convierta en piedra misma” (situación política del momento = la liga etolia es muy fuerte y Atenas, en ese momento, débil).
 
 
Debo insistir en la frase “Los otros dioses viven muy aparados, o no tienen oídos, o no existen…” Los cristianos dirán lo mismo cuando comparen los dioses falsos (de griegos y romanos) con el único Dios y Señor, Jesús.
 
 
No es extraño, pues, que Alejandro Magno y sus sucesores pudieran aceptar honores divinos, especialmente –como así fue el caso, cuando hubo un escenario apropiado: la derrota del Imperio Persa y Alejandro como sucesor de los emperadores—. Los gobernantes romanos en el Oriente, en época de la República, y luego los emperadores pasaron fácilmente a esa posición. Así pues, la deificación de seres humanos tenía también antecedentes griegos… ¡y más que notables!
 
 
Me doy cuenta de que el material que tengo es bastante amplio., más de lo que pensaba Así que –para no cansar– sigo el próximo día.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
www.ciudadanojesus.com 
Lunes, 13 de Noviembre 2017
Historia de la política religiosa del dios-hombre (I) (934)
Escribe Antonio Piñero:
 
 
 
La divinización de seres humanos, el pensar que existen “hombres divinos” está en el fondo del culto al soberano. Y este es un aspecto importantísimo del culto cívico griego y romano, cuyo clímax se alcanzó en la religiosidad de la época helenística. Tema tremendo que afecta al cristianismo de lleno –como he escrito ya– y que fue uno de los motivos de choque frontal entre la religión pagana y el cristianismo, porque la deificación de un ser humano es un precedente y una vía psicológica por la que los cristianos pudieron considerar a un hombre, Jesús de Nazaret, un ser divino. También es importante ya que el culto al soberano es el inicio de una teoría política por la que se rodea más tarde a los monarcas cristianos de un aura divina, que va desde el Medioevo hasta casi la época moderna. Según Jn 19,11 (escena muy probablemente no histórica) dijo Jesús a Poncio Pilato: “Jesús: «No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba»”.
 
 
Por estas razones estimo que puede ser interesante para los amantes de la historia antigua y del cristianismo del primer siglo detenerse en este aspecto de la religión griega que empieza a mostrarse desde tiempos de Alejandro Magno, que fue pronto deificado por la leyenda. El culto al soberano comenzó como una expresión de gratitud a los benefactores (siempre los poderosos) y se transformó luego en expresión de homenaje y de lealtad. Al principio debió de ser un caso de ‘don’ al gobernante (mezcla de zalamería y gratitud), sin aparentemente pedir nada a cambio (sólo indirectamente). Con otras palabras, al principio fue una manifestación de extremo respeto (muy parecido, sin llegar a ser igual) al respeto que se tiene por los dioses, y sin –naturalmente— esperar del soberano ninguna asistencia sobrenatural, tal como se esperaba de los dioses.
 
 
En esos primeros momentos el sentido religioso de la veneración respetuosa por el soberano (mejor así en los primeros momentos que el sintagma ‘culto al soberano’) servía para dar testimonio de lealtad y para satisfacer la ambición de las familias principales, que se aseguraban el afecto del más poderoso. Sin embargo, como sabemos por testimonios a lo largo de la historia, el bienestar material y político producido por un buen gobierno en época de bonanza puede suscitar en la plebe ignorante un sentimiento casi religioso de gratitud y veneración. Veamos los antecedentes y sus presupuestos
 
 
El culto al soberano, y en época imperial pagana el culto al emperador reinante, encuentra su razón próxima en la paz, prosperidad y florecimiento general de las provincias orientales del Imperio desde la paz augústea hasta casi el final del siglo II d.C. Pero su transfondo es mucho más antiguo: el Oriente griego había tenido para ello una larga preparación. Aunque los latinos habían honrado desde siempre los manes, es decir, los espíritus, de los antepasados y los genios de los grandes hombres (como si el espíritu de esos altos personajes se uniera con el espíritu de esos dioses o diosecillos tutelares), los romanos habían siempre mantenido clara la distinción entre lo divino y lo humano. Pero los griegos habían difuminado los contornos de esa distinción, y el influjo de lo griego, de la religiosidad griega, se verá en las expresiones del culto al emperador en época imperial, que es la máxima expresión del culto al soberano. Los orígenes de este fenómeno religioso son diversos, pero se han señalado (sobre todo por el autor francés Festugière) tres causas principales:
 
