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Hacia el Nuevo Concilio: la responsabilidad de la iglesia en la proclamación del kerigma cristiano en nuestro tiempo

Redactado por Javier Monserrat el Jueves, 6 de Enero 2011 a las 12:51

Las religiones están ahí como un hecho histórico y una realidad actual incuestionable. Es verdad que en parte han producido problemas psicológicos y políticos, incluso violencia. Pero no cabe duda de que, en conjunto, han supuesto un gran beneficio para la especie humana que ha podido soñar con la felicidad, el acogimiento divino, aceptar el sufrimiento como parte mistérica del plan de Dios e imaginar el final feliz de la historia. Por estos beneficios la inmensa mayoría de los hombres han sido religiosos, tal como ha sido confirmado por el mismo psicoanálisis y se sigue constatando en estudios estadísticos globales sobre la religiosidad en el mundo. Pero, en la situación actual, sobre todo en los países desarrollados, sectores cada vez más amplios de la sociedad se van aislando de la religiosidad, y más de las religiones socialmente establecidas, por el indiferentismo religioso, el ateísmo, el agnosticismo o por la increencia en general. Para estos hombres se cierra la posibilidad de un soñar absoluto y final, imaginando una plenitud final de la metahistoria, ya que, por su propio planteamiento de principio asumido en libertad, su futuro no puede ser sino la decrepitud final hasta la muerte. Los mismos hombres religiosos, de una forma u otra, atraviesan hoy una profunda crisis de identidad y de sentido, ya que, aunque sean religiosos, carecen de un logos (una racionalidad profunda reflexiva) que les instale en su religiosidad con seguridad y equilibrio humano. De ahí la extraordinaria importancia humana y social, importancia para la historia de la especie humana en su conjunto, de afrontar una reconstrucción rigurosa del logos, de la razón y del sentido de la religiosidad, y del cristianismo, en nuestro tiempo, el tiempo de la modernidad, después de la larga tribulación histórica atravesada en los últimos siglos. El logos recuperado de la religiosidad no impodría a los no creyentes la necesidad de creer, que siempre será un acto libre que se puede asumir o no. Pero un logos religioso bien formulado desde nuestro tiempo les haría más fácil abrirse libremente a la esperanza, y a la plenitud humana que representa el mundo de lo religioso. Para muchas personas sería más fácil y asumible abrirse responsablemente a la esperanza, a la imaginación y al sueño de un final feliz para la historia de todos. Este logos recuperado podría también facilitar que los hombres religiosos alcanzaran un mayor equilibrio humano, mayor estabilidad y seguridad, en su vivencia de la esperanza iluminadora y enriquecedora de lo religioso. Este logos recuperado podría ser también de extraordinaria importancia en el diálogo interconfesional cristiano e interreligioso, así como para la participación de los ciudadanos cristianos en el proceso histórico abierto en el compromiso civil en la lucha contra el sufrimiento humano. Este logos recuperado de la religiosidad jugaría un papel importantísimo en el proceso de cohesión social que a todos beneficia. Pues bien, nuestra tesis es que vivimos un tiempo excepcional en que están dados ya objetivamente todos los elementos que harán posible la recuperación de este logos de la religiosidad. El gran concilio de nuestros tiempos, el Nuevo Concilio, debería ser el escenario responsablemente construido por la iglesia católica para iluminar la profundidad de este nuevo entendimiento del logos de la religiosidad humana y cristiana y proclamarlo solemnemente ante la humanidad.


La Cruz ilumina la creación de una tierra autónoma, libre, pero inhóspita y dramática
En los dos inputs comunes para la presentación de los dos blogs, el blogHNM y el blogHNC, me he referido ya a la conjetura de que estaríamos viviendo un tiempo histórico excepcional en que estaría fraguándose un cambio transcendental en la iglesia católica, que se proyectaría sobre las otras confesiones cristianas y sobre las otras religiones. No se trataría de un cambio en el kerigma cristiano, que es lo que es y no puede cambiarse, ya que la iglesia es depositaria de las palabras y de los hechos de Jesús a los que debe ser fiel integralmente, siendo también así en las otras confesiones cristianas.

Se trataría más bien de un cambio que afectaría al modo de entender el kerigma desde la experiencia de nuestro tiempo; o sea, a la I[hermenéutica]I del kerigma. Es decir, la fe cristiana postula una congruencia armónica entre la Voz del Dios de la Revelación en el Cristianismo y la Voz del Dios en la Creación, ya que el Dios que se revela es el mismo Dios que crea el mundo de acuerdo con su designio creador. Por tanto, el conocimiento moderno de la forma del mundo real, de hecho creado por Dios, debería llevarnos a un entendimiento de la Voz del Dios de la Revelación con una mayor profundidad teológica.

Es decir, el cristianismo, a la luz de la modernidad, debería emprender el cambio de paradigma hermenéutico que estaría pendiente desde los últimos siglos. La iglesia debería pasar desde el mundo antiguo al mundo moderno, de manera reflexiva y profunda, proclamando ante la sociedad con nueva calidad teológica la profundidad abismal del Misterio de Cristo. Misterio iluminado desde nuestra experiencia histórica, de la misma manera que ésta, es decir, el dramatismo de nuestra historia autónoma en una tierra inhóspita en que nos angustia el aparente abandono de Dios, es iluminada por el Misterio de la Cruz.

Siguiendo el contenido de mi ensayo I[Hacia el Nuevo Concilio]I, como parte de la presentación del blogHNC, expongo en este input una síntesis inicial, necesariamente parcial, de mis ideas acerca de este mencionado cambio excepcional y los argumentos principales para hablar de la conveniencia de un nuevo concilio en la iglesia católica. Esta síntesis puede verse desarrollada en la trilogía y será objeto del desarrollo pormenorizado de este blog.

