ESPAÑA SIGLO XX: Santos Juliá
Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España




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Estas son algunas de las verdades penosas de decir y ásperas de oír que Manuel Azaña dejó escritas en el último año de su vida.


No hay nada que hacer: con esas palabras terminó Vicente Rojo, general jefe del Estado Mayor Central, su análisis de la situación ante los presidentes de la República y del Gobierno, Manuel Azaña y Juan Negrín, en la reunión que mantuvieron la noche del 28 de enero de 1939 cerca de la frontera francesa. Rojo presentó pocos días después un informe al consejo de ministros en el que, “para terminar la guerra de una manera digna”, proponía un plan de rendición muy simple: anunciar la suspensión de hostilidades y enarbolar en todas las unidades bandera blanca a la misma hora.  El Gobierno no se atrevió a tomar tal decisión, la guerra continuaba y los reunidos atravesaron el 5 de febrero la frontera, Negrín para volver de inmediato a la zona Centro-Sur; Azaña y Rojo, con la firme decisión de no regresar.

Manuel Azaña había insistido, desde que la batalla de Teruel culminó con la llegada de las tropas franquistas al Mediterráneo, en la necesidad de poner fin a la guerra por medio de una mediación internacional. Juan Negrín, sin embargo, mantuvo su política de “resistir es vencer” planeando en el Ebro una nueva batalla decisiva, de las que valen en teoría para cambiar el curso de una guerra. Pero la singular estrategia de resistir pasando al ataque acabó en un segundo y, ahora sí, decisivo derrumbe del frente republicano, que abrió a Franco las puertas de Cataluña sin encontrar apenas resistencia. Y en este punto, ya no había nada que hacer: la guerra había terminado en derrota para la República.

Azaña no regresó, pues, a la zona Centro-Sur, y Francia y Gran Bretaña le pusieron en bandeja la ocasión de dimitir cuando reconocieron al general Franco como jefe del nuevo Estado español y procedieron al intercambio de embajadores. Al día siguiente, Azaña dimitió, provocando las iras de quienes aún mantenían la política de resistencia. En la reunión que la Diputación Permanente del Congreso celebró en París el 31 de marzo, Negrín afirmó que la decisión del Presidente influyó “de manera decisiva en el proceso de descomposición y rebeldía militar” contra su Gobierno y en el reconocimiento de Franco por parte de Francia y de Inglaterra. Dolores Ibarruri, por su parte, acusó a Azaña de haber traicionado a “este pueblo que durante tres años había estado vertiendo su sangre en defensa de la República”.

No hacían falta estas condenas de los suyos para que, en el bando de sus enemigos, se repitiera lo que de él se venía diciendo de tiempo atrás: que era un engendro espurio, abor­to de logias, pervertido, cruel, infame, una bolsa de odios y de fracasos, que alimentaba un orgullo satánico en anónimas jornadas de burócrata oscuro, incapaz de ternura, ajeno a la emoción, dominado por el resentimiento. Un sapo, una hiena, un monstruo de vientre gelatinoso. Y para colmo, un delincuente común, un forajido, un ladrón que huyó de España llevándose un cargamento de joyas y piedras preciosas, de collares y alhajas, varios lingotes de oro y un cofre conteniendo millones de monedas extrajeras.

Azaña, mientras tanto, convencido de que la guerra había aniquilado su utilidad política, echó, como él mismo dijo, por el solo camino que le habían dejado: “un apartamiento radical, del que ha venido a ser símbolo fortuito mi reclusión en esta aldea”, Collonges-sous-Salève, a un paso de la frontera suiza. Hasta allí le llegó noticia de lo que de él decían unos y otros, y hasta allí llegó también la propuesta de firmar, junto al presidente de Cataluña y al presidente de Euskadi, un mensaje que una Asociación republicana de amigos de Francia, dividida en tres secciones, española, vasca y catalana, pensaba dirigir al gobierno francés. Azaña se negó a firmar diciendo que si catalanes y vascos querían continuar en la emigración los costosísimos dislates que habían cometido durante la guerra, allá ellos, y que si pensaban “recobrar la República  y hacer la burra nuevamente, sobre la base de las nacionalidades y dels pobles iberiques están lucidos”. Por hacer la burra se refería quizá a los sucesivos memorandos que habían presentado vascos y catalanes al Foreing Office y al Quai d’Orsay en abril, junio y octubre de 1938 con planes de mediación sobre la base de una división territorial de España en cuatro zonas, presentándose ellos como una tercera fuerza, un grupo moderado, “equidistante de los dos elementos extremistas ahora en guerra”. España dividida en cuatro: Cataluña, Euskadi, y los dos “Spanish parties now fighting”. ¿Un dislate? Sí, y también una continuada deslealtad a la República.

