CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550). La Iglesia y el dinero  (IV) (964)
Foto:  San Agustín
 
Escribe Antonio Piñero
 
Sigo con la reseña de este estupendo libro de Peter Brown.
 
Para Peter Brown es más que un placer cuando la marcha de su discurso le lleva a tratar la figura de Agustín de Hipona (354-430). El motivo profundo de dedicarle nada menos que tres capítulos a los cuarenta primeros años de la vida de su héroe radica (354-384) en que Agustín es un testigo privilegiado –y denso en testimonios escritos que han llegado hasta nosotros– de una crisis más profunda del Imperio que la que sus inmediatos antecesores podían haber imaginado. Agustín es además importante para los fines de este libro por lo que significa en Occidente, en primer lugar, la creación de una comunidad de amigos –primero filosófica y luego religiosa– que supuso la incorporación plena al mundo latino de la vida monástica iniciada ya en Egipto hacía casi un siglo, lo que será uno de las rasgos distintivos de la religión en le Edad Media. Y en segundo, por las reflexiones y actitudes hacia la riqueza y su uso en la sociedad.
 
Las reflexiones de Agustín no carecían de profundidad porque iban unidas a otras sobre la naturaleza humana y la función de la gracia divina junto con el libre albedrío. La amistad, la confianza y la concordia entre los humanos, experimentada por Agustín en su juventud, más los beneficios de un patronazgo efectivo, fueron fundamentales en su búsqueda de la perfección del ser humano no como individuo aislado, eremita, sino como ser eminentemente social. Ya en su etapa de maniqueo había reunido Agustín en torno a sí a otros amigos que profesaban su misma fe para discutir de lo divino y de lo humano. Una atmósfera grupal de silencio y reflexión era ideal para el placer del desarrollo intelectual y religioso (pp. 319-343).
 
Tras su conversión al cristianismo en el 386 (para lo cual no ayudó tanto como se cree Ambrosio de Milán, pues este no habló en profundidad con nuestro personaje más que una vez en su vida), percibió Agustín que el ensayo de la comuna filosófica no había funcionado convenientemente, por lo que cambió a la idea de la comunidad estrictamente religiosa. Los fundamentos de esta última idea se basaban en varios pilares ideológicos: en un cierto misticismo religioso tomado de los escritos de Plotino, en el deseo de practicar el celibato como signo de apartamiento de lo mundano (Agustín abandonó entonces a la mujer con la que había convivido doce años), en la austeridad de vida y en la búsqueda del otium necesario para cultivar el espíritu. Naturalmente, los amigos reunidos debían vivir de la riqueza aportada en común. Este fue el paso decisivo (a imitación de la comunidad judeocristiana primitiva, ciertamente muy idealizada en Hechos de los apóstoles 4,32) que despejaba un camino auténtico hacia una pobreza espiritual al menos y hacia una nueva consideración de la riqueza en sí. En el fondo, la concepción de esta pobreza en Agustín era una noción sapiencial judía: no el hecho de carecer de riqueza, sino desembarazarse del ansia de poseer más y más bienes (pp. 350-356).
 
Esta idea compleja que abarcaba la parquedad de pertenencias, la amistad, el otium y la negación de toda avaricia, es la base de la Regla monástica de Agustín redactada hacia el 397, “que se dividía en dos partes: un Ordo monasterii (un reglamento monástico que establecía la rutina cotidiana de trabajo y oración) y el Praeceptum, la regla propiamente tal que había asumido la forma de una serie de mandatos” (pp. 366-367). Es importante caer en la cuenta de que no hubo diferencia en el monasterio en el trato social entre sus componentes ricos y pobres: el experimento monástico fue para Agustín como una teoría social aplicada.
 
Como a Cicerón en su De officiis –empleado por Agustín al igual que Ambrosio–, lo que importaba al obispo de Hipona era la lealtad a la sociedad, no la abolición de la propiedad privada. Como Cicerón igualmente, Agustín alababa la riqueza pública del Estado, es decir, la Iglesia en términos cristianos, unida a la pobreza personal de los dirigentes, como mostraron los antiguos romanos, que en esto podrían servir de ejemplo a los obispos cristianos. Pero en un momento y para algunos, Agustín fue más allá: el hombre llamado a la sociedad monacal podría renunciar a la propiedad privada de modo que se llegara a un “comunismo espiritual”, que Agustín fundaba en una cuidadosa lectura de Plotino como filósofo místico. En cuanto metafísico, a Plotino le traía sin cuidado la tensión entre lo público y lo privado, o entre la riqueza pública y la privada; lo que le importaba era la caída del alma, espiritual, sublime, en la materia, fangosa y oscura…, de la cual había que librarse. Para Agustín lo importante era algo similar visto desde el cristianismo: las caídas del Diablo y de Adán en el pecado por el orgullo y por la avaricia de ser más. El ser humano era un desgraciado heredero de esa caída; el desprendimiento absoluto de la riqueza en los monjes era el remedio más sencillo contra ambos pecados trascendentales (pp. 364-387).
 
Dejando de lado, de momento, a Agustín, Brown se concentra en otra figura básica para comprender la concepción y el uso de la riqueza en la Iglesia. Representa un paso importante en nuestro libro el tratamiento de la renuncia a los bienes del laico Paulino de Nola (en realidad nacido en Burdeos, pero pasó buena parte de su vida en Hispania: fue ordenado sacerdote en Barcelona) y el uso que de ella hizo en favor de los pobres de la Iglesia y del culto a los santos. Paulino era un rico senador, que había vivido plenamente la “mística pagana de la riqueza” imperante en el siglo IV, y que Brown escenifica en este momento describiendo la lujosa vida de Ausonio (pp. 391-432). Nunca era bastante la riqueza que se podía poseer: una “villa” rodeada por 264 hectáreas de bosques, labrantíos y viñedos era para Ausonio “una pequeña herencia” (p. 398). Sus pensamientos habituales eran: disfrutemos de la buena vida nosotros que somos felices; los dioses nos la han otorgado por medio de la natura regida por ellos; rodeémonos de arte y de todo lujo; ante todo ¡disfrutemos!, bien bañados, envueltos en perfumes y rodeados de cuantiosas viandas (p. 419).
 
Paulino se apartó radicalmente de todo este mundo, y renunció a toda su riqueza. Brown explica que tal renuncia es a nuestros ojos peculiar, ya que no fue repentina, ni absoluta, de una vez: significaba la venta poco a poco de ellas y el uso de las rentas que iban quedando a disposición de su antiguo dueño para la construcción de iglesias, el culto a los santos como intercesores y las limosnas a los pobres. Tras la renuncia, Paulino seguía siendo rico, pero su riqueza era una “antirriqueza”, ya que su vida era ascética en extremo: él y su mujer, Terasia, habían renunciado a las relaciones conyugales y vivían muy austeramente. Paulino solo administraba sus bienes, no los “poseía”; honraba con ellos la memoria de los santos, en especial san Félix, al que dedicó un santuario, proponiéndolo como modelo para los fieles; y en general entregaba todo a los pobres cumpliendo el mandato expreso de Mt 19,21 (“Vende todo cuanto tienes…”). La observancia del precepto era pura imitación de Cristo, que de Dios se hizo esclavo y se humilló hasta la muerte (pp. 433-463). Este uso de la riqueza era, según Paulino, un verdadero “comercio, pero espiritual”, pues procuraba un intercambio, o transferencia, de la tierra al cielo de los bienes materiales. Era una demostración de que no había hiato alguno entre la riqueza y lo celestial; no eran opuestos, sino que formaban un continuum. El rico epulón no habría ido al infierno (Lc 1623), si hubiera puesto en práctica este comercio; si hubiera dado limosna al pobre Lázaro, estaría por el contrario en el seno de Abrahán (pp. 464-494).
 
Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Martes, 30 de Enero 2018
​La Iglesia y el dinero (III) (963)
Escribe Antonio Piñero
 
Seguimos con la reseña del libro de Peter Brown, Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550)
 
Otro cambio se dio a finales del siglo IV e inicios del V cuando los ricos descubrieron finalmente que se estaba esperando de ellos que actuaran como donantes no solo de sus conciudadanos y de su ciudad, sino también de la Iglesia. Para comprender este paso, no fácil de valorar desde la mentalidad moderna, Brown sumerge al lector en un capítulo sobre el “amor cívico” de la época: “La riqueza y sus usos en el mundo antiguo” (pp. 140-176). El sentido de la riqueza entre los romanos estaba gobernado por un cierto “sentir común” entre las gentes (p. 141: atención aquí a la traducción, pues este sintagma se vierte por “el sentido común”, lo cual es algo muy diferente) que pivotaba sobre unas ideas sencillas: no era preciso indagar sobre el origen de la riqueza, sino hacer hincapié en unas necesarias relaciones asimétricas impuestas por la naturaleza misma de las cosas: “Se suponía que, en una ciudad, los ricos debían ser generosos y de buen corazón y los pobres de esa misma urbe, suplicantes y agradecidos” (p. 146).
 
Pero no se trataba de los “pobres” como se entiende hoy, es decir, los menesterosos, hoy sino los pobres entre los conciudadanos, normalmente libres, no esclavos. En el mundo antiguo se distinguía muy bien entre el populus o plebs (con todos los derechos) y los pobres, sin derecho alguno (pp. 170-177. Por ejemplo, “El populacho no exigía a gritos que el pobre recibiera también los subsidios”, (sino solo ellos, los ciudadanos). Los obispos cristianos desaprobaron esta actitud –que se denomina “evergetismo cívico”– porque no incluía en las donaciones a los pobres de todas clases (159-161), sino a unos pocos. Por otro lado, la donación tenía para el donante un aspecto de gloria y honor mundanos, de celebración popular de su personalidad, más perceptible aún cuando se financiaban “Juegos” y el donante era aclamado y jaleado por ello (pp. 165-180). Brown da cuerpo visible a estas concepciones cuando describe minuciosamente la riqueza de las clases elevadas de la Roma del siglo IV, ejemplificada en la figura del rico senador Quinto Aurelio Símaco, que vivió entre el 340-402 (pp. 215-266).
 
