El Nuevo Concilio

LA NUEVA EVANGELIZACIÓN Y CONCILIO (V): EL ADIÓS A LA HERMENÉUTICA ANTIGUA O IMAGEN DE LO REAL EN EL PARADIGMA GRECO-ROMANO

Redactado por Javier Monserrat el Sábado, 7 de Julio 2012 a las 11:54

¿Qué actitud tomar ante la Nueva Evangelización? Hemos visto que la iglesia parece mantener estratégicamente el paradigma antiguo, aunque de forma difusa y tan oculta como se pueda, al mismo tiempo que procede a una pura proclamación kerigmática –incontaminada de hermenéuticas– de la fe de la iglesia. Es lo que parece deducirse de los documentos para el Sínodo de los Obispos. Sin embargo, muchas circunstancias históricas, filosóficas y teológicas inducen hoy a pensar que la iglesia debería afrontar la tarea de hallar la nueva hermenéutica para proponer el kerigma en la modernidad, a saber, el paradigma de la modernidad. La tesis que aquí defendemos es que en la actualidad comienzan a vislumbrarse con precisión los perfiles de esa gran alternativa hermenéutica moderna que la iglesia necesita desde hace siglos (post IV de esta serie). Ahora bien, ¿en qué consiste la nueva alternativa? Hasta ahora no la hemos expuesto, pero sólo si la entendemos con precisión seremos capaces de hallar la fuerza para hacerla eje de la Nueva Evangelización. En este post (V) y en el siguiente (VI) exponemos los rasgos de lo que, a nuestro entender, constituye la alternativa, o sea, el paradigma de la modernidad. Pero para que el entendimiento sea eficaz debemos ser capaces primero de precisar con exactitud qué era lo antiguo, qué es lo moderno y dónde se hallan concretamente las diferencias principales. Para ello, previamente, en este post (V), exponemos el teocentrismo y teocratismo que fueron propios del paradigma greco-romano, todavía presentes como fondo de la manera de sentir de la iglesia de nuestros días, matizadamente. Después, en el post VI, explicaremos cómo y por qué teocentrismo y teocratismo han sido puestos en cuestión por el paradigma de la modernidad.


La iglesia primitiva debía explicar la armonía profunda entre la fe cristiana y el mundo natural que se vivía en la cultura de su tiempo. Es comprensible que los teólogos, en alguna manera auspiciados por la iglesia, recurrieran a la razón filosófica y a las estructuras socio-políticas de su tiempo para presentar en armonía con ellas la significación y sentido del kerigma cristiano (su conexión con la realidad creada por el Dios de la revelación). Este intento hermenéutico dio origen al paradigma greco-romano, tanto en lo filosófico teológico como en lo socio-político. En Hacia el Nuevo Concilio he expuesto ampliamente cómo se formó este paradigma, cómo evolucionó y cómo está todavía presente en la iglesia actual, aunque desde mitad del siglo XX, de una forma velada, estratégica, compatible con las numerosas adaptaciones ad hoc que la iglesia ha debido aceptar bajo presión de la cultura de la modernidad. ¿Dónde está hoy realmente la iglesia? ¿Cuál es su actitud? Recordemos que antes reflexionábamos sobre ello (posts II y III). Pero la verdad es que no se podría decir con toda seguridad, dada la ausencia, oscilación y falta de claridad de sus tomas de posición. Por una parte, parece que el paradigma greco-romano todavía está en el fondo de todo (véanse las últimas instrucciones sobre la enseñanza en seminarios), pero por otro la iglesia procede de forma puramente kerigmática (véanse los Lineamenta y Instrumentum Laboris para el nuevo Sínodo de los obispos).

