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Ontología del universo y hermenéutica cristiana (IV): la idea teológica del hombre

Redactado por Javier Monserrat el Jueves, 16 de Junio 2011 a las 11:22

Desde hace ya bastantes años muchos teólogos católicos advirtieron que la idea del hombre, de acuerdo con los resultados de la ciencia moderna, era la que hemos expuesto en estos artículos. Por otra parte se era también consciente de la tradición “dualista” presente en la teología cristiana y, sobre todo, en la idea popular del “alma”. Por ello, ya desde hace algún tiempo muchos teólogos ilustrados se han esforzado en hacer resaltar que la teología cristiana sobre el hombre no está identificada sin más con la antropología dualista. Para ello han distinguido lo que constituye una interpretación filosófica sacada del mundo greco-escolástico, el dualismo (yo diría la hermenéutica greco-romana), y los principios teológicos esenciales que constituían la idea cristiana del hombre (yo diría el kerigma cristiano entendido como la doctrina de Jesús de la que la iglesia se sabe depositaria). Así, es hoy ordinario entre teólogos destacados decir que la teología cristiana sobre el hombre no es dualista. Sin embargo, como decíamos en los artículos anteriores de esta serie, tengo la impresión a) de que esta opinión de los teólogos ilustrados no siempre ha llegado a otros teólogos menos ilustrados, digamos, y además el dualismo todavía sigue extendido y dominante entre los creyentes populares, y b) de que la iglesia, aunque conoce, aprecia y tolera, las aportaciones de los teólogos ilustrados, no se ha esforzado demasiado por difundir con fuerza algo así como los “principios de una nueva antropología” y deja que las cosas se mantengan más o menos como siempre han estado, sobre todo en niveles populares.

En mi opinión, creo que lo que en realidad pasa es que se sigue en la política de las “adaptaciones ad hoc” y de la tendencia al “incompromiso hermenéutico”, ya que se sabe que lo que en el fondo habría que hacer es proceder a una reconstrucción global de la hermenéutica del kerigma cristiano en el mundo moderno, y esto se ve como una aventura que crea una angustia invencible para algunos, hasta el momento, que lleva a no remover demasiado las cosas y dejarlas con “prudencia” como están. Esto produce una cierta sensación de desconcierto, ya que nadie sabe con una cierta seguridad lo que se debe hacer para identificarse con el “sentir de la iglesia”. Unos siguen pensando que sólo el dualismo es, en uno u otro sentido, lo auténticamente “cristiano”, juzgando además duramente a quienes no van por la misma línea. Otros se esfuerzan por purificar el kerigma de todas las adherencias filosóficas, distanciándose por descontado del dualismo. Hay también quienes, entre los que creo contarme, consideran que la proclamación del kerigma exige algo más que un mantenimiento aséptico en el puro kerigma y que la iglesia, como siempre hizo, debería dirigir la búsqueda de la hermenéutica que conecte el kerigma con el logos de nuestro tiempo. Esta nueva hermenéutica no debería ser puntual sino integral y llevaría, tal como he podido argumentar en Hacia el Nuevo Concilio, hacia el gran concilio de nuestros tiempos que orientara el sentido del cristianismo en el mundo moderno.


En todo caso creo de interés dejar hablar aquí al menos a uno de los teólogos que, en los últimos años, se han esforzado en formular la idea del hombre que constituye la antropología teológica esencial. Me refiero a la obra de Luis Ladaria en el año 1987, entonces profesor de la Universidad Gregoriana de Roma, titulada “Antropología Teológica”. Mucho mejor si se leyera la obra completa, porque aquí voy a reproducir sólo algunos de sus textos referidos a la idea teológica del hombre (no incluiré las notas que pueden verse en el original). La interpretación creo que se entenderá fácilmente porque los textos que citamos son muy amplios y los análisis de Ladaria pueden seguirse perfectamente y son muy claros.

No obstante quiero hacer alguna observación inicial. 1) Ladaria insiste en que el punto de vista teológico no implica una determinada filosofía, aunque sea verdad que a lo largo de la historia se haya hecho uso de las filosofías propias de cada tiempo. 2) El dualismo influyó sin duda en la teología católica, pero ésta no está identificada con él. 3) Igualmente Ladaria no defiende una determinada forma de antropología moderna, ni considera que fuera apta para sustituir las filosofías antiguas. Estas cuestiones no las aborda. 4) Ladaria insiste positivamente en lo que constituye la idea estrictamente teológica del hombre que la iglesia ha querido mantener a lo largo de los siglos, más allá de las influencias filosóficas que hayan podido dejar su huella (nosotros diríamos que Ladaria trata de expresar la esencia del kerigma que la iglesia ha querido transmitir, consciente de que debe proclamar la doctrina de Jesús de la que se siente depositaria y que, como tal, no está constituida por una filosofía). Por ello Ladaria señala perfectamente las tendencias esenciales que ha mostrado la teología católica, aun dentro de las diversas influencias hermenéuticas (filosóficas) a las que se ha visto sometida en las diversas épocas. 5) Ladaria afirma positivamente que la esencia de la doctrina cristiana es, primero, la idea unitaria del ser humano como creatura y el valor integral del hombre en todas sus dimensiones. 6) Segundo que la condición “espiritual” del hombre en sentido teológico, que le abre a la dimensión trascendente de lo divino, deriva de una llamada especial a todo hombre, que forma parte de nuestra condición creatural y que se manifiesta en la llamada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en el interior del espíritu del hombre. 7) Por ello la “condición espiritual” de que habla la teología católica, por fundarse en esta llamada de Dios, no depende de una determinada “ontología filosófica” que le sea propia y que permitiera distinguir entre una parte inferior y superior del hombre. 8) Esta llamada de Dios al hombre unitario situado en la historia real es también el fundamento para confiar en la salvación, la inmortalidad del alma espiritual, que hará perdurar la vida humana más allá de la muerte.

