CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Dioniso y Apolo (II).  Los dos gemelos. El “matrimonio” sagrado y el cristianismo (15-7-2020)
Hoy escriben Sofía Gevorkyan y Carlos A. Segovia
 
Foto: Dioniso y Apolo. La flauta y la lira. Tomada de https://www.google.es/search/  
 
Terminamos el tema de ayer. Recuerden los lectores que estas postales tienen dos niveles. Hoy toca el segundo nivel, que contiene recomendaciones a la lectura para quienes lo crean conveniente. Es una pena que no hay bibliografía en español. Hoy, como en casi todo, el “mercado” filosófico y religioso está casi todo en inglés, o traducido casi de inmediato a esa lengua. Nosotros, sin embargo, procuraremos citar libros que hayan sido traducidos a nuestra lengua.
 
Escribíamos ayer que “el propósito de la verdad que Dioniso transmite es consolar al hombre, en la medida de lo posible, frente a la muerte inevitable de todo lo que es mortal, incluida la muerte de aquellos a quienes uno ama”. Y también que “Pero, al mismo tiempo, uno no debe olvidar que la vida continúa, que nuevas formas de vida brotarán cuando otras regresen del no ser y que la vida impersonal que llevamos en nuestras venas fluirá a través de ellas al igual que el viento sopla a través de la flauta de Dioniso y al igual también que la savia discurre por las hojas de la viña”.
 
Ahora bien, mientras que la misión de Dioniso es la de poner de relieve la unidad y la continuidad de la vida por debajo de la discontinuidad espacio-temporal de sus formas individuales, la tarea de Apolo es evitar que los individuos se aferraran a su ser privando así a  otros de su derecho a brillar y a venir a la presencia en el ámbito del ser.
 
Por ello puede decirse que la nobleza de Apolo es también compasión hacia lo mortal, pero en forma de justicia en este caso.
 
De hecho, el nombre de Apolo deriva muy probablemente de la palabra ἀπέλλα (apélla), que designa el espacio vacío (lit. «sin piedras», se entiende que alrededor) situado en el corazón de la polis (la ciudad)  espartana como símbolo de libertad política y de justicia contra cualquier intento de someter lo político a intereses particulares. Por medio de su visión que lo abarca todo, de su imparcialidad y de su ternura, Apolo —al igual que hace la luz del sol— trae a los hombres a lo abierto de su estar-ahí, permitiendo a cada uno adquirir sus rasgos distintivos y obligándolos a asumir sus límites, bajo amenaza, si no, de disparar contra ellos sus temibles flechas, lanzadas por el dios desde su lejanía inaccesible con su arco semejante a una lira cuando los hombres no se muestran mutua estima.
 
En otras palabras, tanto Apolo como Dioniso protegen el ritmo de la vida, pero lo hacen de dos maneras distintas, aunque complementarias.
 
II. Tierra y mundo
 
Hay que conectar a ambos dioses —que, como la mayoría de los dioses griegos, deben considerarse destellos ónticos más bien que personas— con la eterna Tierra eterna, la más antigua y la «más grande», como dice Sófocles, de las deidades griegas. Pues, tal y como B. C. Dietrich sugirió hace tiempo, Dioniso, y muy posiblemente Apolo también antes de que los dos dioses llegaran a ser completamente distinguidos el uno del otro, pudo haber sido inicialmente el «hijo» y el «compañero sagrado» (es decir, el ἱερός γάμος [hieros gamos, traducible también como “matrimonio sagrado”], figura mitológica extendida por todas las culturas antiguas del Mediterráneo y del Cercano Oriente) de la Tierra. Una pista de esto nos la da el propio santuario délfico, en el que sabemos que se veneraba a una Diosa dadora de vida antes de que Dioniso y Apolo aparecieran en la mente de los antiguos griegos.
 
Pero esto no quiere decir que ese componente terrenal sea la clave con la que interpretar los roles de ambos dioses, incluso si puede ayudar a explicar la actitud compasiva de uno y otro. Si Dioniso es un dios ctónico, del inframundo, que brilla desde el útero de la tierra para invitarnos a volver a él, Apolo es un dios celestial, un dios de la luz, e incluso el dios de la luz por excelencia. Y es la luz la que trae al ser a cuanto vive (incluidos los dioses, que son, entre todos los vivientes, los que más «brillan») cuidándolo y cantándolo antes de que vuelva silenciosamente a la tierra para disolverse allí en la vida eterna pero impersonal hacia la que Dioniso conduce de regreso.
 
Porque tierra y mundo no forman en Grecia una unidad vacía ni se oponen simplemente la una al otro. Como dice Heidegger inspirándose en Heráclito y Hölderlin, «mundo» y «tierra» son esencialmente diferentes, pero no están separados entre sí (*). La tierra se hace mundo a través del lenguaje, en el sentido de que adquiere significado por medio de éste —e innecesario es decir que hay tantos «mundos» como lenguas, como dicen los defensores del llamado «giro ontológico» en antropología—. Mientras que el mundo, a pesar de nuestra obstinación por olvidarlo o pasarlo por alto, está asentado sobre la tierra. ¿Dónde si no?
 
