ESPAÑA SIGLO XX: Santos Juliá
Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España




Una reforma constitucional exige que todos los partidos políticos tomen en serio lo construido a partir de la Constitución de 1978


Cuando en España solo había provincias, los senadores y diputados catalanes, que se llamaban a sí mismos regionalistas, dirigieron al país un largo manifiesto afirmando que la causa de Cataluña era la causa de la España verdadera, de la España que trabaja y sufre. “Es hoy uno el interés y una la causa y uno el destino de todas las regiones españolas”, decían los parlamentarios catalanes, de modo que “la cuestión catalana” -título que dieron a su llamamiento- se convertía en la cuestión española por excelencia: de su solución dependía que España entera continuara su decadencia hasta su total ruina o iniciara su renacimiento hasta “hacerla de nuevo próspera, culta y poderosa”. Cataluña, aseguraban en 1906, aspira a consolidar por medio del regionalismo la unidad española.

Ese pleito, causa o cuestión catalana recibió un fuerte impulso en las postrimerías de la Gran Guerra cuando la Asamblea de Parlamentarios, convocada de espaldas a las Cortes, declaró la región como organismo natural reconociendo a todas ellas el derecho de regirse libremente en aquellos órdenes que afectaban al pleno desenvolvimiento de su vida interna. Será este derecho a una “autonomía integral” lo que reivindique Francesc Cambó cuando advierta al Congreso que había dos maneras de provocar la anarquía: una, pedir lo imposible; otra, retrasar lo inevitable. Y lo inevitable eran las autonomías regionales junto a un Poder central fuerte y real. Autonomía en cuanto a las funciones y plenitud de soberanía sobre esas funciones: todas las regiones que lo quisieran y mostraran aptitudes suficientes para desarrollarla podrían aspirar a ella, decía Cambó. Y de este modo, una Cataluña descarrilada y marchando a trompicones volvería a encarrilarse y emprendería una marcha segura de manera que cuando el impulso patriótico la hiciera avanzar de prisa, la seguirían los otros pueblos de España.
Crear una España grande con todas las regiones que lo desearan gozando de autonomía: esa fue la sustancia del catalanismo político hasta 1923, cuando la primera dictadura española del siglo XX derogó la Mancomunidad de Cataluña. Lo volvió a ser en los años treinta, ahora con los partidos de izquierda en posición hegemónica, cuando la Cortes Constituyentes de la República establecieron, para dar cauce a la cuestión catalana, que el acuerdo de una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes era el único requisito para constituir una región autónoma, posibilidad abierta a todas las provincias que lo desearan y fueran capaces de organizarla.

Y algo muy similar ocurrirá de nuevo cuarenta años después, cuando al término de la segunda dictadura que había arrasado la Constitución republicana y los estatutos de autonomía, los representantes de Coordinación Democrática pacten en mayo de 1976 con el Consell de Forces Politiques de Catalunya y con la Assemblea de Catalunya el restablecimiento del Estatuto de Autonomía de 1932 junto al reconocimiento de los derechos de las restantes nacionalidades y regiones del Estado español. En el debate constituyente iniciado tras las elecciones de junio de 1977 quedó más que dicho y repetido que los dos principios que regirían el proceso de construcción de la nueva estructura territorial del Estado serían los de autonomía de las nacionalidades y regiones y la solidaridad entre los pueblos de España. La cuestión catalana y, en general, la cuestión de las nacionalidades, dijo Jordi Pujol en el primer debate sobre política general celebrado en aquellas Cortes, debía ser vista como lo que realmente era, “una eficaz, sólida y fraternal articulación de los diversos pueblos de España y no como factor de disgregación”.
¿Qué ha ocurrido para que el acuerdo tan celebrado por sus protagonistas haya saltado por los aires con la cuestión catalana retornando a primer plano, ahora como secesión e independencia? La novedad respecto al pasado fue que esta vez la invención de las autonomías ha durado tanto que ha tenido tiempo de modificar su naturaleza. En los estatutos de nueva planta promulgados desde 2006, con Cataluña otra vez a la cabeza, nacionalidad se convirtió en nación mientras región se identificaba como realidad o comunidad nacional. Visto desde otro ángulo, la Constitución de 1978, al crear verdaderos poderes de Estado en cada una de las nacionalidades y regiones, pero al no enfrentarse a la exigencia de instituciones federales para manejar esa diversidad, ha servido para que los fragmentos de Estado que son las Comunidades Autónomas se hayan aplicado con todos sus recursos a la construcción de naciones o realidades nacionales sostenidas en “un solo pueblo”, cuyo espíritu o identidad vendría desde los arcanos de la historia, sin que en ningún momento se haya previsto la necesidad de instituciones que garantizaran la solidaridad ni, menos aún, las relaciones fraternales entre esos pueblos.