La modernidad, ocasión histórica excepcional para redescubrir la profundidad del kerigma cristiano

El conocimiento producido por la ciencia y la cultura configurada lentamente desde la aparición del proceso histórico que llamamos modernidad, que sigue estando en la base del mundo actual, son una ocasión histórica excepcional para que el cristianismo entienda el sentido profundo del kerigma proclamado desde hace dos mil años, en testimonio del mensaje de Jesús, del que la iglesia se siente depositaria y transmisora a la historia. El conocimiento más preciso del universo creado por Dios, debe permitir un entendimiento más profundo del mensaje de Jesús que explica el sentido de ese mundo real creado por Dios para ofertar al hombre la participación en la vida divina. El universo real de la modernidad se presenta como un universo enigmático y metafísicamente borroso en que el hombre puede asumir libremente una hipótesis teísta o una hipótesis ateísta sin Dios, o moverse en el agnosticismo de la increencia metafísica. La cultura de la modernidad es así también una cultura en que el hombre puede ser, y de hecho es en parte, puramente mundano, cerrado a Dios. Pero es también una cultura que permite la apertura a lo divino como se muestra en la variedad historicista de las religiones y del cristianismo. Si desde esta experiencia de la modernidad (que en el fondo es la Voz del Dios de la Creación que muestra el mundo real que ha sido creado) miramos al mensaje de Jesús que, para los creyentes, revela el plan y sentido de la creación obrada por Dios, entonces entendemos su profunda coherencia: el mensaje de Jesús desvela, en efecto, el sentido de ese mundo que constatamos en el plan de creación establecido por Dios. Dios, en su eterno designio creador, quiere hacer al hombre realmente libre para aceptar, personalmente y en toda su dignidad humana, la sorprendente oferta de participación en la vida divina. Por ello crea un mundo en que es posible el pecado, la negación de Dios y la clausura del hombre en su pura mundanidad sin Dios.

El mundo de las religiones está ahí en toda la variedad multiforme de sus ricas tradiciones historicistas, sin que nadie pueda negar su existencia fáctica. Pero las religiones son antiguas. Todas ellas han pretendido que sus teologías sean conformes con la razón y, por ello, construyeron desde antiguo argumentos filosóficos para mostrar su congruencia con el mundo natural.

El cristianismo es también una religión antigua y por ello, ya desde antiguo, construyó una forma de entender su armonía con la razón natural. Sin embargo, desde hace ya varios siglos al comenzar la andadura de la modernidad, la imagen racional del mundo sufrió cambios profundos a medida que la ciencia progresaba en su conocimiento de la realidad, formándose al mismo tiempo una nueva sensibilidad existencial, una nueva cultura que abarcaba desde la filosofía política hasta las manifestaciones más concretas de la cultura lúdica y estética, o de las valencias existenciales inmediatas de los individuos y de la sociedad.

Es comprensible que el impulso de las religiones desde la antigüedad, con filosofías y teologías fundadas en una visión antigua de la realidad, haya producido una falta de armonía con el mundo moderno; es decir, una desarmonía palpable con la imagen moderna de la realidad y con sus nuevas sensibilidades existenciales en la cultura. Por ello, la generalidad de las religiones, de una u otra manera, han entrado en una cierta crisis de armonía con la realidad (crisis de armonía entre su contenido teológico antiguo y los contenidos de la cultura moderna).

El hombre religioso se ha visto así sometido a la tensión de un cierto bifrontismo existencial no armonizado o, si se quiere, por ello, ante una cierta crisis de identidad. El impulso a ser “moderno” y la tradición de una creencia religiosa parecían ir cada una por su lado, cuando deberían responder a la misma lógica del Dios creador. La crisis ha sido tanto mayor cuanto mayor ha sido el crecimiento de la cultura moderna en las diversas sociedades que constituyen el nicho social de una religión. Esta crisis ha afectado también al cristianismo, y en mayor grado además que a otras religiones por cuanto sus ámbitos sociales propios, Europa y América, han sido el escenario principal en que ha nacido y crecido la cultura de la modernidad. El impacto de la modernidad ha sido grande también en el judaísmo, pero mucho menor en religiones como budismo, hinduísmo o islamismo.


En el universo, creado para la libertad, el hombre indigente, desde la dramática experiencia del sufrimiento, podrá mirar hacia la posibilidad de Dios como el horizonte final de liberación de la historia

La modernidad muestra, en efecto, la forma en que Dios ha creado el mundo y nos hace entender que se trata de una “creación para la autonomía del mundo, la libertad y la dignidad humana”. Pero el plan de Dios, revelado por Jesús, incluye crear un universo dramático y sufriente que sigue sin imponer a Dios, pero que hace entender al hombre que sólo en un posible Dios podría darse la liberación y plenitud final de la aspiración humana por la vida. Este sentido del plan o “historia de salvación” diseñado por Dios se manifiesta y revela en la esencia del mensaje de Jesús: el Misterio de la Muerte en la Cruz y de la Resurrección de Cristo. La muerte en cruz de la Persona Divina de Cristo revela que Dios asume la kénosis o anonadamiento de la Gloria de su Divinidad ante el mundo, pero asume y se solidariza también con el sufrimiento dramático de la especie humana, para hacer posible la “autonomía libre” del hombre en la historia al configurar su existencia en un “universo autónomo”. Pero la resurrección de Jesús muestra que Dios emprenderá, como se ve anticipadamente en la resurrección de Jesús, la liberación final, más allá de la muerte, de quienes libremente hayan aceptado la oferta divina que Dios les tiende, a pesar del sufrimiento, de la lejanía y del aparente silencio de Dios ante la historia del mundo. Así, la modernidad, en que el universo es un universo para la libertad y la creatividad del hombre, se muestra como la Creación obrada por el mismo Dios de Jesús. Revela que el Dios real que crea el universo es el Dios que crea el escenario de la libertad y de la creatividad. El Dios que revela el cristianismo es el Dios que crea la libertad; la misma libertad que se entiende y se ejerce en la madurez histórica de la modernidad. Esta idea del mensaje de Jesús estuvo siempre presente en el cristianismo, pero, como veremos, se oscureció por la interpretación o hermenéutica antigua del cristianismo. Sin embargo, en los tiempos modernos, la modernidad habría puesto en condiciones al cristianismo de emprender la nueva hermenéutica desde la madurez de la historia humana en la modernidad. Esta nueva hermenéutica, el nuevo paradigma de la modernidad, iluminaría con sorprendente fuerza el sentido de la fe cristiana y el sentido de todas las religiones en el mundo moderno. Esta nueva hermenéutica del cristianismo debería ser avalada por el Nuevo Concilio, sin duda uno de los más importantes de la historia cristiana, para proclamarla solemnemente ante la humanidad.

Experiencia religiosa y religiones, en la crisis de la modernidad.

En realidad, los seres humanos suelen ser religiosos porque tienen una experiencia religiosa. Es la sensación interior de estar afectados por el misterio transcendente de un Ser Divino, al que se apela personalmente, con el que se cree tener la relación interior de sentirse escuchado y al que se atribuye un cierto designio divino de salvación al que el hombre se siente libremente religado. La experiencia religiosa es sentirse en las manos de la Providencia de un Dios mistérico en el que nos sabemos inmersos. Otra cosa son las religiones. Estas responden a tradiciones historicistas, formadas en determinadas culturas y con una historia peculiar, que poseen filosofías, teologías, cultos, prescripciones, rituales, etc. Puede decirse que las religiones han vehiculado la experiencia religiosa de los miembros de una comunidad, creándose así sus tradiciones historicistas (normalmente comprometidas con sistemas explicativos inspirados en formas de pensamiento antiguas).

