Blog de Tendencias21 sobre el paradigma de la modernidad en el cristianismo
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El Nuevo Concilio
No parece objetable desde el punto de vista histórico afirmar que la iglesia del paradigma greco-romano se mantuvo durante siglos en los principios del teocentrismo (en la dimensión filosófico-teológica) y del teocratismo (en la dimensión socio-política). En la iglesia oficial estos principios, aunque han estado presentes con toda claridad hasta hace muy poco y en la actualidad, sin embargo, por las adaptaciones ad hoc (ver post V de esta serie) se han hecho ciertas matizaciones que no parecen afectar al conjunto del paradigma que, en forma difusa y estratégica, sigue estando presente. Incluso en los grandes autores y escuelas de la teología católica actual (escolástica, tomismo transcendental o el mismo Teilhard de Chardin), como he mostrado en Hacia el Nuevo Concilio, se han movido en un horizonte teocéntrico. Pero esto no quiere decir que autores individuales no se hayan distanciado, desde diversos marcos, de lo teocéntrico o de lo teocrático. Pero, en conjunto, el amparo difuso y poco preciso que la iglesia sigue dando al antiguo paradigma hace que continuamente constatemos formas remanentes que brotan de un fondo de teocentrismo y de teocratismo todavía no superado. No obstante, frente al paradigma antiguo, la modernidad ha propiciado el conocimiento de una nueva ontología de la realidad, que no podemos rechazar y que nos lleva a entender que el hombre en el mundo no se mueve en patencias teocéntricas sino en una desconcertante incertidumbre metafísica. Por ello, la modernidad sitúa al hombre actual en una situación existencial, muy distinta de la antigua, en que podrá entender de una forma nueva y más profunda la coherencia entre la Voz del Dios de la Creación (que crea un mundo de incertidumbre) con la Voz del Dios de la Revelación (que revela la existencia de un Dios kenótico que explica en el logos cristológico la naturaleza de la vida humana).
Sin embargo, como hemos dicho ya muchas veces, la modernidad, poco a poco desde el siglo XVI en el renacimiento, fue produciendo una nueva imagen de la realidad, sabiendo que constituía una emancipación civil frente al antiguo orden mantenido por la iglesia. Esta imagen acabó haciendo inviables los dos ejes del paradigma antiguo, a saber, el teocentrismo y el teocratismo (ver artículo V de esta serie). ¿Cómo? ¿Por qué? Vamos a exponerlo sintéticamente a continuación. Es verdad que a la configuración de esa nueva imagen moderna de la realidad contribuyeron muchos cristianos. Propiamente podemos decir incluso que fue obra de cristianos (vg. John Locke o los padres de la independencia americana). Pero la iglesia católica como tal se mantuvo al margen de ese proceso, vio con inquietud cómo se ponían en cuestión los principios del teocentrismo y del teocratismo antiguos, entrando por ello en la profunda disonancia fe cristiana / mundo moderno que produjo durante siglos la grave crisis de la religión que hoy en día la iglesia constata con perplejidad y que la lleva a desear nuevas formas de exposición de la fe que puedan fundar el proceso de Nueva Evangelización.
Para evangelizar, en último término, si la iglesia no quiere estar en el segundo binario ignaciano, deberá tener la valentía de afrontar el conocimiento y aceptación de la nueva imagen de la realidad en la modernidad para emprender la tarea inevitable de profundizar desde ella en el conocimiento del kerigma, de tal manera que sea inteligible la armonía entre la Voz del Dios de la Revelación, el kerigma, y la Voz del Dios de la Creación, que es hoy patente para todos en la imagen de la realidad en la modernidad y en la experiencia existencial en la cultura de la modernidad. Sólo si se salva la disonancia podrán superarse las causas que la han producido en los últimos siglos y, en principio, podrá ensayarse la Nueva Evangelización que se pretende.
¿Cuál es, por tanto, la nueva imagen de la realidad en la modernidad y a qué tipo de nueva hermenéutica del kerigma cristiano nos lleva por su propia lógica? Lo exponemos en una serie de puntos ordenados que intercalarán alusiones a ambas cuestiones: la imagen moderna de la realidad y la nueva actitud hermenéutica cristiana que de ella nace.
Para evangelizar, en último término, si la iglesia no quiere estar en el segundo binario ignaciano, deberá tener la valentía de afrontar el conocimiento y aceptación de la nueva imagen de la realidad en la modernidad para emprender la tarea inevitable de profundizar desde ella en el conocimiento del kerigma, de tal manera que sea inteligible la armonía entre la Voz del Dios de la Revelación, el kerigma, y la Voz del Dios de la Creación, que es hoy patente para todos en la imagen de la realidad en la modernidad y en la experiencia existencial en la cultura de la modernidad. Sólo si se salva la disonancia podrán superarse las causas que la han producido en los últimos siglos y, en principio, podrá ensayarse la Nueva Evangelización que se pretende.
¿Cuál es, por tanto, la nueva imagen de la realidad en la modernidad y a qué tipo de nueva hermenéutica del kerigma cristiano nos lleva por su propia lógica? Lo exponemos en una serie de puntos ordenados que intercalarán alusiones a ambas cuestiones: la imagen moderna de la realidad y la nueva actitud hermenéutica cristiana que de ella nace.