Lejos de la política, dedicó su tiempo a escribir sobre las causas de la guerra y de su catastrófico final: ninguna duda sobre el crimen de lesa patria cometido por los rebeldes, ni lo determinante que fue para su triunfo la ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista, tanto como la ciega política de no intervención de Francia e Inglaterra. Pero ninguna duda tampoco sobre el papel que en la derrota tuvieron “los desmanes, la indisciplina y los fines subalternos” del campo republicano, con la revolución sindical, las divisiones en los partidos y el “eje Bilbao-Barcelona”. El resultado no podía ser más desolador: la República había muerto y nada podría restaurar las condiciones mínimas de convivencia entre españoles “mientras vivan las generaciones actuales”.

Estas fueron solo algunas de las “verdades penosas de decir, ásperas de oír”, que Azaña no ahorraba a sus lectores, convencido de que la historia de la guerra civil, de sus antecedentes y de sus resultados, “será una gigantesca mixtificación, y que las generaciones hoy vivientes nunca conocerán la verdad”, como había escrito a Lafora en plena guerra. Ahora, en el exilio, esa convicción se convirtió en amarga evidencia cuando sintió caer sobre España la mezcla de crueldad y estupidez fundidas en el nuevo régimen, cuyos “amos y rectores incluyen en el generalato a la Virgen de Covadonga y fusilan en nombre de Nuestro Señor Jesucristo”, según escribió a Blanco Amor.

A él también pretendieron fusilarlo. Varios esbirros de Falange, con Pedro Urraca al frente, acecharon la ocasión de secuestrarlo con el propósito de someterlo a un consejo de guerra y llevarlo al paredón, como ya había ocurrido con Lluis Companys, y como ocurrirá con Julián Zugazagoitia, Francisco Cruz Salido y Joan Peiró. Azaña logró escapar de su residencia en Pyla-sur-Mer, con los alemanes pisándole los talones, hasta llegar a Montauban. Allí, en el Hotel de Midi, convertido en un despojo, solo aspira “a que queden unos cientos de personas en el mundo que den fe de que yo no fui un bandido”. Entre ellos quedó el eminente historiador Ramón Carande, que muchos años después decía a sus amigos: hay que leer a Azaña; ustedes, los jóvenes, tienen que leer a Azaña. También a este último Azaña, desaparecido hoy hace 75 años, falto de todo poder, pero tan lúcido como siempre en su razón y en su palabra.
Publicado en El País, 3 de diciembre de 2015.
Santos Juliá
Lunes, 8 de Febrero 2016 10:31

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En Barcelona, el líder de Esquerra Republicana de Catalunya Francesc Macià, declaró el 14 de abril de 1931 la Republicana Catalana que tres días después accedió a transformar en Generalitat de Catalunya.


