Sufrimiento y autonomía del universo: sobre el silencio de Dios

Ante el dolor surge el profundo desconcierto del espíritu humano


Ante el sufrimiento surge el profundo desconcierto del espíritu humano: primero al tener que verse en el desespero del dolor y de la angustia, se siente la impotencia y el abandono; segundo, cuando en el paroxismo del desespero el hombre recurre a Dios suplicando ayuda y no recibe más respuesta que la aparente indiferencia y silencio de la Divinidad. Para el ateísmo el silencio-de-Dios es incompatible con la creencia de que Dios sea real y existente. Pero para los creyentes, el sufrimiento produce un desconcierto total, una perplejidad existencial casi absoluta, a veces incluso un malestar ante Dios que pudiera llevar a poner en cuestión las mismas opciones religiosas. No cabe duda de que muchos ateísmos e indiferencias ante lo religioso son, en el fondo, un “ajuste de cuentas” con el Dios en silencio. Por Javier Monserrat.


Javier Monserrat
02/10/2013

Guernica, de Pablo Picasso. Fuente: Wikipedia.
El hombre ha buscado la Vida y por ello se preguntó si en lo metafísico pudiera hallarse la plenitud de la Vida. Abierto a la posibilidad de la existencia de Dios por el enigma del universo albergó pronto la ilusión de que ese Dios pudiera ser quien concediera la Vida a la especie humana.

Sin embargo, la posibilidad de la existencia real de ese Dios salvador se vio pronto oscurecida por la experiencia desmoralizadora de la doble dimensión del silencio-de-Dios: silencio ante el conocimiento humano (por el enigma del universo) y silencio ante el drama de la historia (por el sufrimiento y por la perversidad humana).

Para el hombre de todos los tiempos fueron una experiencia traumática el dolor y el sufrimiento, el propio y el de los seres queridos, pero también el drama de la historia, las grandes tribulaciones colectivas y el dolor universal.

Es frecuente que el hombre religioso tenga una imagen tan sublime de la omnipotencia y de la providencia divina que le lleve a entender que todas las circunstancias y detalles de la vida de cada uno de los individuos están específicamente diseñados por Dios para ese individuo en especial, en tal o cual momento de la vida.

De ahí que se entienda que sea Dios el que “pone” en la vida de cada persona individual el bienestar, la bendición, especialmente producidos “para ella”. Pero igualmente Dios “pone” o “manda” para otras personas la enfermedad, el accidente mortal, el fracaso en el amor, el terremoto desolador o las guerras, o el encuentro con la persona perversa que produce quizá mayor dolor mayor que el físico.

Es por ello frecuente escuchar exclamaciones como: “¡Dios mío! ¿Por qué te lo has llevado? ¿Por qué has hecho esto conmigo? ¿Por qué me has mandado esta enfermedad? ¿Por qué has permitido este accidente, o este terremoto?” En otros tiempos, incluso los mismos predicadores atribuían a un castigo divino diseñado por Dios las grandes tribulaciones colectivas (como fue a mitad del siglo XIV la peste negra que asoló Europa, tal como constatamos al investigar las predicaciones populares del tiempo).

El sufrimiento en el diseño de un universo autónomo y evolutivo

El carácter emocional del sufrimiento y de la religiosidad. El sufrimiento es algo que afecta con tanta profundidad emocional al ser humano que, cuando se sufre, es casi imposible no sentir una inmensa distancia emocional ante un Dios que calla.

Pero superar el malestar del sufrimiento ante Dios no es nunca resultado de un frío análisis racional. La religiosidad con que el hombre, a pesar de la lejanía y del silencio de Dios, se abre a la creencia en un Dios oculto y liberador nace de la fuerza emocional de un hombre que, a pesar de todo, busca el consuelo en la existencia de Dios.

Tanto el malestar ante Dios como la búsqueda de Dios son totalmente emocionales. Sin embargo, aun siendo así, también es verdad que el ejercicio de la razón en la ciencia, en la filosofía y en la teología, o por la intuición en la vida ordinaria, permite un entendimiento de las cosas que ayuda a situar el papel del sufrimiento en el plan de Dios y a reforzar las actitudes emocionales que están en la base de la religiosidad.

La religiosidad humana, y también el ateísmo, son siempre racio-emocionales, pero en el juicio sobre Dios desde el fondo vital del drama de la historia, o desde la experiencia dada en el momento, predomina siempre la fuerza de los impulsos emocionales.

¿Por qué Dios permite el sufrimiento?