III. Los gemelos olvidados
 
Al final, todo esto se remonta muy lejos, hasta la raíz de nuestra memoria protoindoeuropea, con sus dioses gemelos que, paradójicamente, son por tanto uno siendo dos y dos siendo uno; y de los cuales, al parecer, uno simbolizaba la tierra mientras que el otro nos simbolizaba a nosotros.
 
Podemos rendir con ello un pequeño homenaje a Lévi-Strauss, cuyo pensamiento gira una y otra vez —mediante el estudio del parentesco y del mito— en torno a la división Naturaleza/Cultura(**). Así, en su Introducción a la lengua y al mundo protoindoeuropeos, J. P. Mallory y D. Q. Adams escriben:
 
«Aunque los diversos grupos indoeuropeos exhiben diferentes mitos de creación, parece haber elementos de un mito común protoindoeuropeo que se conservan de forma explícita o fragmentaria en diferentes versiones en las tradiciones de los celtas, los germanos, los eslavos y los indo-iranios. Todas estas tradiciones se refieren a un protomito por el cual el universo es creado a partir de un gigante primitivo: [...] [tal y como por ejemplo] un hombre semejante al Purusa védico, el cual es sacrificado y desmembrado, sirviendo las diferentes partes de su anatomía para proporcionar cada uno de los elementos que componen la naturaleza.
 
Las asociaciones más habituales son que su carne se convierte en la tierra, su pelo en la hierba, su huesos en las piedras, su sangre en el agua, sus ojos en el sol, su mente en la luna, su cerebro en las nubes, su aliento en el viento y su cabeza en el firmamento. Por lo demás, su cuerpo no solo llena el mundo material sino que también proporciona los diferentes niveles sociales: la cabeza es asociada con la primera función (gobernante), los brazos son equivalentes a la función guerrera y el torso inferior, con sus órganos sexuales, equivalente la función de fertilidad (***).
 
El desmembramiento de uno de los gemelos (el gemelo que simboliza la Naturaleza) recuerda al de Dioniso, mientras que el hecho de que el otro gemelo (el gemelo que simboliza la Cultura) reúna y concentre en él lo que la Naturaleza dispersa recuerda a su vez el carácter acogedor y unificador de Apolo.
 
El cristianismo fusionó ambas figuras en la de Cristo, que promete vida eterna y de quien la luz del sol es símbolo. Pero lo hizo alterándolas: transformó en salvación personal la vida impersonal hacia la que Dioniso conduce de vuelta, proyectó esa salvación hacia lo alto negando así nuestra pertenencia a la tierra, rechazó lo dionisíaco en tanto que demoníaco, e hizo de la luz y la perfección apolíneas cualidades morales proporcionales a la represión de los deseos supuestamente innobles del hombre.
 
Frente a ello, volver a sintonizar hoy con la conciencia binaria que late detrás de Apolo y Dioniso nos lleva —o, habría que decir mejor, nos trae— de regreso a nuestra olvidada condición indígena, de la cual necesitamos para volver a habitar la tierra en tanto que mortales capaces de cuidar de lo vivo. Y puede servir también de antídoto contra el nihilismo puesto que afirma en su unidad y diferencia lo que suele generalmente disociarse, permitiéndonos así una comprensión más profunda, compleja y completa de la vida, que no es sólo potencia ni sólo forma.
 
(*) Véase Martin Heidegger, Caminos de bosque (versión de Helena Cortés y Arturo Leyte; Madrid: Alianza, 1998), pp. 11-62.
 
(**) Véase v.g. Claude Lévi-Strauss, Historia de Lince (prólogo de Manuel Delgado, traducción de Alberto Cardín; Barcelona: Anagrama, 1992).
 
(***) J. P. Mallory y D. Q. Adams, The Oxford Introduction to Proto-Indo-European and the Proto-Indo-European World (Oxford y Nueva York: Oxford University Press, 2006), p. 435.
 
 
Carlos A. Segovia es un filósofo independiente. Ha sido profesor titular de la Universidad de Saint Louis (EEUU) y profesor invitado en la Universidad de Aarhus (Dinamarca) y la Universidad Libre de Bruselas (Bélgica). Actualmente trabaja sobre ontologías extramodernas y postnihilismo. Es autor de más de un centenar de publicaciones.
 
Sofya Gevorkyan es licenciada en ciencias políticas. Sus investigaciones abordan la relación entre filosofía, artes performativas y política educativa. Ha sido conferenciante invitada en la Universidad de Lilongwe (Malawi) y codirectora de la plataforma artística danesa Useful Art for Communities. Escriben conjuntamente en https://polymorph.blog.
 
Saludos cordiales

Miércoles, 15 de Julio 2020

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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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