1) La nueva ontología de la ciencia. Este es un punto capital. No imaginamos nada, puesto que la ciencia es por sí misma una evidencia histórica. Ha nacido poco a poco en los últimos siglos y es el punto de referencia esencial tanto de la filosofía como de la cultura de la modernidad. La ciencia es la forma de conocer más prestigiosa en el mundo moderno. Pero el hecho que aquí interesa es que, en conjunto, la nueva ontología de la ciencia (su forma de conocer cómo es la naturaleza de la realidad, de la materia, del universo, de la vida, del hombre y de la historia) representa una imagen nueva, que desborda la imagen de lo real en el mundo antiguo (y la imagen de lo real que tuvo la antigua hermenéutica en el cristianismo). Es posible que la imagen antigua contenga intuiciones o ideas que sean asumibles, o reinterpretables, pero en conjunto la nueva imagen moderna del mundo es algo nuevo que se construye desde la raíz por un proceso racional irreductible a lo antiguo. La ciencia nos describe un universo monista, en que determinación e indeterminación cumplen un papel balanceado, en que materia, cosmos y vida surgen de una misma realidad constituyente, un universo evolutivo, dinámico, que se hace a sí mismo, que es capaz por su ontología de producir la sensibilidad-conciencia de los seres vivos, que genera por evolución el nacimiento de la razón en la especie humana, especie que, una vez emergida, por la razón-emocional (enfocada a la emoción de vivir) se hace en parte controladora consciente de los procesos evolutivos que siguen teniendo lugar en un universo ontológicamente abierto y, hasta un cierto punto, en manos del hombre. Todo esto, en detalle, lo he expuesto en mi obra Hacia el Nuevo Concilio, en el capítulo cuarto.
2) Aceptación de la imagen de la realidad en la ciencia. Decíamos antes que el proceso de búsqueda de una exposición de la fe cristiana en nuestra época supone, en primer lugar, hacerse una idea correcta del contenido de la nueva imagen de la realidad en la ciencia (que es el elemento determinante de la cultura de la modernidad). Pero, después de conocer, la iglesia debe aceptar sin reservas la imagen de la realidad en la modernidad. Gran parte de la disonancia iglesia/modernidad ha sido causada por la persuasión extendida de que la fe es incompatible con la ciencia: que la razón moderna lleva a unas conclusiones que son contradictorias con la fe e inaceptables por ella; que tener fe cristiana supone situarse en una visión del mundo ajena a la modernidad e incompatible con ella (es decir, que debe seguir instalada en la imagen de lo real en un paradigma antiguo hoy inaceptable). Estas ideas, propias de minorías en siglos anteriores, están hoy extendidas popularmente. Por tanto, frente a esto es esencial que la iglesia acepte la imagen del mundo que la ciencia establece por una razón teológica evidente: que cabe aceptar que la ciencia representa un conocimiento honesto, preciso y más profundo de las cosas y que esta profundización no puede ser contradictoria con el kerigma sino que, al contrario, debe conducirnos a entenderlo con mayor profundidad. Buscar esta profundización no es trivial, es una obligación moral del creyente cristiano y de la iglesia. Una vez más repetimos: el mundo real creado por Dios no es como se entendía en el paradigma antiguo sino como describe con mayor precisión la ciencia moderna. Por tanto no se trata de entregarse en manos de la modernidad y renunciar a lo propio (como algunos entienden para desprestigiar el proceso de búsqueda), sino de que la iglesia busque racionalmente el más profundo entendimiento del kerigma cristiano dejándose llevar por el proceso racional de la historia misma, que no supone cambio kerigmático sino sólo hermenéutico.
Es verdad que durante siglos de modernidad la imagen que la ciencia ofrecía no era fácilmente compatible con la fe cristiana (ante todo por el mecanicismo determinista). Por ello hubo disonancia que se mantuvo durante tiempo y tiempo. Sin embargo, como he razonado en Hacia el Nuevo Concilio, una de las características del tiempo presente es que la imagen del mundo en la ciencia ha cambiado sustancialmente (se ha hecho más cuántica, indeterminista y holística) y hace posible vislumbrar esa armonía con la fe cristiana que antes era más difícil. Además, aceptar la ciencia significa aceptar su imagen global objetiva de la realidad; no significa aceptar en bloque opiniones, puntos discutidos, teorías opcionales o tecnologías, ya que hay puntos de vista que no tiene sentido que el cristianismo los acepte (la iglesia tampoco aceptó en bloque el paradigma greco-romano, sino sólo selectivamente). Pero, en todo caso, es de sentido común, e inevitable a medio plazo histórico, que la iglesia acepte sin reservas la imagen de la ciencia. No tiene sentido emprender el esfuerzo de asegurar que todo lo que hoy se dice son notas a pie de página de lo que ya dijeron Platón, Aristóteles o la escolástica. No tiene sentido hoy para la iglesia seguir consumiendo energías infinitas para mostrar que todo lo de ahora, la ciencia, es compatible con una ontología de hace veinte siglos, que es insuperable y que la iglesia depende esencialmente de ese paradigma antiguo para mantener su visión del mundo. Lo que la iglesia debe hacer –y a plazo histórico medio es inevitable que lo haga– es huir de los anacronismos y simplemente aceptar la imagen moderna de la realidad de la cultura contemporánea y disponerse a entender desde ella el profundo mensaje del kerigma cristiano.