El hecho de que el posible Dios está en silencio ante el universo –silencio ante el conocimiento (enigma del universo) y silencio ante el drama de la historia (el sufrimiento por una naturaleza ciega y la perversidad humana)– no se puede poner en duda, especialmente desde la cultura de la modernidad crítica en la segunda mitad del siglo XX. Lo tiene en cuenta el ateísmo, pero también el teísmo religioso. Ni uno ni otro lo niegan. El ateísmo se funda en el silencio-de-Dios para argumentar la negación de que racionalmente pueda admitirse la existencia de Dios. Pero, en cambio, el teísmo religioso cuenta también con el silencio-de-Dios (no lo niega) para argumentar que, a pesar de ello, tiene una justificación racional, una significación y un sentido, creer que Dios es real y existente.

El teísmo religioso argumenta por qué Dios ha creado este universo en que permanece en silencio: es decir, por qué no ha impuesto su presencia en el universo ante la razón natural y por qué ha hecho posible el drama de la historia, y parece callar ante él. Este eventual silencio-de-Dios (en caso de existir y haber creado realmente el universo) tiene relación, sin duda, con su designio de crear un universo evolutivo.

El designio del silencio divino permite atisbar la razón del por qué de la creación de un universo autónomo y evolutivo. Pero, al mismo tiempo, que el universo sea autónomo y evolutivo permite atisbar el papel del silencio-de-Dios en sus planes de creación. En concreto: permite atisbar por qué Dios crea un universo evolutivo que hace posible su silencio, implica el sufrimiento y cuál es la actitud de Dios ante el drama de la historia.

El diseño de un escenario cósmico para la libertad. Podemos especular, en una hermenéutica teológica, que Dios debió de considerar cómo debía crear el universo como escenario de la libertad, una libertad que no podía ser en absoluto un “juego”, una ficción o una imposición en alguna forma enmascarada de Dios.

Un universo en que, en todo caso, la cerrazón natural legítima del hombre ante Dios y el pecado humano, por cuanto la cerrazón suponía el rechazo de la apelación personal e interior de Dios como Espíritu, debía ser realmente posible, como consecuencia de una libertad real. La negación de Dios sería pecado, pero al mismo tiempo sería también una posibilidad natural libre que el hombre debía poder legítimamente asumir en el ejercicio de su libertad. Pero, esto supuesto, ¿cómo crear entonces el universo como escenario real, auténtico sin atenuantes, de la libertad humana?

Dios debió de decidir en su eterno designio de creación el asumir su silencio ante el conocimiento humano por el enigma del universo, que podía ser Dios o puro mundo sin Dios, y que abría la posibilidad de la santidad y del pecado. Pero el universo creado muestra también de hecho que Dios decidió crear un universo que supondría también para el hombre el silencio de Dios ante el drama de la historia, ante el sufrimiento y la perversidad humana. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué permitió Dios una creación asolada por el drama de la historia y por el sufrimiento?

La respuesta a estas preguntas constituye la esencia de la idea cristiana de Dios y consiste en explicar que Dios vio en esta creación un extraordinario crisol de santidad. Un escenario para generar la firme decisión humana ante Dios que sería acrisolada por la libertad real y por el drama biográfico construido a través de una historia sufriente.

Un diseño de creación sin dolor y el mundo real. Dios hubiera podido crear un universo en que el hombre, siendo realmente libre, hubiera visto cumplidas sus apetencias naturales, hubiera sido feliz e incluso no hubiera tenido que pasar por el sufrimiento, la muerte y el drama de la historia. Ese hombre hubiera podido entrar en relación libre con Dios y ser asumido en la vida divina. Sin duda que Dios hubiera podido hallar diseños de creación para ello.

La mente divina (según podemos especular teológicamente), antes de elegir un diseño de creación, debió de contemplar una variedad de posibles diseños. Sin embargo, entre ellos, podía elegir también un diseño de creación en que el hombre debiera pasar por el sufrimiento personal, por el drama de la historia y por la frustración final de la muerte. Una creación donde el hombre podría hallar quizá parcelas de felicidad, pero donde se impondría finalmente la frustración existencial.

El Dios que Jesús de Nazaret proclama es un Dios, que, en efecto, contempló la posibilidad de crear un mundo de sufrimiento y perversidad, en apariencia abandonado por Dios, que supondría el drama de la historia humana. Y lo eligió, tal como nuestra experiencia existencial sufriente nos muestra inequívocamente.

Sabemos también que lo eligió porque el mismo Jesús nos dice que ese mundo de sufrimiento es el que Dios realmente asumió en la creación y desde el que se realiza su plan de salvación de los hombres, conduciéndolos a la aceptación de la oferta de integración en la vida divina y a la grandeza de la santidad humana. ¿Por qué lo eligió?

El sufrimiento y la cualidad existencial de la santidad humana. Conocemos la respuesta, ya que asumimos que Dios no pudo aceptar el sufrimiento por otra razón distinta de esta: porque, a los ojos de Dios, aquel mundo en que el hombre debía hacerse a sí mismo a través del penoso camino del drama de la historia era el que mejor realizaba lo que Dios pretendía.