Los sermones de los grandes predicadores cristianos, como Agustín, clamaron contra este concepto pagano de la riqueza. En concreto bramaban contra el aborrecible “dispendio” de los Juegos, porque ese dinero se detraía de la Iglesia, la cual podría canalizarlo a paliar el hambre de los necesitados. Comenzaba así a dibujarse una competencia entre la Iglesia y la Ciudad terrenal (p. 181); Pero incluso a los ricos cristianos costaba distinguir entre la verdadera limosna y el derroche de los Juegos (p. 183); entonces los predicadores recordaban que la donación a los pobres era el altruismo perfecto, ya que no se esperaba recompensa alguna en la tierra. Esta insistencia correspondía a un cambio en la valoración social: si antes se distinguía entre ricos buenos y malos, entonces se empezaba a forjar la simple distinción entre ricos y pobres, unos con derechos; otros, sin ellos. Los primeros podían ser crueles e inhumanos, pero los segundos eran simplemente “hermanos”. Antes el pobre clamaba por su mera subsistencia; ahora el pobre exigía justicia, como en la teología del antiguo Israel, el derecho al reparto de los bienes de Dios producidos por la tierra. Antes se donaba para conseguir una honra terrenal; ahora se daba a los pobres para conseguir un honor celestial: la plebs antigua era ahora sustituida por el pueblo cristiano que tenía igualmente sus derechos, no a la annona por ejemplo, (el reparto de comida a la plebs romana a precios muy bajos, pero solo a los que eran ciudadanos romanos; no a los pobres indiscriminadamente), pero sí a la justicia (pp. 183-195).
 
Así pues, a finales del siglo IV existe ya, gracias a los sermones sobre la riqueza, una distinción clara entre la Ciudad (terrenal y pagana) y la Iglesia (celestial y cristiana) que era la única que defendía a todos los pobres. Hay en ello elementos sociales innovadores: una mutación de objetivos: por un lado, restablecer el derecho por medio de la limosna y la donación; por otro, evadirse del mundo y abrirse un camino al paraíso. Los ricos podían “comprar el cielo con los dones terrenales” (p. 199). El Dios misericordioso de los cristianos cancelaba las deudas de los pecados con los dones a los pobres; el cepillo que recogía las limosnas era la cuadriga que transportaba el dinero al cielo (p. 203). Un mero vaso de agua significaba tener un tesoro celestial (Mt 10,42). Así, entre el 370 y el 400 había surgido un sentido nuevo para la vetusta donación meramente cívica y terrenal (p. 205). Este nuevo sentido es ciertamente precursor de la Edad Media (p. 210).
 
Un par de capítulos vienen luego dedicados por nuestro autor a la figura de Ambrosio, nacido en Tréveris (Trier, Alemania, en el 339), pero famoso por haber sido elegido obispo de Milán en el 374, donde ejerció hasta su muerte en el 397. Ambrosio había sido gobernador antes que obispo y ha pasado a la historia como un hombre de iglesia autoritario que puso por primera vez de rodillas a todo en emperador, Teodosio I. Ambrosio supuso el fin de un cristianismo discreto (pp. 269-271). En lo que respecto al pueblo cristiano Ambrosio, muy dadivoso con los pobres, recibió a lo largo de su vida el apoyo de ese pueblo (los pobres como populus cristiano: p. 283) como si de un gobernador rico y secular se tratase.
 
Ambrosio fue el primero que compuso –a imitación del De officiis, “Sobre los deberes”, de Cicerón– el primer tratado sistemático sobre los deberes del clero, lo cual supuso un primer paso para su aburguesamiento. La tesis principal de su tratado es que la ausencia de avaricia y de riquezas al principio de la historia de la humanidad había sido una edad de oro, corrompida luego por el vicio. La corrección que suponía el cumplimiento del deber podía hacer que la humanidad volviese a su primer estado no adulterado aún por la avaricia y la ausencia de solidaridad. Y, a la vez, su tratado fomentaba la cohesión de la comunidad y del clero en torno al cumplimento de esos deberes, aunque muchos de ellos fueran simplemente cívicos. Al reflexionar sobre el cultivo y ejercicio de la humanitas y de la benevolencia natural podía hacer regresar a las gentes a la edad dorada, feliz y desegoísta (pp. 279-286).
 
Ambrosio meditaba igualmente sobre la propiedad y la solidaridad. La naturaleza por sí misma hacía tender al individuo no solo a poseer más y más, sino a compartir, ya que la natura es el origen de toda riqueza y esta es común, para todos. La comunidad humana, y más aún la cristiana, debía aspirar a recuperar la primitiva comunidad de bienes, la que fue una sociedad abierta a todos como la tierra indivisa. La bondad primitiva se recuperaba por medio de la donación, que no es otra cosa que el cumplimiento del deber cívico y social de la solidaridad. La limosna no es condescendencia; es devolver lo que originariamente pertenecía a todos; significa la alegría compartida de una tierra feliz. Aunque discurra por estos derroteros, el lector moderno debe entender que su tratado no significaba aún un programa de reforma social al estilo moderno, sino una nostalgia del pasado (pp. 287-294).
 
Seguiremos con el breve comentario a este excelente e ilustrativo libro
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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El jueves pasado, 25 de enero 2018, di una  conferencia en el salón de actos de la Biblioteca Municipal de Verín (Orense). Es una institución benemérita y más que una Biblioteca… Sus bibliotecarios, Vicente y Aurora, son los auténticos agitadores culturales de esa villa, y organizan múltiples eventos, como Taller de lectura, Taller de escritura, Conferencias, Minicongresos. Por ejemplo, en mayo de este año 2018, habrá un Congreso en torno a la “Novela histórica” (género literario absurdamente ignorado en los su plementos culturales de los periódicos) en la que participarán Javier Sierra, José Calvo Poyato y José Luis Corral. Nada mal para una villa que tiene unos 14.000 habitantes.
 
Por si a alguien le interesa, mi conferencia sobre “Los Manuscritos del mar Muerto y los orígenes del cristianismo está subida a Internet. Fue presentada por Manuel Mandianes, antropólogo, del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), hombre ilustre y apreciado en la zona. Po cierto, El Dr. Mandianes tiene un Blog en Religión Digital que lleva el título “El antropólogo nihilista”
El enlace a la conferencia es el siguiente:
 
https://www.youtube.com/watch?v=asmISdlw0Uk
 
Saludos de nuevo
Domingo, 28 de Enero 2018
Algunos enlaces que quizás interesen a algunos (962)

 
 
Escribe Antonio Piñero
 
 
Los dos primeros lunes de cada mes tengo un Seminario para los amigos que lo desean con el título “Investigación actual sobre Jesús de Nazaret”. En él voy desgranando poco a poco la “vida” de Jesús con sus principales cuestiones y la discusión científica que suscita.
 
 
Llevo ya unas 60 clases, pero últimamente a un amigo se le ha ocurrido grabar las clases y subirla a You Tube. El Seminario tiene lugar en La Ramallosa (Pontevedra, al lado de la más conocida Baiona) en un local donde está “El Mercado de la tía Ni”.
 
 
 
Las clases duran hora y cuarto aproximadamente. Ahora vamos por el tema 25: “Jesús Hijo de Dios” y estoy haciendo una historia dela concepciones en torno a la filiación  divina en Egipto, Grecia-Roma, Mesopotamia y en el judaísmo hasta el siglo II d. C. Luego lo aplicaré a la cuestión cómo entendió Jesús su filiación y cómo sus seguidores desde Pablo de Tarso en adelante la entendieron… que fue bastante diferente.
 
 
El enlace es
 
 
https://www.youtube.com/playlist?list=UURlbwOFGEkh4aaxUGkQrx3g
 
 
 
Aprovecho para recoger aquí otros tres enlaces de recientes programas de radio en los que he intervenido en plan de entrevista más bien larga. El tema es, como otras veces, “Jesús y el cristianismo primitivo” y uno específico de María Magdalena”:
 
 
1. Programa “Luces en la oscuridad”, de Gestiona Radio/Efe Radio/Qué!Radio:
 
http://www.ivoox.com/evangelios-descubiertos-1945-sus-interrogantes-audios-mp3_rf_23145447_1.html
 
Sobre Manuscritos del Mar Muerto
 
 
 
2.  Programa "El Profe Morales" de  Actualidad Radio  de Miami (Florida)
 
 
http://www.ivoox.com/evangelios-descubiertos-1945-sus-interrogantes-audios-mp3_rf_23145447_1.html
 
Sobre el judaísmo del siglo I donde se inserta Jesús
 
 
 
3. Programa “La Buhardilla” de Francisco Cerezo
 
https://www.ivoox.com/buhardila-19-01-2018-audios-mp3_rf_23248293_1.html
 
 
Sobre María Magdalena
  
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
 
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Jueves, 25 de Enero 2018
La Iglesia y el dinero (II) (961)
Escribe Antonio Piñero
 
Foto: Peter Brown

Sigo comentando el libro de Peter BROWN, Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550), y señalo que es una versión amplia de una reseña aparecida en “Revista de libros.
 