Por mi parte puedo añadir (pero esto es ya interpretación mía) que, a mi entender, la antropología teológica explicada por Ladaria, que representa lo que a toda costa se debe salvaguardar desde un punto de vista católico, es compatible con la idea del hombre que hoy nos ofrecen las ciencias y que se ha hecho un factor propio de la cultura de la modernidad. El hombre, en su condición corporal, neurológica, psíquica y racio-emotiva, es un producto de la evolución, capacitado para ser objeto de una apelación divina. Este hombre real unitario forma parte del mundo natural y, como tal, no tiene más futuro que la muerte. Sin embargo, la llamada de Dios que irrumpe en la historia natural del hombre por el testimonio del Padre, del Hijo y del Espíritu (tal como explicamos en el artículo III de esta serie y a lo largo de mi obra Hacia el Nuevo Concilio) revela la llamada eterna que permite la Gracia de la Creación en el logos cristológico. El hombre es así elevado a un orden sobrenatural por efecto de la Gracia divina, que nace de la Gracia eterna del Don trinitario en la Creación. Esta llamada divina es la que funda la creencia en la dimensión metafísica de lo divino y permite confiar en la “inmortalidad del alma” que el hombre ha construido a lo largo de su historia personal. Es una “confianza de inmortalidad” que no se funda en el conocimiento natural, científico-filosófico, de una entidad “inmortal por su propia ontología” (ya que nuestra naturaleza conocida es perecedera, mortal), sino que se funda en el reconocimiento de ese Dios real sorprendente que ha irrumpido en nuestra historia natural, que “llama” y en cuya omnipotencia salvadora confiamos, aunque no sepamos cómo puedan ser obradas la inmortalidad de nuestra alma y de la historia en su conjunto.

El hombre en el Antiguo y en el Nuevo Testamento

“Es antigua –nos dice Ladaria– la pregunta por el hombre y antigua también la constatación del misterio que en él se oculta. Lo que nosotros mismos somos, lo que en una mirada superficial es el dato más seguro con que contamos y nuestro único punto de apoyo para enfrentarnos con lo que nos rodea, se convierte, a poco que nos interroguemos, en la mayor incógnita” (p. 87).

La Biblia no presta atención a una filosofía sobre el hombre, ajena al pensamiento hebreo, sino que entiende al hombre desde la iluminación que nos permite conocer que se ha producido una acción de Dios sobre el hombre y sobre la historia. Cuando el A.T. habla del hombre entiende que “su ser está determinado por una especial referencia a Dios (soplo de vida recibido de él, imagen y semejanza), que ninguna otra criatura comparte. La noción del hombre en el Antiguo Testamento ha sido calificada como ‘relacional’” (p. 89).

Esta manera de entender al hombre por su especial relación con Dios –sin atender especialmente a su constitución humana, filosófica, como tal– es también, al igual que en el Antiguo Testamento, la característica esencial del Nuevo Testamento. Así, los autores neotestamentarios “… han proclamado el mensaje de Jesús, que, naturalmente, se dirige al hombre, pero sin preocuparse demasiado por el ser de este último. Y el propio Pablo se ha preocupada del hombre en su situación ante Dios y en sus relaciones con él, nunca independientemente de ello. Con esto nos damos cuenta de que la aproximación teológica al problema del hombre no puede prescindir nunca de esta perspectiva” (p. 93).

