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document.write(' (Publicado en La Segunda, 20.4.2012)
Polonius.- What do you read, my lord?
Hamlet.- Words, words, words.
La frondosidad conceptual del litigio chileno-peruano en La Haya, podría reducirse a la sencilla pugna entre dos líneas: la del paralelo y la de la bisectriz. Secundario sería el tema de dónde anclar la línea respectiva: si en la base de arena húmeda del punto Concordia o en la base de concreto armado del Hito 1.
Los chilenos, claro está, somos “paralelistas” hasta el tuétano y los peruanos, “bisectricistas” hasta el osobuco. Sin embargo, no creo que lo seamos de manera informada, asumiendo el origen y las circunstancias de cada línea. Más bien, lo somos porque tenemos camisetas distintas. Porque, como pensaba Goya, el sueño de la razón produce hinchas.
Creo, por tanto, que ser paralelista o bisectricista es un sentimiento nacional profundo y, para demostrarlo, suelo preguntar, aquí y allá, qué línea nació primero. Luego, visto que nadie sabe o que se me responde al tuntún, lanzo la pregunta del millón: ¿Saben ustedes quién fue el primer paralelista de esta larga y conflictiva historia?
Los peruanos, al toque, dicen que fue “un chileno”. Los que se atreven a personalizar mencionan a Diego Portales, quien nunca ha tenido buena prensa en el país del norte. En cuanto a los chilenos, no tendríamos por qué negar esa autoría. Algunos tratan de adivinar: si no fue don Bernardo, debió ser Arturo Prat, quien patrullaba por la línea de un paralelo cuando se encontró con el Huáscar.
La verdad es que casi todos se equivocan (digo “casi”, porque a veces aparece el niño japonés del chiste, que se las sabe todas). Sucede que el primero en lanzar al mar la línea del paralelo no fue chileno ni fue marino. Fue el Presidente y jurista peruano José Luis Bustamante y Rivero. Además, no lo hizo fuera de cámaras ni por un indiscreto off the record. Lo hizo mediante el histórico Decreto Supremo 781, de 1º de agosto de 1947, que declaró el control peruano sobre las 200 millas marítimas. En ese documento, también firmado por su canciller y colega jurista Enrique García-Sayán, el ilustre mandatario declaró que ese control se ejercerá “siguiendo la línea de los paralelos geográficos”.
Sostengo que dicho decreto forma un bloque sistémico con uno similar –pero sin mención de paralelos- del Presidente chileno Gabriel González Videla y con los tratados de 1952 y 1954. Juntos representan la revolución chileno-peruana de las 200 millas y la seguridad de una delimitación clara, para mantener la unidad de los países innovadores frente a los países depredadores.
Comprensiblemente, los grandes intelectuales de la demanda peruana, en trámite, no simpatizan con el decreto de Bustamante. El almirante Guillermo Faura lo citó en su obra pionera, pero advirtiendo que el límite por los paralelos era inaceptable. El ex canciller Manuel Rodríguez Cuadros lo menciona, pero sin análisis, en sus dos prolijos libros sobre el tema. Juan Miguel Bákula asumió una actitud más matizada, haciendo su “elogio y elegía”. Lo primero, por ser dicho decreto un “auténtico heraldo” en la formulación de la política marítima del Perú. Lo segundo, porque fue sólo una declaración sin valor normativo, que no encerraba “la verdad definitiva”.
Ignoro hasta qué punto Chile está invocando ese texto de Bustamante, allá en La Haya. Pero sí compruebo que la mayoría de mis interlocutores se sorprende cuando lo menciono. Y es muy razonable que así sea, porque en los grandes alegatos jurídicos se suele embolinar la perdiz para soslayar las verdades esenciales.
A la inversa del viejo aforismo, se forma un bosque de palabras que impide ver el primer árbol de la serie.
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document.write(' Publicado en La Segunda, 5 de abril 2012
La gira asiática de Sebastián Piñera me devolvió al dividido y francoparlante Vietnam de la guerra. Un flasback de la memoria me depositó en Hanoi, capital de la parte norte, ante la gran escalinata del Palacio de Gobierno.
Camuflado como jurista junior, en una comisión internacional de juristas establecidos, yo estaba allí para preguntarlo todo. El día anterior había tratado de que Xoan –joven funcionario encargado de mi seguridad- opinara sobre el eventual culto a la personalidad de Ho Chi Minh, para todos “el tío Ho”. Reproduzco el diálogo:
- No –me dijo muy serio- no practicamos el culto a la personalidad.
- ¿Y cómo tantos íconos y fotos de él en todos los edificios públicos?
- Supongo que en tu país también hay fotografías del presidente en todos los servicios públicos.
Pensando que lo dicho no bastaba, Xoan agregó un comentario:
- No endiosamos a nuestros dirigentes, pero tampoco podemos ser ingratos.
Sobre el último peldaño de la escalinata nos esperaba, cual afable dueño de casa, el mismísimo tío Ho. Tras él estaba el Primer Ministro Pham Van Dong -gobernante apoyado en una amplia alianza liderada por el Partido Comunista- quien nos estrechó la mano con vigor, al estilo occidental. Ho nos saludó con una gran sonrisa, juntando las palmas de las manos a la altura del corazón.
Tenía entonces 77 años, la mente lúcida y el aspecto frágil. De hecho, moriría dos años después. Vestía un pantalón amplio, una chaquetilla color arena y calzaba sandalias. Fumó todo el tiempo, a contramano de una tuberculosis de larga data, contraída en la primera cárcel de su currículo. Su participación fue breve, pero impregnada de ese carisma cariñoso que lo había convertido en “tío de la patria”. Los datos duros de la política y la guerra los proporcionaría Pham Van Dong.
Mi impresión fue que Xoan tenía razón. Y sobre todo por lo que no dijo: Ho no era un adicto del poder. Sabía delegar, perder y hasta mantenerse fuera del juego. En ese año 1967, era una mezcla de presidente protocolario y consultor. El culto a la personalidad, con Stalin como arquetipo, se había levantado para el efecto contrario. Para concentrar todas las riendas del poder hasta la muerte. A sangre y “fuego amigo”, si era necesario. En el vecindario estaban, para confirmarlo, los vitalicios Mao Ze Dong y Kim Il Sung,
Es que, más comprometido con Confucio que con Lenin, Ho había aprovechado los resquicios entre los poderes chino y soviético para actuar por cuerda separada. Así pudo lo que no pudieron Luis Emilio Recabarren, en Chile ni José Carlos Mariátegui, en Perú: construir un partido comunista profundamente nacional, sin “partido guía” externo y sin complejos ante el patriotismo (supuestamente “burgués”).
Desde esa cuadratura del círculo, Ho fue tributario de la parte más noble del pensamiento occidental. Pocos conocen su exordio de 1945 a la proclamación de la independencia de Vietnam: “Todos los hombres nacen iguales. El Creador nos ha dado derechos inviolables, el derecho de vivir, el derecho de ser libres y el derecho de realizar nuestra felicidad”. Era el eco de Jefferson. Una sorprendente glosa de la Declaración de la Independencia de los EE.UU.
Por eso, cuando algunos opinantes echan a Ho en el saco común de los “sanguinarios dictadores comunistas”, uno sabe que no saben nada. De ahí que me sorprendiera, a contrario sensu, la agudeza perceptiva de Carlos Larraín. De vuelta del periplo presidencial, este senador elogió lo “intensamente patrióticos” que son los actuales dirigentes de Vietnam. y puso el recuerdo nacional y omnipresente de Ho en su exacta perspectiva.
Como el debido homenaje a un difunto que fue un “tremendo líder”.
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