No todas las personas tienen la misma experiencia religiosa; hoy sabemos que ésta depende incluso de localizaciones neuronales que pueden estar más o menos activadas, en parte bajo los condicionamientos, a favor o en contra, que dependen del medio ambiente familiar y social (no hay dos cerebros iguales). Puede haber también personas religiosamente frías, al menos en algún momento de su vida, y otras, en cambio, sienten una intensa religiosidad.

Al ir configurándose la cultura de la modernidad, lo primero que entra en crisis son las “religiones”, ya que son estas las que ven su sistema teológico antiguo puesto en cuestión por falta de armonía con la nueva imagen de la realidad. Sin embargo, la “experiencia religiosa”, sincera y profundamente sentida, está por principio más libre y tiende a coordinarse más fácilmente con la modernidad. Los individuos se dejan llevar por lo que parece racionalmente inevitable, es decir, por la manera de pensar y por la manera de vivir propia de la modernidad.

Pero la experiencia religiosa interior sigue presente, es aceptada y se intuye que la realidad de ese Dios misterioso debe ser armónica con la realidad que el hombre debe inevitablemente vivir, o sea con la cultura de la modernidad que se impone. En cambio son las “religiones”, comprometidas con sus teologías precisas, sus prescripciones y sistemas morales, las que, por sus conexiones con el mundo antiguo, han entrado pronto en crisis ante el avance de la modernidad.

Así, muchos individuos abandonan su integración en las religiones, van percibiendo poco a poco que no les dicen nada (que no conectan con la realidad), pero se mantienen fieles a su experiencia interior de religiosidad. En su “interior” se sienten fieles a la “experiencia religiosa” y sienten una tranquilidad de conciencia subjetiva. Están subjetivamente en paz con su Dios interior y con la modernidad.

Pero estas personas, en el fondo religiosas, han dejado de entenderse con las religiones que han tomado forma desde antiguo en sus respectivas sociedades. Se sienten más cómodos y moralmente justificados al limitarse a su religiosidad interna, justificando por ello el haberse desvinculado de unas religiones intuyen como “anticuadas” y que, en verdad, no entienden.


La crisis del pradigma antiguo del cristianismo como sin-sentido de una experiencia del universo y de la historia donde fracasa el pretendido plan de Dios

La crisis del cristianismo ante la modernidad ha dependido también, por tanto, de la forma en que el cristianismo era entendido según sistemas hermenéuticos propios del mundo antiguo. Entre las características de esta visión del cristianismo en la hermenéutica antigua cabe destacar el “teocentrismo”. El kerigma cristiano no era teocéntrico en el sentido del paradigma antiguo y, de hecho, será entendido –esta es nuestra tesis– con mayor profundidad en el paradigma de la modernidad, que no es teocéntrico por no imponer necesariamente la realidad de Dios. En el teocentrismo antiguo se consideraba (y en parte se sigue considerando hoy, ya que no ha desaparecido complemente en el cristianismo actual) que Dios ha creado un universo en que la razón impone la Verdad fundamental de Dios, que se manifiesta también en una ley natural que, tal como entiende el paradigma antiguo, hace a Dios origen del orden moral y social. La razón instala al hombre en el reconocimiento inevitable de que Dios es la Verdad del universo (teocentrismo) y de que el comportaminto religioso, la religación a Dios, es la Verdad de la existencia humana, en el orden personal y social (religiocentrismo). Este mismo Dios, y su ley natural, sería el origen racional y humano de la autoridad que funda el orden social y político (teocratismo). Es explicable que, ante una hermenéutica de la religión de esta naturaleza, la modernidad supusiera una conmoción extraordinaria para el cristianismo. En la modernidad sectores amplios de la sociedad construyen un entendimiento del universo sin Dios. De la misma manera sectores amplios de la sociedad viven sin inquietudes religiosas y, además, la sociedad se construye a partir de principios puramente laicos, no fundados en el reconocimiento de Dios. ¿Cómo entender entonces lo que pasa? ¿Es que Dios ha fracasado en su designio por imponer un orden teocéntrico, religiocéntrico y teocrático? ¿Le han salido mal las cosas a Dios? ¿Están viviendo los hombres sin Dios una sublevación irracional frente al orden religioso establecido por Dios en la naturaleza? Muchos hombres observan a los grupos religiosos inquietos ante cada hecho científico que cuestiona la realidad de Dios, ante las decisiones de conducta que orientan la vida al margen de las tradiciones morales religiones sometidas a la ley divina, ante las decisiones de las naciones al margen del mundo religioso. Se ve a la iglesia como una organización religiosa arcaica que se “espanta”, se subleva y denuncia, una sociedad que se ha salido perversamente de lo que “debiera ser si se atuviera a la verdadera naturaleza humana”. La impresión es la de que se están constatando dos mundos aislados, el mundo religioso y el mundo de la modernidad, que viven en dos representaciones de la realidad que no se encuentran. Por ello el hecho que parece imponerse sociológicamente es que mucha gente intuye que el mundo religioso es arcaico y esta percepción fundamenta subjetivamente su progresiva desvinculación del mundo de las religiones establecidas y del cristianismo.

La crisis del cristianismo en la modernidad.

Los creyentes cristianos han vivido su religiosidad intensamente por medio de la religión cristiana. Sin embargo, poco a poco, la modernidad, nacida en las sociedades occidentales desarrolladas, ha ido produciendo la crisis de armonía entre religión y modernidad antes aludida. De hecho se ha tratado principalmente de una crisis de religión cristiana; también ha sido una crisis de experiencia religiosa, pero mucho menos. La verdad es que todos reconocen la profunda crisis producida en las iglesias cristianas en los últimos siglos. Lo hacen los sociólogos que la describen objetivamente, pero también los filósofos, teólogos, la intuición de los simples creyentes, no creyentes e indiferentes, pero incluso las jerarquías eclesiásticas y el mismo Papa.

Es verdad que quedan muchos creyentes; son todavía la mayoría en las sociedades cristianas europeas y americanas. Entre estos (dejando aparte los clérigos) algunos pocos tienen una cierta formación religiosa, pero simple y poco rigurosa. Es verdad que hay grupos de creyentes muy comprometidos con la iglesia, agrupados en diferentes asociaciones; tienen “experiencia religiosa” dada en la tradición cristiana y quieren defenderla, tal como de hecho se presenta en la actualidad (esta actitud es loable y muestra de fidelidad incuestionable).

