CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
“La historia de una tempestad perfecta”. La gran crisis de Occidente en el siglo V. La Iglesia y el dinero  (VIII) (968)
Escribe Antonio Piñero

Foto: Isla de Lerins hoy
 
Seguimos con el libro de Peter Brown Por el ojo de una aguja La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550).
 
Llega ahora un momento muy interesante en nuestro libro: el espléndido resumen de Peter Brown de la gran crisis de Occidente en el siglo V, de la que nuestro autor comenta que puede narrarse con facilidad; es “la historia de una tempestad perfecta”. Hará bien el lector en disfrutarla atentamente, pues la síntesis es memorable (763-807). El rasgo más característico de esta crisis, en cuanto que orienta e impulsa directamente hacia la Edad Media, es la lenta pero descarada aparición del “faccionalismo”: cada uno por su lado en un “sálvese quien pueda”…, en un ambiente de guerra civil no debido directamente a las “invasiones” bárbaras, pues sus tropas habían sido en realidad solicitadas por los diversos caudillos locales. Brown señala como rasgo perdurante el que cada facción local que triunfaba siguió siendo “romana” frente al romanismo central…, que perduró en Occidente hasta el 476, momento en el que el último emperador, Rómulo Augústulo, se retiró sencillamente y dejó su trono al caudillo godo Odoacro*. Y al punto comenzó una disgregación más clara, que en realidad se había iniciado anteriormente; los acontecimientos ocurridos en la mayoría de las Galias, Hispania y África antes del 476 fueron en realidad “los primeros temblores localistas previos a la Caída” (p. 806).
 
La cuarta parte de este libro, también en verdad muy interesante (pp. 811-939), describe las consecuencias de la gran crisis que iba a suponer muy pronto el final del Imperio latino en el último cuarto del siglo V. En lo que se refiere a la conformación del cristianismo occidental en este período, el autor se concentra, como otras veces, en la región del Imperio de la que se dispone de más fuentes: la Provenza. Para entender bien el panorama, Brown retrocede en el tiempo (400-440, con escarceos que llegan al 470) y proyecta hacia el futuro los resultados de su investigación. Los temas que desarrolla son ante todo dos: la naturaleza de la riqueza acumulada en los monasterios y el liderazgo en las diversas iglesias. Las localidades estudiadas son Marsella, la isla de los santos (el monasterio de Lerins) y la ciudad de Arlés. “Durante más de medio siglo, desde el 420 hasta el 470, la constante rivalidad entre estos tres centros convirtió el sur de la Galia en la región más activa del Mediterráneo occidental en lo que a la literatura cristiana atañía” (p. 812).
 
Marsella fue la Atenas de Occidente en esos momentos; la isla de Lerins, sin embargo, era un erial horroroso, pero valía para situar allí un eremitorio parecido a los que poblaban los desiertos de Egipto; Arlés, por su parte, no tenía nada de especial, pero fue la sede de un obispo vigoroso y peleón (llegó a enfrentarse al papa León I), el monje Hilario, cuya influencia se extendió mucho más allá de los muros de su ciudad. En concreto, la cultura latina común posibilitó a los monjes de Lerins el traslado de un monasterio a otro, el acceso al sacerdocio y muchos de ellos al episcopado. Y lo que más importaba por su irradiación al pueblo era la cultura literaria que todos los protagonistas de este época tenían igualmente en común (p. 813).
 
La primera cuestión de calado que trata Brown es “la riqueza y los monasterios”. Y aquí interviene una figura procedente del exterior de la Galia, Juan Casiano, nacido en Escitia pero criado religiosamente en los cenobios de Egipto, cuyo escrito “Reglas básicas para la fundación de un monasterio (De institutis coenobiorum) fue de trascendencia enorme.
 
La idea primaria de Casiano respecto al cristianismo en general y la riqueza monacal en particular era la necesidad de tomar como ejemplo a los conventos egipcios, porque eran los únicos que practicaban un cristianismo de verdad; la condición material indispensable era tener todos los bienes en común a imitación –de nuevo– de la primera comunidad de Jerusalén. Agustín había ya mantenido que el éxtasis espiritual, propiciado por el Espíritu Santo, que significaba vivir en una comunidad perfecta, despegada de los bienes puramente terrenales, solo sería posible en la ciudad eterna y celestial. Para Casiano, sin embargo, era posible y necesario ya en esta tierra, aunque naturalmente solo para unos pocos elegidos. Los demás debían contentarse con un cristianismo corriente, sin místicas elevaciones. Según Casiano –quien había observado cómo las continuas donaciones habían hecho ricos a muchos monasterios–, todo monje debía renunciar a su riqueza antes de ingresar en el cenobio; debía exigirse a cada novicio una “desposesión” absoluta de todo lo material. Ningún monje, además, debía tener ni siquiera voluntad propia, sino que había de estar continuamente a disposición del único señor, Dios, a través de la palabra de su abad, el representante de aquel. Todo monasterio debía subsistir sencillamente de aquello que la tierra proporcionara gracias a la labor de las manos de sus habitantes (prescribía unas seis horas de tarea manual diaria, p. 828). De nuevo, advertía: el monje debe ser siempre tan pobre como Cristo. Así, todo cenobio sería una ínsula de verdadero cristianismo en medio de un mar de vulgaridad.
 
La postura de Juan Casiano no significaba una crítica a los ricos, pues su intención iba dirigida solo a los monjes. No se preocupó tampoco por elucidar el origen de la riqueza, sino que supuso que a los ricos bastaban las donaciones a la Iglesia y las limosnas. Pero el monje que admitiera en su corazón el deseo de la mínima posesión había caído ya en el horrible pecado de la avaricia. En realidad, sin embargo, muchos monjes de Lerins no siguieron estos consejos: habían entrado en el monasterio procedentes de la nobleza local e incluso habían aportado sus propios esclavos para que labraran las tierras comunes, mientras ellos se dedicaban al otium de su estudio. No es extraño que, ya bien formados y una vez satisfecho su ánimo con la porción suficiente de vida retirada, volvieran al mundo para servir como obispos, como burócratas nobles de la Iglesia, “dedicándose a mantener una versión cristiana y austera de la forma de vida romana, precisamente en aquellas regiones en las que esa forma se veía amenazada por los bárbaros” (p. 831).
 
Ya queda poco para finalizar esta larga reseña/resumen de un libro que creo básico.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
 

Jueves, 8 de Febrero 2018

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Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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