Quiero aquí destacar que el paradigma greco-romano, a lo largo de los siglos, ha mantenido una filosofía y teología fundada en una hermenéutica que dependía de la visión griega del universo y del hombre. Esta ontología griega influyó de diversas formas sobre la patrística y la escolástica (no eran lo mismo Platón, los neoplatonismos, Aristóteles, la Estoa o Plotino). Pero, en general, de una u otra forma, la filosofía griega condujo a dos posiciones características: por una parte, el teocentrismo y, por otra, el teocratismo. El teocentrismo era la síntesis de su visión filosófico-teológica; el teocratismo representaba la manera de entender el orden socio-político en relación con el cristianismo. El fundamento filosófico que permitía justificar el teocratismo estaba en el teocentrismo: por ello, el teocentrismo y el teocratismo constituían una visión de la realidad única y coherente. Esta imagen de la realidad en el paradigma antiguo constituía también una hermenéutica o interpretación del kerigma cristiano. ¿Podemos considerarla correcta? Fue, al menos, una aproximación que históricamente resultó útil. Pero la iglesia sabía que una cosa era el kerigma y otra distinta la hermenéutica. Como argumentaremos después, la imagen de la realidad en la modernidad nos llevará a una nueva hermenéutica del kerigma que nos hará caer en la cuenta perfectamente de las insuficiencias que de hecho tuvo la hermenéutica antigua.

¿Qué es entonces el teocentrismo?

Es una visión del hombre que nos dice que éste, situado en el mundo, se haya inevitable y necesariamente situado ante una realidad de Dios que se le impone absolutamente. El hombre vive en un horizonte teocéntrico porque Dios es el centro inevitable de su vida. Por ello, el hombre, cuando acepta a Dios, vive auténticamente de acuerdo con su verdad y pero cuando no lo hace vive en la inautenticidad, vive fuera de la verdad humana. Este teocentrismo tiene dos aspectos que en el paradigma antiguo se confundieron con frecuencia.

El primer aspecto –o primera forma causal del teocentrismo– es su dimensión puramente natural. Es un teocentrismo que se presenta como manifestación necesaria de la naturaleza humana. Que sea así se argumenta por la razón en la filosofía que aporta una idea del hombre y de su conocimiento (epistemología). Para la antropología clásica existe una patencia de la verdad que se manifiesta al ejercicio correcto de la razón. La Verdad es accesible al conocimiento. Ahora bien, el hecho fundamental es que la razón humana reconoce la patencia de la Verdad de Dios. Hay pruebas de la existencia de Dios a las que la escolástica atribuyó una censura de certeza absoluta o metafísica. La apologética científica del XIX-XX puesta al servicio del paradigma antiguo insistía en las pruebas de la existencia o patencia de Dios en la naturaleza. Dios es, pues, el origen creador del universo. Ha dado a la naturaleza un orden creado que la razón puede descubrir con certeza. Por ello, el orden natural es un orden divino que debe ser respetado por el hombre que reconoce en Dios la verdad absoluta. La ley natural es eo ipso la ley divina. Ahora bien, el universo creado por Dios y la interpretación de la ley divina dependen de la idea griega del universo. En el mundo cristiano-escolástico acabó imponiéndose la idea platónico-aristotélica de un universo creado, con un estado constructo ya hecho y cerrado. La forma de entender la ley natural dependió en gran parte de una hermenéutica griega. Por tanto, el teocentrismo está causado por la razón humana y es manifestación inevitable de la naturaleza humana.

El segundo aspecto –o segunda forma causal del teocentrismo– es su dimensión sobrenatural. La distinción entre natural y sobrenatural se ha planteado y ha sido siempre discutida desde la teología más antigua. Hubo quienes tendieron a borrar las fronteras entre natural y sobrenatural (Henri de Lubac). Pero hay algo que está muy claro para el kerigma cristiano: que el Espíritu de Dios hace presencia en el espíritu del hombre de una forma que se ha calificado de diversas maneras, pero principalmente como misteriosa, mística, e incluso sobrenatural. Lo más importante es que ese Don de la Presencia Divina en el interior del hombre (que para los creyentes es el fundamento existencial de la experiencia religiosa indefinible interior) ha sido entendido desde antiguo como Gracia, la Gracia del Espíritu. De ahí que tenga sentido para la teología cristiana pensar que el hombre, sin esa Gracia, no desaparecería como tal, sino que se mantendría en su naturaleza humana y seguiría orientando su vida bajo los dictámenes de la razón-emocional (la influencia bidireccional entre la razón y la emoción de vivir, no ajena al binomio teoría/praxis). Por ello tiene sentido en teología hablar de la dimensión natural creada por Dios y la acción sobrenatural, sobrevenida al hombre natural como la Gracia del Espíritu que da testimonio místico en nuestro interior de la verdad de Dios, que hace entrar al hombre en la dimensión sobrenatural.