Paso ahora al contenido del libro con especial atención a la riqueza de la Iglesia y a la construcción del cristianismo en Occidente, intentando destilar y comprimir la línea argumentativa del autor. El proceso que describe Brown desde la época constantiniana, en torno al 312 –fecha del famoso pero –opino– probablemente falso “Edicto de Milán”, ya que solo lo citan Eusebio de Cesarea y Lactancio– hasta los inicios del siglo VII es en extremo interesante. Tengo aquí un “pero” frente a la idea de la “conversión de Constantino”, sintagma que el autor emplea seis o siete veces en su obra. En mi opinión, y en la de muchos, no hubo tal conversión. Constantino no se bautizó ni siquiera en el lecho de muerte, ni hay signos externos de que lo hiciera. La presunta conversión, vinculada con la aparición del lábaro que llevaba inscrito el crismón, es una pura leyenda. Entre la escasa bibliografía que el autor cita en castellano hay aquí una ausencia de una obra muy bien documentada: el excelente libro de la historiadora Pepa (sic) Castillo, de la Universidad de La Rioja, cuyo título es elocuente, Año 312: Constantino emperador, no cristiano (Laberinto, Madrid 2010). Constantino amparó al cristianismo porque esa religión y sus dirigentes apelaban a una divinidad fuerte, porque estaban unidos sólidamente y el bloque por ellos formado, del veinte por cierto de la sociedad romana de la época, era el más potente. Constantino buscó entonces y buscará más tarde el amparo del dios cristiano para sí y para el Imperio “para que actuara con la misma eficacia con la que parecía haber protegido a su iglesia y a su pueblo, los cristianos, en época de persecución. Y a cambio de esta protección, Constantino recompensaría al clero con privilegios adecuados” (p. 99).
 
El análisis de la época constantiniana y su repercusión en la historia de la Iglesia va precedido de un capítulo general sobre la sociedad en torno al 300. El lector cae en la cuenta de que en la estructura de la sociedad de clase alta en el occidente latino de esa época se reflejaba muy bien cómo la riqueza y el estatus social estaban absolutamente fundidos, algo naturalmente muy antiguo, diríamos que desde siempre, pero que va a indicar en el siglo IV cómo surge una sociedad nueva con nuevas formas de estatus y nuevos modos de manifestar la riqueza, lo cual era el resultado de una reordenación profunda de la sociedad del Imperio en ese siglo. Según Brown, para entender bien el Bajo Imperio, e incluso la historia romana hasta el momento, hay que dejar a un lado la mentalidad moderna según la cual “el poder depende en gran medida del dinero” para pasar a otra concepción, a saber, que “el dinero depende en gran medida del poder” (p. 42). Durante el siglo IV solo se oyen las voces de las ciudades grandes y medianas, y apenas nada del murmullo del cristianismo rústico, que se percibe tan solo en África de Agustín de Hipona (p. 45).
 
El siglo IV no fue pobre en absoluto, como se ha estimado erróneamente por muchos, pero sí fue una época casi “eclipsada por los impresionantes logros del Imperio en centurias anteriores” (p. 47). Como antes, los ricos no eran más que el diez por ciento de la población y los demás eran pobres o “mediocres” (este es el término técnico latino para la clase media) en cuanto a la riqueza. Esto afectó naturalmente a las donaciones a la Iglesia. Es falsa la noticia de la enorme donación constantiniana de bienes raíces a la Iglesia en su lecho de muerte. No hay tal, pues el presunto documento es un falso tardío y Brown no la menciona. El resumen de nuestro autor es acertado en cuanto a las relaciones emperador-iglesia en ese momento: Constantino otorgó a esta última bastantes privilegios, pero apenas riqueza. Lo que fue allegando la Iglesia no procedía de donaciones imperiales ni de donantes ricos, sino de los donecillos de los “mediocres”, que eran la base de las comunidades (pp. 95. 106). Brown refuta una vez más la expandida idea de que los cristianos eran en su mayoría rotundamente pobres, pues pertenecían en general a la clase media. No podía haber donaciones de ricos en el siglo IV porque estos eran prácticamente todos paganos y tenían su mente puesta en otros usos de sus espléndidos haberes: practicar la beneficencia en pro de los ciudadanos de su propia ciudad (una muestra del “amor a la patria”), y engrandecer su propia fama (su “esplendor”, pp. 86-94) de buena persona y de rico dadivoso por medio de la construcción de edificios públicos, y ante todo divirtiendo a la plebe con memorables “Juegos”, que la distraían y animaban durante algunos de los muchos días festivos al año.
 
Es interesante observar aquí con cierto deleite como P. Brown corrige estereotipos de los historiadores de esta época. Pone como ejemplo las erróneas tesis de Mijaíl Rostovtzeff sobre el siglo IV (un autor, por cierto, que era de obligado estudio en la Universidad de Salamanca durante mi carrera del Lenguas Clásicas). Defiende así Brown,
1. Que no hubo tantos latifundios como se ha pretendido.
 
2. Que los colonos o agricultores no estaban necesariamente ligados a la tierra, aunque se hiciera cierta presión porque no trabajaran en otros pagos.
 
3. Que los terratenientes –lo cual es igualmente un hecho durante el siglo V– no eran absentistas, sino que estaban en un continuo viaje pendular entre la gran ciudad y sus bienes rústicos. Y
 
4. Que en el siglo IV hubo pocos súper ricos (pp. 68-75). Y añade otro detalle interesante: los terratenientes de las provincias empiezan a llegar en número consistente hasta el Senado en este siglo. El cambio en la composición del Senado (en la práctica hasta esos años controlado por familias ricas y patricias de Roma) tendría consecuencias a la larga, sobre todo en el siglo VI. Y, desde luego, lo que no cambió en absoluto fue el antiguo esquema social “patrón-cliente”, ya que era un buen sistema para mantener unida a una élite que se fracturaba entre los ricos que procedían solo de Italia y los que accedían a la riqueza de Roma desde las provincias.
 
Del 312 al 370 el perfil social de la Iglesia latina occidental fue la mencionada “mediocritas”, o prevalencia de la clase media, que P. Brown estudia detenidamente en la pp. 95-139. Es esta una época de transición, de “penumbra” o escasez de fuentes (p. 96). Las hay, y muy notables para los años que van del 370 al 430, que formarán el núcleo del libro presente, pues es el tiempo en el que comienzan a producirse cambios verdaderos, que conducirán a la Edad Media, sobre los cuales tenemos una plétora de testimonios. Nuestro autor insiste en que entre el 312 y el 370 el cristianismo vive aún silenciosamente en un mundo reciamente pagano. Los cristianos podían aspirar a que muchos otros conciudadanos se fueran haciendo de su misma fe, pero no podían ni imaginar que con el tiempo el universo social se hiciera cristiano (p. 101). En esos momentos la riqueza de la Iglesia creció solo a base de donaciones de los “mediocres”, no de los nobles o los grandes ricos, si bien es verdad que los emperadores comenzaron a partir del 340 a donar a la Iglesia en forma de la construcción de basílicas o iglesias, hecho que se ralentizó “después de la desastrosa derrota del emperador Juliano (“el apóstata”) en Persia” en el 363; hubo entonces menos dinero disponible y las donaciones se redujeron, así como las exenciones impositivas” (p. 135). Comienza en este momento entre los laicos a perfilarse la idea de que la riqueza se recibe de Dios y que a Dios debe volver… por medio de la Iglesia (pp. 115-117).
 
Un resto de la mentalidad pagana –que buscaba ante todo la honra terrenal del donante– se percibe en el hecho de que se registraban en las iglesias los nombres de los dadores para su honra mundana (p. 118). La donación comienza a pensarse como oración (oratio) y la limosna, como acción buena (operatio). De esta concepción procede parcialmente el lema medieval de que la vida cristiana se resume en oratio et operatio (p. 120), cambiando ciertamente el sentido a ora et labora. Hacer donaciones sustanciosas a los pobres innominados no era aún visto en el siglo IV como virtud cívica, sino puramente religiosa, secundaria en la vida social, que provenía del ámbito judío, trasfondo inequívoco también de la vida cristiana (p. 123).
 
A partir del 350 comienza a remontar levemente el flujo de ricos que se hacen cristianos. ¿Por qué razón? P. Brown ofrece dos. En primer lugar: la Iglesia era un lugar donde se podía conseguir el perdón de los pecados. En segundo, en la Iglesia era posible la huida de la nerviosa intensidad de la vida exterior: “La combinación de rigor moral y de una sensación de libertad respecto a los límites vinculados con el mundo normal, regido implacablemente por consideraciones de honor y reciprocidad (el patronato), aseguraba que las iglesias pudieran ser vistas como lugares de alivio” (p. 129). Ciertos ricos valoraban el que en la Iglesia se diera “una cierta moderación del sentido de la jerarquía y una ralentización del ritmo de la competencia” (p. 204). De una manera silenciosa se había dado ya el primer gran cambio en la estratificación social: los pobres y los “mediocres” pasan del régimen del patronato tradicional a acogerse al poder y al calor de la Iglesia, un nuevo patronato (pp. 136-138).
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html 
Miércoles, 24 de Enero 2018
La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550) (I) (960)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Hace una serie de meses publiqué en la prestigiosa “Revista de libros”, por encargo de su director Álvaro Delgado-Gal una reseña larguita del libro que a continuación paso a darles la ficha completa:
 
 
Peter BROWN, Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550). Original inglés con el título Through the Eye of the Needle, 2012, Princeton University Press, traducido por Agustina Luengo. Editorial Acantilado, Barcelona 2016, 13,5 x 2,15, 1224 pp., con abundante bibliografía, mapas e índice de nombres y analítico de materias. ISBN: 978-84-16748-14-3. Precio: 48 euros.
 