Pero la mayoría de los creyentes, sin embargo, mantienen formalmente su fe, pero están cada vez más alejados de la práctica religiosa, limitada a situaciones extraordinarias puntuales, como puedan ser las celebraciones familiares o la visita de un Papa. Las estadísticas, por ejemplo en países como España, muestran cómo la asistencia a las iglesias disminuye de forma continua. Lo mismo pasa en los grandes países desarrollados, siendo los Estados Unidos de América el que conserva niveles de religiosidad popular más estables. Por otra parte, el número de aquellos que, más allá del mero indiferentismo práctico (del que participan también muchos creyentes), se declaran ateos o agnósticos crece constantemente, aunque todavía sean posiciones minoritarias.

Lo que estos hechos parecen decir es que el lenguaje y las actitudes de las iglesias cristianas no son entendidos, no dicen nada a esas grandes masas de creyentes y no creyentes. Es verdad, como decíamos, que mucha gente con experiencia religiosa profunda sigue referida a las iglesias cristianas tradicionales que han vehiculado su religiosidad desde generaciones y generaciones. Pero debemos aceptar que, si una persona creyente observa una religión establecida socialmente, que no entiende y que le dice muy poco, es muy difícil integrarse en sus cultos.

Es muy difícil sentir motivación para ello, y más cuando el sujeto queda moralmente tranquilo al mantener su religiosidad interior, en caso de que haya alguna fuerza íntima que le impulse a ello. Entonces se produce una desintegración inevitable y el individuo se distancia del cristianismo, o sea, de la “religión establecida” en la que tiene, sin embargo, probablemente, sus raíces personales y familiares. Esto pasa a mucha gente, incluso a quienes siguen teniendo una experiencia religiosa personal sincera, ya que sienten una presión situacional a desentenderse de la “religión oficial”.

La responsabilidad de la iglesia frente a la proclamación del kerigma.

La crisis del cristianismo en la modernidad ha sido, y es cada vez con más fuerza, una enorme tribulación para las iglesias cristianas. Para medir el alcance del malestar-de-conciencia que esto produce basta recordar que los cristianos, y sobre todo las jerarquías de las iglesias, entienden que su misión en la historia es proclamar correctamente y con fuerza el mensaje de Jesús. Ahora bien, son muchos los indicios históricos de que quizá esta proclamación no se está haciendo con el nivel de calidad que debiera. La crisis real de los últimos siglos habla por sí misma.

Además, es significativo que haya mucha más “experiencia religiosa” que “religión” cristiana establecida. No quiero decir que, por las buenas, podamos establecer qué es lo que está pasando, y menos atribuir sin más una falta de calidad a la proclamación del kerigma. Cuanto más cuando en la crisis religiosa contribuyen muchas causas (como, por ejemplo, el bienestar y el sometimiento al consumo en las sociedades desarrolladas que “ciega” el interés de las personas sobre lo inmediato).

Pero, en todo caso, el cristianismo debe hacer un análisis reflexivo de la situación. Es una exigencia moral ante la debida proclamación del kerigma en la historia y la crisis actual que se produce. Es la reflexión organizada y argumentada la que debe permitirnos dar un dictamen acerca de lo que realmente está pasando en el mundo religioso del cristianismo.

En Hacia el Nuevo Concilio he querido contribuir personalmente a esta reflexión. Lo he hecho dando cuatro pasos fundamentales (en los capítulos segundo al quinto), otros complementarios (en los capítulos seis y siete) y una conclusión final en que se realiza una apelación final a la convocatoria del Nuevo Concilio que debiera introducir oficialmente a la iglesia en la proclamación del kerigma desde dentro del logos del mundo real creado por Dios, tal como se nos impone en la experiencia histórica de la modernidad. Hagamos una síntesis del contenido de Hacia el Nuevo Concilio que, aunque muy densa en este momento, se irá explicando en este blog.


Los capítulos y la estructura argumentativa de mi ensayo Hacia el Nuevo Concilio

¿Cómo someter organizada y sistemáticamente a reflexión la forma en que la iglesia cristiana está realizando la proclamación del kerigma ante la sociedad de nuestro tiempo, o sea, en el tiempo de la modernidad? El itinerario seguido en HNC ha partido de una primera recapitulación de la naturaleza del kerigma cristiano (capítulo II): es el depósito custodiado en la iglesia como esencia del mensaje de Jesús, contenido en sus palabras y en sus hechos. De lo que se trata es de preguntarse cómo este kerigma podría resonar con fuerza sobrecogedora ante la cultura de la modernidad. El segundo paso ha sido reconstruir cómo se ha hecho la hermenéutica del kerigma a través de los siglos, de acuerdo con lo que llamamos el paradigma greco-romano, y cuál es actualmente su forma de proclamación en la iglesia (capítulo III). El tercer paso ha sido presentar la imagen de la realidad en la ciencia moderna para compararla con lo que fue el paradigma antiguo (capítulo IV). Entre las muchas diferencias que se analizan puntualmente destaca el hecho del consenso moderno en los principios de una epistemología crítica e ilustrada (frente al dogmatismo racionalista) y la constatación del enigma metafísico que deja abiertas las hipótesis de Dios y de la pura mundanidad sin Dios (frente a teocentrismo). El quinto paso es el definitivo y consiste en preguntarse a qué hermenéutica lleva la nueva imagen de la realidad en la ciencia y en la cultura moderna (a partir del conocimiento científico y de la antropología filosófica que describe al hombre de nuestra cultura). El paradigma de la modernidad en el cristianismo (capítulo V), frente al paradigma antiguo greco-romano, formula una serie importante de contenidos y matices que representan la forma de entender el kerigma cristiano iluminada por la imagen del mundo moderno (que es el mundo realmente creado por Dios). En el paradigma de la modernidad destaca el entendimiento de que el plan de Dios en la creación del mundo se expresa en la revelación del Misterio de Cristo, misterio de un Dios que se deja llevar a la kénosis de su presencia en el mundo, a favor de la libertad y plenitud de la dignidad autónoma del hombre en el mundo (la cruz), pero que intervendrá también metahistóricamente en la liberación final de la humanidad (la resurrección). Una vez descrito el paradigma de la modernidad, Hacia el Nuevo Concilio estudia sus consecuencias para el diálogo interconfesional cristiano y para el interreligioso (capítulo VI), así como su relación con la filosofía de la historia (capítulo VII). Por último, el ensayo en su conjunto confluye en argumentar cómo la lógica de la historia cristiana conduce a la conveniencia de la convocatoria del gran concilio de nuestro tiempo en que, con orden y concierto, con toda explicitud y pedagogía, la iglesia escenificara la gran lección histórica de integración reflexiva en el mundo moderno (capítulo VIII). El esfuerzo del concilio sería la respuesta responsable de los cristianos y de la jerarquía eclesiástica a la obligación moral cristiana de proclamar el mensaje de Jesús en nuestro tiempo con los niveles de calidad que merece.