“Si las cosas se hubieran deslizado normalmente no habría por qué abordar de momento el tema”, escribe tres días después de la proclamación de la República el diario AHORA en su primer editorial dedicado a Cataluña [al que este texto sirve de comentario]. Normalmente quiere decir aquí de acuerdo con lo pactado en agosto del año anterior, cuando tres representantes del republicanismo catalán (Manuel Carrasco i Formiguera, por Acció Catalana, Matías Mallol por Acció Republicana de Catalunya, y Jaume Aiguader por Estat Català) asistieron al encuentro convocado en San Sebastián por varios grupos del republicanismo español, liderados por Alejandro Lerroux, Manuel Azaña, Niceto Alcalá Zamora y Álvaro de Albornoz con Marcelino Domingo. Aunque el debate sobre la cuestión catalana fue muy vivo y corrieron luego diversas interpretaciones de lo verdaderamente pactado, no resultó imposible a los reunidos llegar a un acuerdo que quedó concretado en tres puntos: que el triunfo de la proyectada revolución contra la monarquía suponía el reconocimiento de la personalidad de Cataluña y el compromiso por parte del Gobierno revolucionario de dar una solución jurídica al problema catalán; que la solución del problema debía tener por base y fundamento la voluntad de Cataluña expresada en un Estatuto o Constitución autónoma; y, en fin, que el Estatuto propuesto y votado por Cataluña sería sometido a la aprobación soberana de las Cortes Constituyentes una vez que la República hubiera sido instaurada.

La República Catalana del 14 de abril
Pero tras la amplia mayoría alcanzada por Esquerra Republicana de Catalunya –un partido formado en marzo de 1931 por fusión del grupo de L’Opinió, el Partit Republicà Català y Estat Català, bajo la presidencia de Francesc Macià- en las elecciones municipales convocadas el 12 de abril de 1931, no todo el catalanismo se sintió comprometido con lo acordado en San Sebastián. A la una y media de la tarde del día 14, los concejales recién elegidos en Barcelona tomaron posesión de la alcaldía, izaron la enseña republicana en el balcón del Ayuntamiento, pidieron serenidad a la multitud congregada en la plaza de Sant Jaume y proclamaron “la República, por Cataluña y por España”. Media hora después, sin embargo, llegaba a la plaza Francesc Macià, abriéndose paso a duras penas entre el enorme gentío que se abalanzaba sobre él pretendiendo besarle y abrazarle. Desde el mismo balcón, en el que ya ondeaba, además de la bandera de la República, la bandera de Cataluña, Macià se dirigió a aquella multitud proclamando, en nombre del pueblo de Cataluña, “la República catalana, la qual obre els braços a les repúbliques germanes d'Iberia, amb les quals establirà llaços de contacte formant una àmplia federació de nacionalitats lliures”. Ahora formaremos la República Catalana –añadió Macià- “y aquí estaremos dispuestos a defenderla hasta morir”.

Apareció entonces un alguacil provisto de una corneta, entonando la Marsellesa, coreada unánimemente por los ciudadanos, y Macià salió del Ayuntamiento, atravesó la plaza y dirigió sus pasos a la Diputación para firmar allí, en calidad de presidente de la República Catalana, una nota de evidente alcance constituyente en la que ofrecía a todos los pueblos ibéricos la ayuda del nuevo Estado catalán para liberarlos de la monarquía borbónica. Decía así la nota que apareció el día siguiente en La Publicitat: “En nom del poble de Catalunya proclamo l’Estat Català, sota el règim republicà, règim que desitjo igualment per als altres pobles ibèrics amb els quals volem constituir una federació de pobles lliures. A tots ens oferim per alliberar-los de la monarquia borbònica. Desitgem fer arribar la nostra veu a tots els estats lliures en nom de la llibertat, de la juticia i de la pau dels pobles. El president de la Repùblica, Francesc Macià.”

De manera que, hacia las cinco de la tarde del 14 de abril, Francesc Macià había proclamado desde Barcelona un Estado catalán, bajo una República catalana, que anhelaba y pedía a los otros pueblos de España su colaboración para crear una especie de federación o confederación de pueblos ibéricos libres. Dos horas y media después, en Madrid, los miembro del comité revolucionario, Alcalá Zamora, Lerroux, Azaña, de los Ríos, Maura y Albornoz llegaban en automóvil al ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol, para hacerse cargo del poder previamente desertado por Alfonso XIII y proclamar la República Española. Cuando esto ocurra, y Niceto Alcalá Zamora, en calidad de presidente del Gobierno provisional de la República española, converse por teléfono con el presidente de la República Catalana, Francesc Macià firmará todavía otra nota en la que inventará una ratificación por el presidente de la República Federal Española de los acuerdos adoptados en la reunión de San Sebastián y proclamará “La Republica Catalana com Estat integrant de la Federació Ibérica”.