Ahora bien, ¿qué quería conseguir? Era sin duda la plenitud existencial del hombre, es decir, la mayor dignidad de la santidad humana, ya que el hombre debía entrar en la vida divina como ser independiente que construye su propia historia. Una biografía propia y rica, hecha desde la libertad y el dramatismo de la historia, que debía conducirse a sí misma a hacer un hueco a Dios en su vida, aceptando la oferta divina a entrar en la comunidad del Amor trinitario.

Dios contempló lo que debía ser la creación de este mundo sufriente y consideró que en él llegaba el hombre a una grandeza existencial extraordinaria. Dios contempló lo que debía ser la existencia humana, su biografía dramática en ese mundo sufriente, y, como sabemos por Jesús, se enamoró de la especie humana.

Dios contempló lo que podía ser la especie humana, lo admiró y lo quiso. En alguna manera, Dios quedó prendado de aquel diseño de creación porque debía producir la extraordinaria riqueza existencial de los seres en la configuración libre y personal de su relación con Dios. No conocemos los diseños de creación alternativos que Dios debió de contemplar en su mente divina, y nos es difícil ver las cosas con los ojos de Dios y entenderlo. Pero asumimos que eligió el diseño dramático de la creación porque entendió que en él llegaría el hombre a una excelencia existencial que respondía a las expectativas divinas.

Sabemos que Dios creó para la santidad humana y, si de hecho creó este universo, debemos asumir que fue porque era el posible escenario de una extraordinaria santidad humana. El hombre en el mundo, en efecto, sentiría sin atenuantes el hecho de su libertad ante Dios que iría unido a la conciencia de formar parte de un universo “en formación” que genera el sufrimiento y la muerte.

Pero, a pasar de todo, la santidad humana respondería a la llamada interior de Dios a creer por encima de su lejanía y de su silencio, y el camino de la vida iría acrisolando una férrea voluntad humana de ir al encuentro libre de la llamada misteriosa de Dios.

Retengamos, pues, de momento, que Dios, en su creación del universo orientado a la santidad humana, asumió tanto su silencio cósmico ante el conocimiento humano (enigma del universo) como su silencio histórico ante el sufrimiento y la perversidad humana (el drama de la historia). Estos dos silencios constituyen un único silencio divino que muestra el ocultamiento divino en la creación del universo. Es el silencio cósmico de la Divinidad.

El sufrimiento inclina la voluntad humana hacia Dios sin romper la libertad. Pero, además, hay algo que ayuda a entender el misterio de la elección de este diseño dramático de creación que sin duda contempló la mente divina. Como hemos dicho, Dios quería conseguir ofertar al hombre su amistad pero sin imponerla: al igual que el hombre nacía en Dios desde la libertad divina, así quería Dios que en el hombre naciera Dios desde la libertad humana.

Por ello, entendió Dios que en el diseño de creación Dios no debía imponerse y que debía por ello crear el silencio cósmico divino ante el conocimiento humano. Debía mostrarse lo suficiente para ser aceptado, pero sin imponerse, dejando abierta la negación de Dios y el pecado humano, es decir, un camino para el tránsito del hombre que libremente se cierra a Dios.

El diseño de creación debía hacer entrar en equilibrio todos estos factores. Ahora bien, el diseño de un universo sufriente que se hace a sí mismo de forma autónoma, pasando por la evolución desde lo imperfecto a la perfección a través del trabajoso proceso de la vida y la muerte, era especialmente apto para suscitar la ambivalencia que, al poder ser entendido naturalmente, sin Dios, pudiera respetar el silencio divino.

Además, el diseño de un universo dramático y sufriente, siendo apto para suscitar esa ambivalencia y permitiendo al ser humano situarse libremente al margen de Dios, en el pecado, impulsaba mejor al hombre hacia la plenitud de Dios, aun sin imponerse. En un universo dramático el hombre debería interesarse más por la apertura a Dios porque, al fin y al cabo, sólo la posibilidad de lo divino, de un Dios oculto y liberador, podría ofrecer una última esperanza de plenitud y de salvación a la humanidad.

Al hombre le sería posible negar a Dios y situarse en un sentido de la vida sin Dios; pero, no obstante, las circunstancias de la evolución sufriente impulsarían al hombre a interesarse por la posible existencia de un Dios, en quien sólo podría hallarse la liberación, la plenitud final de las apetencias humanas de felicidad.