Después de analizar diversos usos y nociones antropológicas en el Nuevo Testamento, concluye Ladaria su revisión. “La antropología neotestamentaria, y la paulina muy en particular, contempla siempre el ser del hombre a la luz de Dios; no está interesada en un concepto de hombre “en sí”, tal vez por la persuasión tácita de que este hombre no existe. En las coordenadas concretas en que se mueven Pablo y los demás autores neotestamentarios el misterio del hombre no se ilumina más que desde la presencia de Dios en él, la única capaz de hacerle superar el pecado y hacerle vivir en plenitud. El concepto de hombre en Pablo está cristológicamente orientado (cf. 1 Cor 15,44ss), como tendremos ocasión de ver al tratar del hombre como imagen de Dios. Aunque en algunas expresiones se encuentra el eco y el reflejo del pensamiento helénico, la concepción neotestamentaria del hombre sigue fundamentalmente los pasos de la tradición bíblica. Con todo, estas dos nociones del hombre no pueden sin más contraponerse. Hay entre ellas afinidades y diferencias, y en todo caso no puede olvidarse que estas imágenes del hombre han sido con frecuencia muy cambiantes en los diversos ámbitos culturales. En todo caso es claro que el Nuevo Testamento tiene una visión nueva del hombre derivada de la novedad de Jesús; sólo en relación con él se piensa la plenitud del hombre en el más allá, y esta plenitud se piensa para todo el hombre, aunque en él puedan distinguirse aspectos diversos (idea de resurrección). Esta unidad sustancial del ser humano, a la vez que su dignidad y su trascendencia a este mundo, son los puntos fundamentales en la doctrina teológica sobre el hombre que se ha proclamado en la tradición de la iglesia” (p. 98).

El hombre en la tradición de la iglesia

Nos referimos ahora, siguiendo a Ladaria, a la patrística y a la escolástica. “Esta visión bíblica, nos dice, radicalmente cristocéntrica, del hombre se ha mantenido en los primeros escritores de la edad patrística. Naturalmente aceptan las ideas corrientes en su tiempo, y en concreto consideran al hombre como compuesto de alma y cuerpo. Pero, salvo excepciones, no son estas ideas filosóficas las determinantes de su definición del hombre” (p. 98). “Señala Orbe que en los escritores eclesiásticos del s. II ‘predomina… una tendencia abiertamente escrituraria. En lugar de aceptar nociones filosóficas, para sobre ellas construir la antropología histórica (teológica?), ocurre al revés’” (p. 102). En los autores eclesiásticos entra pronto la definición filosófica del hombre como ‘animal racional capaz de inteligencia y razón’ (Atenágoras). En Clemente de Alejandría aparece ya claramente la concepción platónica, aun sin menosprecio del cuerpo y sentando que lo divino en el hombre no es el alma sino la comunicación del don del Espíritu Santo. En Orígenes se intensifica el platonismo “hasta extremos inconciliables con la fe cristiana” (p. 103). Con San Agustín se reafirma la visión platónica del hombre, aunque, como indica Ladaria, manteniendo la dignidad del cuerpo, sin llegar nunca a un “dualismo radical”, como pudiera ser el del maniqueismo del siglo III, ni cayendo en el emanantismo propio de las visiones gnósticas, que ya había combatido San Ireneo.

Los primeros siglos de escolástica se mantuvieron en línea con la antropología platónica de San Agustín. Santo Tomás, tal como lo presenta Ladaria, supuso un avance, en relación al agustinismo, por cuanto hubo una formulación más clara de la unidad sustancial del ser humano, y por tanto una suavización del radicalismo dualista. “Los dos aspectos del ser del hombre no pueden ser disociados. El sujeto que es el hombre se experimenta a la vez como espiritual y como corporal. Existe una unidad originaria del hombre, su ser personal, que abarca ambos aspectos; de modo que el hombre no es un simple compuesto de dos elementos distintos, sino una unidad original irreductible. El medio de que Tomás se sirve para la explicación del ser humano en sus diversos aspectos es la concepción del alma como ‘forma del cuerpo’. Con esta definición se cierra todo camino a cualquier idea dualista del hombre que considere el alma como preexistente o unida al cuerpo de modo sólo accidental” (p. 105). “No hay por consiguiente cuerpo si no hay alma, y a la vez ésta ha de expresarse y actualizarse en el cuerpo; no hay “ser” del alma independiente del cuerpo, puesto que es por este individualizada. Por ello la materia no es una cárcel del alma, ni un estorbo para su actividad, ni siquiera un instrumento de ella. El hombre es una unidad y como tal conoce y obra. Esta unidad de cuerpo y alma, de los dos principios espiritual y material, hace que queda destacada la historicidad y la mundanidad del hombre” (p. 105-106).

“Con todo, no puede negarse que [en santo Tomás] hay algún corrimiento desde la noción bíblica del hombre que hemos examinado brevemente. Sto Tomás no introduce en su definición del hombre de modo explícito el elemento cristológico. Quiere hablar del hombre ‘natural’, con los problemas que esto plantea a la teología hodierna; ello se ve p. ej. cuando trata de la condición del alma separada del cuerpo después de la muerte; al quedar privada de su función de ‘informar’ el cuerpo que por su naturaleza le corresponde, su estado es contrario a su ‘naturaleza’ […] no siempre es fácil de armonizar lo que se dice sobre la perfección del alma en su unión con el cuerpo y por otro la mejor condición en que se halla en el estado de separación. Tales dificultades nos persuaden de que no es posible simplemente repetir en cada momento histórico fórmulas del pasado [...] Mejor o peor entendida, [esta concepción] ha sido considerada en cierto modo como ‘vinculante’. Tanto más cuanto que algunas de sus fórmulas, en particular la decisiva de ‘alma forma del cuerpo’, han sido recogidas en las declaraciones del magisterio” (p. 106-107).