 
He aquí el enlace de esta reseña:
 
 
http://www.revistadelibros.com/articulos/la-iglesia-y-el-dinero-350-55o-dc
 
 
Resulta que el libro me interesó muchísimo, aunque por la fecha del ámbito de estudio se sale un tanto de mi campo usual de trabajo. Hice entonces una reseña demasiado larga, llevado por el interés y el buen ánimo proporcionado por la lectura, que naturalmente era impublicable, ya que tenía unas 15.500 palabras. Así que, con notable esfuerzo y pena, la recorté y se publicó. Pasados ya los meses creo que puede ser interesante que la reseña al completo vea la luz…, y eso hago, dividiéndola por secciones de modo que sea digerible. Aquí va la primera entrega:
 
 
¿Cómo se justifica que se imprima hoy un libro tan voluminoso –y además traducido, lo que añade costes notables a la edición–, sobre un tema relacionado con el Imperio romano tardío, que carece del glamour de la Roma de los grandes emperadores de los siglos I y II? Por varias y sensatas razones. En primer lugar, por el interés siempre vivo por el Imperio más grande y duradero de Occidente, y por los orígenes y consolidación del cristianismo, que acontece precisamente en el mundo tardorromano. Puede añadirse la existencia de un aditivo especial: si a este interés se une el debate vivo y continuo sobre las riquezas de la Iglesia, aumenta notablemente el deseo de la lectura. En un tiempo en el que se discute con animosidad la cuestión de la inscripción de bienes raíces por parte de la iglesia católica en España, puede ser muy interesante indagar cuál fue el origen y el papel que tuvo esa riqueza y su uso en la consolidación del cristianismo. Al fin y al cabo, todos somos conscientes de que ningún fenómeno sociológico importante surge de la nada, sino que tiene su raíz en tiempos más o menos remotos.
 
 
Una segunda razón: porque el libro procede de la pluma de un autor ya conocido y prestigiado por anteriores publicaciones sobre estos temas, quizás ante todo por su espléndida biografía de san Agustín (Agustín de Hipona, Acento ediciones, 2001) y por su obra El mundo de la antigüedad tardía (Taurus). En tercer lugar, porque el libro está bien enfocado, bien estructurado, bien explicado en sus amplios desarrollos, con un buen engarce interno de las ideas desplegadas ante el lector, y por la añadidura en ocasiones de una cierta síntesis de los resultados adquiridos hasta el momento. En cuarto lugar, porque está muy bien escrito, independientemente de su claridad, que ya es un mérito. A través de la traducción, buena en líneas generales (posteriormente haré algún comentario concreto) y que se lee con agrado, se percibe sin dificultad la tersura de la lengua que discurre debajo. Aun no teniendo el texto inglés ante mis ojos y a tenor de la versión, pienso que la prosa original de Brown en este libro de madurez debe de ser fascinante, mejor quizás que la de El mundo de la antigüedad tardía, que conozco bien. Es un gozo dejarse llevar por las frases nada ampulosas, por las más que ricas descripciones, por una cierta ironía que emerge de vez en cuando, por la abundancia de metáforas y comparaciones.
 
 
Además porque dentro de la historia general, que fluye solemnemente, se narran en ocasiones otras “mini historias” de personajes, situaciones y hechos, a veces breves anécdotas que el lector siente necesarias todo lo que eso necesario para entender el conjunto de la acción, el contexto, el ambiente o la atmósfera de lo acontecido. Y todo ello a pesar –en ocasiones– de un cierto abuso del ritmo sincopado, que llega a veces a un desbocado stacatto, es decir, al uso de oraciones breves coordinadas por medio de puntos, no subordinadas como exige el ritmo del castellano. En general, el autor escribe miscens utile dulci (“Mezclando lo útil con lo dulce”), como sentenció el viejo Horacio. Es, sin duda, un sistema infalible para agradar al lector juntar historia con buena literatura, pero no todos los autores tienen ese don –que reparte desigualmente natura y que algunos saben cuidar con mimo– de la narración ágil y divertida. Esta lectura distendida y amena hace agradable el paso rápido de las páginas de un libro del que la gente se quejaría a primera vista: “Es demasiado gordo”. Pues no lo es, ya que no sobra página alguna.
 
 
Aunque depende también de la perspectiva. Si el lector es apresurado y quiere ir rápidamente a la explicación de las situaciones, a un desarrollo breve de los antecedentes para concentrarse con rápido ritmo en las causas de lo que ocurrió, puede parecerle que el autor es a menudo un tanto moroso describiendo el contexto anterior, las raíces; opinará quizás que el número de ejemplos es exagerado, o que se detiene como si fuera un Marcel Proust de la historia en detalles nimios, como cuando describe un mosaico, la decoración de una villa del siglo IV, las cualidades de su vajilla o de sus baños. Este lector podría sentir que la descripción demasiado pormenorizada de los árboles le está haciendo perder el rumbo del sendero, o que está desdibujando el difícil camino en medio de un espeso bosque (véase por ejemplo, las páginas dedicadas a Agustín y su conversión al “dios” plotiniano, pp. 350-354). Mas, por el contrario, si el lector no se siente internamente agobiado por la prisa existencial de nuestros días y puede gustar de una lectura pacífica y tranquila, verá que no solo le divertirá la distensión de los minirelatos que parecen detener una rápida secuencia, sino también que aprenderá con gusto un montón de cosas nuevas e interesantes que lograrán, sin duda, una comprensión de las páginas siguientes más profunda y completa.
 
 
Confieso que me gusta, y me admira, la forma de narrar de Brown: la nitidez, el orden, los adelantos previos de lo va a seguir o los retrocesos para explicar un fenómeno en apariencia nuevo, son delicadezas de gran cortesía para el lector. A menudo se produce una suerte de “suspense” en la narración cuando el autor le advierte, por ejemplo, “Pues hubo buenas razones para ello; veámoslas”; o “¿Cómo se logró que se produjera este cambio?”; o bien “Veamos cómo esta aparente innovación no lo era tanto”. Pero el suspense se alivia cuando el lector percibe que quien le guía es sensato. Es un síntoma de buen juicio el modo cómo el autor va presentando –sobre un personaje, hecho o situación– las tesis generales imperantes en la investigación y cómo una serie de razonamientos echan abajo los que en realidad eran nada más que estereotipos. Es un difícil equilibrio: a menudo, una vez rechazada la hipótesis anticuada, se percibe la sensatez tranquilizante del autor en que luego ofrece razones por las que ese estereotipo se había formado y en qué podría tener algo de razón. Un lector normal, no especialista, y me incluyo entre ellos, cae también en la cuenta de que las síntesis de Brown, los juicios generales que describen un proceso de cambio o las críticas a un personaje o situación, son el producto de un notabilísimo conocimiento, de muchos años, de las fuentes de la época. No es posible emitir con seguridad evaluaciones globales sin esa profunda sapiencia previamente adquirida.
 
 
Me ha interesado mucho el uso que –para las nuevas perspectivas ofrecidas en este libro, a menudo deslumbrantes– hace el autor de los instrumentos que algunos consideran aún “ancilares” de la historiografía, al pensar que esta se realiza sobre todo a base de textos: la arqueología, la epigrafía y las consideraciones sobre el arte del momento. Las nuevas propuestas interpretativas de hechos y personajes ofrecidas por Brown están siempre basadas –aparte naturalmente de renovados análisis de los textos clásicos– en recientes hallazgos arqueológicos, epigráficos, artísticos e incluso numismáticos, o en nuevas valoraciones de los datos por parte de las ciencias sociales. El peso de la arqueología y de la epigrafía es imponente en las conclusiones que va alcanzando Peter Brown en las diversas secciones de este libro.
 
 
Es posible que el lector se pregunte al principio de la lectura, o en el curso de la amplia Introducción (pp. 15-34), si será una buena herramienta el tomar la riqueza, su creación y su uso, como guía para describir un mundo tan complejo como es el Imperio tardorromano. Tenía mis dudas a priori en las primeras páginas, pero estas se debían a una cierta deformación propiciada en algunos momentos al considerar el cristianismo ante todo como un fenómeno ideológico. Es cierto que, al principio mismo de su formación, cuando esta religión no era más que un mero apéndice del frondosísimo árbol del judaísmo del siglo I, las ramas de tal árbol se diferenciaban casi solo por la diversa ideología, por ejemplo, de fariseos, esenios, saduceos, judeocristianos. Pero luego caí en la cuenta de que elegir la consideración de la riqueza como instrumento heurístico en la investigación de la época bajoimperial (a partir del siglo IV) y en concreto en la formación del cristianismo, era totalmente acertado.
 
 
Ciertamente la acumulación de riqueza por parte de la Iglesia, los análisis que se hicieron en su seno sobre sus orígenes, sobre la posible renuncia siguiendo el mandato de Jesús (“Vende cuanto tienes y dalo a los pobres…”: Mc 10,21), sobre el rechazo de esta renuncia y sobre el uso que puede darse a unos bienes acumulados poco a poco, fue y es importantísimo para ver la conformación del cristianismo y la constitución de la Iglesia que de él emana. Hay que explicar por qué ya a inicios del siglo VI, y plenamente en el VII, era esta institución el primer terrateniente del mundo latino, y cómo este hecho condujo hacia el universo feudal de la Edad Media, donde la Iglesia tuvo un papel predominante gracias a su poderío terrenal. No es precio ser historiador marxista para caer en la cuenta de que la ideología se explica por el desarrollo de la economía y la sociedad.
 
 
Seguiremos.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Lunes, 22 de Enero 2018
El compromiso silenciado de G. Puente Ojea (y III) (959)
Escribe Antonio Piñero
 
Finalizo hoy la exposición de los motivos de por qué es importante la obra de Gonzalo puent Ojea sobre el origen de la creencia en el alma y la religión.
 