El kerigma cristiano (capítulo II).

La gran cuestión que debe ser examinada, por tanto, es si el kerigma cristiano, aquello que constituye la esencia del cristianismo, es entendible en congruencia con la imagen del universo en la ciencia y con los rasgos de la cultura en la modernidad. Ahora bien, ¿qué es el kerigma cristiano? Su descripción establece el punto de referencia de nuestro ensayo: aquella fe religiosa cuya aceptación puede o no considerarse sostenible desde la cultura de nuestro tiempo.

Lo primero que debe establecerse es la esencia del cristianismo como religión: es la aceptación y adhesión personal a la persona de Jesús, y por tanto a la doctrina en que Jesús revela el eterno designio creador de Dios para hacer posible la historia de salvación humana, como respuesta a la oferta de participación en la vida divina.

Ahora bien, ¿qué es el kerigma cristiano? Es la transmisión a la historia del contenido de la doctrina reveladora de Jesús a través de la fe de la iglesia. Y esto es de gran importancia: el kerigma no es ni el Jesús histórico, ni la pura historia en uno u otro sentido. El kerigma es Jesús en la fe de la iglesia.

A) Consideremos primero la fe desde el tiempo histórico, por ejemplo, el nuestro: nuestra fe, en efecto, se funda en la consideración de la imagen de Jesús que transmite la fe de la iglesia (kerigma) y nos adherimos responsablemente a la fe de esa misma iglesia, es decir, nos adherimos personalmente al Jesús que se nos da en la fe de la iglesia. Es ahí donde nuestra adhesión surge y donde encuentra su fundamento: tiene sentido creer en el Jesús que la iglesia nos transmite. Nos adherimos porque es racional y tiene sentido adherirnos al Jesús que se nos da en la fe de la iglesia.

B) Entonces, dentro ya desde esa misma fe y dentro de la coherencia que implica, consideramos, mirando al pasado histórico, que los primeros cristianos que hallaron a Jesús y se adhirieron a su doctrina en la fe se constituyeron en transmisores del mensaje de Jesús a la historia. Es la fe que se nos ha transmitido y en la que hemos creído. Por ello, la lógica de la fe lleva a considerar que la Providencia de Dios debió velar para que la imagen y la doctrina de Jesús se transmitieran correctamente a la historia, según la esencia del mensaje que Dios quería efectivamente comunicar. Esta “lógica de la fe”, que poco a poco fueron descubriendo los primeros cristianos, produjo en los primeros siglos la persuasión teológica de que la Providencia de Dios debía haber “inspirado” las Escrituras y debía seguir “asistiendo” a la iglesia en la proclamación de la doctrina de Jesús en la historia. De acuerdo con esta “lógica teológica” o “lógica de la fe”, la iglesia entendió también pronto que “inspiración” y “asistencia” se referían sólo a la proclamación del kerigma, pero no a las hermenéuticas e interpretaciones que, ya desde los primeros tiempos, iban apareciendo en conexión con la cultura del tiempo.

C) Por esto mismo, cuando desde nuestro tiempo actual nos adherimos a la persona de Jesús, tal como se nos da en la fe de la iglesia, entendemos que esa imagen dada en la fe de la iglesia está “inspirada” y “asistida” por la Providencia de Dios sobre la historia de la iglesia que hace presente la revelación en cada época. Este es el kerigma cristiano, la fe de la iglesia mantenida desde la tradición apostólica más antigua, y la pregunta desde la crisis actual del cristianismo consiste precisamente en examinar si ese kerigma es inteligible desde la experiencia del mundo real en la modernidad.

El paradigma greco-romano (capítulo III).

Ya los primeros cristianos estaban persuadidos de que el Dios que se había manifestado en Jesús era el mismo Dios que había creado el mundo. Por tanto, entre el Dios de Jesús y el Dios de la Creación del orden natural debía postularse una armonía. Es decir, Dios había creado el mundo de acuerdo con el designio o plan de salvación manifiesto en Jesús. Esta persuasión fue el origen de las hermenéuticas teológicas que aparecieron desde el principio en la filosofía y en la teología patrística.

El mundo de referencia era la cultura greco-romana y por ello fue configurándose poco a poco el paradigma greco-romano (o sea, una hermenéutica del cristianismo fundada en la cultura greco-romana). Este paradigma antiguo tuvo dos dimensiones: la filosófico-teológica y la socio-política (que se inicia con la integración en el imperio romano de Constantino). Pero este paradigma hizo que se impusiera una hermenéutica teocéntrica, religiocéntrica y teocrática del kerigma. Hermenéutica, sin embargo, que no se identificaba con el kerigma, aunque pretendiera interpretarlo (y así lo hiciera durante muchos siglos).

El seguimiento de las etapas y de la evolución del paradigma greco-romano a lo largo de los siglos permite comprobar su mantenimiento sin fisuras hasta bien entrado el siglo XX. Desde mitad del siglo XX, sobre todo después del concilio Vaticano II, el paradigma sufrió un considerable debilitamiento, pero ha seguido presente de forma imprecisa, poco definida y confusa, sin que se haya declarado nunca oficialmente como fuera de uso.

Sin embargo, entrado el segundo tercio del siglo XX una nueva corriente teológica, que llegará a conocerse como la Nouvelle Theologie, comenzó a poner seriamente en cuestión el antiguo paradigma, sobre todo la pertinencia de seguir en los antiguos sistemas escolásticos. Esta teología propugnaba más bien que la pura proclamación de la Palabra de Dios, del kerigma, tal como estaba presente en la fe de la iglesia, tenía más fuerza que transmitirla “velada” por sistemas interpretativos anticuados.

Esta teología puramente kerigmática tuvo influencia decisiva en el concilio Vaticano II (donde Joseph Ratziger, al parecer en aquella época teólogo kerigmático, fue uno de los teólogos consultores) y ha constituido la forma de hacer teología de una gran parte de los teólogos profesionales de los últimos años, centrados en la hermenéutica bíblica y en la transmisión kerigmática en los santos padres y en la tradición de la iglesia.