Debo comentar por mi parte que concordamos con Ladaria en acentuar que santo Tomás, dado el contexto filosófico en que se movía (el aristotelismo), es una muestra evidente de su enorme esfuerzo por defender la unidad esencial del hombre (que el aristotelismo permitía explicar con más radicalidad que el puro platonismo, más inclinado a un dualismo fuerte, presente en la escolástica anterior y en san Agustín). Santo Tomás muestra una profunda intuición del kerigma que debía ser defendido para proclamar el “sentir teológico cristiano” (yo diría que para proclamar el kerigma), a saber, la unidad esencial del hombre.

Pero, aun siendo esto así, santo Tomás estaba atado por el marco hermenéutico aristotélico que constituye la infraestructura conceptual de su teología. Es verdad que el mismo Aristóteles defendió la unión substancial de materia y forma. Pero no es menos verdad que santo Tomás aceptó el hilemorfismo tal como históricamente fue de acuerdo con la evolución conceptual de los griegos, existiendo entre la materia y la forma una irreductibilidad ontológica que respondía a la irreductibilidad entre el no-ser y el ser (irreductibilidad que provenía de Parménides y de Heráclito). La escuela tomista posterior entendió a santo Tomás afirmando que, a pesar de la unión substancial (la unidad cuerpo-alma en santo Tomás que Ladaria correctamente destaca), existía también una “distinción real” ontológica entre materia y forma que era siempre, en último término, irreductible. Es un hecho histórico comprobable que esta fue la interpretación de santo Tomás que se impuso en el tomismo clásico.

Por otra parte, está muy bien afirmar la unidad substancial entre forma/materia en los seres que de hecho existen en el momento, pero esto plantea el problema filosófico inevitable de explicar cómo se juntan para constituir una entidad unitaria que antes no existía. Ya en tiempos de Aristóteles el problema de las formas “separadas”, o sea, el problema de la generación y corrupción de las formas, fue un problema sin solución (de la misma manera que para el platonismo la teoría de la “participación” tampoco tuvo solución satisfactoria y fue una de sus aporías permanentes). Santo Tomás heredó sin duda este problema filosófico que Aristóteles no había resuelto. Para intentar hacerlo, Tomás distinguió originalmente entre “formas corruptibles” (compuestas) y la “forma humana incorruptible” (simple), creada directamente por Dios (todo esto eran supuestos filosóficos). El mismo Suárez, aun dentro de todas sus diferencias con el sistema tomista (en mi opinión a mejor), siguió manteniendo en su tratado De Anima la creación directa del alma espiritual del hombre, entendida como entidad natural irreductible al cuerpo, o a la materia, aunque en acto formara una unión substancial con la materia. En el capítulo III de mi libro Hacia el Nuevo Concilio he explicado, con cierta amplitud, cómo se formaron las ideas filosóficas fundamentales del paradigma greco-romano.

Es verdad, pues, que santo Tomás fue un hito importante en defender la unidad del hombre real, el que existe en este momento de su presencia en el mundo. Pero, a mi entender, no es menos verdad histórica que el tomismo contribuyó a extender la concepción dualista de un hombre compuesto de cuerpo (materia) y alma (forma). Un alma que subsistía en sí misma tras la muerte y que creó todos los problemas de su desindividualización y universalización, de acuerdo con la doctrina tomista (problema al que el mismo Ladaria hace referencia, al igual que el entonces teólogo Joseph Ratzinger en su libro Muerte y Vida Eterna, publicado en español en Herder). Este dualismo ha estado influyendo durante siglos y siglos y ha dado origen al dualismo extendido, incluso hoy en día, en la idea de alma presente en la mayor parte de los cristianos. Aun siendo verdad que santo Tomás hizo un esfuerzo considerable en defender la unidad substancial del hombre, el hecho histórico que se nos impone es que ha prevalecido la influencia histórica del dualismo. No sólo en la teología (hasta hace muy poco de forma mayoritaria), sino entre el común de los creyentes cristianos.

Para juzgar, por consiguiente, la figura de santo Tomás no sólo hay que constatar sus querencias hacia salvaguardar los grandes principios del kerigma cristiano (y uno de ellos era la unidad del hombre). Se debe también considerar que santo Tomás estaba en alguna manera atrapado en el sistema aristotélico y no pudo liberarse de muchas de sus servidumbres. Dice Ladaria que algunas expresiones de santo Tomás han sido recogidas por el magisterio, citando la expresión “alma forma del cuerpo”, y en este sentido tendrían un sentido vinculante. No creemos que se pueda afirmar (Ladaria no lo hace) que el aristotelismo –ni otros sistemas hermenéuticos recogidos por la iglesia a lo largo de los siglos– deban ser elevados a categoría de verdad v sean en este sentido “vinculantes”. Tampoco, creo que esto es claro, la teoría hilemórfica. Pero, refiriéndonos en concreto a la expresión “alma forma del cuerpo”, si le quitamos el sentido hilemórfico aristotélico-tomista, es ciertamente una buena expresión de la moderna antropología científica a la que antes hemos hecho referencia. El alma sería un momento sistémico de la estructura del cuerpo –ante todo, pero no sólo, de su sistema neuronal– y sería un elemento esencial de la unidad constitutiva del hombre. El hombre, en su unidad formal-estructural-sistémica constituiría el sujeto psíquico productor del alma por la historia biográfica personal de cada uno.