La crítica al fenómeno religioso por parte de Puente Ojea en su obra La religión ¡vaya timo! vuelve a defender con gran energía la hipótesis animista de Tylor, montada sólidamente sobre el materialismo y el evolucionismo que he mencionado en postales anteriores, asumidos en conjunto desde la convicción firme y justificada de que el origen de la religiosidad se halla en el cerebro humano y no en la extasiada contemplación del firmamento y de las fuerzas que lo habitan. Esta última idea era y sigue siendo, según calificación de Gonzalo, pura ciencia-ficción religiosa al servicio de los dioses y luego monoteísmos en vigor. La premisa de la que partía Tylor era certera, según Puente: en el hombre todo es materia, incluida la mente y su estructura neurológica; y esa materia es energía física en movimiento. Este planteamiento mentalista/materialista queda protegido de cualquier deriva idealista a largo plazo porque es el único que hunde sus raíces en un sistema nervioso producto de la transformación de la energía y la evolución de la materia viva en el curso de milenios, en los que el ser humano se ha adaptado al medio logrando la supervivencia colectiva.
 
 
Según Puente Ojea, el descubrimiento tyloriano de los mecanismos materiales de la invención animista por el Homo sapiens sapiens tiene un gran rigor lógico, propio de un gran hombre de ciencia como era Tylor, aunque este no contara entonces con los instrumentos y materiales de prueba de los que hoy disponemos. La creencia en almas y espíritus, producto de la mente humana (como ya vio Jenófanes de Colofón en el siglo VI a. C.) fue una paradójica racionalidad –aunque fallida a nuestros ojos de hoy– que otorgó a los seres humanos la pseudo solución del problema principal y prioritario: vencer a la muerte con la esperanza de una nueva vida en el más allá. Pero este error de considerar una realidad lo que era un mero producto de la mente fue dramático y generó consecuencias más gravosas que las que evitó… es decir, sumió al hombre en una tiranía creada por él mismo. Sin embargo, constituyó el hecho más determinante y revolucionario de la historia humana, porque la mayor parte de los seres humanos siguen siendo, todavía hoy, víctimas de esta falsa “solución” a las cuestiones de la existencia, y al deseo de inmortalidad, soluciones que la religión aporta. Estas soluciones hacen dormitar a la conciencia y la sumen una falsa tranquilidad
 
 
El rechazo por parte de Puente Ojea de la creencia en el alma inmaterial/espiritual e inmortal llevó consigo la afirmación de que, una vez que queda probada su inexistencia, se hace imposible la religiosidad y la religión. Naturalmente, esta idea levanta ampollas en muchos lectores. Y es claro que en la obra de Puente Ojea, el alma y sus funciones son sustituidas por el cerebro humano y el conjunto de sus funciones, tema al que dedica muchas páginas. En ellas examina nuestro autor prácticamente el pensamiento de todos los autores relevantes tanto de la psicología racional como de la neurofisiología, de la teoría del conocimiento y otros campos análogos. El lector de hoy día, que no tiene claros los conceptos en torno al yo y al cerebro/mente que sustituyen al concepto del alma, mítico del todo según Gonzalo, encuentra un punto de partida sobre las teorías actuales –que le serán muy útiles para la propia reflexión– en otro libro: Vivir la realidad. Sobre mitos, dogmas e ideología. Aquí vuelve a defender Puente Ojea– el alma debe interpretarse como la mente humana que ocupa todos los pliegues del cerebro; es esa mente la que genera el “yo” por obra de la memoria del pasado y del presente junto con los deseos imaginarios del futuro. Por consiguiente, el yo, según Gonzalo, no es más que un estado funcional del cerebro. De ahí se deduce que el mencionado estudio del funcionamiento de este órgano es la única vía para comprender los fenómenos en torno al yo y sus concomitantes, como son los estados llamados espirituales, o producidos por el alma y el espíritu, según la mayoría.
 
 
Si el ámbito estrechamente relacionado con la hipótesis de la existencia o no del alma es el estudio detenido del cerebro y la reflexión filosófica en torno a sus funciones, ello llevó a Puente Ojea a crítica de libros que informan de los adelantos de la neurociencia hasta nuestros días. El resultado de este estudio conduce a otro campo emparentado, la crítica a la opinión común sobre la constitución del universo. Sus estudios más recientes llevaron a Gonzalo a fortalecer la conclusión (ya expresada claramente en Ideología e Historia en los años 70 del siglo pasado) ya obtenida: no existe un dualismo esencial en el universo –materia y espíritu– sino un monismo: todo es material; todo es reducible a procesos materiales, físico-químicos o electro-magnéticos.
 
Es fácil comprender que esta idea es notablemente escandalosa para muchos. Sin arredrarse, Puente Ojea sostuvo –y provocó la discusión a este respecto– que la cuestión del fenómeno religioso no se dilucida en torno al tema de si existen o no dioses (discusión vana,  si previamente ha quedado establecido que los dioses no son más que referentes imaginarios de una mente dominada por el animismo), sino en si existe o no lo sobrenatural. Y es claro que si no hay alma, no hay sobrenatural.
 
 
La crítica de Gonzalo Puente Ojea a la religión en general, privada ya de su base al negarse la existencia del alma, giró en torno a la defensa de la idea de que la religión es una pura fantasía de la mente alienada. La alienación mental intenta garantizar la creencia en una vida que perdura por siempre, con la consiguiente supresión definitiva de la muerte. Pero frente a esta superstición, que Gonzalo creía esquizoide, volvía a defender que la ciencia prueba que no existe más que la materia. Entonces, ¿qué es el espíritu? No es otra cosa –afirma– que la manifestación más sutil de la materia, como en realidad pensó ya casi toda la filosofía griega. En los libros mencionados, Puente Ojea mostró, por medio de todo tipo de argumentos, históricos, filosóficos y científicos, que el monismo materialista es absolutamente inatacable, intachable desde el punto de vista científico. Y era radical al respecto, de modo que –para él– ni siquiera era defendible como posición atenuada del ateísmo, el lema spinoziano Deus, sive natura.
 
 
El penúltimo libro de Puente Ojea, La religión ¡vaya timo!, de 2009, vuelve a sostener, ampliando la argumentación, que como principio ontológico básico solamente existen estados y procesos de la energía física, diversificables por sus condensaciones y sus niveles de complejidad. Tales procesos generan en el sujeto humano cognoscente estados mentales, sensaciones, percepciones y representaciones de referentes verdaderos externos, naturalmente materiales. Estos referentes son el universo o naturaleza, que es todo lo que existe y nada más que lo que existe. De ahí se deriva un principio epistemológico: todo lo que puede conocerse y explicarse tiene que explicarse por referencia a lo que hay en el universo. Naturalmente este principio afecta a la idea de Dios y a la religación del ser humano con él. Una revelación que trascienda al universo natural no es posible. En consecuencia también, la idea de un Dios inmaterial queda descartada.
 
 
La teología en sí fue otro de los objetivos de la severa crítica de Puente Ojea. Para él es evidente que lexemas o enunciados de orden "sobrenatural" como espíritus, ángeles, encarnación del Hijo de Dios inmaterial y espiritual, concepción virginal de Jesús por la acción del Espíritu Santo, la Trinidad como tres Personas divinas en un sólo Dios verdadero, la transubstanciación de las especies eucarísticas en cuerpo y sangre de Cristo, etc., son productos todos ellos teológicos. Para Puente Ojea solo son falsos enunciados de forma lingüística o gramatical vacía, absolutamente infalsables, inidentificables y sin significado representable, ni material ni mentalmente. Es decir, según Puente, ni existen ni son nada. Sostiene también que ninguna revelación mística nos ha dicho jamás algo sobre el universo que no pudiera haber estado antes dentro de la cabeza de un místico.
 
 
Según Puente, el monoteísmo judeocristiano se basa en la historia sagrada de la Biblia, que es un mito puro. En este ámbito, la crítica de nuestro autor consiste básicamente en endorsar las certezas que la moderna arqueología ha puesto a disposición de todos: las historias bíblicas de la creación y del origen del pueblo de la revelación, Israel, son mitos construidos a partir de la reelaboración de ciertos vagos recuerdos de la inmigración de gente cananea a Egipto y su expulsión del delta en el segundo milenio a. C. Y nada más, porque el relato del libro del Éxodo no es otra cosa que una mera ampliación elaborada a partir de un exaltado sentimiento nacionalista/religioso de esos vagos recuerdos reelaborados básicamente con elementos que proceden del siglo VII a. C., en concreto del reinado del rey Josías. Aquí se une Puente de modo evidente a la crítica arqueológica de la Biblia de Finkelstein y Silberman en La Biblia desenterrada.
 
 
Finalmente otra parte de su dura crítica al fenómeno religioso recae en lo que estima una tergiversación de Pablo sobre lo ocurrido con Jesús de Nazaret. Pablo construye una teología sobre Jesús que no tiene el menor apoyo histórico en una figuración históricamente plausible del Nazareno. Y, a su vez, los sucesores del Tarsiota, comenzando por el evangelista Marcos, no hicieron más que reelaborar la historia real de un pobre artesano judío, procedente de un oscuro poblacho de Galilea, convirtiéndolo en el Cristo celestial. Esta tergiversación ha sido, según él el gran timo eclesiástico que dura hasta el día de hoy y que gobierna el sentimiento religioso de centenares y centenares de miles de humanos.
 
 
En conclusión: se puede estar o no de acuerdo con las bases sociológico-históricas del animismo tyloriano, con la aseveración de que el monismo materialista es la única explicación del universo, que no existe el alama, sino solo las funciones cerebrales…, y con  crítica final de Puente Ojea al fenómeno religioso en general, a su negación de la existencia del alma y de Dios, en concreto del monoteísmo judeocristiano que implica la divinización a ultranza de Jesús de Nazaret y que da origen al cristianismo de nuestros días. Pero sí es absolutamente cierto que en su obra hay una abundantísima materia de reflexión, que ilumina los orígenes de la religión y en concreto de la cristiana y que pone a la luz sus posibles contradicciones y problemas. No es posible pasar por alto esta crítica como si no se hubiese publicado.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Jueves, 18 de Enero 2018
El compromiso silenciado de G. Puente Ojea (II) (958)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Sigo con la exposición de las ideas de Puente Ojea, a cuya difusión dedicó gran energía y pasión. Puente sostuvo siempre que el Jesús de los Evangelios –libritos que la gente lee, si es que los lee,  sin reflexión alguna– es en realidad el Cristo divino que propuso Pablo. Ese Jesús está desjudaizado, desescatologizado (que ha perdido un tanto la urgencia del fin del mundo) y despolitizado. Si hoy levantara la cabeza, no se reconocería en los Evangelios. Geza Vermes sostuvo alguna vez que Jesús de Nazaret sólo firmaría hoy las tres primeras proposiciones del credo recitado en las misas de la Iglesia católica (el símbolo niceno-constantinopolitano del 451 d. C.).
 