Esto es, a nuestro entender, positivo en sí mismo, pero no en cuanto que ofrece una imagen del kerigma al margen del logos de nuestra cultura. Sin un esfuerzo hermenéutico profundo. Al fin y al cabo, la gran tradición cristiana en el paradigma greco-romano buscó el logos de la cultura de su tiempo. Si los tiempos han cambiado, y aquel logos ya no es apropiado, la solución no es abandonar el logos, sino buscarlo en las condiciones de la nueva cultura de la modernidad. Este es nuestro punto de vista.


El kerigma cristiano es la fe de la iglesia, no es ni la pura historia ni la hermenéutica filosófica

El kerigma cristiano, por tanto, no debe confundirse ni con la historia ni con el llamado “Jesús histórico”. El acceso a la fe desde nuestro momento histórico se hace al adherirnos a la persona de Jesús, tal como se nos transmite en la fe de la iglesia. En esta imagen de Jesús en la iglesia está el fundamento de la creencia. Y esta creencia, una vez constituida, nos hace entender que la imagen de Jesús en la iglesia está “inspirada” y “asistida” por la Providencia divina. La misma iglesia primitiva fue comprendiendo poco a poco esto mismo: que su fe, transmisora a la historia de la revelación, debía estar “inspirada” y “asistida” por Dios. Por consiguiente, esto quiere decir que la fe de la iglesia fue haciendo “teología” desde los primeros tiempos (como se ve claramente en San Juan y en San Pablo, pero también en los otros escritos del Nuevo Testamento). La fe de la iglesia que hizo la Escritura y la Tradición no sólo hizo “teología”, sino que pudo haber atribuido a Jesús palabras que nunca pronunció, o incluso haber reinterpretado acciones de Jesús (por ejemplo, algún milagro u otras narraciones, como las circunstancias del nacimiento y de la adoración de magos o reyes) de formas que no acontecieron en realidad. Todo esto es posible. Pero, por encima de todo ello, la fe cristiana entiende que la “teología” y su narrativa (en circunstancias quizá no estrictamente fieles de la historia) han sido “inspiradas” para comunicar la esencia del mensaje de Jesús que debía transmitirse y entenderse posteriormente por la iglesia bajo la “asistencia” divina. Y de la misma manera que la fe no consiste en la historia, ni en el Jesús histórico, sino en el kerigma constituido por la misma fe de la iglesia, así también la fe, el kerigma, tampoco consiste en las hermenéuticas o interpretaciones formadas en la historia. El kerigma no se identifica con el paradigma greco-romano, ni con otras hermenéuticas pasadas, presentes o futuras que puedan surgir por la evolución del conocimiento. No se identifica, por tanto, con la nueva hermenéutica en el paradigma de la modernidad, que nosotros promovemos, aunque consideremos que, por el avance del conocimiento en la historia, representa un acercamiento al kerigma cristiano mejor, y más adecuado a nuestro tiempo, que el propuesto en el paradigma greco-romano antiguo, tanto en lo filosófico-teológico como en lo socio-político.

La imagen de la realidad en la ciencia (capítulo IV).

La imagen de la realidad en el mundo moderno ha dependido de la producción de conocimiento científico. Este ha influido en la manera de ver las cosas de la gente y en parte ha sido uno de los factores determinantes de la cultura de la modernidad. Que la imagen de la realidad en el paradigma antiguo no se corresponda con la moderna no es un supuesto establecido de principio, sino algo que debe ser mostrado. Para ello, se debe reconstruir la imagen de lo real constituida en el mundo moderno y compararla con la antigua (es lo que hemos hecho en el capítulo IV de Hacia el Nuevo Concilio).

Si se tratara, en efecto, de una visión nueva del universo, de la vida y del hombre, entonces sería explicable que entre la hermenéutica del kerigma en la iglesia (construida desde el paradigma antiguo) y la imagen de las cosas en la modernidad no hubiera armonía. El hombre moderno intuiría esta falta de armonía, vería el lenguaje explicativo del cristianismo fuera de la realidad y tendería por ello a desentenderse de la iglesia, aun quizá manteniendo su experiencia religiosa interior.

Como decíamos, la nueva imagen de la realidad en la modernidad afectaría, entre otros muchos, a tres contenidos: primero la idea crítica y abierta del conocimiento (frente a la patencia racionalista de la Verdad del paradigma antiguo); segundo la nueva ontología fundada en los conocimientos científicos que establecen una imagen monista del proceso evolutivo (frente a la ontología antigua fundada en el dualismo platónico y aristotélico); tercero la idea del enigma metafísico último en un universo borroso donde la metafísica fundada en la ciencia deja abiertas dos posibles hipótesis de entendimiento metafísico último de la realidad: la hipótesis teísta (que puede construirse con argumentos objetivos) y la hipótesis puramente mundana, sin Dios (que se construye también con sus argumentaciones objetivas propias).

Este universo ambivalente, borroso, enigmático, es la nueva imagen metafísica de la ciencia (frente al teocentrismo del paradigma antiguo). Una circunstancia de gran interés, para entender las consecuencias de la imagen del universo en la ciencia sobre la religión, debe destacarse. La ciencia de los últimos siglos fue reduccionista (reducía la explicación de la vida y del psiquismo a una materia mecánica y determinista, es decir, de acuerdo con una imagen mecanoclásica del mundo físico).

Pero la evolución de la ciencia en los últimos cuarenta años ha pasado del reduccionismo al holismo fundado en una consideración integral de las consecuencias de la mecánica cuántica. Por ello, esta nueva ciencia holística (que explicamos ampliamente en el capítulo IV) ha abierto nuevas vías monistas en la explicación no-reduccionista del psiquismo animal y humano. No queremos decir que esta nueva vía holística de la física y de las ciencias humanas se haya impuesto definitivamente: todavía hay reduccionistas y se mantienen opiniones diversas sobre la filosofía y metafísica de la ciencia.

Pero sí queremos decir que la nueva física constituye una vía heurística consistente, abierta a su progreso en los próximos años: es indicativo de su importancia que, en el fondo, sólo esta vía heurística podría llegar a estar en condiciones científico-filosóficas de explicar satisfactoriamente la emergencia evolutiva evidente de las propiedades del psiquismo animal y humano. Por consiguiente, esta circunstancia –la nueva física holística– sería la ocasión histórica para que el mundo religioso supere el enfrentamiento con una ciencia reduccionista y se abra al diálogo con la ciencia que permite llegar al paradigma de la modernidad.