El hombre en el magisterio de la iglesia

Nos dice Ladaria que “desde antiguo se ha preocupado el magisterio de la iglesia por mantener la integridad de la doctrina cristiana sobre el hombre en relación con la salvación que éste está llamado a recibir y que viene de Cristo. No se trata de la defensa de una ‘filosofía’ frente a otras, sino de salvaguardar aquellas verdades esenciales sin las cuales la imagen del hombre resultaría incompatible con el Nuevo Testamento. Como en tantas otras ocasiones también aquí hay que tener en cuenta el carácter fragmentario y ocasional de la doctrina del magisterio sobre el hombre. Nunca se ha intentado dar una visión global de estos problemas, sino hacer frente a errores concretos; en cada momento se aceptan normalmente las nociones antropológicas vigentes en la cultura del tiempo” (p. 107).

“El magisterio por una parte ha condenado toda forma de dualismo exagerado que defiende la condición negativa del mundo material y por tanto del cuerpo, la preexistencia de las almas y su venida al mundo como castigo, el carácter divino del alma, la negación de la resurrección de la carne, etc. […] Frente a esta doctrina [de Juan de Olivi] el Concilio –nos dice Ladaria– define que el alma racional e intelectiva es por sí y esencialmente forma del ser humano. Así este es radicalmente uno, y no queda dividido en una parte superior e inferior…” (p.108).

“Queda claro –concluye Ladaria– en este rápido recorrido por los textos magisteriales que se refieren a la antropología […] que se afirma la unidad del hombre en la pluralidad de sus dimensiones, se rechaza el dualismo craso y la devaluación de la dignidad del cuerpo, a la vez que se defiende la existencia en el hombre a un elemento trascendente a este mundo, que subsiste más allá de la muerte de modo que se da una identidad de sujeto, el “alma”. Es claro que a lo largo de la historia se ha usado una determinada terminología, inspirada en el hilemorfismo, para trasmitir esta verdad sobre el hombre, hasta cristalizar en la fórmula del alma racional forma única del cuerpo. Esta doctrina ha sido considerada durante siglos un vehículo apto para la trasmisión de la verdad cristiana sobre el hombre. Pero es opinión muy común que como tal no ha sido definida, de modo que quedan abiertas otras posibilidades de expresión de la verdad cristiana sobre el hombre que salvaguarden los puntos esenciales que el magisterio de la iglesia ha querido directamente defender. De hecho ha habido en los últimos tiempos intentos muy autorizados de reinterpretar a la luz de categorías más actuales esta verdad de siempre” (p. 109-110).

El ser humano en la pluralidad de sus dimensiones

Ladaria aborda finalmente una cierta recapitulación conclusiva de su análisis sobre la doctrina teológica esencial sobre el ser humano. “Empecemos por el dato más elemental: es claro que nosotros nos experimentamos como una unidad, aunque con una pluralidad de aspectos irreductibles entre sí. Pero la consideración de estos diferentes aspectos es posterior a la de la unidad de nuestro ser, y no puede en ningún momento atentar contra ésta. Nuestro psiquismo y nuestra corporalidad van unidos y se condicionan mutuamente. Somos incapaces de pensarnos sin nuestro cuerpo, no podemos distanciarnos de él. La misma fe en una nueva vida más allá de la muerte no nos libra de que nos enfrentemos a esta última con el temor de la destrucción der todo nuestro ser. No existe una subjetividad humana separada del cuerpo; éste ni es ni puede ser para nosotros un ‘objeto’ como son las cosas exteriores” (p.111).

Comentando la idea rahneriana de “espíritu encarnado” nos dice Ladaria que “con todo hay que ser conscientes de que la definición del hombre como ‘espíritu encarnado’ desde el principio lo coloca en una situación de trascendencia respecto del mundo. ‘Espíritu’ es aquí el sustantivo, cuya ‘encarnación’ se predica” (p. 112). […] “… pero si consideramos que es el ‘espíritu’ en cuanto opuesto al cuerpo o a la materia la razón de esta referencia a Dios o lo que está relacionado con él, debemos consecuentemente afirmar que el ‘espíritu’ es ‘mas ser’ y por tanto se halla más cercano a Dios que la materia. Naturalmente esto no lleva a negar la radical bondad de todo como salido de las manos de Dios ni el principio de la inmediatez de Dios a todo lo creado. Pero si ello es así, ¿nos sería más consecuente decir que el hombre es ‘espíritu’ por su radical referencia a Dios y no que tiene esta referencia por su condición espiritual (que en este caso hay que pensar como algo distinto de la materia)? Esto sería sin duda más cercano al Antiguo y al Nuevo Testamento, según los cuales, como ya sabemos, el espíritu es la fuerza salvadora de Dios de la que el hombre participa y en virtud de la cual está abierto a Dios en todas sus dimensiones” (p. 112-113). Ladaria, por tanto, insiste de nuevo aquí, a nuestro entender, en que la referencia a Dios en sentido cristiano no depende de una ontología del espíritu diferenciada de la materia (o sea, de una filosofía), sino de la llamada de la fuerza de Dios en nosotros que nos constituye en ‘espíritu’ y nos abre a la esperanza de una salvación más allá de la muerte.