Pues bien, el kerigma cristiano proclama que la Gracia del Espíritu apela a todos los hombres como llamada mística interior a una respuesta positiva a la aceptación de Dios. Es evidente, por tanto, que el kerigma cristiano supone la creencia en el teocentrismo que depende de esa apelación universal del Espíritu de Dios como Gracia. Todo hombre vive su vida en un último horizonte de experiencia de Dios, la experiencia mística del Espíritu. Quiere esto decir que el teocentrismo presente en las Escrituras y en la Tradición de la iglesia es ante todo este teocentrismo causado por la presencia sobrenatural del Espíritu.

¿Por tanto, de qué teocentrismo se habla en el paradigma antiguo?

Se habla evidentemente de los dos, del teocentrismo puramente natural causado por el ejercicio de la razón natural, de acuerdo con la naturaleza humana y del teocentrismo sobrenatural causado por la presencia interior del Espíritu como Gracia. Ambos teocentrismos, el de la naturaleza y el de la Gracia, se fusionaban entre sí presentando la imagen de un ser humano, todo él referido a la Transcendencia de Dios como centro y eje de su existencia. En el pensamiento clásico cristiano la evidencia de ambos teocentrismos fácilmente fue confundida e identificada como una única descripción armónica de la naturaleza humana, en que lo natural y lo sobrenatural se identifican. Como después veremos, lo que el paradigma de la modernidad cuestionará será sólo el teocentrismo puramente natural. El teocentrismo sobrenatural, proclamado en el kerigma cristiano, ni será ni podría ser puesto en cuestión en lógica cristiana. Más adelante lo explicaremos.

Pero bástenos comentar que este teocentrismo confuso, en que se mezclan los principios remanentes del teocentrismo natural del paradigma antiguo con las persuasiones kerigmáticas de que todo hombre está ante Dios y no hallará su plenitud sino en Dios, siguen presentes hasta la iglesia de nuestros días. El clásico rechazo de un humanismo sin Dios, la declaración del drama absurdo del humanismo ateo, la apelación a que el hombre sólo tiene sentido cuando acepta a Dios y sitúa su existencia bajo la ley divina, el lamento de una gran parte de la humanidad salida del único teocentrismo que puede dar sentido a la vida, siguen estando presentes en el lenguaje de la iglesia, como puede verse en el fallecido Juan Pablo II y en Benedicto XVI. Pero cuando se habla en esta perspectiva teocéntrica no siempre somos capaces de distinguir si se está hablando del teocentrismo natural o del teocentrismo sobrenatural. Ambas dimensiones parecen entremezclarse en fondo confuso que es el mismo que se ha mantenido en los últimos años de teología, e incluso siglos.

Entonces, ¿qué es el teocratismo como rasgo del paradigma antiguo?