El paradigma de la modernidad (capítulo V).

El supuesto de la fe cristiana es que el Dios que se manifiesta en Cristo, o sea, la Voz del Dios de la Revelación, debe estar en congruencia con la naturaleza del universo, de la vida y del hombre, o sea, con la naturaleza que manifiesta la Voz del Dios de la Creación. Por tanto, si la modernidad representa una profundización en el conocimiento de la naturaleza del mundo real y de la situación del hombre en la historia, entonces la modernidad (más allá del paradigma del mundo antiguo) debería permitir una comprensión nueva más profunda del kerigma cristiano.

¿Es esto así? Si lo es, debe argumentarse: describiendo la naturaleza del kerigma cristiano (capítulo II), describiendo la situación real del hombre en la modernidad (capítulo IV) y mostrando argumentadamente cómo se produce una iluminación bidireccional entre kerigma y modernidad (capítulo V). Según lo dicho, por tanto, ¿cuál es la situación del hombre en la cultura de la modernidad? Está abierto a la conciencia de un universo enigmático que pudiera ser Dios, pero también un puro mundo; esta experiencia ambivalente se ve confirmada por la experiencia fáctica de una sociedad de creyentes y no creyentes.

En último término, la experiencia metafísica del hombre le instala existencialmente ante dos preguntas decisivas ante el enigma del universo y del sentido de su propia vida: ¿es real y existente un Dios oculto y en silencio, creador de este universo donde no se impone su presencia y la pura mundanidad sin Dios es posible? Ese Dios oculto y en silencio, ¿alberga una intención de relación con la especie humana y de liberación de la historia?

La pregunta ante el posible Dios oculto y liberador es la gran inquietud existencial del hombre. Este hombre se ve a sí mismo en un universo borroso y enigmático donde no existe una patencia de la Verdad; en un universo no teocéntrico en que Dios no se impone; en un universo que puede ser entendido sin Dios y donde los hombres pueden asumir libremente una existencia puramente mundana. Es el hombre que, desde esta experiencia de sí mismo en el mundo real, se encuentra con el kerigma cristiano y considera entonces la forma en que éste describe el eterno designio divino y el sentido de su obra creadora.

En la doctrina de Jesús, como antes decíamos, se revela el eterno designio divino que crea un mundo para la libertad donde el pecado, la negación de Dios es posible. Pero un mundo indigente y dramático donde los hombres, aunque pueden ser mundanos y cerrados a Dios, llegan a entender que sólo la posible realidad de un Dios oculto y en silencio podría ofrecer a la humanidad la liberación final de la historia.

Por ello, los hombres abiertos a la esperanza en Dios y a la oferta de una comunión metahistórica con la Divinidad son quienes aceptan al Dios oculto en la creación (que se nos revela en el misterio de la kénosis en la encarnación y en la cruz) y al Dios liberador (cuya acción liberadora de la historia se anticipa en la resurrección de Cristo). El plan de Dios revelado en Jesús es el de una creación que tiene a Cristo por Cabeza. Una creación que tiene sentido en el logos cristológico: el Dios que acepta la kénosis ante el enigma del universo y el drama de la historia, pero que finalmente se manifestará metahistóricamente glorioso por la liberación de la humanidad.

El plan establecido por Dios, y revelado en Jesús, es la creación de un universo enigmático y dramático como escenario portentoso en el que quienes aceptan a Dios –creyendo en su Amor y su voluntad liberadora por encima del enigma y del drama de su lejanía y de su silencio en la historia–, o sea, los santos, pueden enriquecer sus vidas construyendo en libertad su entrega a la comunión con Dios.

Pero el plan de Dios contempla de la misma manera una creación enigmática y dramática en que los hombres podrán cerrarse a un Dios que les llama por una apelación inequívoca en el fondo de su espíritu (el pecado). La teología cristiana sostiene que no sabemos con seguridad de alguien que haya muerto en cerrazón total a Dios. Pero el kerigma cristiano deja abierto sin dudas, junto al Misterio de Santidad, el escenario del Misterio de Iniquidad que se presenta como una realidad incuestionable en la historia humana. El mundo que vemos no es un mundo que se salga del plan de Dios, sino que, al contrario, es un mundo que responde integralmente a su designio creador.


El eterno designio divino hace posible El Misterio de Santidad y el Misterio de Iniquidad

El paradigma de la modernidad nos hace entender que la cultura de la modernidad, y lo que en ella se manifiesta, no es un mundo que se haya salido del control de Dios. Lo que sucede y constatamos no es algo que deba asombrar a los creyentes, como si la sociedad y la historia estuvieran contraviniendo el orden natural establecido por Dios. Lo que sucede en la modernidad es lo que Dios ha previsto en el proyecto creador revelado en la doctrina de Jesús. Es una realidad en que el enigma del universo y el drama de la existencia hacen posible que se construya una hipótesis explicativa sin Dios, puramente mundana, y que muchos orienten el sentido de su vida sin referencias a Dios. El mundo sin Dios asume una posibilidad natural viable, admitida por Dios en su proyecto creador. El enigma del universo permite también entenderlo por la hipótesis racional argumentable del teísmo. Pero Dios ha hecho un mundo naturalmente enigmático donde es posible negar a Dios. Negación que tiene tanta más fuerza cuanta es la dramática experiencia, personal y social, del sufrimiento en la historia. Por ello, la responsabilidad de negar a Dios que responde al concepto teológico de “pecado” no consiste en una posición filosófica natural puramente mundana (que es naturalmente asumible), sino en rechazar la presencia interna de Dios como Espíritu en el “espíritu” humano, apelando a todo hombre para que acepte la oferta de comunión con Dios. El hombre es “pecador porque rechaza esta llamada personal, interior y mistérica (mística), de Dios a todo hombre en su individualidad. El universo responde al proyecto creador de Dios en que la libertad hace posible el Misterio de Santidad, pero también el Misterio de Iniquidad. El mundo real, la modernidad, es un mundo donde sucede lo que Dios ha previsto en su proyecto creador.