Entiendo perfectamente la crítica de Ladaria al concepto rahaneriano de “espíritu congelado”. Como he explicado en Hacia el Nuevo Concilio (c. III), la ontología de Rahner responde inicialmente al dualismo propio del tomismo puro, aunque interpretado de forma transcendental kantiana (tal como se ve sin lugar a dudas en su obra fundamental Espíritu en el Mundo). La expresión “espíritu congelado”, surgida por la influencia de Teilhard en los años sesenta, no pasa de ser una propuesta imprecisa pero “sugerente” (no se sabe en realidad qué quiere decir) que, según como se entendiera, obligaría a que Rahner revisara por completo su ontología tomista-transcendental anterior. Pero, en alguna manera, como Ladaria observa, en su expresión “espíritu congelado” parece esconderse todavía solapadamente el dualismo anterior, presente en la obra rahneriana.

Ladaria finalmente se pregunta, “¿cómo tenemos que hacer esto hoy [afirmar la trascendencia del ser humano a cuanto nos rodea]? No pocas de las críticas que desde diferentes puntos de vista se hacen a la noción de “alma” y a las ideas de inmortalidad, etc., que la acompañan se deben a las dificultades que suscita la ‘sustancia espiritual’ como distinta de la materia y constitutiva con ésta del ser del hombre. Tal vez estos problemas pueden obviarse si, como ya hemos insinuado, tratamos de volver a la noción original de ‘espíritu’ en la antropología cristiana. En efecto, veíamos que el espíritu no es en las fuentes bíblicas y patrísticas primariamente una sustancia espiritual que se distingue del cuerpo, sino aquella realidad divina por medio de la cual Dios se comunica al hombre y le hace partícipe de su propia vida. Más que a categorías de sustancia se nos remite a las de encuentro interpersonal, comunión de vida, inserción en Jesús (cf. 1 Cor 6,17); y ello no como algo que afecta a un aspecto del hombre, sino que eleva a otra dimensión todo su ser. Dios llama a todo hombre y a todo el hombre, en la creación realmente existente, a la comunión con él por Cristo y en el Espíritu Santo. Es evidente que esta llamada personal de comunión, que el hombre puede rechazar pero que no por ello es menos determinante de su ser, está posibilitada por una determinada estructura psicofísica (no cabría pensar en esta llamada en un animal), que precisamente ha sido querida por Dios para hacer posible esta comunión. Tengamos presente además que esta llamada divina determina el sustrato creatural profundo del hombre, le hace ser lo que es. La trascendencia del hombre sobre lo meramente mundano, su capacidad de superar los condicionamientos de este mundo, su inmortalidad derivan por lo tanto de esta llamada a la comunión con Dios como determinante de su ser creatural. ‘Alma’ y ser del hombre en cuanto derivado de esta invitación de Dios a la participación de su vida, vienen por tanto a coincidir. El ser personal del hombre, presupuesta la constitución psicosomática que se le ha dado, está constituido por esta posibilidad que se le ofrece de entrar en comunión con Dios. Porque esta llamada del Dios fiel y omnipotente sustenta al hombre no sólo en esta vida sino también en el más allá de la muerte; y no olvidemos que el ‘yo’ tiene sentido con un ‘tú’” (p. 114-115).

Creo que esta magistral explicación de Ladaria para hacernos entender en qué consiste la esencia de la doctrina cristiana sobre el hombre (yo diría el contenido esencial del kerigma cristiano del que la iglesia se sabe depositaria y que trasmite a la historia) no necesita comentario y es clara por sí misma. El kerigma cristiano sobre el hombre no es una filosofía (y menos dualista) sino la experiencia de estar llamados por la fuerza del Espíritu de Dios, en Cristo, que nos constituye en ‘espíritu’ en la unidad radical psicobiofísica de nuestro ser humano.

“Las páginas precedentes –concluye Ladaria– no han tratado de resolver el enigma del hombre. Desde la conciencia de abordar un imposible, y siguiendo por otra parte una línea de pensamiento autorizada en la teología católica actual, he tratado de plantear el problema con fidelidad a la más antigua tradición cristiana y a la vez en un modo que pueda resultar inteligible a la ciencia y al pensamiento de nuestros días. En resumen, el hombre, en su unidad original, está por su corporeidad en continuidad de todo orden con el mundo que le rodea; pero lo trasciende en cuanto ha sido llamado por Dios a la comunión con él, lo que le da una apertura a lo divino. Estos dos aspectos no se identifican totalmente (distinción tradicional de alma y cuerpo) pero la relación con Dios afecta al hombre entero, subsiste después de la muerte aunque el yo humano se vea privado de su cuerpo (no podemos imaginar el cómo), y nos da el germen de resurrección a una vida futura de transfiguración y plenitud de nuestro ser en todas sus dimensiones personales, cósmicas y sociales” (p. 117-118).