 
1. Influencias orientales
 
 
A. El faraón en Egipto era rey porque era divino, hijo de un dios, de un dios encarnado, el faraón precedente. Su coronación confirmaba a los ojos de todos su divinidad, y al rey se le transfería en ese acto poderes más que humanos que procedían de objetos sagrados. Este carácter divino de los faraones pasó a sus sucesores, los Ptolomeos (Ptolomeo I Lago, general de Alejandro, que le tocó en herencia Egipto), y ciertamente explica su posición respecto a sus súbditos egipcios (la mayoría del país). Egipto, pues, por su influencia sobre Grecia (los griegos tenían una suerte de veneración y admiración por la civilización egipcia), proporciona una fuente importante para el desarrollo del culto al soberano en el mundo griego.
 
 
 
B. La “divinidad” de los monarcas asirio-babilonios y la de sus sucesores, los emperadores persas, no es menos cierta aunque con otros matices. En este ámbito, sin embargo, el rey era más una divinidad oficial, una divinidad por razón de oficio. Era propiamente el siervo elegido de los dioses para el ejercicio en la tierra de ciertas funciones divinas. El orden político estaba divinamente dispuesto, y el rey era el lazo necesario entre el pueblo y los poderes divinos. Las insignias del cargo estaban cargadas con los poderes de la realeza, y hacían del recipiendario un sujeto apto para gobernar. El rey tenía el lugar de la divinidad en relación con el pueblo.
 
 
 
C. Resultó que diversos rasgos del ceremonial persa de la corte pasaron a los reinos helenísticos y de ahí a las cortes reales griegas. Los seléucidas (descendientes de Seleuco I, general de Alejandro Magno, a quien le tocó en el reparto tras la muerte del general la zona de Siria y el Oriente hasta el Éufrates) siguieron las costumbres de los países sobre los que gobernaban y lo mudaron en ropaje griego (héroes, hijos de dioses y humanas): los seléucidas fueron ‘los hijos de Apolo’. Los atálidas (descendientes de Átalo I) en Pérgamo, Asia Menor, también afirmaron que descendían del dios Dioniso (el Baco latino). Es notable que los primeros testimonios de una manifestación de culto a un soberano provengan de suelo griego, en Asia Menor. Hay que concluir que el concepto de que el rey estaba de algún modo relacionado con la divinidad se derivaba por un lado de las ideas de los países del Próximo Oriente combinadas con ideas griegas en torno a los héroes y la posibilidad de ciertos humanos de pasar al ámbito de lo divino.
 
 
2. Influencias griegas
 
 
El honor tributado por los griegos a los soberanos helenísticos tenía también, como he apuntado, antecedentes griegos. El pensamiento religioso griego vulgar había divinizado a ciertos humanos sobresalientes. Lo que sabemos sobre los “héroes” –hombres de hazañas extraordinarias por lo que  después de su muerte son divinizados: pasan  normalmente a ser como estrellas del firmamento– muestra que la línea divisoria entre hombres y dioses (concebidos antropomórficamente, a modo de hombres) no era en absoluto infranqueable. Los héroes griegos fueron claramente hombres, aunque la inmensa mayoría de ellos tenían una semilla divina, habían sido engendrados por un dios y una mortal. Por sus hazañas se habían transformado en dioses a causa de los beneficios conferidos a otros, o a causa de sus hazañas extraordinarias.
 
 
 
Una segura prueba de divinidad era la potencia para otorgar beneficios a los hombres; por ello el culto a los héroes, y luego a los monarcas, comienza como actos de homenaje por los beneficios recibidos. Esta actitud (con mezcla de motivos religiosos, o quizás fundamentalmente religiosa) abría la posibilidad de tratar a hombres sobresalientes en esta vida como dignos ya de recibir honores (parecidos a) los divinos. Hay que confesar, sin embargo, que debemos esperar hasta el s. I a.C. para ver cómo a un hombre en vida se le designa como “héroe” (Julio César). Los dioses eran considerados por los griegos como el tipo supremo de la excelencia humana (desde Homero, y a la inversa la sociedad aristocrática, la de los héroes, es la contrapartida de la sociedad divina en torno a Zeus). Los dioses eran una aristocracia elevada más bien que otro orden totalmente distinto de cosas. Y además podían unirse a mortales y engendrar humanos.
 