En el Antiguo Testamento bíblico, en el libro del Génesis, leemos la historia de Adán y Eva en el Jardín de Edén, en el Paraíso Terrenal, compuesta por el teólogo judío Yahvista para explicar el sentido de la historia y el por qué de la creación de un mundo sufriente. En esta historia, que hoy consideramos mítica (aunque fundada en la realidad porque ayuda a entender su sentido), el teólogo Yahvista dice que Dios colocó a nuestros primeros padres, Adán y Eva, en el Jardín de Edén.

Habla de ello como un hecho histórico, pero entendemos que el Paraíso nunca existió en realidad: sólo existió como una posibilidad contemplada por la mente divina, que, dentro de la forma mítica de la narración, ayuda a entender por qué creó Dios el mundo real. Dios, pues, contempló que hubiera podido colocar al hombre en el Jardín de Edén, con una vida natural perfectamente cumplida, sin trabajo, sin sufrimiento y sin muerte. Por esto dice la historia que el hombre tenía al alcance el Árbol de la Vida, de cuyos frutos podía comer continuamente para nutrirse.

Pero, en cualquier diseño de creación, Dios debía hacer al hombre libre, capaz de elegir entre la apertura a Dios y la cerrazón existencial a Dios. Esto se hace inteligible cuando la historia dice también que Dios contempló en el Jardín de Edén que el hombre tendría igualmente a la mano el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. El Árbol de la Ciencia parece presentarse como una imagen de la posibilidad humana de construir un universo sin Dios. Es la interpretación que suscita el mundo que vemos.

Dice la historia que Dios impuso al hombre el mandamiento de no comer del Árbol de la Ciencia porque “el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gen 2, 17). Sin embargo, la serpiente tentó a la mujer para que comiera del Árbol de la Ciencia, diciéndole: “De ninguna manera moriréis… si comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. Eva y Adán cayeron en la tentación de “querer hacerse como dioses”, comieron del Árbol de la Ciencia y pecaron ante Dios, se rebelaron ante él y quisieron ocupar su puesto.
Dios, al constatar el pecado, o sea, por causa del pecado, se ve obligado a expulsar al hombre del Jardín de Edén.

“¡He aquí, dijo Yahvé Dios, que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado no alargue su mano y tome también del Árbol de la Vida y comiendo de él viva para siempre” (Gen 3,22). Para Dios, por tanto, no parece tener sentido que una humanidad que peca siga indefinidamente al alcance del árbol de la vida, viviendo para siempre.

Por ello, en respuesta al hecho de una humanidad pecadora, Dios expulsa al hombre del Jardín de Edén. “Y le echó Yahvé Dios del Jardín de Edén para que labrase el suelo de donde había sido tomado” (Gen 3,23). “Maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá y comerás las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque polvo eres y al polvo tornarás” (Gen 3,17-19). Y la historia concluye: “Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del Jardín de Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del Árbol de la Vida” (Gen 3,24).

El silencio cósmico de la Divinidad ante el drama de la historia. Debemos colegir, por tanto, que la mente divina, en su contemplación de los diversos diseños de creación, sabía que, si la libertad no debía ser una ficción sino una realidad a la mano del hombre que podría conducirlo al pecado, entonces un diseño sin indigencia humana (en que el hombre pudiera comer indefinidamente del Árbol de la Vida) dificultaría su interés existencial por abrirse a lo divino. Se vería satisfecho al margen de Dios. De ahí que Dios, al contemplar estas cosas en su mente divina, se viera inclinado hacia un diseño creador en que el hombre fuera indigente y tuviera que construirse a sí mismo en el lento proceso evolutivo de un universo autónomo.

En este diseño, en efecto, se preservaba la libertad y Dios permanecía oculto. Pero, al mismo tiempo, el hombre estaría sometido a prueba por las duras condiciones de supervivencia y la historia biográfica de su vida se configuraba a través de experiencias fuertes, dramáticas, que tensaban la fuerza de su voluntad, la firmeza de sus decisiones y acrisolaban la calidad de su santidad. Ese hombre iba a poder forjar la grandeza de su personalidad hasta hacer nacer en su vida libremente el encaminamiento hacia un Dios oculto que aparecería, aun sin imponerse, como el último horizonte posible de plenitud para la estirpe humana.

Sin embargo, al considerar todo esto, la mente divina conocía perfectamente que el diseño de creación de una humanidad sufriente iba a suponer, para cada hombre individual y para la historia humana en su conjunto, un inmenso dolor y el drama angustioso de la tribulación continua de la existencia.

En este diseño de creación Dios no sólo estaría en el silencio cósmico ante el conocimiento humano, sino que ese silencio se haría total al convertirse en silencio cósmico ante el drama de la historia. En la creación reinaría un fuerte vacío o ausencia de Dios, ya que en él resonarían la lejanía y el silencio del posible Dios, en aparente indiferencia por su ocultamiento ante el conocimiento humano y ante el drama de la historia sufriente. Aunque el temple de la historia humana iba a ser muy grande en estas condiciones extremas y dramáticas, no cabía duda de que el abandono del posible Dios, que el hombre padecería traumáticamente, iba a ser también muy grande. ¿Valía la pena este diseño dramático de la creación?

