CONO SUR: J. R. Elizondo

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BIDEN CONTRA EL LADO OSCURO DE LA FUERZA José Rodríguez Elizondo

Los teóricos han escrito bibliotecas sobre lo que se requiere para ser fascista. Los izquierdistas rústicos no se hacen problemas: todo derechista es un fascista (un "facho") activo o en potencia. Como en la fábula de Pedrito y el lobo, ni unos ni otros acertaron a descubrir que el fascismo contemporáneo estaba incubándose en la democracia más importante y militarmente más poderosa del mundo.


JOSE RODRÍGUEZ ELIZONDO
Publicado 24 y 25.1.2021 En La República y El Líbero

Despidiéndose desde la Base Andrews y sin mencionar a Joe Biden, Trump deseó éxito y suerte al nuevo gobierno porque… le dejaba un legado “espectacular” (sic). También soslayó su desidia en el tema andemia, aludiendo a las vacunas ya disponibles. De paso, en una taimada alusión a los militares -ya veremos por qué-, contó cuánto lo querían los veteranos del Ejército.

Lo más significativo es que se fue sosteniendo la mentira de su victoria robada y con un mensaje similar al de Hugo Chávez de 1992, cuando dijo que su golpe había fracasado sólo “por ahora”. Dirigiéndose a sus adictos, Trump prometió que “siempre lucharé por ustedes” y que “estaremos de regreso en alguna forma”.

La amenaza es seria. El histriónico presidente que quiso convertir la República Imperial, elogiada por Tocqueville, en una Dictadura Imperialista, seguía dando la razón a Barack Obama. Este dice en sus memorias que “Trump era un espectáculo y, en los Estados Unidos de 2011 eso era una forma de poder”. Con ese poder secuestró al Partido Republicano y construyó una fuerza social agresiva e incongruente con los valores de la democracia.

Por lo demás, ya giró y seguirá girando contra ella. Tras el asalto al Capitolio -que no tuvo el coraje físico de encabezar- ha querido canjear su impunidad por “una transición ordenada”. Léase, por un incierto control de la violencia de sus seguidores. Por interpósito Mike Pence y citando la Biblia, aconsejó a su aborrecida Nancy Pelosi, líder de la Cámara de Representantes, que se concentrara en el control de la pandemia, pues “tras los trágicos acontecimientos del 6 de enero ahora es el tiempo para que nos unamos” (sic).

Si se asume que ese día hubo cinco muertos y que Pelosi fue buscada especialmente por los asaltantes -no para saludarla-, aquello estuvo en la línea ideológica de “la protección” que ofrecían los gangsters de Chicago.

DURA RÉPLICA PRESIDENCIAL

Horas después, en su toma de posesión, Joe Biden dijo que Donald Trump -a quien tampoco mencionó por su nombre-, dejó la democracia de los EE.UU en la unidad de cuidados intensivos.

En un discurso sin eufemismos, en el recién asaltado Capitolio, ante expresidentes republicanos y demócratas e incluso frente a Mike Pence, vicepresidente del innombrable, dio cuenta de las falsedades, odio y racismo que recibió como legado. Con esos recursos, dijo, devaluó la decencia, desprestigió al país y socavó el equilibrio bipartidista. Incluso, mediante turbas violentas y actos de terrorismo, indujo “una forma de guerra civil”.

Biden reconoció que esos estallidos antisistémicos operaron sobre un terreno abonado por la decadencia de la política formal. Por tanto, su victoria demostró que la democracia había prevalecido, pero no era irreversible. Había que renovarla para sacarla de su estado de fragilidad y para que ¡ojo! los EE.UU volvieran a ser “fuente de bien para el mundo”. Una tácita alusión al peligro global para la paz que significó Trump.

En esa línea, pidió un minuto de silencio por los 400 mil muertos que estaba dejando la pandemia, hizo un llamado a la reunificación nacional recordando a Lincoln y se comprometió a ser “un presidente “para todos”. Terminó invocando una bendición literalmente estratégica: “Que Dios proteja a nuestras tropas”.