Es verdad que durante siglos de modernidad la imagen que la ciencia ofrecía no era fácilmente compatible con la fe cristiana (ante todo por el mecanicismo determinista). Por ello hubo disonancia que se mantuvo durante tiempo y tiempo. Sin embargo, como he razonado en Hacia el Nuevo Concilio, una de las características del tiempo presente es que la imagen del mundo en la ciencia ha cambiado sustancialmente (se ha hecho más cuántica, indeterminista y holística) y hace posible vislumbrar esa armonía con la fe cristiana que antes era más difícil. Además, aceptar la ciencia significa aceptar su imagen global objetiva de la realidad; no significa aceptar en bloque opiniones, puntos discutidos, teorías opcionales o tecnologías, ya que hay puntos de vista que no tiene sentido que el cristianismo los acepte (la iglesia tampoco aceptó en bloque el paradigma greco-romano, sino sólo selectivamente). Pero, en todo caso, es de sentido común, e inevitable a medio plazo histórico, que la iglesia acepte sin reservas la imagen de la ciencia. No tiene sentido emprender el esfuerzo de asegurar que todo lo que hoy se dice son notas a pie de página de lo que ya dijeron Platón, Aristóteles o la escolástica. No tiene sentido hoy para la iglesia seguir consumiendo energías infinitas para mostrar que todo lo de ahora, la ciencia, es compatible con una ontología de hace veinte siglos, que es insuperable y que la iglesia depende esencialmente de ese paradigma antiguo para mantener su visión del mundo. Lo que la iglesia debe hacer –y a plazo histórico medio es inevitable que lo haga– es huir de los anacronismos y simplemente aceptar la imagen moderna de la realidad de la cultura contemporánea y disponerse a entender desde ella el profundo mensaje del kerigma cristiano.
3) Borrosidad del conocimiento en ciencia y en filosofía. Una consecuencia esencial de la imagen del hombre en la ciencia ha sido el desarrollo de lo que hoy constituye la epistemología moderna. Frente a la patencia racional de la verdad en el paradigma antiguo, la ciencia moderna, y la filosofía que de ella depende, han evolucionado desde los positivismos (que todavía confiaban en un conocimiento firme y cierto fundado en los puros hechos) hasta lo que hoy es la epistemología derivada del racionalismo crítico de Popper en sus diferentes vertientes. El conocimiento no es absoluto y no toca la verdad final, sino que es un conjunto de hipótesis sometido a crítica y revisión en la historia. Esta manera de pensar es hoy general en las ciencias y en la modernidad. Lo mismo pasa con la filosofía moderna. Pero esto no es relativismo. El hombre debe construir su visión firme de las cosas y comprometerse con ella, sin caer en la arbitrariedad del relativismo sin fondo, aunque sea siempre consciente de no ser dogmático y de la posible necesidad de revisar sus posiciones cognitivas.
En esto la iglesia debe afrontar un cambio profundo porque está hecha a una epistemología de siglos donde el hombre tenía una patencia racional de la verdad absoluta. Pero la iglesia difícilmente se instalará en el mundo moderno para pronunciar en él un discurso inteligible, si sigue situada en el dogmatismo epistemológico. Las posiciones todavía vivas del paradigma antiguo, así como recientes críticas de Benedicto XVI al relativismo, siguen induciendo a confundir “relativismo” con “criticismo epistemológico” y a pensar que, si no se quiere ser relativista, se debe ser dogmático. En otras palabras, se puede ser crítico, no dogmático, y, sin embargo, no ser relativista. La iglesia, si no acepta sin ambages el criticismo ilustrado moderno, difícilmente podrá presentar discursos consonantes con la modernidad. Por ello, la Nueva Evangelización deberá darse desde dentro de ese criticismo ilustrado que la iglesia, si acepta la imagen de la realidad en la ciencia y en la cultura moderna, debe aceptar también.
En esto la iglesia debe afrontar un cambio profundo porque está hecha a una epistemología de siglos donde el hombre tenía una patencia racional de la verdad absoluta. Pero la iglesia difícilmente se instalará en el mundo moderno para pronunciar en él un discurso inteligible, si sigue situada en el dogmatismo epistemológico. Las posiciones todavía vivas del paradigma antiguo, así como recientes críticas de Benedicto XVI al relativismo, siguen induciendo a confundir “relativismo” con “criticismo epistemológico” y a pensar que, si no se quiere ser relativista, se debe ser dogmático. En otras palabras, se puede ser crítico, no dogmático, y, sin embargo, no ser relativista. La iglesia, si no acepta sin ambages el criticismo ilustrado moderno, difícilmente podrá presentar discursos consonantes con la modernidad. Por ello, la Nueva Evangelización deberá darse desde dentro de ese criticismo ilustrado que la iglesia, si acepta la imagen de la realidad en la ciencia y en la cultura moderna, debe aceptar también.
4) Incertidumbre metafísica: Dios y la pura mundanidad sin Dios. Es, pues, la naturaleza incierta de la ciencia y del conocimiento humano lo que nos hace entender que la razón de la modernidad queda abierta a una incertidumbre metafísica última. El hombre moderno queda abierto al enigma del universo y esto quiere decir que no puede afirmar con certeza dogmática racional si el universo es en su fundamento último un Dios creador o, más bien, un puro mundo sin Dios. El enigma permite que estas dos hipótesis (o conjeturas metafísicas) puedan ser objetivamente argumentables. Dios es argumentable por la razón (y esto es suficiente para afirmar lo que se debe afirmar en la ortodoxia católica). Pero un puro mundo sin Dios también es argumentable. Este estado de incertidumbre metafísica moderno explica lo que socialmente constatamos de forma inequívoca: que hay teístas, que hay ateos y que también hay agnósticos (que no se deciden entre teísmo y ateísmo). Todo esto es hoy socialmente evidente.