 
Para Puente, el Jesús de Pablo fue realmente el producto de una mentalidad judía apocalíptica, que sustituyó al Jesús de la historia…, quien al final de su vida se declaró mesías de Israel, un mesías davídico ciertamente, no un mesías cristiano, como se proclamaría después siguiendo el pensamiento del Tarsiota. Pablo fue el que cambió un mesías judío, humano, interesado solo en la salvación e Israel, en un hijo de Dios, real, óntico, y casi preexistente, que derrotó parcialmente a Satanás ya en vida, y de una manera total con su muerte en cruz en pro de la salvación de todos los humanos.
 
 
La realidad fue, según Puente Ojea, que esta muerte –producto de una pena romana, la cruz, que castigaba a los sediciosos contra el Imperio– se mudó por obra de la exégesis paulina en un sacrifico voluntariamente aceptado según un eterno designio divino para redimir el pecado de toda la humanidad. A esta concepción se añadió la idea de que Dios consumó su designio salvador vindicando a Jesús por medio de su resurrección, y elevándolo a los cielos, en donde habita a su diestra. Al final de los tiempos volverá Jesús como mesías triunfante a este mundo para el Juicio final y para establecer el reinado divino. Toda la obra de Puente es un intento de corregir esta imagen puramente teológica, ahistórica, imaginativa, que sigue líneas judías del pensamiento helenístico, y de sustituirla por lo que realmente fue: la figura de un Jesús, mesías judío, que fracasó en su empresa de instaurar el reino de Dios en la tierra de Israel. Naturalmente esta perspectiva es un cambio tan monumental en la mentalidad del hombre corriente que es rechazada por la inmensa mayoría. Pero, decía Gonzalo, la semilla ya está echada, y la verdad histórica se irá imponiendo por su evidencia intrínseca, aunque sea poco a poco. En su opinión, la Iglesia aferrada a los dogmas, a esta visión de Pablo, tan poco comprensible para el mundo de hoy, se irá desmoronando por la misma fuerza del desarrollo de la razón general
 
Y al hilo de esta idea, Puente afirmaba que debe aceptarse que la crítica seria al fenómeno religioso en España es escasa. Él intentó rellenar este vacío. Y lo consiguió en parte, puesl conjunto de sus libros al respecto –Elogio del ateísmo; Ateísmo y religiosidad; El mito del alma; Animismo. El umbral de la religiosidad, y La religión ¡vaya timo!– forman un bloque de una gran entidad. Solo este hecho es ya una notable prueba del impulso que la crítica del fenómeno religioso recibió por parte de nuestro autor. Es fundamental, dentro del elenco de ideas axiales que generan la lectura de estos libros es el aliento al debate y la crítica en torno a la existencia del alma/espíritu, el cerebro/mente y el yo, el nacimiento de la religiosidad y el origen de la religión. Como pivote sobre el que descansan y giran todos ellos, el mito del alma es básico. Siempre defendió Puente que el alma, o el yo, está en el cerebro y que –aunque no lo podamos explicar aún del todo– sus funciones son puramente materiales, una mezcla de física, química e impulsos eléctricos. A este propósito en sus libros dialogó críticamente con las ideas de Richard Dawkins
 
 
Para el estudio del nacimiento de la religión y del fenómeno religioso en general es básica la atención que Puente Ojea invitó a conceder a la teoría del animismo como origen de la religión. El animismo fue defendido ante todo por Edward B. Tylor (en su obra Primitive culture.  Researches into the development of mythology, philosophy, religion, language, art, and custom, de 1871, traducida parcialmente al español como Cultura primitiva II. La religión en la cultura primitiva. Madrid, Editorial Ayuso, 1981), y Puente Ojea se une decididamente a esta corriente interpretativa, que recibe un fuerte impulso en las obras Ateísmo y religiosidad y El mito del alma.
 
A estas obras dedicó Puente Ojea mucho tiempo y energía, aunque quizás tuvieron menos difusión de lo que él mismo supo. Seguiré el próximo día con la exposición, a modo de vista de pájaro, de las ideas directrices del pensamiento de Puente.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Martes, 16 de Enero 2018
El compromiso silenciado de G. Puente Ojea (I) (957)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Hace unos días me ha llegado el libro editado por Miguel Ángel López Muñoz, Emancipación e irreligiosidad. El doble compromiso silenciado de Gonzalo Puente Ojea. Publicado por Thompson Reuters Aranzadi, Madrid 2018, 201 pp.  17 x 24 centímetros. ISBN: 978-84-9177-648-2. No sé el precio. Este libro está publicado por un buen monto de lectores y amigos de G. Puente Ojea (GPO), y trata de los temas generales siguientes:
 
Ilustración y religión en GPO; su trayectoria intelectual y diplomática; orígenes del cristianismo en el pensamiento de GPO; heterodoxia y silenciamiento por parte de la sociedad (“un espeso manto de silencio es la mejor manera de luchar contra las verdades molestas”; fe cristiana e irreligiosidad; Los fundamentos de la irreligiosidad; el mito de Cristo; libertad, emancipación y laicismo; el poder de la Iglesia Católica en España; el ateísmo; la Europa laica. Como puede verse un buena cantidad de temas de molesta reflexión para algunos.
 
 
Mi amigo Xabier Pikaza ha publicado en su Blog su contribución a este volumen y se ha deshecho en elogios, con razón, de la probidad intelectual de GPO, a pesar de que sus ideas sobre la religión y Jesucristo sean diametralmente opuestas. Es este un diálogo muy cortés y civilizado. Por mi parte, voy a resumir mi contribución a este volumen, indicando las líneas esenciales de ella, con el deseo de no torpedear la lectura de la contribución en sí y del volumen en general, que considero muy interesante y útil.
 
 
 La actitud de GPO ante cuestiones como la existencia de Dios, el origen de la religión, la creencia en el alma y el fenómeno religioso, existencia y reinterpretación de Jesús de Nazaret, el nacimiento del cristianismo; el devenir cristiano en los siglos posteriores a su nacimiento, la Iglesia como estructura de poder ha sido de extremo sentido común: el ser humano reflexivo no puede aceptar nada que no haya sido cribado por su razón. No tiene el hombre otro instrumento de conocimiento que no sea este.
 
La crítica severa practicada por GPO lo condujo a un cuestionamiento radical de los valores consagrados socialmente por una tradición que se vuelve, con el paso del tiempo, irreflexiva. GPO se fue rodeando de libros, muchos libros, de autores solventes que le ayudaron a madurar intelectualmente. Dotó así a su mente de herramientas heurísticas, de pautas de información y de análisis, de modo que su intención de explicar el mundo y el ser humano pudiera llegar a un puerto seguro. Su argumentación debía estar sólidamente fundada.
 
Desde un momento temprano de su autoformación intelectual vio GPO con toda nitidez que su mejor contribución a la necesaria enmienda de la pobreza intelectual de muchos españoles era ahondar en la naturaleza de la ideología cristiana primitiva –la atmósfera intelectual que le había tocado vivir– y de nociones que la rodean, como el alma humana y su existencia. Otros temas conexos, como la posibilidad de la idea de Dios o las raíces del “yo”, vendrían engarzados ineludiblemente con el estudio del fenómeno cristiano. Sacar a la luz la génesis de esa ideología podía contribuir a liberar a las gentes de las pesadísimas cadenas de una inercia intelectual que no dejaba percibir la realidad que hay detrás de la práctica actual del cristianismo
 
Respecto a los orígenes del cristianismo, su obra  Ideología e Historia. El cristianismo como fenómeno ideológico, es básica. El fenómeno histórico y teológico cristiano no podía entenderse si no se iba al fundamento, que se halla en el Nuevo Testamento y desde donde arranca la religión cristiana. Puede presumirse, según GPO, que La personalidad de Jesús de Nazaret, no existiría históricamente, no habría habido influencia alguna de Jesús a lo largo de los siglos hasta ahora sin reinterpretación que de ella hizo Pablo de Tarso. y la potencia arrolladora de su sistema religioso, Es altamente probable que el Nazareno hubiera quedado relegado a uno más entre los personajillos que se creyeron agentes mesiánicos en Israel desde la muerte de Herodes el Grande (4 a. C.) hasta el estallido y consolidación de la primera gran guerra de los judíos contra el Imperio Romano (66-73) y su continuación a finales del siglo I (revueltas judías en tiempos de Trajano 114-117) y en la primera mitad del II (segunda guerra judía, a la que pone fin Adriano: 132-135).
 
 
Puente Ojea fue el primero en España que importó de manera sistemática la crítica literaria e histórica de los Evangelios (y del conjunto del Nuevo Testamento) que había comenzado en Alemania en 1768, fecha en la E. G. Lessing publicó el importantísimo opúsculo de H. S. Reimarus “Sobre el propósito de Jesús y el de sus discípulos”. Sin una crítica radical de la historicidad de los evangelios, y de la influencia que en su teología había tenido el pensamiento de Pablo, era imposible comprender el origen de la religión cristiana. Y en segundo lugar, percibió que la base del desarrollo del cristianismo era la unión, fusión, o mezcla (Gonzalo lo llamó siempre “hibridación”) del Jesús de la historia, con el “Cristo de la fe”, teologuema fundamentado básicamente en la especulación paulina.
 