LO BUENO DE UNA IGNORANCIA

A esta altura uno debe preguntarse por qué Trump no pudo forjar una fuerza militar de apoyo, como cualquier autogolpista subdesarrollado.

La respuesta la dio Maquiavelo en el siglo XVI, cuando advirtió que los gobernantes “no deben apartarse jamás de la reflexión sobre el arte militar”. Obviamente, el expresidente no podía seguir ese consejo, pues nunca tuvo la capacidad de reflexionar. Tampoco sirvió en el Ejército y nadie podría acusarlo de conocer las tesis militares de Wright Mills, Samuel Huntington, Morris Janowitz, Henry Kissinger, Robert McNamara o Zbignew Brzezinski. 

Galopando sobre su ignorancia feliz, creía que fidelizaría a los militares con técnicas de marketing: un presupuesto holgado para comprar armas, la promesa de “una buena guerra” o designaciones premium en su equipo de oyentes. Es muy posible que se viera a sí mismo como un patrón de rancho del Oeste y a los uniformados como sus pistoleros a sueldo.

Fue su peor error, pues los militares norteamericanos son parte importante de la élite del poder. Conforman un grupo de presión ilustrado y discreto, con autonomía social relativa, información política de calidad y están forjados en la disciplina de la simulación. Además, la alta tecnicidad de sus funciones les permite una amplia capacidad de autorregulación. 

Con ese capital en sus mochilas, no disfrutaban con las patanerías de su comandante en jefe y nunca le perdonaron su agravio al senador y veterano de guerra John McCain (oficial naval capturado en Vietnam y condecorado por su comportamiento). “No me gustan los vencidos”, había dicho a su respecto. En paralelo, los más expuestos a sus decisiones verificaron que ignoraba el mínimo necesario sobre los temas estratégicos y geopolíticos propios de una potencia con intereses globales. Resultado, antes que los políticos civiles, captaron que era un peligro para la seguridad de su propio país.

La prueba está en el Memorandum de 12 de enero, de los 8 máximos jefes militares de los EE.UU, dirigido a todos sus efectivos. En ese texto, donde cada palabra pesa, definen el asalto al Capitolio como “asonada violenta”, “sedición” e insurrección”. Recuerdan que las Fuerzas Armadas “se mantienen absolutamente comprometidas con la protección y defensa de la Constitución contra todos los enemigos, extranjeros y domésticos”. Advierten, para máxima claridad, que sólo obedecen las “órdenes legales del liderazgo civil” y alertan a sus subordinados para que se mantengan enfocados en su misión. Concluyen declarando que el 20 de enero el presidente electo Joe Biden “será nuestro Comandante en Jefe N° 46”.

Fue una potente luz roja institucional y un puntillazo torero al comandante en jefe N° 45, quien indujo el asalto y quería apernarse en el poder.

EL LADO OSCURO DE LA FUERZA.

Para las almas buenas de los EE.UU habría que arrojar a Trump al desván de la irrelevancia, resignarse a un crimen sin castigo y volver a los happy days de la canción tradicional.

Quien conozca algo de realpolitik, sabe que ese “buenismo” también fue previsto por Maquiavelo -por algo es un clásico- para quien “no se debe jamás permitir la continuación de un desorden para eludir una guerra, porque ésta no se evita sino que tan sólo se retrasa”. La impunidad eventual de Trump induce dos preguntas relacionadas: ¿Ya cesó el desorden que provocó? ¿Fue la asonada su último cartucho?

Las imágenes de la televisión dieron algunas respuestas. Para la toma de posesión de Biden todos los Estados de la Unión estaban bajo control militar y 25 mil soldados acampaban en el Capitolio. En paralelo, hay congresistas confabulados con la asonada y habría militares sometidos a una Corte Marcial.