Fueron tres declaraciones que mostraban la variedad de tendencias agrupadas en la coalición de izquierdas catalanas –“que va del separatisme  sentimental de Macià i de Quimet Ventalló fins a l’espanyolisme temperat pel romanticisme anàrquic de Companys y Lluhí Vallescá”, por decirlo con palabras de Josep Pla- y un elevado nivel de improvisación acerca de qué se estaba proclamando y ante quién o quiénes se proclamaba: un Estado catalán independiente de una monarquía borbónica, que deja para el futuro la decisión de integrarse en una federación, o confederación, de pueblos ibéricos, como se dice a mediodía; o un Estado catalán que es parte integrante de una República federal española o de una Federación ibérica, como se dice al caer la noche; en cualquier caso, nada que ver con lo pactado en San Sebastián. Se comprende, pues, la inquietud de la prensa madrileña que no acaba de entender qué diablos está ocurriendo en Cataluña en torno a ese Estado Catalán pero teme que la naciente República española se estrelle, como escribe AHORA, con el mismo pleito que acabó con la primera.

Un sueño largamente acariciado
Pues, en efecto, el autoinvestido presidente de la República Catalana, saltando por encima de lo hablado y acordado en San Sebastián, había hecho realidad con sus sucesivas proclamas el sueño acariciado cuando vivía exiliado en Bruselas tras el fiasco de la insurrección que habría de seguir a una proyectada invasión desde Prats de Molló para proclamar la República Catalana en 1926. Había utilizado en aquella ocasión, como dijo el mismo Macià al subdirector de AHORA, Manuel Chaves Nogales, en una entrevista concedida a mediados de diciembre de 1931, “la táctica que consiste en prender fuego a la mecha de un polvorín”. La policía francesa se encargó de echar agua antes de que se encendiera el fuego y Macià fue juzgado, benévolamente condenado y desterrado a Bélgica, donde concibió otra táctica, más propia del sindicalismo y de las fiestas populares revolucionarias que de un caudillo político/militar, la de sacar multitudes a la calle para proclamar la República.

En realidad, más que concebirla en abril de 1931, la recuperó, pues ya la había puesto en práctica en noviembre de 1918 cuando, a la cabeza de un “buen golpe de dependientes de comercio que daban mueras a España y vivas a Cataluña” se había presentado a las puertas de la Diputación gritando a Puig i Cadafalch que era mentira que Cataluña entera se pronunciara por un régimen autonómico: Cataluña desea la independencia, clamaba Macià en aquella ocasión, tras colarse –como contaba Adolfo Marsillach- en la sala del Consejo Permanente de la Diputación.

Eso había ocurrido muchos años antes; ahora, en abril de 1931, ya no se trataba de colarse a empujones en un salón, sino de tomar posesión de todos los salones llevado en volandas por aquel pueblo que había votado por la candidatura de su partido en unas elecciones municipales. El viejo sueño se transformó en la maravillosa realidad que evocará meses después ante Chaves Nogales: multitudes en la plaza “aquel día glorioso en que proclamé la República” con el propósito de que “nuestro pueblo ayudase a los demás pueblos de España a sacudir el yugo y todos juntos formásemos una federación que dictase una Constitución por que habían de regirse los españoles dentro de un régimen federal”.

De República Catalana a Generalitat de Catalunya
La inquietud que las proclamas de Francesc Macià despertaron en el editorialista de AHORA era más que compartida por el Gobierno provisional de la República y movió a su presidente, Niceto Alcalá Zamora, a convocar a primera hora de la madrugada del 17 de abril una reunión extraordinaria del consejo de ministros exclusivamente dedicada al estudio del problema. Los ministros hablaron de restablecer la Mancomunidad abolida por la Dictadura de Primo de Rivera, fórmula que no satisfacía ni subyugaba a nadie, como escribió Marcelino Domingo, pues ni por su origen, ni por sus límites, ni por su fin, constituía la Mancomunidad una aspiración, sino más bien un enorme desencanto y una burla afrentosa. Alguien debió de recordar entonces la Generalitat, una institución que evocaba la plenitud de la personalidad de Cataluña, su glorioso pasado y su autonomía política, razón suficiente para que de manera unánime llegará el Gobierno, a altas horas de la noche, a la conclusión de que esta era la fórmula que se ofrecería al presidente de la República Catalana: el nombre de Mancomunidad tenía ecos de vilipendio, escribe Domingo; el nombre de Generalidad tenía, sin embargo, magníficas resonancias.