La obra anteriormente mencionada, Ideología e Historia, supuso un vuelco radical en los hábitos de la exégesis y de la historia del cristianismo primitivo entre los estudiosos de lengua española que tuvieron la agudeza de comprender la inmensa importancia de lo que se les ofrecía en ese libro. Y quienes se opusieron a esa nueva manera de interpretar el Nuevo Testamento dieron fe igualmente de su trascendencia manifestando una enérgica repulsa…, claro indicio de la peligrosidad que suponía para la manera tradicional de pensar a Jesús y a la Iglesia en una España en gran parte ausente de las novedades exegéticas y teológicas que circulaban en Europa y en Norteamérica.
 
 
Puente Ojea ayudó notoriamente a caer en la cuenta de que era inútil, ininteresante y superfluo, desde el punto de vista científico de la historiografía, empeñarse en negar la existencia histórica de Jesús de Nazaret, una vez despojado este de todos los adornos y excrecencias del Cristo de la fe unidas indisolublemente a su figura. ¿Qué provecho se obtiene –defendió Gonzalo– en meterse en la ciénaga de explicar la existencia del cristianismo negando a su vez la existencia real de un mero menestral, un maestro de obra, un carpintero de Judea metido –como antes Hillel u otros colegas de la época como Haniná ben Dosa o Rabí Honí, el trazador de círculos– a maestro de la ley de Moisés, y a “hombre de Dios”, a sanador y exorcista, un mero ser humano perfectamente situable en el magma rico del judaísmo del siglo I? No se obtiene provecho alguno (y sí muchísimos dolores de cabeza, provocados por un laberinto insoluble, como sostuvo Puente) del propósito de intentar una explicación del complejísimo y contradictorio corpus que es el Nuevo Testamento sin la existencia histórica de ese carpintero de Nazaret, repensado, idealizado y divinizado por Pablo y sus seguidores. Si se imagina, con pobres argumentos, que Jesús fue solo un mero mito literario no hay manera alguna –defendió Puente– de aclarar el nacimiento de un cristianismo que tanto nos afecta ideológica y socialmente.
 
Contra novelerías poco fundadas y acríticas, Gonzalo fue el paladín de la defensa de una idea básica: “Jesucristo” como tal no existió nunca, ya que es la mezcla, la hibridación,  de un Jesús, un personaje histórico, diminuto dentro de su época, con un glorioso y gigantesco “Cristo de la fe” como entidad divina, que es un constructo intelectual, teológico.
 
Ese ente humano-divino compuesto, “Jesucristo” es, en su conjunto, un concepto teológico, y como tal una creación humana; una noción  que, por mucha capacidad que tenga de actuar en los corazones de los hombres (piénsese, por ejemplo, en la noción de “patria”), no existe en sí mismo puesto que es solo –o al menos en gran parte– un mero producto dependiente de una mente pensante. Por el contrario, esa hibridación del Jesús de la historia con el Cristo de la fe, si se entiende bien, da cuenta perfectamente de la ideología ambivalente –“ambigua” era la expresión favorita de Gonzalo– que habilitó a la iglesia cristiana para desenvolverse en el mundo. Ese híbrido –argumentaba– permitió a sus seguidores “un calculado vaivén” entre una retórica revolucionaria, presentada a la vez como espiritual y pacifista, y una práctica de poder eminentemente conservadora, tradicional, nada revolucionaria, que sirvió, y sirve a la Iglesia, para controlar de manera inflexible al grupo de sus fieles desde el punto de vista ideológico, social e incluso económico. Y no solo al grupo interno, sino también a la sociedad exterior… si se deja.
 
Para mí, GPO tuvo el inmenso mérito de iniciar en España la puesta en cuestión de las pretensiones de verdad (“pretensiones veritativas” era su expresión) de la revelación cristiana, como un producto humano crecido en un judaísmo helenizado desde hacía siglos cuando nació Jesús. Esa presunta revelación, según Puente, no es más que una mezcla indisoluble de historia, leyendas y mitos. Es verdaderamente impresionante el cambio de mentalidad interpretativa que propone la obra de Gonzalo, y que es incluso hoy día tremendamente novedosa para muchos que se animan a leer su obra, y para otros, escandalosa.
 
Seguiremos el próximo día.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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Domingo, 14 de Enero 2018
Respecto a las sentencias de Jesús y su posible recuperación de un modo fidedigno. El crítico no está en una situación desesperada (956)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Transcribía en la postal anterior un breve comentario de Charles Guignebert de 1933, pero que sigue estando de actualidad a propósito de la tentación de los estudios críticos sobre los Evangelios de caer en una postura de un radical escepticismo: es imposible saber qué enseñó exactamente Jesús. Pero, a continuación el mismo Guignebert ofrece razones para lo contrario: el crítico no está en una situación desesperada. Las transcribo a continuación:
 
 
1. Lo que dijo Jesús no fue mucho. Todo lo que dijo Jesús –si eliminamos el discurso escatológico de Mc 13 y sus paralelos– se puede decir en una hora más o menos.
 
 
2. Los temas sobre los que hablaba Jesús eran todos comunes en la doctrina judía y eran bien conocidos por los oyentes. Eran, por tanto, fáciles de memorizar. Apenas hay doctrina original en los Evangelios. Las sentencias morales de Jesús tienen todas paralelos en  la moral rabínica posterior, recogida hacia el año 200. Y no puede decirse que los rabinos copiaran de Jesús  dado el ambiente de hostilidad entre los judeocristianos y el judaísmo normativo. Lo prueba el Evangelio de Mateo y su dibujo de la hostilidad entre Jesús y los fariseos; lo prueba igualmente el mal ánimo contra los judíos de la que está repleto el Evangelio de Juan.
 
 
3. Además serían ideas elementales las ideas propias que repetiría Jesús: su autoconciencia como profeta, la institución del reino de Dios y su pronta venida.
 
 
4. No hay razones para pensar que las comunidades primitivas, la de Jerusalén y de Galilea, tuvieran necesidad de modificar la doctrina de Jesús, puesto que su pensamiento era profundamente judío. Sabemos de sobra que al principio no se diferenciabas de otros grupos de piadosos más que en su firme creencia de que el Mesías había venido ya. Los posibles cambios en las sentencias jesuánicas tiene lugar posteriormente, por influencia del ambiente y las necesidades (catequéticas, litúrgicas…) en el que viven de los judeocristianos helenistas y los paganocristianos que se incorporaron a ella , y que eran de lengua griega
 
 
6. El pueblo judío estaba acostumbrado a aprender de memoria. Algún evangelista, como el que denominamos Mateo, eran escribas: parte de su oficio era memorizar.
 
 
 
7. La firme creencia en un fin del mundo inmediato no era óbice para que pronto se escribieran al menos “hojas volantes” con sentencias de Jesús, parábolas, o listas de milagros, necesarios para la predicación en general. Tenemos el ejemplo de las gentes que habitaron el asentamiento de Qumrán: estaban firmemente convencidos del fin del mundo inminente, pero a la vez recogían palabras del “Maestro Justo”, quizás el ignoto fundador de la subsecta esenia (por ejemplo, himnos), e interpretaciones de la Escritura y sentencias entorno a la interpretación de la Ley.
 
 
8. Las sentencias y parábolas de Jesús eran fáciles de retener por su colorido, metáforas, viveza, y ritmo semipoético, junto quizás juegos de palabras en arameo
 
 
9. Se han transmitido tantos dichos de Jesús, por ejemplo, los logia reunidos en la “Fuente Q” que es imposible que hubieran sobrevivido, si no se hubieran compuesto hojas volantes, o pequeños librillos muy al principio. O si no hubiera habido una catequización esforzada, preparación para el bautismo que hubiera obligado a los nuevos cristianos a memorizar palabras de Jesús.
 
 
10. Los evangelios no son tan largos como para que tratándose la obra de toda una vida (como se supone que ocurre  con cada uno de los evangelistas canónicos) no se hubiera dedicado a la investigación seria de la tradición oral de los primeros oyentes, ya viejos, que hubieran visto o aprendido de cosas de Jesús de sus primerísimos seguidores. Es de suponer que esos evangelistas tenían cierto discernimiento.
 
 
11. Cuando se piensa en la Fuente Q y se observa como está compuesta de dichos aislados, de historietas, anécdotas inconexas que se parecen a bastante a las que se cuentan de los rabinos de épocas posteriores, se puede observar que en ellas está ausente la cristología de la iglesia posterior, el mejoramiento y la sublimación de la figura de Jesús. Por ello es de suponer que se han recogido simplemente porque tenían detrás la fama de proceder del Maestro. Es difícil creer que sean puramente inventadas.
 
 
Guignebert añade dos notas que sustentan esta suposición:
 
 
A. En los logia de Q cada vez que el crítico tiene la impresión de que un dicho ha conservado su primitivo marco, ese dicho está situado en Galilea. Si su origen estuviera en la segunda generación de cristiano es posible que tal dicho estuviera situado en Jerusalén o en Judea. Esta tendencia se nota en el Evangelio de Juan que aumenta la presencia de Judea y Jerusalén muchos sobre los Sinópticos).
 
 
B. Las indicaciones o mandatos de Jesús van dirigidos inmediatamente a sus discípulos sin que pueda percibirse que van orientados a una organización o iglesia posterior.
 
 
12. Los argumentos expuestos  se refieren en muchos casos a lo sustancial. En los detalles, los críticos tiene suficientes herramientas intelectuales para caer en la cuenta –por la comparación de las fuentes entre sí– que hay modificaciones del evangelista o de su tradición. Esto se nota en los añadidos interpretativos o en las observaciones –que se perciben que están intercaladas– que vienen bien a las circunstancias de las comunidades posteriores, cuya teología se conoce. Se puede pues, suponer, que hay una tradición primitiva que recoge, quizás con solo pequeños retoques lo que Jesús repetía, lo que Jesús consideraba más importante y llamaba la atención a sus discípulos.
 