En cuanto a la actual correlación de fuerzas, la mancha roja de Trump sobre el mapa muestra sobre 74 millones de simpatizantes, muchos de los cuales organizados y armados. Al frente esta la mancha azul de Biden, con sobre 81 millones de electores, muchos con armas, pero sin organización. Bastaría un 10% de la mancha roja para formar milicias con más efectivos que el ejército, a semejanza de lo que hicieron los líderes fascistas europeos del siglo pasado.

Hay base real, entonces, para temer que la lucha continúe. Por ello Biden llamó, en su discurso, a “poner fin a esta guerra civil que enfrenta al rojo con el azul”. Sabe que la democracia, su propia seguridad, la paz interna y externa, hoy dependen de una delgada línea verde: los 2 millones de militares en activo, reservistas y guardias nacionales.

A partir de esos datos, los estrategos norteamericanos están analizando la dinámica política de los ejércitos, recordando los magnicidios exitosos o intentados en su país y estudiando las biografías de los grandes dictadores.

Trump, en su megalomanía, quizás aprecie todo esto como un duelo de cowboys, que debe concretarse a la hora señalada.

UN FANTASMA PARA BIDEN

Cualquier analista serio sabe que, dada la envergadura del país y de su potencial nuclear, la crisis de la democracia norteamericana no es encapsulable.

Por eso, si el silencio de muchas cancillerías fue llamativo, el de las organizaciones multilaterales fue estrepitoso. El Secretario General de la ONU y su homólogo de la OEA parecieron ausentes, ante un cuadro de evidente amenaza para la paz y la seguridad internacionales. El primero ni siquiera ejerció la potestad que le confiere el artículo 99 de la Carta, para “llamar la atención” sobre el tema al Consejo de Seguridad. Lo disuadió de antemano el derecho a veto que ejercería Trump. El segundo ni siquiera convocó al Consejo Permanente, según las facultades que le da la Carta Democrática Interamericana, Tácitamente, reconoció que ese texto sólo es aplicable a los países del sur.

En esas circunstancias, Biden luce solitario ante un dilema de crimen-castigo con implicancias globales. O asume como tarea de gobierno aplicar la ley a su predecesor o se allana a lo que resuelvan los partidos del sistema, a partir del impeachment ya activado. Esto equivale a decidir si se resigna o no a dormir con el enemigo, a sabiendas de que puede despertar ante el huevo roto de la serpiente metafórica.

Honestamente, no hay consejo simple de ninguna mente brillante que pueda ayudarlo. Sin la solidaridad de las democracias y ante el deber de asumir, en simultáneas, lo que el mismo conceptualizó como “una cascada de crisis”, es una opción durísima de roer. En definitiva, sólo puede confiar en su sabiduría, su intuición y sus conocimientos de historia comparada.

Tal vez, en una noche de insomnio, se le ocurra releer la peripecia de un agitador alemán que, tras una asonada sangrienta y algunos años de cárcel, llegó a gobernar con mayoría parlamentaria, indujo el incendio del Parlamento, se hizo dictador con apoyo militar, provocó una guerra mundial, dejó 60 millones de muertos y terminó liquidando a su país.
 

José Rodríguez Elizondo
Lunes, 25 de Enero 2021



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Bitácora

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EL FRUSTRADO ESTALLIDO DE DONALD TRUMP José Rodríguez Elizondo

La oenúltima grosería política de Trump no sólo se convirtió en tragedia. Está marcando el peor momento de la democracia representativa en todo el mundo occidental. Por eso, llama la atención que ningún gobierno democráticos de Latinoamérica haya recordado que los EE.UU. también firmaron la Carta Democrática Interamericana.



 Publicado en El Libero y en La República, 10.1.2021
 
 Días antes de que Donald Trump ordenara a sus huestes invadir el Capitolio, el New York Post lo había emplazado, en primera plana y con titular catastrófico: “Señor Presidente, detenga la locura”. Fue un llamado ingenuo y tardío para que reconociera su derrota, como si en algún momento hubiera sido un político del establishment.