 
Por otro lado, en la época tampoco se distinguía nítidamente entre honor y homenaje, por un lado, y veneración/culto, por otro. En la tragedia “Las Suplicantes”, Esquilo hace decir a sus personajes:
 
 
“Debemos rezar y ofrecer sacrificios a los argivos, de modo igual que a los Olímpicos, puesto que aquellos son sin duda nuestros libertadores” (v. 980).
 
 
Está bien claro: se pueden ofrecer sacrificios a seres humanos por actos de liberación. Por ello el conceder a un ser humano un honor semejante a los de la divinidad no era demasiado para un griego si veía que ese hombre había realizado actos extraordinarios de beneficencia; esos tales debían ser tratados como dioses. Isócrates, en un epinicio dedicado a Filipo de Macedonia, había declarado que si el rey llegara a derrotar a Persia no le quedaba ya nada más que transformarse en dios (es decir, un asunto de status o de rango). Cuando su hijo Alejandro cumplió en toda la línea este viejo sueño griego, el único honor apropiado (en esta línea de pensamiento) era concederle honores iguales a los de un dios.
 
 
En su Ética a Nicómaco (1145A) Aristóteles, maestro de Alejandro Magno, había señalado ya que gracias a un exceso de areté, “excelencia, virtud, hechos valerosos”, los hombres podían convertirse en dioses. Con estas ideas debemos relacionar la teoría de Evémero  de Mesenia (siglo IV a.C.), citada hasta hoy día como una de las explicaciones de los orígenes de la religión, acerca de que los dioses no eran más que hombres que habían recibido honores divinos por sus hazañas (con otras palabras: los dioses son una creación humana, la línea divisoria entre dioses y hombres no es nítida e infranqueable).
 
 
La máxima griega, “Conócete a ti mismo”, que no significa lo que entiende normalmente la gente, sino “Eres humano. No quieras elevarte a dios” –que estaba inscrita en el frontón del templo de Apolo en Delfos para que todos los griegos meditaran sobre ella– no tiene sentido si no había en el ambiente la posibilidad de que algunos mortales desearon convertirse en dios, o al menos en semidioses. Desde otro ángulo, debemos recordar también la idea griega, desde los seguidores del dios tracio Orfeo, órficos, de que hay algo divino en los humanos. En Platón, y luego en la gnosis, se generaliza: es el alma de los hombres, o al menos en ciertos hombres sobresalientes.
 
 
El próximo día nos detendremos en el primer caso conocido de un hombre al que se ofreció honores divinos en vida fue Lisandro, el espartano, (en la Guerra del Peloponeso, el general que dio la puntilla a Atenas, hacia el 404 a.C.), ya, pues, ¡en el siglo V antes de Cristo!
 
 
Concluiremos el próximo día.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Viernes, 10 de Noviembre 2017
La política religiosa del dios-hombre (y IV) (933)
Escribe Antonio Piñero
 
 
 
Termino hoy de comentar el artículo del Prof. S. Perea, del libro de la editorial Signifer, “Ideología y Religión en el mundo romano” (véase “Índice” del libro en el nº 928 del 28-10-17) sobre inscripciones que alaban a Augusto como benefactor, protector, aportador de la paz universal. Hay al final del artículo unos párrafos del Dr. Perea que vienen como anillo al dedo para comparar la política de Augusto sobre él mismo como hombre-dios, la “preparación evangélica” que eso suponía para la futura expansión del cristianismo y para la subsiguiente guerra política religiosa entre dos religiones: ese mismo cristianismo y el culto al soberano incardinado dentro de la religión grecorromana general que pugnaban por el reconocimiento: no hay dos señores y dos hombres que son dios, sino solo uno, y ese es Jesús… sostenían los cristianos: ¡en absoluto el emperador!
 
 
 
“Augusto, haciendo política ―en realidad política religiosa o religión politizada― había jugado la baza irracional de los sentimientos de afecto hacia su persona, vehiculados a través de las muestras públicas y ceremoniales. La clave del éxito fue haber perpetuado siempre el recuerdo de la amenaza en que se encontraba la República tras la muerte de César (año 44) y la batalla de Actium (año 31).
 