 
 
Conclusión: la crítica no está en una situación desesperada pues en todo caso tiene el conocimiento suficiente como para eliminar lo posterior de lo que parece el pensamiento genuino de Jesús.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Viernes, 12 de Enero 2018
Sobre la doctrina de Jesús: ¿es recuperable de un modo fidedigno? (955)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Foto: Charles Guignebert
 
 
 
La crítica histórica lleva planteándose esta pregunta desde los inicios de la investigación histórica seria sobre Jesús a finales del siglo XVIII. Y como es natural ha habido respuestas para todo: desde las afirmaciones sin demasiadas pruebas que se ha conservado todo lo esencial y con grandísimas garantías, ya que a) los apóstoles estaban acostumbrados a memorizar desde pequeños, como todo los judíos, y b) se esforzaron por transmitir las palabras del Maestro con absoluta fidelidad, hasta el escepticismo radical (también sin demasiadas pruebas) de que dada la fragilidad de la memoria humana y las reglas observables de la tradición oral, con sus necesarias mutaciones y cambios , etc., la necesaria infidelidad de la versión de los dichos de Jesús pronunciados al arameo y luego traducidos al griego váyase a saber con qué fidelidad incontrolable, etc., se llega a la postura de un radical escepticismo: es imposible saber qué enseñó exactamente Jesús.
 
 
Charles Guignebert –en su libro de 1933, Jésus, republicado en 1966, en Paris, Editorial Albin Michel, capítulo I de ls Segunda parte, pp. 237 ss– expone las razones que llevan al escepticismo y luego las contrarazones que conducen al estudioso ano desesperar del todo.  He utilizado el texto de Guignebert en el Seminario que sobre la ·Investigación actual crítica sobre Jesús de Nazaret” imparto a mis amigos del entorno de Baiona (Pontevedra), Val Miñor, Migran y Vigo, los lunes a las 18.30 en el local llamado “Mercado de la Tía Ni”, en La Ramallosa, al lado de Baiona. Ahora hago partícipes a los lectores de estas razones porque me parecen interesantes. Y luego propondré las antirrazones que salvan del pesimismo extremo.
 
 
Lo que sigue no es una traducción literal del texto francés, sino un resumen, que procura ser absolutamente fidedigno dentro de la abreviación:
 
 
Comienza Guignebert constando el hecho: “Se ha afirmado que con lo que tenemos en los Evangelios hay suficiente para hacernos una idea de lo que más sustancial que enseñó Jesús; que no falta nada importante; que podemos hacernos una imagen bien clara y precisa de lo que enseñó Jesús, que la transmisión de estos dichos es absolutamente fidedigna. Es más que de las palabas de Jesús se deduce que su doctrina es lo más sublime, maravillosa, espléndida, única, propio de un ser divino que camina sobre la tierra, etc. Se supone además que la transcripción de los evangelistas de los dichos de Jesús es absolutamente correcta y precisa. Otros afirman que si consideramos el credo niceno-constantinopolitano hay muchos elementos en él sobre los que la enseñanza de Jesús es casi nula o totalmente ausente”.
 
 
 
Luego vienen las razones para la crítica y el escepticismo. Lo que podemos obtener de los textos llegados hasta nosotros que son las siguientes, siempre según Guignebert:
 
 
1. Para defender que pisamos una base firme para reconstruir la enseñanza de Jesús debido a que tenemos los Evangelios, se debe suponer que ya en vida de Jesús, o inmediatamente después de su muerte, se empezaron a componer hojas de papiro o librillos en los que se iban transcribiendo de memoria lo que se recordaba de Jesús. Se ha dicho también que los seguidores de Jesús vivían en una atmósfera de traición oral donde todos los discípulos aprendían de memoria lo que dictaba el maestro y lo transmitían con toda fidelidad.
 
 
Pero este supuesto es inverosímil. Tras la muerte de Jesús, y conforme a lo que al parecer él mantenía, todos sus seguidores no pensaban en otra cosa que en su retorno inminente para establecer el reino de Dios. Si se iba a acabar el mundo conocido, ¿para qué dedicarse a escribir sus palabras como recuerdo si todo iba a sr diferente de dentro de unos pocos instantes? Además lo que les interesaría a sus discípulos eran las palabras que se referían a la inmediata venida del reino de Dios a ese fin del mundo, al Juicio consiguiente, a la salvación o  condenación relacionada con lo hecho en esta vida. Por tanto el interés por recoger palabras de Jesús era mínimo.
 
 
2. Era imposible que se hubieran aprendido de memoria todo lo que había dicho Jesús y está recogido. Los discípulos no eran escribas o alumnos profesionales de un rabino, acostumbrados a memorizar.
 
 
3. La transmisión oral tiene muchas variantes. Algunas dichos de Jesús son palabras aisladas, ligadas a unas circunstancias específicas que no conocemos. Todo se dijo en arameo y se ha transmitido en griego. Las reconstrucciones varían según cada autor.
 
 
4. Se ha perdido irremisiblemente la localización geográfica, las circunstancias y la cronología de los dichos, con lo cual se ha desvirtuado su sentido originario.
 
 
 
5. Los evangelios no son libros de historia para informar, sino que tratan de convencer y de probar que Jesús es el mesías; son libros de apologética y polémica. Por tanto, aunque se tengan los dichos, no sabemos si Jesús los empleó así.
 
 
 
6. Hay dichos puestos en boca de Jesús que evidentísimamente no salieron de su boca. Ejemplo Mc 9,41: «Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois del Mesías, os aseguro que no perderá su recompensa». Basta unos pocos casos de esta clase para desconfiar de la mayoría de los dichos de Jesús transmitidos por gentes que los desfiguraban o inventaban.
 
 
 
6. Hay razones serias para pensar que nociones y preocupaciones de la comunidad posterior hayan determinado la recogida de dichos y los hayan transformado para responder no a las necesidades del momento de Jesús sino a los de su tiempo. Por ello pueden estar mezcladas las palabras de Jesús.
 
 
7. Y luego está el fenómeno del profetismo primitivo: las frases que ya desde los papiros más antiguos están recogidos con la frase “Jesús dijo” pueden provenir no de Jesús sino de los profetas que hablaban en su nombre.
 
 
8. Si se analizan los discursos recogidos en Mateo y Lucas, vemos que están llenos de irregularidades, que no tienen estructura coherente, que contienen  elementos contradictorios, que fueron en su momento dichos aislados, ya que cada evangelista lo coloca en el lugar que le conviene dentro de su evangelio y a veces con otro sentido
 
 
8.1 Ello se demuestra por un análisis meramente superficial del Sermón de la Montaña (Mt 5,1-7,27 y la comparación con el Discurso del Llano en Lc 6,20-49: la longitud en cada evangelista es totalmente diferente y el carácter de ambos discursos es tan artificial, de modo que puede decirse que Jesús jamás lo pronunció tal como está: fue compuesto por sentencias aisladas de Jesús que a veces están ligadas por la apariencia de una forma semejante y de una enorme incoherencia interna. Parece –sobre todo el Sermón de la Montaña– como un catecismo de frases de Jesús que los catecúmenos debían aprender. Nadie pudo estar presente en un discurso semejante y que hubiera tenido la capacidad de copiar lo esencial –y luego reconstruir los 170 versículos del discurso de Mateo, o e retenerlo en la memoria tras una simple audición.
 
 
8.2 Un análisis de otro discurso, por ejemplo, el de Lc 12,1-7, y el resto del capítulo 12 veremos también que está formado de dichos aislados, sin marco o cuadro alguno del momento en el que fueron pronunciados, de una parábola, de grupos de dichos sobre la necesidad de prepararse para la venida del Reino, etc. Estos dichos no se recogieron hasta que pasaron por lo menos 30 años y se hubo empezado a implantar la consciencia del retraso de la parusía. Se discute la autenticidad incluso de frases de Jesús que son muy judías. Por ejemplo Mt 5,17: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”. El fondo sustancial encaja bien con el pensamiento que creemos de Jesús, y probablemente las pronunció en algún momento en el que se decía de él que podía tener algunas exégesis muy aventuradas o un tanto novedosas de pasajes de la Escritura. Pero tenemos una especie de paralelo en Lc 16,17 que nos indica un contexto diferente: “Más fácil es que el cielo y la tierra pasen, que no que caiga un ápice de la Ley”. En efecto, Lucas la coloca en un ambiente de disputa con los discípulos del Bautista: v. 16: “La Ley y los profetas llegan hasta Juan; desde ahí comienza a anunciarse la Buena Nueva del Reino de Dios, y todos se esfuerzan con violencia por entrar en él”. Y al estar dentro del Sermón de la Montaña en Mateo tienen ciertamente un sentido diverso.
 
 
 
8.3 Se ha argumentado que el lenguaje de Jesús tiene unas características especiales (cien rasgos de estilo característicos) y que se pueden reconocer los rasgos esenciales de modo que se puede estar seguro de que una palabra procede de Jesús y no de otra persona ya que tienen un “aire” inconfundible. Pero este criterio es peligrosísimo, porque los profetas cristianos primitivos podían efectivamente imitar el estilo de Jesús al estar transportados por su mismo espíritu. No tenemos una regla absolutamente cierta para controlar su autenticidad que la del análisis crítico llevado al extremo.
 
 
Siguen luego las razones en contra, las que llevan a que la crítica no esté en una situación desesperada…, y haya visos serios de abrigar la esperanza de poder recuperar algo en serio de lo que dijo Jesús. Expondremos estas razones positivas en la próxima postal
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html 
Martes, 9 de Enero 2018
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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