Antonio Guzmán
Cuando Pirro, rey de Epiro, sangre de Alejandro Magno y émulo de Aquiles, tenía ya bajo su poder el trébol formado por la corona de Epiro, de Macedonia y de Tesalia, su ansia aventurera –esa suerte de póthos o anhelo irresistible a lo Alejandro, que en Pirro son sus élpides o esperanzas– le llevará a embarcarse rumbo a Italia respondiendo a la llamada de socorro de los tarentinos. Es su oportunidad de remedar la figura del gran conquistador, la ocasión de llevar a cabo los proyectos de expansión por Occidente que su prematura muerte le había impedido realizar. Pero antes de su partida se produce entre el rey aventurero y el filósofo epicúreo Cíneas, su consejero, una memorable conversación que ha dejado flotando en el tiempo una pregunta: ¿para qué la acción?
ÓSCAR MARTÍNEZ GARCÍA
Es sabido que los epicúreos desdeñaban el placer del movimiento. ¿Para qué la acción? Alejémonos del mundo –es la invitación de Cíneas–, alejémonos de las empresas, de las conquistas, no emprendamos ningún proyecto, permanezcamos en nuestra casa, en reposo, en el seno de nuestro goce. Pirro, el hombre de la agitación perpetua y de las esperanzas sucesivas, aquellas que renacen una y otra vez sin cesar, se puso, por el contrario, de parte de la acción y de la aventura. Por decirlo con Montesquieu (Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence. Chapitre IV. De Pyrrhus, 1721): “La grandeza de Pirro no consistía en otra cosa que en sus cualidades personales. Plutarco nos dice que se vio obligado a hacer la guerra porque no podía mantener entretenidos los seis mil hombres de infantería y seis mil de caballería con que contaba. Este príncipe, señor de un pequeño Estado del que no se ha vuelto a oír hablar después de él, era un aventurero que se embarcaba en empresas continuas porque no podía subsistir sino emprendiéndolas”.
Así pues, una vez en Italia, únicamente con sus tropas y el precario apoyo de los tarentinos, derrotará a los ejércitos romanos en la batalla de Heraclea (280 a.C.), ocasionando siete mil bajas en las fuerzas del SPQR, pero sufriendo él mismo la muerte de cuatro mil de sus hombres. Sin embargo, no será ésta la famosa “victoria pírrica”, sino la que conseguirá en Ausculum un año después, la que le haga decir: “Una victoria más sobre los romanos y estaremos completamente perdidos” (ibid.). Pero, lejos de detenerse, en su ansia de movimiento perpetuo, Pirro no será capaz de aprovechar las ventajas que su victoria sobre los romanos le ofrecían, sino que, embarcado en nuevas esperanzas, cruzará el estrecho hasta Sicilia dispuesto a combatir contra los cartagineses.
Impulsivo e irreflexivo, en un nuevo giro de la fortuna, Pirro se ve obligado a abandonar Sicilia y, expulsado también de Italia (275 a.C.), debe regresar a Epiro sin tesoro y sin hombres. Con todo, cayendo sobre Macedonia, a la sazón en poder de Antígono Gónatas, se hace con su corona por segunda vez; corría el año 273 a.C. y ya sólo le quedaba uno de vida. En una nueva llamada a la acción, Pirro parte con dirección a Grecia, hacia Esparta, dónde se encuentra con la valiente oposición de la ciudad. En el Peloponeso, encuentra una nueva ocasión de interferir en los asuntos locales de otra ciudad, esta vez Argos, en cuyas calles, merced a una teja arrojada por una vieja mujer desde un tejado, es derribado, permitiendo que un soldado de Antígono le pasara a cuchillo. Abatida por una mano temblorosa, la vida de Pirro llega a su fin.
Pero la descripción más certera de la personalidad de Pirro nos la ofrece su enemigo más íntimo, Antígono Gónatas, al describirlo como “un jugador de dados que, jugando mucho y bien, era, sin embargo, incapaz de sacar partido a sus jugadas”.
¿Para qué, entonces, la acción? ¿Para qué, entonces, el riesgo? ¿Por qué Pirro, a pesar de tener el alma atribulada ante la lógica implacable de su sabio consejero, se lanza a la aventura consciente de que antes o después perderá la vida? ¿Ha de prevalecer siempre la postura del intelectual o el filósofo sobre la del hombre de acción? Simone de Beauvoir, en un ensayo filosófico inspirado en este encuentro (Pyrrhus et Cinéas, París, Gallimard, 1944), deja flotando también en el tiempo una respuesta: “el hombre puede actuar, debe actuar. El hombre únicamente es trascendiendo, actuando en el riesgo y en el fracaso. Debe asumir el riesgo, pues lanzándose hacia el porvenir incierto funda con certidumbre su presente”.
[Existe traducción española del ensayo de Beauvoir bajo el título que ha inspirado esta nota: S. de Beauvoir, ¿Para qué la acción?, trad. esp. a cargo de Juan José Sebreli, Editorial La Pléyade, Buenos Aires, 1972. La Vida de Pirro aparece recogida en el cuarto volumen de las Vidas paralelas de Plutarco, obra que la editorial Gredos acaba de completar].