El teocratismo socio-político se implantó en la historia del cristianismo por razones en parte coyunturales. Así fue por la conversión de Constantino y por el comienzo de la cristianización forzosa del imperio romano. Pero, al mismo tiempo, el teocentrismo filosófico-teológico, que iba configurándose poco a poco en el paradigma greco-romano, contribuyó también a que el cristianismo se hiciera fuerte en que la dimensión socio-política del paradigma antiguo tuviera su expresión en el teocratismo. El teocentrismo sirvió para tranquilizar la conciencia de una iglesia que se enrredaba históricamente con el teocratismo, más y más desde Constantino. En realidad, la filosofía política del teocratismo tenía su justificación en las consecuencias lógicas de la dimensión filosófico-teológica del teocentrismo. El hombre individual no podía entenderse sino por referencia fundamental a la Divinidad. En consecuencia, la sociedad no podía establecer el fundamento del orden social sino por referencia a Dios. Este era, en efecto, el origen del orden civil y de la autoridad. Por ello, el monarca o el emperador, en el régimen político antiguo, ejercían su autoridad en nombre de Dios. El teocratismo, a través de una confusa mezcolanza entre poder civil y poder religioso, tuvo su punto culminante en la edad media, cuando en la época de cristiandad el pontificado ejercía su supremacía moral, y casi política, sobre todos los estados cristianos. Santo Tomás y Francisco Suárez, autores básicos de la escolástica, pusieron también en Dios el origen de la sociedad civil. Cuando, llegado el renacimiento y el inicio de la emancipación del poder civil frente al religioso, la sociedad europea y americana comenzó a fundarse al margen de la religión, la iglesia hubiera transigido en que la sociedad política obrara con autonomía en las decisiones políticas, pero no podía entender que la sociedad civil quisiera fundarse constitucionalmente sin reconocer a Dios como principio natural de las sociedades humanas. Esto es lo que, en efecto, representa, en el siglo XIX, la rebelión de Pio IX con el Syllabus contra la modernidad y el liberalismo. Así fue prácticamente hasta el concilio Vaticano II con el documento sobre la Libertad Religiosa. En la actualidad, aunque la situación ya no es igual, todavía pueden detectarse actitudes eclesiásticas en que se manifiesta la persuasión de que, aunque se transija con el mundo laico de la modernidad, se mantiene la convicción de fondo (que rebrota de nuevo en el momento más inesperado) de que sólo las sociedades fundadas en Dios y en Cristo podrían llegar a ser el tipo de sociedad civil que exigen tanto la razón como la naturaleza humana.
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Pero el paradigma antiguo está hoy matizado por las adaptaciones ad hoc.

En efecto, lo dicho hasta aquí sobre teocentrismo y teocratismo en el paradigma antiguo debe matizarse mencionando algunas adaptaciones ad hoc, aparecidas sobre todo después del concilio. Nos referimos sólo a las principales.

En relación al teocentrismo, la iglesia ha caído en la cuenta de la extensión del ateísmo, del agnosticismo y del indiferentismo en la sociedad moderna. Por ello, consciente de que debía entenderse la viabilidad de hecho de estas opciones arreligiosas, evidentes en la sociedad, ha matizado su teocentrismo interpretando lo que quiso decir el concilio Vaticano I sobre el conocimiento natural de Dios. Este no sería algo automáticamente impuesto por la razón (algo así como un determinismo racional), sino que debería aceptarse a partir de un juego libre de la voluntad del individuo. De ahí el concepto de certeza moral libre con que muchos teólogos entienden hoy, con el asentimiento tácito de la iglesia, el teocentrismo fuerte presente en la tradición. No obstante, la antropología que en general sigue manteniéndose responde a un teocentrismo clásico, en que el hombre sólo puede tener sentido y cumplimiento como hombre si se situa en el horizonte existencial teocéntrico que acepta a Dios. No existe, pues, en el fondo, un humanismo sin Dios. Por tanto, en este teocentrismo concurren, no siempre con la precisión debida, la dimensión puramente natural y la dimensión sobrenatural del teocentrismo, antes aludidas.

En relación al teocratismo también la iglesia ha entendido, por vía pragmática, la necesidad de reconocer el laicismo de las sociedades modernas. Así lo ha hecho, en efecto, a través de discursos papales, especialmente de Benedicto XVI en los últimos tiempos. Sin embargo, reconocer la viabilidad del laicismo no quiere decir que se haya abandonado la persuasión de que la verdadera sociedad fundada en la naturaleza del hombre debería generarse en el reconocimiento de la realidad divina y de la ley natural que es la ley divina. Se trataría, por tanto, en la actualidad del mantenimiento de una forma débil de teocratismo, no comparable obviamente al teocratismo fuerte de la edad media. Pero se seguiría tratando, en el fondo, del mismo estilo de teocratismo. A pesar de su apertura, el concilio Vaticano II, en el fondo, aunque estableció la meta final de estudiar y exponer la fe cristiana en nuestra época, no pudo salirse de numerosos enfoques teocéntricos (como se ve al hablar del ateísmo) o teocráticos (presentes en el mismo documento sobre Libertad Religiosa).
| Javier Monserrat
| Sábado, 7 de Julio 2012
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