El eterno designo creador de un universo autónomo y evolutivo

El designio eterno de la creación, por tanto, suponía crear la libertad, pero crear también un universo en que el sufrimiento facilitara que el hombre buscara a Dios con libertad como posible horizonte de una liberación final. La creación de un universo autónomo y evolutivo hacía posibles ambas cosas: la libertad y el ascenso a la Vida a través del dramático camino del sufrimiento.

El eterno designio creador de un universo sufriente. El cristianismo, como se explicó, entiende que el origen de la creación es la voluntad divina de hacer al hombre partícipe de la vida divina. Pero Dios quiso crear al hombre a semejanza de Dios mismo: como persona en plenitud de dignidad, existencialmente rica, que hace nacer desde su propia libertad creativa lo que debe ser de ella misma en su futuro. El hombre había nacido en Dios desde la libertad personal divina y Dios debía nacer también en el hombre desde la libertad personal.

Por ello, el diseño de la creación debía ser un diseño para la libertad. Un diseño que no podía ser un simulacro, una libertad atenuada y ficticia. Un diseño de libertad real en que Dios no se impondría y que dejaría abierta la posibilidad de que se produjera la negación de Dios y el pecado libre como cerrazón del hombre ante Dios. Si el hombre fuera realmente libre, el pecado pudiera enseñorearse de la historia real y el hombre pudiera tener acceso a comer continuamente del árbol de la Vida (dominando la vida, sin la amenaza de que existiera el sufrimiento y su expresión final en la muerte), entonces ese tipo de creación podría separar al hombre de Dios, ya que no le facilitaría la aceptación de la oferta de amistad con Él.

Por ello, el hecho del pecado decidió a Dios a crear un universo en que el hombre fuera indigente, necesitado, pobre, sufriente y mortal. Por tanto, en que, pudiendo estar cerrado a Dios en libertad, sin embargo, fuera libre y sufriente. Para ese hombre Dios aparecería como el único posible horizonte liberador. El interés por la vida daría así al hombre, aun pudiendo pecar, un impulso emocional hacia Dios y se facilitaría el encaminamiento de su voluntad libre hacia Dios.

Esto es lo que la historia de Adán y Eva en el Jardín de Edén expresan míticamente al decir que, tras el pecado, Dios expulsó al hombre del Paraíso para que entrara en el universo real, un universo sufriente de dolor, de trabajo, en el que la vida terminará volviendo al polvo de la tierra, la muerte. Para la tradición cristiana el dolor fue siempre una consecuencia que Dios aceptó por el hecho del pecado que iba a nacer de la voluntad libre del hombre.

El universo autónomo como diseño para la libertad y el sufrimiento. ¿De qué manera concibió Dios la creación para que el universo hiciera posible una libertad sin atenuantes y, al mismo tiempo, la realidad de un hombre sufriente que mirara hacia Dios como único posible liberador? Podemos conocerlo al constatar cómo es de hecho el universo que Dios ha creado. Lo tenemos delante, formamos parte de él, podemos intuirlo en el curso ordinario de la vida y estudiarlo además por la razón científica y filosófica. Este es el mundo que Dios ha creado. Y la razón nos dice que lo ha creado con una forma autónoma y evolutiva.

El universo es autónomo. ¿Qué quiere esto decir? Pues que, como nos dice la ciencia, el universo apareció en el big bang al generarse un tipo de realidad física primordial con unas propiedades ontológicas precisas que, al evolucionar y dar lugar a la organización del mundo cuántico y clásico, produjo las leyes que rigen el mundo físico.

Este tipo de realidad física, radiación y materia, es la que deriva evolutivamente, por si misma con total autonomía, a producir el 4.5 por ciento de materia visible, el 25 por ciento de materia oscura y el 70 por ciento de energía oscura que todavía desconocemos (pero que quizá tenga que ver con la condición de radiación cuántica que se generó en el big bang).

Decir que este universo es autónomo significa que todos los estados y objetos, con el orden físico y biológico que suponen, producidos en su proceso evolutivo, surgen como consecuencia de las propiedades de la realidad física primordial y de las leyes naturales derivadas. En otras palabras, para explicar el proceso evolutivo no es necesario recurrir a un Deus ex maquina o un Dios-tapa-agujeros que intervenga en el proceso para hacerlo posible. Todos los estados del universo evolutivo son resultado de la evolución de un proceso autónomo.