En los orígenes de esta historia, Jordi Pujol recordó una verdad que la experiencia de los cuarenta años transcurridos no ha hecho más que confirmar. Y es que la mejor Constitución no hace prosperar a un país o, si ese país atraviesa una crisis, no lo salva, cuando los hábitos políticos son malos. Ya puede darse un país la Constitución más adecuada a la diversidad de sus territorios y de sus gentes, que si los hábitos políticos son lo que Pujol definía como malos, el fracaso es seguro. Y, en efecto, mucho hay de malos hábitos políticos en el fracaso y la ruina de aquella expectativa que alentaba una tarde, a finales de julio de 1978, cuando en el Congreso de los Diputados llegaba a término el debate constituyente y el mismo Jordi Pujol, al confirmar enfáticamente el voto positivo de su grupo a la Constitución, celebraba ese “saber convivir, saber vivir juntos, saber trabajar juntos” y reiteraba su voluntad, su “firme decisión de no fracasar esta vez”.

Visto con la distancia de cuatro décadas, y ante la destrucción y el fracaso, inducido por los mismos nacionalistas catalanes, de las expectativas concebidas en los años de oposición a la dictadura, el peor de esos hábitos ha consistido en la consolidación de unas clases políticas cerradas que han edificado su poder sobre redes clientelares de ámbito regional y sobre marasmos de corrupción tanto en Cataluña como en Madrid, en Valencia igual que en Baleares o Andalucía. A medida que esas redes de poder se consolidaban y la corrupción se generalizaba, las políticas identitarias, con la consiguiente exclusión o demonización del otro, se profundizaban. Máquinas de fabricación de identidades colectivas enfrentadas: ese ha sido el mal hábito político, impensable en 1978, cuando campaba en lo más alto la solidaridad de los pueblos de España como lema de todos los partidos.

En Cataluña, desde el cerco al Parlament en junio de 2011 como respuesta a los drásticos recortes en políticas sociales y a la crisis de legitimidad de la democracia representativa, un sector de la clase política, bien arropado en intelectuales, historiadores y organizaciones que actúan como brazo civil del poder público, recurrió al último cartucho que aun le quedaba por quemar para salir del atolladero: una secesión que promete un paraíso, la independencia nacional. Ciertamente, no les ha faltado en esa empresa la colaboración de las instituciones del Estado central. El Tribunal Constitucional, primero, con su errática manera de dar a luz tardíamente una sentencia algo peor que desafortunada; el Gobierno, después, cercado él mismo, y atenazado, por la corrupción del partido en que se sostiene desde ese año. Pero lo que acabó por trasmutar aquel catalanismo político hasta convertirlo en proyecto de secesión e independencia fue la huida hacia adelante de Convèrgencia Democràtica de Catalunya, el partido del tópico seny y de la burguesía que tan pingües negocios ha podido realizar al abrigo del 3 por ciento como antes lo hacía protegida por el arancel.
Fue en esa huida cuando se puso en marcha el proceso para hacer efectivo el ejercicio de un derecho a decidir que llevará al heredero de Pujol, Artur Mas, a anunciar como elecciones plebiscitarias las convocadas para el 25 de septiembre de 2015, a las que nacionalistas de derecha e izquierda acudieron en la coalición Junts pel Sí en la expectativa de obtener una mayoría absoluta. Muy lejos de alcanzarla, con sus 62 escaños y 39,5% de votos emitidos, los coligados imploraron el auxilio, y accedieron a las exigencias, de la Candidatura d’Unitat Popular, que con sus diez diputados y 8,2% de votos proporcionaban a la coalición una mayoría de diputados aunque, por virtud del sistema electoral, con una minoría de votos, 47,7%. La CUP, que no viene de la tradición catalanista, sino de la libertaria y colectivista, portadora de la vieja utopía del pueblo –ahora la gente- sin estado, ha visto en la independencia de Cataluña el primer “momento destituyente” del Estado español, con su comienzo en el derrumbe de la autonomía catalana al que seguirá la demolición –o eso decía su cabeza de lista, Antonio Baños- del abominable régimen del 78 para dar paso, rotas por fin las cadenas, a la unión libre y fraternal de todos los pueblos de España.