El reconocimiento de esta incertidumbre metafísica o enigma del universo es esencial para que la Nueva Evangelización hable un lenguaje inteligible para la modernidad. En otras palabras: el antiguo teocentrismo (ver artículo V de esta serie) no puede seguir manteniéndose. La iglesia debe hacerse a la idea de que el universo que Dios ha creado (y así ha querido hacerlo intencionalmente) es un universo enigmático, borroso metafísicamente, que en su fundamento podría ser Dios pero podría ser también puro mundo. Este es un cambio de perspectiva esencial y de una importancia capital que marca el nuevo estilo de lenguaje que la iglesia debe mantener en la modernidad para poder emprender una nueva evangelización inteligible. El universo, tal como ha sido hecho por Dios, no impone racionalmente una patencia o evidencia, natural y racional, de Dios, sino que deja abierta más bien la incertidumbre que impulsa una deliberación existencial metafísica que debe conducir a una toma de posición personal libre ante el sentido de la vida. Dios es posible pero no se impone. No se impone precisamente porque ha dado al universo una estructura tal que permite la incertidumbre que hace posible que el hombre se encamine hacia la pura mundanidad sin Dios. El hombre que no quiere aceptar a Dios tiene una vía natural y racional, abierta por Dios mismo, para situarse al margen de lo religioso.
Pero, volviendo a lo que decíamos antes (artículo V), lo que la nueva imagen de la realidad en la modernidad nos lleva a rechazar es sólo lo que llamábamos un teocentrismo puramente natural, aquel que el hombre construye por su razón y sus emociones naturales (entendiéndolo dentro de la imagen del paradigma antiguo). Por tanto, el cristianismo puede, y debe, seguir manteniendo lo que llamábamos el teocentrismo sobrenatural derivado de la presencia del Espíritu de Dios como Gracia en el interior del espíritu de todo hombre. Sobrenatural, místicamente, en el fondo interior de su espíritu todo hombre está en el horizonte teocéntrico de la presencia de Dios. Esto forma parte del kerigma cristiano y la iglesia no puede renunciar a ello. Pero este teocentrismo sobrenatural pertenece a la fe cristiana, no puede ser argumentado naturalmente en función de las evidencias objetivas que la razón puede analizar. Por ello, el cristianismo, si quiere lograr un lenguaje inteligible por la modernidad, no puede argumentar un teocentrismo puramente natural, fundado en la razón, debiendo reconocer, en línea con lo anterior, la incertidumbre metafísica ante el enigma del universo. Esto no quita, sin embargo, que el mismo cristianismo, por su propia fe, no reconozca algo que es real, actúa en el hombre, pero no puede ser reconocido por las fuerzas de la pura razón del hombre, a saber, la presencia universal del Espíritu como Gracia. Sabemos que, para la teología católica, el hombre es pecador no porque rechace la racionalidad natural que pudiera llevarle a aceptar a Dios, sino porque rechaza esta apelación interior del Espíritu de Dios. Por ello, en teología, el mérito sobrenatural (santidad) y el demérito sobrenatural (pecado) se derivan de la actitud del hombre ante la llamada interior de la Gracia del Espíritu.
El reconocimiento de esta incertidumbre metafísica o enigma del universo es esencial para que la Nueva Evangelización hable un lenguaje inteligible para la modernidad. En otras palabras: el antiguo teocentrismo (ver artículo V de esta serie) no puede seguir manteniéndose. La iglesia debe hacerse a la idea de que el universo que Dios ha creado (y así ha querido hacerlo intencionalmente) es un universo enigmático, borroso metafísicamente, que en su fundamento podría ser Dios pero podría ser también puro mundo. Este es un cambio de perspectiva esencial y de una importancia capital que marca el nuevo estilo de lenguaje que la iglesia debe mantener en la modernidad para poder emprender una nueva evangelización inteligible. El universo, tal como ha sido hecho por Dios, no impone racionalmente una patencia o evidencia, natural y racional, de Dios, sino que deja abierta más bien la incertidumbre que impulsa una deliberación existencial metafísica que debe conducir a una toma de posición personal libre ante el sentido de la vida. Dios es posible pero no se impone. No se impone precisamente porque ha dado al universo una estructura tal que permite la incertidumbre que hace posible que el hombre se encamine hacia la pura mundanidad sin Dios. El hombre que no quiere aceptar a Dios tiene una vía natural y racional, abierta por Dios mismo, para situarse al margen de lo religioso.
Pero, volviendo a lo que decíamos antes (artículo V), lo que la nueva imagen de la realidad en la modernidad nos lleva a rechazar es sólo lo que llamábamos un teocentrismo puramente natural, aquel que el hombre construye por su razón y sus emociones naturales (entendiéndolo dentro de la imagen del paradigma antiguo). Por tanto, el cristianismo puede, y debe, seguir manteniendo lo que llamábamos el teocentrismo sobrenatural derivado de la presencia del Espíritu de Dios como Gracia en el interior del espíritu de todo hombre. Sobrenatural, místicamente, en el fondo interior de su espíritu todo hombre está en el horizonte teocéntrico de la presencia de Dios. Esto forma parte del kerigma cristiano y la iglesia no puede renunciar a ello. Pero este teocentrismo sobrenatural pertenece a la fe cristiana, no puede ser argumentado naturalmente en función de las evidencias objetivas que la razón puede analizar. Por ello, el cristianismo, si quiere lograr un lenguaje inteligible por la modernidad, no puede argumentar un teocentrismo puramente natural, fundado en la razón, debiendo reconocer, en línea con lo anterior, la incertidumbre metafísica ante el enigma del universo. Esto no quita, sin embargo, que el mismo cristianismo, por su propia fe, no reconozca algo que es real, actúa en el hombre, pero no puede ser reconocido por las fuerzas de la pura razón del hombre, a saber, la presencia universal del Espíritu como Gracia. Sabemos que, para la teología católica, el hombre es pecador no porque rechace la racionalidad natural que pudiera llevarle a aceptar a Dios, sino porque rechaza esta apelación interior del Espíritu de Dios. Por ello, en teología, el mérito sobrenatural (santidad) y el demérito sobrenatural (pecado) se derivan de la actitud del hombre ante la llamada interior de la Gracia del Espíritu.