El origen del hombre

Más adelante hace también Ladaria mención del problema teológico del origen del hombre, sin duda relacionado con la idea teológica sobre la naturaleza humana que acabamos de exponer. Se refiere primero a la oposición teológica a la teoría de la evolución, tal como se estaba formulando en la ciencia. Así fue en el siglo XIX, e incluso en el siglo XX. Observa también Ladaria que las posiciones de la ciencia no eran precisamente en tiempos pasados maduras y equilibradas, desde luego muy distintas a lo que hoy es la ciencia. También la iglesia mantuvo posiciones cerradas a una ciencia que se esforzaba poco en dialogar. Sin embargo, expone también Ladaria cómo fue variando la posición del magisterio hasta llegarse a la encíclica “Humani Generis” de Pio XII en 1950. En este documento aparece una sentencia importante, frecuentemente aducida para apoyar más bien una idea dualista del hombre, en línea con la manera de pensar que ha sido habitual en muchos teólogos poco matizados, y desde luego en la manera de pensar ordinaria de los cristianos.

“Tampoco ofrece mayor dificultad –explica Ladaria– el hecho de que también el hombre, en cuanto a su corporalidad, pueda proceder de materia viva preexistente. Esta posibilidad fue expresamente reconocida por Pio XII en la encíclica Humani Generis ya mencionada (cf. DS 3896). No obstante en esta misma ocasión reafirma el Papa la doctrina tradicional según la cual el alma del hombre, la del primero y la de todos los demás, es creada inmediatamente por Dios: ‘la fe católica nos manda sostener que las almas son creadas por Dios inmediatamente’. Una primera lectura de este texto magisterial nos dice por tanto que mientras el cuerpo de los primeros hombres puede proceder (la ciencia lo considera la hipótesis más probable) de la evolución a partir de los homínidos anteriores mediante determinadas mutaciones, p. ej. aumento de la capacidad cerebral, figura erecta, etc., hay que afirmar una intervención inmediata de Dios en cuanto a la creación del elemento espiritual del hombre, el alma. Por lo que respecta al cuerpo se puede admitir una intervención divina a través de las causas segundas, pero no por lo que respecta al alma. Evidentemente con esto se quiere salvar la primacía del hombre sobre el resto de los seres creados. La intervención inmediata de Dios en la creación del alma, que no se deriva ni se deduce del curso normal de la evolución, nos dice que en el hombre se produce una novedad radical, un ‘salto’ que los estadios anteriores no justifican, y es la mayor dignidad y mayor cercanía de Dios al ser humano. Pero esto, que es la intención última del texto magisterial y que debemos mantener a toda costa, nos obliga a una reflexión más profunda” (p. 131-132).

“Se podría [también] pensar que esta preeminencia del hombre deriva del componente espiritual de su ser, del alma. El cuerpo, que podría provenir de la materia viva anterior, participaría de la condición del resto de los seres que conocemos, el alma espiritual sería de condición superior, más cercana a Dios en virtud de su naturaleza y en virtud de su creación directa e inmediata. Es claro que un tal razonamiento es insostenible; significaría dar preeminencia no al hombre, sino a su alma; podría llevar a un dualismo craso que desconociera la unidad del hombre y colocara al cuerpo en clara posición de inferioridad. Nos encontraríamos además con todas las dificultades, a las que nos hemos referido ya, inherentes a la concepción del hombre como compuesto de una sustancia material y otra espiritual… […] ¿Tenemos que defender nosotros que se produce por creación inmediata de Dios aquel fenómeno que al científico se le presenta como un resultado de la evolución, tal vez no más difícil de explicar que otros ‘saltos’ que pueden comprobarse?” (p. 132-133).

“Debemos recoger lo que ya hemos indicado sobre la llamada de Dios a la comunión con él como lo que da al hombre su propiedad y especificidad definitiva. Todo ello es lo que en último término nos constituye y determina nuestro ser creatural… […] Dios ha querido que el mundo sea así y que la evolución se haya producido de un modo determinado en orden a poder llamar al hombre a la comunión con él; y aquí sí que hay una intervención divina que no procede ni puede proceder de la evolución. Es la llamada personal a la participación en la vida divina, y ello rebasa el orden de la causalidad eficiente, aunque en cierto modo lo incluye porque, como ya hemos dicho, esta llamada determina nuestro ser como creaturas. Esta llamada de Dios, que indudablemente presupone un destinatario dotado de determinadas cualidades, es lo que en último término da al hombre realmente existente, el único que conocemos, su dimensión trascendente, su preeminencia sobre el resto de las criaturas. En esto consiste su dimensión ‘espiritual’ que hace de él un ser tal que, como veíamos al analizar las nociones antropológicas del Antiguo y Nuevo Testamento, no puede definirse más que teniendo en cuenta su referencia a Dios; el hombre es ‘espíritu’ porque, al menos en forma de invitación y llamada, existe para la comunión con Dios, es decir, está destinado para la recepción del Espíritu divino. Y como ya hemos dicho, esta llamada condiciona y determina todo su ser, no por supuesto en el sentido de un ‘elemento’ visible experimentable que pueda colocarse en la misma línea que los demás aspectos de su ser, sino otorgándole una dimensión de eternidad. Y ello ocurre en todo hombre, aunque le sea desconocida la revelación cristiana, la única que le revela el último sentido de lo que es” (p. 133-134).