El diseño para la libertad. Este tipo de universo es apropiado para que la razón humana, desde su interior, pueda concebir que pudiera ser puramente mundano, sin Dios. Pero tampoco cierra que pudiera explicarse por una Divinidad que hubiera fundado su consistencia y el diseño de las propiedades germinales de la materia para producir orden. Pero, en todo caso, un universo autónomo no exige necesariamente la intervención de Dios en sus procesos internos.

Decimos, pues, que el universo aparece como autónomo a los ojos de una razón humana que se mueve en la incertidumbre. Pero el teísmo entiende que, si Dios existe, esta autonomía no tiene valor ontológico último porque está diseñada por Dios, creada y sustentada continuamente en el ser (creatio continua), ya que, si Dios quisiera, el universo desaparecería en cualquier momento. El universo sólo puede ser autónomo en el “proceso” de la evolución que genera todos sus estados internos (porque depende sólo de sus leyes propias generadas en el big bang, es decir, de su auto-nomía). Es también autónomo para el conocimiento humano que conoce esta auto-nomía como causa de sus estados evolutivos.

Pero para el teísmo religioso el universo no es “autónomo” ni desde el punto de vista de su diseño inicial (ya que el teísmo piensa que las sorprendentes propiedades antrópicas de la materia germinal hacen verosímil la existencia de un diseño antrópico atribuible a la Divinidad), ni desde el punto de vista su dependencia ontológica de la acción creadora de Dios o creatio continua, como decía, ya que Dios debe sostener continuamente en el ser la existencia de este universo autónomo creado por Él (aunque esto, obviamente, lo afirma sólo quién es teísta).

El ateísmo tiene también en este universo autónomo y evolutivo un fundamento sin duda apropiado para concebir la posible existencia de un puro mundo sin Dios. Que los estados internos de orden físico y biológico –hasta llegar al orden máximo de la naturaleza humana– se hayan producido de hecho es explicable como puro producto de las propiedades germinales de la materia y de las leyes naturales que de ellas se derivan. Es un proceso autónomo que no necesita de Dios.

Ahora bien, ¿por qué la materia germinal posee las extrañas propiedades antrópicas que conducen al hombre Acabamos de decir que el teísmo religioso considera que es verosímil la hipótesis de que el universo respondiera a una racionalidad antrópica diseñada por Dios.

Sin embargo, el ateísmo puede atribuir el origen de las propiedades antrópicas de la materia al puro azar, ya que nuestro universo podría ser un evento al azar surgido en una meta-realidad de referencia (que podría concebirse en los términos de multiversos y teoría de supercuerdas). Las hipótesis ateas para concebir sin-Dios de dónde viene el orden antrópico de nuestro universo serían también verosímiles, y su valoración dependería de la libertad humana.

Pero lo que, en definitiva, afirmamos es esto: que el hecho de que el universo sea autónomo y evolutivo (capaz por sus propias leyes de generar con autonomía todos sus estados y procesos internos) juega un papel esencial para constituir un universo enigmático que deja al hombre en la incertidumbre metafísica de que, al mismo tiempo, sea verosímil la hipótesis de un universo fundado en Dios y sea también verosímil la hipótesis alternativa de un universo sin-Dios, o sea, un puro mundo fundado en su propia autosuficiencia.

El hecho de este universo enigmático que produce una incertidumbre metafísica, al ser considerado desde el punto de vista cristiano, se nos presenta como un diseño de creación que hace explicable cuál ha sido la forma en que Dios ha querido establecer el escenario de la libertad humana. Es el diseño de un escenario en que el hombre puede seguir caminos alternativos, bien cerrarse a Dios (el ateísmo, el pecado en sentido religioso), bien abrirse a Dios (que, en sentido religioso, es la santidad).

Una persona sin hogar. Imagen: Mirek Hejnicki. Fuente: PhotoXpress.
Diseño del sufrimiento en la autonomía evolutiva del universo. Pero crear un universo autónomo y evolutivo no sólo hacía posible establecer un escenario para la libertad, sino que, al mismo tiempo, era constituir un escenario en que el universo, la vida, los seres vivos y el hombre, deberían ascender hacia la perfección a través del doloroso camino del esfuerzo sufriente y de la muerte. Un universo evolutivo de esta naturaleza se hace poco a poco.

El orden nace en el marco de grandes convulsiones cósmicas. Nace la vida pero de forma precaria. Evoluciona por medio del conflicto entre la vida y la muerte, en el devenir universal. La vida lucha hacia la perfección, y avanza, pero en el camino debe conciliarse con la lucha, la imperfección, con el error, con la enfermedad y la muerte. Por tanto, la decisión de crear un universo autónomo y evolutivo no sólo implicaba crear un escenario para la libertad, sino, al mismo tiempo el escenario dramático en que el hombre debería ascender a la perfección por el sufrimiento.