5) Las preguntas metafísicas de la condición humana: la religión natural. Si las cosas son tal como acabamos de describir, de acuerdo con la imagen del hombre en la modernidad, todo hombre intuitivamente (no sólo aquellos que en la modernidad han descrito su condición humana reflexivamente) está viviendo su vida como una apertura a la incertidumbre y al enigma del universo. No es patente para nadie que Dios sea real. Pero, impulsados por esta presencia interior del Espíritu, el hecho es que muchos hombres, a lo largo de la historia, han creído en la existencia de un poder salvador divino transcendente, bien sea por el monoteísmo o por el fraccionamiento de la idea de Dios en un conjunto diversificado, o politeísta, de la realidad divina. El problematismo de acceder a la esperanza de la salvación divina se ha centrado siempre en dos dimensiones (derivadas de la condición metafísica objetiva del hombre en el mundo): el problema del enigma del universo (el enigma divino de un Dios que calla y permanece en silencio, no imponiendo inequívocamente su presencia y su ayuda el hombre) y el problema del drama de la existencia (la dificultad de armonizar la existencia del sufrimiento y del mal con un plan de salvación divino). El hombre religioso es el que, a pesar de estos problemas, acepta a Dios y da un voto de confianza a su plan de salvación (a pesar de su silencio ante el enigma del universo y ante el enigma del sufrimiento). El hombre no religioso es el que niega su confianza en Dios, ni acepta ni cree a Dios, por razón de estos dos grandes problemas metafísicos, el silencio de Dios en el enigma del universo y en el drama de la existencia.
Que todo hombre, por la esencia de su condición natural, esté abierto al enigma del universo y a esta incertidumbre metafísica es algo que se entiende de acuerdo con la imagen de la realidad en la modernidad. El teocentrismo impone al hombre la presencia inequívoca de Dios y no hay incertidumbre. Por ello, como estamos viendo, la imagen del hombre en la modernidad permite una imagen mucho más rica del problematismo y del sentido de la religiosidad humana que se manifiesta en las diversas religiones (judaísmo, hinduísmo, budismo, islamismo, ya que en todas ellas es el mismo hombre, inevitablemente inmerso en el enigma del universo y en el drama de la existencia, el que se abre a la esperanza de salvación divina a pesar del silencio de Dios en el enigma del universo y en el drama de la existencia).
Por esta condición humana puede decirse que la incertidumbre metafísica, que acompaña siempre a todo hombre en el mundo (tenga la religión que tenga, o una pura religiosidad interior), está siempre acompañada por dos grandes preguntas que, por las fuerzas naturales del hombre (por su razón y por sus vivencias emocionales) nunca pueden ser definitivamente respondidas. La primera pregunta es por el Dios oculto y en silencio: ¿cabe pensar que Dios es real y que permanece oculto y en silencio? La segunda pregunta hace referencia especial al drama de la historia: ¿cabe pensar que ese Dios oculto, en aparente indiferencia ante el sufrimiento, alberga un plan de salvación para la liberación del hombre y de la historia? En definitiva, esta profunda problemática existencial del hombre moderno, y del hombre de siempre, cabe en una pregunta breve: ¿es real y existente un Dios oculto y liberador?
Que todo hombre, por la esencia de su condición natural, esté abierto al enigma del universo y a esta incertidumbre metafísica es algo que se entiende de acuerdo con la imagen de la realidad en la modernidad. El teocentrismo impone al hombre la presencia inequívoca de Dios y no hay incertidumbre. Por ello, como estamos viendo, la imagen del hombre en la modernidad permite una imagen mucho más rica del problematismo y del sentido de la religiosidad humana que se manifiesta en las diversas religiones (judaísmo, hinduísmo, budismo, islamismo, ya que en todas ellas es el mismo hombre, inevitablemente inmerso en el enigma del universo y en el drama de la existencia, el que se abre a la esperanza de salvación divina a pesar del silencio de Dios en el enigma del universo y en el drama de la existencia).
Por esta condición humana puede decirse que la incertidumbre metafísica, que acompaña siempre a todo hombre en el mundo (tenga la religión que tenga, o una pura religiosidad interior), está siempre acompañada por dos grandes preguntas que, por las fuerzas naturales del hombre (por su razón y por sus vivencias emocionales) nunca pueden ser definitivamente respondidas. La primera pregunta es por el Dios oculto y en silencio: ¿cabe pensar que Dios es real y que permanece oculto y en silencio? La segunda pregunta hace referencia especial al drama de la historia: ¿cabe pensar que ese Dios oculto, en aparente indiferencia ante el sufrimiento, alberga un plan de salvación para la liberación del hombre y de la historia? En definitiva, esta profunda problemática existencial del hombre moderno, y del hombre de siempre, cabe en una pregunta breve: ¿es real y existente un Dios oculto y liberador?
6) Hermenéutica del kerigma desde la modernidad: el paradigma cristiano de la modernidad. La verdad es que, si admitimos la imagen de la realidad en la modernidad, la ontología monista de la ciencia moderna y el entendimiento de la apertura del hombre a la incertidumbre metafísica descrita, es decir, si nos salimos del teocentrismo habitual hasta ahora, nos situamos en una experiencia de la realidad mucho más apropiada para entender el mensaje divino en Jesús que la iglesia proclama como el kerigma cristiano. Pensemos que Jesús revela la existencia de un Dios Trinitario que concibe el eterno designio de la creación para ofrecer al hombre la participación en la vida divina. Pero la oferta de Dios no puede ser hecha sino a un hombre libre, al que no se impone su inserción mecánica en la vida divina. Por ello, el eterno designio divino contempla la creación de un universo, escenario de la libertad humana. Una libertad que no es retórica (esto no tendría sentido para Dios), sino real y de ahí que lleve a la consumación del pecado humano. Para respetar esta creación para la libertad que será pervertida por el pecado libre del hombre, Dios concibe también su escenario de la creación como un proceso autónomo donde el drama de la historia y el sufrimiento hacen acto de presencia. De este modo el escenario de la creación, un mundo de libertad en que la evolución autónoma se hace por el sufrimiento, establecen las condiciones que hacen posible acceder a Dios, que es la última posible liberación, tanto para la santidad como para el pecado.