Es que los estadounidenses ilustrados subestimaron la experiencia previa de Trump como autócrata privado y personaje de farándula. Por eso, con la complicidad de los medios y, en especial. de las redes, sus embustes fueron noticia diaria para consumo masivo. Su mezcla de narcisismo con matonería evocaba el viejo cine de vaqueros y garantizaba diversión gratuita. Pocos captaron que un payaso es peligroso cuando tiene responsabilidades de Estado y, aún más, si funciona en el Salón Oval. Barack Obama, víctima de esos abusos de su poder comunicacional, dice en sus memorias que los periodistas “en ningún momento se plantaron ante Trump y lo acusaron directamente de mentir”.

Con base en la complicidad mediática, sumada a la sumisión de los altos cargos republicanos, la egolatría rústica del autócrata mutó en la locura del gran dictador. Su objetivo, entonces, fue apernarse en el poder a como diera lugar, aunque ello condujera al autogolpe, la guerra civil o la guerra convencional. Desde esa discapacidad empoderada, incubó el más rotundo rechazo a la posibilidad de una alternancia democrática. Un talante similar a la extrañeza de Hitler, ante el fin de la dictadura de Primo de Rivera y el exilio de Alfonso XIII de España: “lo que no llego a comprender es que, una vez conquistado el poder, no se aferren a él con todas sus fuerzas”

LAS GUERRAS QUE NO FUERON

Esa locura con método, hay que decirlo, convirtió al incumbente presidente de los EE.UU. en un fascista del siglo XXI. Y más peligroso que los históricos, por su acceso al maletín nuclear y su incultura enciclopédica.

Desde esa personalidad política, puede sospecharse que la asonada del jueves fue la penúltima y desesperada etapa de una estrategia que debió iniciarse con una tonificante aventura militar. Una versión remasterizada del fraguado incidente bélico del Golfo de Tonkín, de 1964, que catalizó la intervención masiva de los EE.UU en la guerra de Vietnam.  Según analistas de la época, el objetivo político (fracasado) era asegurar un segundo período presidencial a Lyndon Johnson.

Puede que los historiadores descubran huellas delatoras en la beligerancia de Trump contra China e Irán, en sus sondeos respecto a una intervención militar en Venezuela o, por reversa, en la exitosa disuasión nuclear del dictador norcoreano Kim Jong-un. Si aquello sólo quedó en borradores clasificados, lo más seguro es que obedeció al déficit de confianza entre el jefe de Estado y los altos mandos castrenses.

Todo indica que el autócrata presidencial buscó esa relación, pero a su mal modo. Manipulando y maltratando a los ex altos oficiales de su equipo como si fueran simples ordenanzas. Para su sorpresa, terminó recibiendo de vuelta el equivalente a un bofetón institucional: “No juramos lealtad a un rey o una reina, a un tirano o a un dictador… no le juramos lealtad a un individuo”.  Lo dijo muy ronco el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto -la más alta instancia militar norteamericana-, justo cuando Trump comenzaba a fraguar su apernamiento en la Casa Blanca.

IMPENSABLE IMPUNIDAD
 
Si tras la insurrección que indujo Trump logra zafar impune, Richard Nixon dará saltos mortales en su tumba. Ese mandatario, apodado “Tricky” (tramposo), debió abandonar la Casa Blanca sólo por haber espiado a sus adversarios. Sus pillerías fueron gajes del oficio de político y sus crímenes fueron cometidos en el contexto de la Guerra Fría, contra extranjeros (entre ellos vietnamitas, camboyanos y chilenos) y con la excusa patriótica del interés nacional comprometido. Además, siempre estuvo asesorado por el expertísimo Henry Kissinger, 

En cuanto a trapacerías domésticas, Trump lo ha superado lejos. Como contribuyente, paga menos que cualquier oficinista honesto. Normalizó la mentira hasta el punto de que nadie sabe cuándo dice la verdad. Ganó la Presidencia con la ayuda de una potencia extranjera y con menos votos que Hillary Clinton. Desde el gobierno reposicionó el supremacismo blanco y, por tanto, la discriminación racial.