El cristianismo como religión universal

Los hombres que aceptan a Dios y son religiosos lo hacen siempre venciendo la desmoralización que supone el enigma de un universo en que Dios está oculto y no se impone; pero venciendo también la desmoralización de un Dios que permite el sufrimiento dramático de la historia. Por ello, todo hombre que se abre a la esperanza de un Poder Divino, un Dios que salva y libera al hombre y a la historia, lo hace creyendo en el Amor de Dios por encima o a pesar de su lejanía y de su silencio. Todo hombre religioso, en cualquier religión, cree en un Dios oculto y liberador, venciendo la angustia por su lejanía y por su silencio en el enigma y del drama de la existencia. La esencia del mensaje revelado en Jesús consiste precisamente en la confirmación de que el Dios real es efectivamente el Dios cuyo proyecto creador pasa por el ocultamiento de la cruz y la liberación metahistórica de la resurrección. Todo hombre religioso, por ello, al creer en el Dios oculto/liberador está admitiendo el Misterio de Cristo y, en este sentido, es implícitamente cristiano. Esto es lo que, como explicamos en Hacia un Nuevo Mundo (especialmente en el capítulo VI) nos permite hablar de “religión universal”, “cristianismo universal” e “iglesia universal”.


El Nuevo Concilio (capítulo VIII).

No abordamos en este input el contenido del capítulo VI, sobre las religiones, y del capítulo VII, sobre la filosofía de la historia, ya que no queremos alargar este input y, por otra parte, los capítulos VI y VII serán tratados en el desarrollo posterior de este blog.

El argumento básico para justificar nuestra apelación a la convocatoria del Nuevo Concilio queda trazado a través de los diferentes capítulos que constituyen la estructura de Hacia el Nuevo Concilio. El argumento básico es este: se ha llegado a un punto en que la alternativa a la hermenéutica antigua greco-romana se está configurando en el paradigma de la modernidad; este paradigma permite una hermenéutica más profunda del kerigma cristiano en nuestro tiempo, entendiendo cómo la Voz del Dios de la Revelación se armoniza con la Voz del Dios de la Creación que se manifiesta en la modernidad; de ahí que la iglesia deba asumir su responsabilidad proclamadora del kerigma cristiano en la historia afrontando su reformulación hermenéutica en el mundo moderno por medio de la escenografía mediática más importante de que dispone la iglesia, a saber, el concilio.

Tras veinte siglos en la hermenéutica del paradigma antiguo, ha llegado el momento en que la iglesia debe afrontar su responsabilidad en la proclamación del kerigma. Hasta hace muy poco, digamos sesenta años, la iglesia católica estaba todavía de lleno en el paradigma antiguo. En la actualidad está todavía presente en amplios sectores de la iglesia. Aunque gran parte de la teología pasó a ser una teología kerigmática (pura proclamación del kerigma, sin hermenéutica filosófica), tal como antes explicábamos, el hecho es que la iglesia está en una situación de indefinición: no se sabe bien hasta qué punto estamos o no estamos en el paradigma antiguo, hasta qué punto la teología kerigmática es la teología oficial, hasta qué punto lo que he llamado en HNC ciertas adaptaciones ad hoc (como la evolución, la idea del dualismo, el laicismo, etc.) suponen una revisión global del paradigma antiguo.

La iglesia se halla en un estado general de desconcierto e indefinición, en un momento de la historia en que atravesamos una grave crisis del cristianismo y por ello es una indefinición más paralizante. El objetivo del nuevo concilio sería emprender la tarea sistemática de reorientar la proclamación del kerigma desde nuestra experiencia del mundo en la cultura de la modernidad.

La nueva hermenéutica iría desde la instalación en la nueva ontología de la ciencia, saliendo del hoy difuso mundo de la ontología greco-romana, hasta la proclamación del Misterio de Cristo como luz que ilumina el sentido de una creación para la libertad. La fuerza de esta proclamación del kerigma iluminada por el renovado entendimiento de la Voz del Dios de la Creación, manifiesta en la cultura de la modernidad, daría al testimonio de la iglesia una extraordinaria capacidad para iluminar el sentido de la creencia en Dios y la responsabilidad de la libertad humana al tomar una posición ante Dios.

Un tiempo excepcional para el cristianismo y para las religiones.

Si, en efecto, el cristianismo estuviera hoy cercano al cambio de paradigma que permitiera entender con mayor profundidad el sentido de la religiosidad humana, este hecho nos haría entrar en un tiempo excepcional por el enriquecimiento humano que supondría, al que antes hacíamos alusión. Los creyentes, que han atravesado en los últimos siglos una grave tribulación, una molesta crisis de identidad en la cultura moderna, podrían llegar a estar en condiciones de entender el sentido de la fe cristiana en coherencia con la cultura de la modernidad en que inevitablemente deben vivir.

Las diferentes confesiones cristianas y las religiones podrían hallar un campo de convergencia nuevo y enriquecedor, llegando al “mutuo reconocimiento” a través de los conceptos de “religión universal”, “cristianismo universal”, “religión universal”.

Esta convergencia interconfesional cristiana e interreligiosa haría también posible el mutuo entendimiento para afrontar juntas, todas las religiones, su contribución con el proceso civil de la historia hacia una lucha renovada contra el sufrimiento humano a través de la organización de la sociedad civil. De esta manera, si el cristianismo fuera capaz de entrar como religión en el tiempo histórico excepcional que significaría la convocatoria del nuevo concilio, entonces se estarían sentando los fundamentos que pondrían a las religiones en condiciones de contribuir decisivamente al otro tiempo histórico excepcional de la historia civil en la lucha contra el sufrimiento.

Por otra parte, la profundización en el sentido de la religiosidad, desde dentro del logos racional de la modernidad, una vez proclamado y conocido, permitiría a muchos hombres en la duda del agnosticismo y en el vacío del ateísmo emprender una nueva ponderación del sentido de la vida que pudiera abrirles al enriquecimiento que para sus vidas supondría poder abrirse libremente a la esperanza religiosa.


El mensaje del concilio a la humanidad

Lo que el concilio debería proclamar ante la humanidad, ante las sociedades humanas y ante las otras religiones, sería la esencia del mensaje de Jesús: la llamada a no desesperar ante la angustia del enigma del universo y del drama sufriente de la existencia humana, personal y colectiva, abriéndose a la esperanza en el Poder Divino que liberará la historia, más allá de la lejanía y el silencio de Dios. Sería, en definitiva, la llamada a creer en el Amor del Dios oculto y liberador que diseña la creación para la libertad, a pesar de su silencio y del drama de la existencia. En esta creencia todos los creyentes se sentirían unidos en la “religión universal”, los cristianos serían conscientes de su fe como “cristianismo universal” y la iglesia se sentiría “iglesia universal” que transmite desde la tradición apostólica el mensaje de Jesús que desvela el misterio de un universo para la libertad que cobra su sentido en el Misterio de Cristo.

| Javier Monserrat
| Jueves, 6 de Enero 2011
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