Este escenario de la creación proclamado en el kerigma cristiano es por entero armónico con la experiencia de la realidad en la modernidad. Si el mundo que la modernidad describe (por la maduración del conocimiento en el avance de la cultura) es el mundo real creado por Dios, entonces entendemos perfectamente la armonía entre la Voz del Dios de la Creación y la Voz del Dios de la Revelación. Dios es el creador del universo y lo mantiene continuamente en el ser por su concurso; esto es lo que proclama el kerigma. Pero los hechos nos muestran que Dios ha creado un mundo autónomo, que evoluciona por sus propias leyes y procesos, consiguiendo la perfección creciente a través del drama de historia y del sufrimiento de los seres. La modernidad nos hace entender cómo ese mundo es enigmático y hace posible a la razón humana argumentar la existencia de un Dios fundamento, pero también argumentar que todo se funda en un puro mundo sin Dios. Aunque todo hombre está bajo la influencia interior de la Gracia del Espíritu, el mundo creado por Dios permite construir por la razón natural una hipótesis sin Dios para situarse al margen de Dios. En otras palabras, el mundo que describe la modernidad nos hace entender la filigrana del escenario creado por Dios para la libertad desde dentro del drama del sufrimiento. Un mundo en que Dios se ha ocultado en parte, pero que permite el acceso a Dios en la santidad (por la razón y por el Espíritu) y el rechazo de Dios en el pecado (por la razón y la sordera a la apelación interior del Espíritu).
Sin embargo, este proyecto creador llevaba a consecuencias que, en principio, debieron ser consideradas en el eterno designio trinitario de creación. Esto es lo que nos dice el kerigma cristiano en la fe de la iglesia. En efecto, de acuerdo con este plan de salvación, ¿tenía sentido que Dios creara y mantuviera en el ser una historia humana en que el pecado se apoderado de la creación? ¿Tenía sentido crear un mundo en que los hombres deberían atravesar la penosa tribulación del drama de la historia y del sufrimiento? El kerigma nos dice que la creación que vemos (o sea, la creación descrita por la modernidad) ha sido posible por un acto de voluntad divina que ha aceptado crear este nuestro mundo: ha aceptado la humillación de Dios, la kénosis de la Divinidad, en un mundo en que, por su silencio en la creación, el pecado se enseñorea de la creación y ha aceptado también crear un mundo de drama y sufrimiento en que los hombres deberán atravesar la penosa tribulación en que finalmente consiste la vida para todos. El kerigma nos dice que esta decisión trinitaria es la que asume el Verbo Divino, la Sabiduría Divina: por ella el mundo es creado, se acepta el pecado, se asume un mundo de sufrimiento, y la salvación es ofertada libremente a todos, incluso a los pecadores cuyo pecado es perdonado por la voluntad divina. Esta decisión trinitaria, asumida por el Verbo, que acepta la kénosis divina y hace posible nuestro mundo de libertad y de sufrimiento es lo que el kerigma cristiano conoce como Redención.
7) El logos cristológico de la creación. El kerigma cristiano revela un Dios trinitario que hasta tal punto ama a los hombres que alcanzarán su santidad a través del plan de salvación (o sea, la iglesia) establecido en su eterno designio creador (salvación por la confianza en el Dios oculto a pesar de su silencio y del drama de la vida) que decide comunicar personalmente a los hombres el sentido de la creación que nace del eterno designio trinitario. El Verbo Encarnado en la persona divina de Jesús manifiesta y realiza en un momento del tiempo (en la plenitud de los tiempos en que la eternidad de Dios se funde con el tiempo del mundo) lo que constituye el logos eterno de la creación. En el Misterio de Cristo la persona misma del Verbo acepta la Muerte y se lleva a la kénosis de la Gloria de su Divinidad ante el mundo, que se inicia en la Encarnación y se plenifica en la Cruz, y en la Resurrección anticipa la salvación escatológica de la humanidad en que Dios se mostrará en su Gloria liberadora. En el sorprendente y casi increíble Misterio de Cristo, que Jesús manifiesta y realiza, el eterno designio trinitario de la creación en Cristo se manifiesta: la voluntad redentora del Verbo Divino es la misma voluntad kenótica y liberadora de Cristo. El logos cristológico nos dice que la creación entera y la historia de salvación concebida por Dios tienen sólo sentido en Cristo, esto es, en la voluntad redentora eterna del Verbo que se hace tiempo del mundo en Jesús.