 
 
»Vencidos los enemigos, por él mismo, y desde el principio, Octavio-Augusto se exhibe como Salvador. Y al mismo tiempo que se perpetúa el recuerdo del peligro de antaño, se insiste en los beneficios de la paz de hogaño. Es un estado de solaz prosperidad y estabilidad política que Winstrand denomina «felicitas imperatoria», que en el caso de Augusto no está exenta de cierto carácter «mesiánico» en el sentido político que apunta este autor. Augusto sembró la idea política ―expresada y difundida a través de la literatura, del arte y de la religión― de que «solo alguien con cualidades superiores a las de un mero hombre» es capaz de tal hazaña”.     
 
 
 
Cita aquí el Dr. Perea a Bringmann, K., Augusto, Herder, Barcelona, 2008, p. 232:    
 
 
«El régimen de Augusto orientado a la implantación del derecho y la justicia encontraba más adhesiones de lo que permite suponer [...] La gratitud al «salvador de la humanidad» tuvo su plasmación, según el uso de la Antigüedad, en un torrente de homenajes. Su punto culminante lo encontró en el llamado culto al Emperador. Éste hundía sus raíces en la idea extendida en el Oriente helenístico de que en una actuación beneficiosa que excediera el rasero humano corriente se ponía de manifiesto una fuerza sobrehumana, divina. Con esa clase de culto habían sido venerados los reyes helénicos, y desde que Roma accedió al papel de poder universal, en el Oriente conoció culto divino no sólo dicho poder, sino también sus representantes». 46 Sobre el culto a los reyes en las monarquías helenísticas como fundamento político del culto imperial romano,   
 
 
Continúa Perea:    
 
 
“Esta idea seminal heroica está ya claramente expresada en la Eneida de Virgilio. Solo cabía dejar que la semilla fructificase, y que se multiplicara para luego recoger la cosecha. Por otro lado, la idea de un «superhombre» (muchos siglos antes de ser formulada filosóficamente por Nietzsche), o de un hombre carismático, ya existía en la esfera religiosa en las monarquías helenísticas, asociando la realeza a la divinidad.
 
 
 
»De ahí que, con toda naturalidad, en Asia, las ciudades y sus magistrados no muestren rubor alguno al considerar oficialmente a Augusto como Dios viviente ―las inscripciones que hemos visto son documentos oficiales―, pero lo mismo puede decirse de los votos privados que exhiben si cabe aún más piedad. Ningún humano podía aspirar a algo más sublime; a ser Dios y, aún más, un dios que se jacta, gozoso, de haber traído al mundo entero la Paz. Conscientemente o no, Augusto había hecho realidad la utopía escrita por Cicerón en el Sueño de Escipión”.
 
 
 
El próximo día complementaré un tanto las ideas básicas del culto al emperador y veré cómo esa idea estaba plenamente arraigada en el mundo griego desde hacía al menos cuatro siglos…., por tanto muy dentro del espíritu de muchas gentes.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Miércoles, 8 de Noviembre 2017
Augusto, un hombre, "Dios manifestado en la tierra, salvador del universo"  (III) (932)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Sigo con el artículo de Sabino Perea, del libro de Signifer, “Ideología y Religión en el mundo romano” sobre inscripciones que alaban a Augusto como benefactor, protector, aportador dela paz universal. El siguiente texto interesante es una inscripción de Halicarnaso, la actual Bodrum (turco por Petrum, porque había allí una capilla dedicada a san Pedro).  Dice así:
 
 
(líneas 2-14) La naturaleza eterna e inmortal del universo ha perfeccionado sus inmensos beneficios
a la humanidad otorgándonos un beneficio supremo para nuestra felicidad y
bienestar: César Augusto, Padre de su propia Patria, la divina Roma, Zeus Paterno y
Salvador de toda la raza humana, en quien la Providencia no sólo ha cumplido, sino que
ha sobrepasado las plegarias de todos los hombres. Mar y tierra están en paz, las ciudades
florecen bajo el imperio de la ley en mutua armonía y prosperidad. Todos están en la
cumbre de la fortuna y abundan en riquezas. La humanidad entera está llena de alegres
esperanzas para el futuro y contenta por el presente: Por ello, [es conveniente honrar al
dios] con juegos públicos y con estatuas, con sacrificios e himnos.
 
 
 
El texto siguiente es de la ciudad de Mira, situada en una bahía al sur de la antigua Licia y dice así:
 
 
 
Al dios Augusto, hijo del dios
César, imperator de la tierra
y del mar, benefactor
y salvador de absolutamente todo
el mundo, el pueblo de Myra.
 