En lo internacional, Trump dilapidó todo lo ganado por sus predecesores durante la Guerra Fría. El resultado es un crimen de leso Estado, sintetizable en cuatro puntos cardinales:  Los EE.UU. dejaron de ser la superpotencia democrática que lideraba el libre comercio y tenía vara alta en la ONU; perdió el respeto de sus aliados europeos, políticos y militares; en los países en desarrollo (para él “países de mierda”), sólo lo aman los ultraderechistas, e ignoró a conciencia la amenaza planetaria del coronavirus. Como corolario, produjo un vacío estratégico que hoy está llenando China, con la cual ya entró en guerra comercial y de acusaciones.

Para completar ese nutrido prontuario, encargó la toma del Capitolio a una fanaticada sin disciplina militar ni objetivos políticos confesables. Esa insurrección artesanal, con cómplices todavía ocultos, ya muestra un balance macabro: cinco muertos, actos vandálicos y vergüenza global para la que solía mencionarse como “gran democracia norteamericana”.

LA OEA TAMBIÉN JUEGA

Tras la escandalera mundial, Trump quiere escabullirse negociando. A cambio de su impunidad ofrece una “transferencia ordenada del poder” y, como garantía, dice que no concurrirá al acto tradicional. Obviamente es una oferta chantajista, pues contiene la amenaza de una última fechoría: rentabilizar la polarización violenta que él mismo catalizó y que ahora respaldarían 75 millones de votantes.

Por el bien de la democracia y por la responsabilidad de los EE.UU. no cabría aceptar esa negociación. La eventual impunidad del autócrata derrotado sería un estímulo global para todos los extremistas, de izquierdas y derechas. Un incentivo para que sigan socavando las democracias supérstites, mediante estallidos que desborden la gobernabilidad y catalicen dictaduras. Una amenaza directa para nuestra atribulada América Latina, donde los gobiernos legítimos hoy cuelgan de un delgado hilo sanitario.

Notablemente, los primeros en sancionar al primer autogolpista de los EE.UU. han sido los directivos de Facebook, Instagram y Twitter. Desde esa “premier league” del sector privado, bloquearon las comunicaciones del presidente, pues se saben corresponsables. En cuanto plataforma de sus provocaciones, cumplieron el mismo rol que el literario doctor Frankenstein: crearon el monstruo que ahora trata de destruir su hábitat.

En ese complicado contexto, el presidente entrante Joe Biden está actuando con prudencia total. Sabe que no puede “vacar” al presidente saliente, que una semana larga es corta para promover un impeachment y que iniciar acción ejecutiva bloquearía el normal inicio de su gestión. Confía en lo que deben hacer los jueces y los congresistas, a sabiendas de que el caso marca los límites reales entre el Derecho, la Política y la Moral.

Bueno sería, por tanto, que mientras las élites norteamericanas se ponen las pilas, los gobiernos democráticos de la OEA visualicen una posibilidad que antes habría parecido insólita: aplicar, ipso facto, la Carta Democrática Interamericana a los EE.UU. ¿Motivo?... el presidente autogolpista sigue en su cargo, tras haber producido una grave alteración en el orden democrático de un Estado miembro. Según las normas de dicha Carta, el gobierno estadounidense no podría participar en los trabajos de la OEA mientras la anomalía persista y el Secretario General “puede solicitar la convocatoria inmediata del Consejo Permanente para realizar una apreciación colectiva de la situación y adoptar las decisiones que estime conveniente”.

Luis Almagro, que ya se atrevió a desafiar la dictadura de Nicolas Maduro, tiene ahora la posibilidad de anotarse otro punto. Esta vez, en defensa de la democracia norteamericana y, por añadidura, de todas las democracias del hemisferio.

 

José Rodríguez Elizondo
Domingo, 10 de Enero 2021



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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