En la creación de un universo autónomo y evolutivo Dios realizaba, en consecuencia, los dos objetivos de una creación orientada a establecer una relación con la estirpe humana: una creación para la libertad (en que Dios debía ocultarse) y una creación que debía establecer las condiciones que favorecieran la orientación libre del hombre hacia Dios (un mundo sufriente en que el hombre entiende que sólo Dios podría ser el horizonte final de una liberación absoluta).

Nuestra razón, por tanto, constata que estamos de hecho dentro de un universo autónomo y evolutivo. Que el autor creador de un universo de esta naturaleza haya podido ser un Dios benevolente tiene sentido, es explicable, para la especulación teológica (hermenéutica) congruente con el kerigma cristiano. El universo autónomo y evolutivo es, al mismo tiempo, un universo creado para la libertad y para situar al hombre en un camino dramático que, aunque puede cerrarse a Dios, le impulsará a entender que sólo Dios podría ser el liberador final de la historia de la estirpe humana en su conjunto.

Dios ha aceptado este designio de creación porque ha entendido que el dramatismo de la libertad y el dramatismo del sufrimiento establecen un escenario en que se producirá el acrisolamiento de una santidad humana que llegará a altos niveles cualitativos. Dios contempló la estirpe humana que iba a crear en un universo dramático y la amó.

El hombre religioso vive, ciertamente el dramatismo de la historia, a veces incluso hasta el desespero. Pero el hombre religioso le da un voto de confianza a Dios, es decir, confiando que el dramatismo de la historia, por desesperante que parezca, está diseñado para la grandeza de la santidad humana.

Respeto divino a la autonomía del proceso cósmico. Según esto, para el pensamiento religioso y cristiano, Dios es el creador del universo. Es, por tanto, responsable de la forma de la creación, a saber, creación de un universo autónomo y evolutivo. No cabe duda, por tanto, que el hombre religioso no trata de exculpar a Dios de que haya diseñado la creación de un universo que producirá el drama de la historia. Diciéndolo con toda claridad: no cabe sino atribuir a la voluntad divina que exista un universo que produce sufrimiento. Pero es sólo la responsabilidad general de que crear un universo autónomo y evolutivo que producirá el sufrimiento.

Pero esto mismo quiere decir que, al crear un universo autónomo, es la misma autonomía del proceso la que producirá por su propia lógica las características de cada uno de los estados internos que se irán produciendo. Dios es responsable del diseño del universo. Pero, al ser este diseño autónomo, es el mismo proceso el que hace surgir por su propia lógica cada uno de los estados internos. Dios sabe que el universo que decide crear producirá sufrimiento, pero los lugares en que el sufrimiento real será producido dependen ya de la lógica y de la autonomía del proceso.

Dios, por consiguiente, ha querido crear un universo autónomo, esto es, respetar la forma autónoma en que produce sus estados evolutivos. Este destino ciego de la evolución hace que un individuo de la especie humana sea generado con una biología más sana que otro. Un hombre producirá cáncer y el otro no. Uno vivirá cien años y el otro setenta. La geología ciega de la tierra producirá un terremoto en un lugar y no en otro.

La perversidad humana producirá guerras en unos sitios y no en otros. La biología y la neurología evolutiva harán que unos hombres nazcan con un psiquismo sano y noble, pero otros con un “alma” perversa. Dios ha querido que el universo evolucione con autonomía y que a cada individuo, o grupos humanos, les toque asumir lo que les depara el destino ciego de ese universo autónomo.

Dios acepta que el universo evolucione por sí mismo porque esto forma parte de su plan para ocultarse, dejar abierta la libertad y crear un escenario de la vida humana en que ésta, debiendo afrontar una existencia sufriente, se vea impulsada a buscar en Dios la única plenitud posible de la Vida. Esto no sería posible si Dios no respetara el destino autónomo de este universo que ha decidido crear e interviniera con regularidad para salvar siempre a “los buenos”. Este universo autónomo y evolutivo es, en definitiva, la forma en que Dios ha hecho posible la libertad y una historia dramática que ayuda al hombre a dirigir su libertad hacia Dios. Entre las intenciones de Dios y la forma de creación del universo existe una profunda coherencia.

La acción divina en el mundo. Que Dios haya decidido crear un universo que en el destino ciego de sus procesos autónomos y evolutivos produce el sufrimiento de forma inexorable en unos y otros, no significa que Dios no sea el Señor absoluto del universo, omnipotente y omnisciente (en el sentido propio que debe ser matizado por la filosofía y la teología cristiana).