 
Comenta el Dr. Perea:
 
 
«Los textos epigráficos de Asia proclaman la divinidad de Augusto sin ambages. Y se dirigen a él no con el frío formulismo epigráfico de las inscripciones del Occidente romano, sino con la exuberante verbosidad de la literatura laudatoria griega, estableciendo mediantes las palabras ―y los hechos, las leyes― unοs juramentοs sagrados de fidelidad a la persona del príncipe-dios. Es un concepto que no debe de extrañarnos, pues lo encontramos también en la poesía. O si no, veamos el juramento que hace el poeta Ovidio dirigiéndose al princeps, desde el exilio, en Tristias II, 53-60:
 
»Juro por el mar, por las tierras, por las divinidades de los tres mundos, por ti, dios
protector y visible (per mare, per terras, per tertia numina iuro, per te praesentem
conspicuumque deum), que mi ánimo ha sido siempre favorable a ti, el más grande de
los hombres, y que con mi mente, que es con lo único que pude, fui siempre tuyo. Yo
he deseado que tu ingreso en los astros celestes fuera tardío y formé una mínima parte
de la muchedumbre que hacía esta misma súplica; por ti ofrecí piadosamente incienso
y, formando un todo con los demás, yo mismo también secundé los votos públicos con
los míos.
 
 
 
 
»Las palabras de Ovidio en este fragmento, puesto en primera persona son impresionantes: tras un juramento, le muestra respeto, sumisión («fui siempre tuyo», asegura) y devoción, pues hace ofrendas y secunda votos públicos en honor del emperador.   Esta idea de la sumisión al hombre divinizado se percibe todavía más rotundamente en un texto de Gangra, antigua Neapolis, en Paflagonia. La inscripción, verdaderamente excepcional, transmite la prestación de un juramento, mezcla de la fórmula de juramento civil helenístico y el sacramentum militar romano occidental. A los españoles el texto siguiente nos recordará la práctica de la devotio impropiamente llamada «ibérica». El documento se data el 6 de marzo (ἔτους τρίτου, π[ροτέραι] νωνῶν Μαρτίων) del año 6 a.C., «siendo Augusto, hijo del divinizado César, cónsul por XII vez (Αὐτοκράτορος Καίσ[αρος] θεοῦ υἱοῦ Σεβαστοῦ ὑπατεύ[σαντος τὸ] δωδέκατον)».
 
Dice así:
 
Juro por Zeus, por la Tierra, por el Sol, por todos los dioses y las diosas y también por
el mismo Augusto, que durante toda mi vida seré leal a César Augusto, a sus hijos y
descendientes de palabra, de obra y de sentimiento, porque consideraré mis amigos a los
que él considere amigos, y enemigos míos a los que él considere enemigos; y que por su
causa no ahorraré ni mi integridad corporal ni mi vida ni mi fortuna ni mis hijos, sino que,
para cumplir las obligaciones sobre ellos recaídas, asumiré sobre mí cualquier peligro; y
que si yo advirtiera u oyera que contra él se dice, planea o hace algo, lo denunciaré y me
convertiré en enemigo del que tal dice, planea o hace; y que a aquellos que se consideren
enemigos suyos los perseguiré y castigaré por tierra y mar con armas y espada. Y si yo
hago algo que vaya contra este juramento o no esté de acuerdo con las obligaciones que
de él derivan, pido la ruina y la aniquilación plena para mi persona, calamidad para mi
integridad corporal y la de toda mi familia hasta el día de mi muerte y la de mis hijos,
y que ni el mar ni la tierra acojan los cuerpos de los míos ni de mis descendientes ni les
den sus frutos.
 
 
«Esta conducta de reverencia hacia el emperador divino se hace a nivel privado (texto de
Gangra) y también a nivel público (político)».
 
 
 
Creo que sobra casi todo comentario. Un hombre considerado dios. Una atmósfera espiritual preparada para recibir la predicación de Pablo. Y en Egipto pasaba igual: lo que se proclamaba del monarca, el faraón, como encarnación de Horus en la tierra (el faraón es humano y divino a la vez), y el pueblo seguía teniendo presente en época de la conquista romana, con Julio César, fue aplicado sin más a Jesús como Cristo. Sólo había que cambiar el nombre de faraón – rey y sustituirlo por el de Jesús, Cristo.
 
 
Es de agradecer al Dr. Perea el que nos recuerde estos textos impresionantes que son inmediatamente anteriores a la era cristiana.
 
 
Concluiremos enseguida. Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Lunes, 6 de Noviembre 2017
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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