Este escenario de la creación proclamado en el kerigma cristiano es por entero armónico con la experiencia de la realidad en la modernidad. Si el mundo que la modernidad describe (por la maduración del conocimiento en el avance de la cultura) es el mundo real creado por Dios, entonces entendemos perfectamente la armonía entre la Voz del Dios de la Creación y la Voz del Dios de la Revelación. Dios es el creador del universo y lo mantiene continuamente en el ser por su concurso; esto es lo que proclama el kerigma. Pero los hechos nos muestran que Dios ha creado un mundo autónomo, que evoluciona por sus propias leyes y procesos, consiguiendo la perfección creciente a través del drama de historia y del sufrimiento de los seres. La modernidad nos hace entender cómo ese mundo es enigmático y hace posible a la razón humana argumentar la existencia de un Dios fundamento, pero también argumentar que todo se funda en un puro mundo sin Dios. Aunque todo hombre está bajo la influencia interior de la Gracia del Espíritu, el mundo creado por Dios permite construir por la razón natural una hipótesis sin Dios para situarse al margen de Dios. En otras palabras, el mundo que describe la modernidad nos hace entender la filigrana del escenario creado por Dios para la libertad desde dentro del drama del sufrimiento. Un mundo en que Dios se ha ocultado en parte, pero que permite el acceso a Dios en la santidad (por la razón y por el Espíritu) y el rechazo de Dios en el pecado (por la razón y la sordera a la apelación interior del Espíritu).
Sin embargo, este proyecto creador llevaba a consecuencias que, en principio, debieron ser consideradas en el eterno designio trinitario de creación. Esto es lo que nos dice el kerigma cristiano en la fe de la iglesia. En efecto, de acuerdo con este plan de salvación, ¿tenía sentido que Dios creara y mantuviera en el ser una historia humana en que el pecado se apoderado de la creación? ¿Tenía sentido crear un mundo en que los hombres deberían atravesar la penosa tribulación del drama de la historia y del sufrimiento? El kerigma nos dice que la creación que vemos (o sea, la creación descrita por la modernidad) ha sido posible por un acto de voluntad divina que ha aceptado crear este nuestro mundo: ha aceptado la humillación de Dios, la kénosis de la Divinidad, en un mundo en que, por su silencio en la creación, el pecado se enseñorea de la creación y ha aceptado también crear un mundo de drama y sufrimiento en que los hombres deberán atravesar la penosa tribulación en que finalmente consiste la vida para todos. El kerigma nos dice que esta decisión trinitaria es la que asume el Verbo Divino, la Sabiduría Divina: por ella el mundo es creado, se acepta el pecado, se asume un mundo de sufrimiento, y la salvación es ofertada libremente a todos, incluso a los pecadores cuyo pecado es perdonado por la voluntad divina. Esta decisión trinitaria, asumida por el Verbo, que acepta la kénosis divina y hace posible nuestro mundo de libertad y de sufrimiento es lo que el kerigma cristiano conoce como Redención.
7) El logos cristológico de la creación. El kerigma cristiano revela un Dios trinitario que hasta tal punto ama a los hombres que alcanzarán su santidad a través del plan de salvación (o sea, la iglesia) establecido en su eterno designio creador (salvación por la confianza en el Dios oculto a pesar de su silencio y del drama de la vida) que decide comunicar personalmente a los hombres el sentido de la creación que nace del eterno designio trinitario. El Verbo Encarnado en la persona divina de Jesús manifiesta y realiza en un momento del tiempo (en la plenitud de los tiempos en que la eternidad de Dios se funde con el tiempo del mundo) lo que constituye el logos eterno de la creación. En el Misterio de Cristo la persona misma del Verbo acepta la Muerte y se lleva a la kénosis de la Gloria de su Divinidad ante el mundo, que se inicia en la Encarnación y se plenifica en la Cruz, y en la Resurrección anticipa la salvación escatológica de la humanidad en que Dios se mostrará en su Gloria liberadora. En el sorprendente y casi increíble Misterio de Cristo, que Jesús manifiesta y realiza, el eterno designio trinitario de la creación en Cristo se manifiesta: la voluntad redentora del Verbo Divino es la misma voluntad kenótica y liberadora de Cristo. El logos cristológico nos dice que la creación entera y la historia de salvación concebida por Dios tienen sólo sentido en Cristo, esto es, en la voluntad redentora eterna del Verbo que se hace tiempo del mundo en Jesús.
El Misterio de Cristo, por tanto, y el kerigma cristiano no sólo no nos obligan a prescindir de la razón sino que son armónicos con el mundo que nuestra razón describe en la modernidad. Nos explican por qué el mundo que vemos es el mundo diseñado por Dios en el logos cristológico. El mundo en que Dios está en silencio, aunque podemos descubrir sus huellas por la razón, un mundo en que el pecado es posible, pero en el que todo pecado ha sido perdonado por Dios si el hombre se convierte, un mundo en que el sufrimiento forma parte del designio salvador del hombre, un mundo que es escenario de la libertad y de la dignidad humana en la historia. El Misterio de Cristo revela el sentido de la historia: revela que el Dios kenótico acepta la lejanía de su silencio y asume el sufrimiento de la historia con el que se solidariza en el sufrimiento de la cruz, mostrando por la resurrección el final liberador de la historia. La Muerte de Jesús en la cruz muestra que acepta la humillación de la kénosis de su Divinidad y muestra también que Dios sufre con el sufrimiento humano en la tribulación de la cruz. Pero todo ello, el enigma del universo y el drama de la historia, en el plan salvador de Dios, llevan a la Resurrección en que Dios se mostrará escatológicamente, más allá de la muerte, en la Gloria final de su Liberación de la historia.
8) Paradigma de la modernidad y la Nueva Evangelización. Entre kerigma cristiano y paradigma de la modernidad existe una profunda congruencia que he expuesto más ampliamente en mi libro Hacia el Nuevo Concilio, a él me refiero para profundizar en las intuiciones que aquí hemos presentado de una forma sumaria. El mundo moderno, la modernidad, como mundo creado por Dios, constituye el mundo a medida para hacer realidad el logos cristológico de la creación, tal como se concibió en el eterno designio divino. El mundo es como es porque ha sido creado en el logos cristológico: un mundo de libertad por el silencio divino en que el hombre, y toda la realidad, avanzan hacia la perfección a través del sufrimiento.