Hay cristianos que ante la palabra “autonomía” sienten sospecha porque creen que significa que Dios no domina el universo. No es así. Dios sustenta en el Ser todo lo creado de forma continua; el universo es autónomo y evolutivo porque Dios ha diseñado que así sea, siendo el fundamento ontológico de todo lo que sucede. Dios ha diseñado la creación del universo de tal manera que, aún siendo éste autónomo, puede intervenir en él y cambiar el curso natural de los eventos de ese proceso, en principio ciego.

Dios puede intervenir, pero respeta que el universo evolucione y haga surgir sus estados evolutivos (vg. los seres vivos en sus diferencias) siempre en función de una lógica autónoma que respeta. Pero este universo, así creado, establece la libertad y la finitud indigente del hombre.

La acción de Dios en el mundo. En un mundo absolutamente determinista (el mundo decimonónico de Laplace que tuvo su última gran expresión en Einstein) era difícil entender la acción de Dios en el mundo, ya que podría suponer un desajuste ininteligible. En la maquinaria determinista de un reloj cualquier alteración la destruye. Lo mismo pasaría con el universo concebido como un clock work.

Pero la imagen actual del universo en la modernidad crítica (la forma de pensar moderna en la segunda mitad del siglo XX) nos ha hecho entender que, en un mundo de indeterminismo cuántico y clásico, la acción de Dios podría producirse sin alterar la marcha de los procesos naturales (esto ha sido estudiado hoy por varios autores, entre ellos por Polkinghorne o William Stoeger). En un universo de indeterminación clásica que tiene abiertos múltiples formas de evolución de los procesos posibles, Dios puede intervenir en forma misterioso sin romper la estructura autónoma de la evolución cósmica en su conjunto.

En un universo de oscilaciones cuánticas y de estados microfísicos de superposición, que pueden evolucionar de una manera o de otra, Dios puede intervenir, por ejemplo, bien en el cerebro para mover a una persona en sus decisiones, bien en los procesos microfísico-cuánticos que lleven a la desaparición de un cáncer. Los “milagros”, como ha explicado Polkinghorne, serían posibles sin una ruptura del orden del universo. La Providencia de Dios, por tanto, estaría actuando en la historia, sin romper la autonomía del universo. Podemos concebir que esto sea posible. En consecuencia, tendría sentido que el creyente se abriera a Dios solicitando ayuda.

Es comprensible que Dios, como criterio general, respete el destino que a cada uno le toca en la evolución, pero está abierto que pueda responder a la llamada del hombre. La llamada “oración de petición” tiene así completo sentido. De acuerdo con ello, los creyentes no tienen por qué rechazar, según lo dicho, incluso la posibilidad de la acción divina en los milagros.

La religiosidad natural y cristiana asumen el sufrimiento. El hombre puede pedir ayuda a Dios desde la angustia. Pero el “universal religioso” es creer en el Dios oculto y liberador, a pesar de su lejanía y de su silencio. El Misterio de Cristo supone la aceptación del Dios kenótico, impotente y humillado en la cruz, que manifiesta y realiza el eterno designio divino de ocultarse en la creación, su kénosis en la creación para constituir la libertad del hombre en la historia.

Por ello, la auténtica religiosidad no es un “negociado” de intereses (pongo una vela en la iglesia para que Dios, en compensación, haga que mi hija apruebe los exámenes o para que se cure la enfermedad de mi marido). La religión auténtica, tanto la natural como la cristiana, supone siempre, de antemano, aceptar la impotencia del Dios oculto y liberador, y, a pesar de su lejanía y de su silencio, creer en Él. “Mi” enfermedad, “mi” accidente, “mi” inserción en el drama de la historia, resultan de la ruleta ciega de la fortuna evolutiva de un universo autónomo.

Ser religioso es aceptar la “impotencia” ante el mundo de un Dios oculto y liberador, que se ha manifestado en el Misterio de Cristo. Dios ha creado este universo autónomo, es verdad; es responsable de ello y ha aceptado de antemano que sobre unos hombres caiga un peso mayor de la fatalidad.

Pero comentando la teología del proceso de Whitehead, Dios está condicionado por un universo autónomo y evolutivo, cuyos procesos Dios quiere respetar; pero no por un universo que no haya creado, como dice la teología del proceso.

Pero en este universo, que lleva consigo el sufrimiento que reparte la rueda del Destino, Dios nos ayuda, nos acompaña y consuela, y nos ayuda a llegar poco a poco a la perfección que nosotros mismos produciremos creativamente. Por ello, Dios es un compañero que consuela y ayuda a proseguir con firmeza el duro camino de la vida, aceptando de lo que lleva consigo de sufrimiento de dramatismo, sin desfallecer ni desconfiar en la Providencia de Dios.

Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid, miembro de la Cátedra CTR, Universidad Comillas, y coeditor de Tendencias21/religiones.



Javier Monserrat
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