Y a Barcelona volaron tres ministros del Gobierno provisional, el mismo Domingo, con Lluis Nicolau d’Olwer y Fernando de los Ríos, en el trimotor que hacía la travesía diaria y que aterrizó en el aeródromo de Prat del Llobregat poco antes de las doce de la mañana. Macià, que no había dado su brazo a torcer en las diversas conversaciones que mantuvo por teléfono con Alcalá Zamora, había aprovechado la víspera para nombrar un Consejo de Gobierno, firmar varios decretos y presentar su recién nacida República al exterior enviando al presidente del Consejo de Ministros de Bélgica un telegrama para agradecerle, “al posesionarme de la presidencia de la República catalana, cordialmente unida por lazos federales a la República española, la acogida benévola y entusiasta que Bélgica había dado a los exiliados catalanes”.

El presidente Macià invitó a los viajeros a una comida en el palacio de la Diputación. Se sentaron a la mesa el capitán general López Ochoa; el gobernador civil, Lluis Companys; el alcalde de Barcelona, Jaume Aiguader; el presidente de la Audiencia, Anguera de Sojo y los consejeros del gobierno de Cataluña, Gassol, Campalans, Vidal Rosell, Serra Moret, Carrasco y Casanovas, con Xirau, del Comité de la Universidad. Bien dispuestos los ánimos, comenzó tras el almuerzo un duro debate entre los partidarios, más numerosos, apasionados e irreductibles –según testimonio de Domingo-, de mantener la República Catalana con los que abogaban por transformar la República catalana en Generalidad. Anguera de Sojo parece haber desempeñado un papel principal a la hora de ir venciendo la intransigencia hasta que el mismo Macià, símbolo del secesionismo catalán y la más egregia autoridad del separatismo, aceptó la fórmula propuesta por el Gobierno provisional de la República a cambio de unas concesiones que en todo caso estaban dispuestos a proponer los tres ministros enviados a negociar.
 
Y así, fruto de este segundo pacto que venía a ampliar el de San Sebastián, a las nueve y cuarto de la noche se levantó la reunión con la firma de una declaración conjunta en la que se expresaba la conveniencia de avanzar en la elaboración de un Estatuto de Cataluña que el Gobierno provisional se comprometía a presentar como ponencia ante las futuras Cortes Constituyentes, y el Consejo de Gobierno de la República catalana aceptaba denominarse en adelante con el nombre “de gloriosa tradición, de Gobierno de la Generalitat de Catalunya”. Se trataba, pues, de reiniciar el proceso, dar como nula o no sucedida la proclamación de un Estado catalán, fuera independiente de, o integrado a una republica federal, o confederal, de pueblos ibéricos, para partir del reconocimiento de la Generalitat de Catalunya por el Gobierno provisional de la República española, que asumía además el compromiso de aprobar en las Cortes constituyentes el Estatuto de autonomía que presentara la Generalitat catalana. De los Ríos, Domingo y Nicolau pudieron regresar a Madrid con la satisfacción de la misión cumplida. El editorialista de AHORA podrá celebrar que el “buen sentido del pueblo catalán” y “el ambiente cálido de simpatía y comprensión al que respondía el resto de España” habían evitado en esta ocasión que el pleito se envenenase dando lugar a esas graves contingencias evocadas tres días después de proclamadas la República en Barcelona y en Madrid.
Publicado en Ahora, Nº 19, 20 de enero-4 de febrero de 2016
 
Santos Juliá
Viernes, 5 de Febrero 2016 13:05

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Editado por
Santos Juliá
Eduardo Martínez de la Fe
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.



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