Es obvio que, dada la crisis de la religión en la modernidad, en un tiempo en que el sentido de la fe cristiana quedó velado por la disonancia entre modernidad/iglesia, el proyecto de una Nueva Evangelización debería estar en todo caso fundado en el nuevo paradigma cristiano de la modernidad. Es decir, aquella manera de explicar el kerigma cristiano iluminado por la real experiencia existencial del hombre dentro de nuestra cultura. Frente a la disonancia del pasado, la nueva evangelización debería fundarse en la consonancia moderna.
La única nueva evangelización exigida por la historia y la única que podrá constituir una novedad que pueda acercar al hombre de nuestro tiempo a sentirse afectado por la poderosa fuerza atrayente de la fe cristiana, tal como es transmitida por la iglesia, deberá ser una evangelización fundada en el logos de nuestro tiempo, es decir, en el paradigma de la modernidad. ¿Cómo llegar a poner a la iglesia en condiciones de emprender la Nueva Evangelización que todos entendemos debe producirse? Si consideramos dónde está hoy de hecho la iglesia (lo hemos expuesto antes en esta serie de artículos) debemos admitir que el tránsito hacia el paradigma de la modernidad no será fácil. Pero es posible, y a plazo medio inevitable porque las grandes líneas de fuerza de la historia acaban siempre por imponerse. A este proceso me referiré en el próximo artículo de esta serie, argumentando que el Nuevo Concilio debería ser el gran instrumento doctrinal y mediático que vehiculara el gran proceso histórico en curso hacia la Nueva Evangelización.
8) Paradigma de la modernidad y la Nueva Evangelización. Entre kerigma cristiano y paradigma de la modernidad existe una profunda congruencia que he expuesto más ampliamente en mi libro Hacia el Nuevo Concilio, a él me refiero para profundizar en las intuiciones que aquí hemos presentado de una forma sumaria. El mundo moderno, la modernidad, como mundo creado por Dios, constituye el mundo a medida para hacer realidad el logos cristológico de la creación, tal como se concibió en el eterno designio divino. El mundo es como es porque ha sido creado en el logos cristológico: un mundo de libertad por el silencio divino en que el hombre, y toda la realidad, avanzan hacia la perfección a través del sufrimiento.
Es obvio que, dada la crisis de la religión en la modernidad, en un tiempo en que el sentido de la fe cristiana quedó velado por la disonancia entre modernidad/iglesia, el proyecto de una Nueva Evangelización debería estar en todo caso fundado en el nuevo paradigma cristiano de la modernidad. Es decir, aquella manera de explicar el kerigma cristiano iluminado por la real experiencia existencial del hombre dentro de nuestra cultura. Frente a la disonancia del pasado, la nueva evangelización debería fundarse en la consonancia moderna.
La única nueva evangelización exigida por la historia y la única que podrá constituir una novedad que pueda acercar al hombre de nuestro tiempo a sentirse afectado por la poderosa fuerza atrayente de la fe cristiana, tal como es transmitida por la iglesia, deberá ser una evangelización fundada en el logos de nuestro tiempo, es decir, en el paradigma de la modernidad. ¿Cómo llegar a poner a la iglesia en condiciones de emprender la Nueva Evangelización que todos entendemos debe producirse? Si consideramos dónde está hoy de hecho la iglesia (lo hemos expuesto antes en esta serie de artículos) debemos admitir que el tránsito hacia el paradigma de la modernidad no será fácil. Pero es posible, y a plazo medio inevitable porque las grandes líneas de fuerza de la historia acaban siempre por imponerse. A este proceso me referiré en el próximo artículo de esta serie, argumentando que el Nuevo Concilio debería ser el gran instrumento doctrinal y mediático que vehiculara el gran proceso histórico en curso hacia la Nueva Evangelización.
Javier Monserrat
Domingo, 8 de Julio 2012
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Javier Monserrat
Javier Monserrat es jesuita y profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Estudia psicología y filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctora con una tesis sobre Hegel. Estudia también teología en la Philosophische-Theologische Hochschule Sank Georgen, Frankfurt am Main. Entre otras estancias en universidades extranjeras, en 1992-1993 permanece un año como visiting researcher en la University of California, Berkeley, en el Institute of Cognitive Studies estudiando ciencia de la visión. Es miembro del Seminario X. Zubiri y Director de la revista PENSAMIENTO. Es también asesor de la Cátedra Ciencia, Tecnología y Religión, en la Escuela Técnica Superior de Ingeniería de la Universidad Comillas. Es también editor de los primeros cuatro volúmenes de la serie especial Ciencia, Filosofía y Religión (2007-2010) de la revista PENSAMIENTO y editor de Tendencias de las Religiones en Tendencias21. Su docencia e investigación en la UAM, y en las facultades eclesiásticas de la Universidad Pontificia Comillas, ha versado sobre percepción, ciencia de la visión, epistemología, filosofía y psicología de la cultura, filosofía política, filosofía de la religión y teología. En los dos blogs de TENDENCIAS21 se limita al comentario de tres de sus últimas obras: Dédalo. La revolución americana del siglo XXI, Biblioteca Nueva, Madrid 2002; Hacia un Nuevo Mundo. Filosofía Política del protagonismo histórico emergente de la sociedad civil, Publicaciones UPComillas, Madrid 2005; Hacia el Nuevo Concilio, El paradigma de la modernidad en la Era de la Ciencia, San Pablo, Madrid 2010. El blog titulado Hacia un Nuevo Mundo se centra en filosofía política de la sociedad civil; el blog titulado Hacia el Nuevo Concilio aborda los temas filosóficos y teológicos.
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