“Creo que esta solución al problema del origen del hombre nos permite por un lado salvar la ‘novedad’, y por cierto muy trascendental, del hombre, que en ningún caso puede ser deducida ni derivar simplemente de lo anterior. Pero por otra parte esta ‘novedad’ se realiza sin ruptura, es decir, sin necesidad de postular una intervención inmediata de Dios que de algún modo corte el curso de los acontecimientos naturales, queridos y dirigidos por Dios desde la eternidad precisamente para este fin. La intervención inmediata de Dios se sitúa en otro plano, más profundo. La novedad radical que significa la aparición de un ser llamado a la comunión con Dios es infinitamente más grande que lo que puede suponer la creación inmediata de un ser cualquiera, por excelente que lo podamos pensar, cuya esencia no esté constituida por esta referencia a lo divino. La novedad de la intervención de Dios se sitúa en un ámbito, como ya repetidas veces hemos dicho, que rebasa, aunque incluye, el de la causalidad eficiente; en efecto éste, por sí solo, es incapaz de fundamentar una mayor cercanía a Dios. Pero la vocación del Creador a la criatura para el diálogo y la amistad con Dios no puede derivar de la creación en cuanto tal. Recogemos así la noción bíblica del hombre imagen de Dios, con las matizaciones cristológicas del Nuevo Testamento. Y esto no es un aspecto más de su ser, sino lo que en último término lo determina” (p. 134).

Conclusión

En esta serie de artículos (I al IV) sobre “Ontología del universo y hermenéutica cristiana” nos hemos referido a un punto crucial de ambas cosas: la ontología del ser humano. La teología antigua se comprometió con una determinada hermenéutica que dependía de la intención de hacer inteligible la proclamación del kerigma cristiano en la cultura de aquel tiempo. Por ello se formó el paradigma greco-romano. Cuando por la evolución misma del conocimiento en la cultura moderna el paradigma antiguo entró en crisis, la actitud correcta de una iglesia que debe proclamar con dignidad cualitativa el kerigma en cada tiempo histórico, no debería ser arrinconar en lo posible el paradigma antiguo y limitarse al puro kerigma. La iglesia debe seguir proclamando el kerigma mostrando su fuerza para el logos de la cultura moderna, a la que en principio cabe atribuir una mayor profundización en el conocimiento del universo, de la materia, de la vida, del hombre y de la historia, realmente creados por Dios. Mayor profundización que, en principio, este es el supuesto, debería permitir un conocimiento más profundo de la Voz del Dios de la Revelación (del kerigma cristiano). La iglesia, pues, debería dirigir y orientar la formulación del nuevo paradigma hermenéutico apropiado para la cultura de la modernidad. No para darle categoría de verdad (cosa que tampoco hizo con el paradigma antiguo), sino simplemente para mostrar, a la altura de nuestro tiempo, que el kerigma resplandece en toda su fuerza ante el logos de la modernidad en este momento de la historia.

En esta serie de artículos nos hemos referido a la cuestión crucial del hombre. Pero no es única. En realidad la imagen del mundo en la ciencia y en la cultura moderna hacen referencia a otros muchos aspectos que, en conjunto, emplazan a la iglesia cristiana a la gran tarea hermenéutica de hacer la re-lectura del kerigma cristiano en el paradigma de la modernidad. Es una tarea de importancia excepcional que la iglesia debería emprender con todos los medios a disposición porque es excepcional la misión recibida de Jesús y la responsabilidad que implica. La alternativa al paradigma antiguo ya existe –al menos la que he propuesto en Hacia el Nuevo Concilio– y el estado actual de la ciencia y de la cultura moderna permiten un acercamiento que no era posible por el radicalismo de otros tiempos. Debería abrirse el proceso de reflexión con apertura total, conducido por la misma iglesia, sin oscurantismos nacidos de una falsa prudencia que, a mi entender, oculta en ocasiones la desconfianza del creyente en que la iglesia, la de ayer y la de hoy, esté “asistida” por el Espíritu que, sin duda, guiaría a la iglesia en el necesario proceso integral de configuración de la nueva hermenéutica del kerigma cristiano en nuestro tiempo.
| Javier Monserrat
| Jueves, 16 de Junio 2011
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