Lo que vendría después de este pacto entre nacionalistas y libertarios, ambos con la carga populista propia de los tiempos que corren, estaba más que cantado: transformar a toda prisa el fracaso de las elecciones plebiscitarias en un triunfo político, trasmutando a una minoría social en la totalidad de la nación, el pueblo o la gente de Cataluña. Nacionalistas y colectivistas fundidos en la misma acción de ruptura, y vulnerando la Constitución y el Estatuto a los que deben su existencia como un poder del Estado, votaron las leyes de referéndum y transitoriedad en unas sesiones que habrían hecho las delicias de los parlamentos de los años treinta del siglo pasado, los que aplaudieron a rabiar las quiebras en serie de las democracias. Y por si aun quedaban dudas, los 72 diputados firmando un papel como “Los representantes de Cataluña” enviaron al resto de diputados la advertencia de que no habrá lugar para ellos en la construcción de la nueva república a no ser que se conviertan a la nueva religión nacional-populista.

El fin del catalanismo político, y de su secular propuesta de autonomía como llave para la regeneración, modernización o democratización de España, ha hecho evidente, por lo demás, que la Constitución de 1978 ha cumplido su función, o muerto de éxito, y anda pidiendo hace años una severa reforma que los partidos de ámbito estatal parecen por fin dispuestos a intentar. Si se deciden, quizá no fuera mala idea partir de lo ya consolidado: que las naciones y las realidades nacionales, definidas hasta hoy como comunidades autónomas, hagan uso de su capacidad de iniciativa y presenten en las Cortes, después de un amplio debate con la participación de todas ellas, una propuesta de reforma constitucional. Un proyecto que sustituya las declamaciones de solidaridad de los años setenta por instituciones de tipo federal que la garanticen jurídica y políticamente en todos los territorios del Estado. El problema es que los nacionalistas catalanes, sin ocupar ya las posiciones de vanguardia ni actuar como espoleta, al modo en que actuaron en 1931 y en 1978, optarán probablemente por no participar en el nuevo juego a la espera de que la Europa de los estados se disuelva en una Europa de los pueblos orgullosos de su identidad, y vean por fin despejado el camino a la independencia.
 
Santos Juliá
Domingo, 28 de Enero 2018 19:24

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De nacionalidades a naciones y de regiones a nacionalidades: tal podría ser el resumen de cuatro décadas de autonomía


Reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado español: tal parece ser el talismán que abrirá la puerta a un mejor encaje de nuestras mal llamadas naciones sin Estado en la Constitución española después de someterla a una profunda reforma. Se trata de una demanda presentada de manera formal en 1998, cuando PNV, CiU y BNG, evocando los pactos de la Triple Alianza de 1923 y el que dio origen a Galeuzca diez años después, firmaron una declaración en Barcelona, recordando que cumplidos 20 años de democracia continuaba sin resolverse “la articulación del Estado español como plurinacional”.
Los firmantes de esta declaración partían del supuesto de que, tal como la Constitución establecía, había en España nacionalidades y regiones y que, tras el desarrollo de los Estatutos, las regiones se sentían satisfechas con el grado de autonomía alcanzado durante esos años, pero las nacionalidades, precisamente porque las regiones disfrutaban ya del nivel máximo de competencias, se encontraban ante la terrible amenaza de la “uniformización”. En verdad, y al menos desde 1996, Jordi Pujol nunca dejará de repetir que si seguíamos por el camino de la uniformidad, “se llegará a la situación absurda de que en España no habrá regiones”. Y eso, para los catalanes, concluía Pujol, “tiene trascendencia”, la de no ver reconocida su diferencia.
Pues bien, ya hemos llegado al absurdo: apenas quedan regiones en España. Y no estará de más recordar que en el punto de partida de esta historia no había más que provincias, las establecidas por los liberales en 1833. Décadas después, un grupo de diputados y senadores catalanes plantearon en 1906 al gobierno de Su Majestad “La cuestión catalana”, que consistía en elevar las cuatro provincias de Cataluña al estatuto de región dotada de un derecho originario a la autonomía. De su reconocimiento por el Estado esperaban aquellos parlamentarios, inmunes al síndrome Pujol, el resurgir de las energías dormidas de todas las regiones de España: la causa de Cataluña, escribían, “es la causa de todas las regiones españolas”; la autonomía, también.
Hubo que esperar, sin embargo, a la proclamación de la República para que una Constitución española recogiera, por impulso catalán, el derecho de una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, a organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español. En los años de República en paz solo se constituyó una región autónoma, Cataluña, aunque otras dos, País Vasco y Galicia, plebiscitaron también Estatutos de autonomía antes de que la rebelión militar los arrasara a todos, y a los que esperaban, por la fuerza de las armas y del terror. En el exilio, ya desde los años cuarenta, abundaron los debates sobre la futura configuración del Estado, ahora como Comunidad Ibérica de Naciones, o como Confederación de Nacionalidades españolas o ibéricas, o como España como nación de naciones, y hasta de España, según la veía Pere Bosch Gimpera, como “una supernacionalidad en la que cabían todas las nacionalidades”.
De cuántas y cuáles eran estas nacionalidades se publicaron no pocas reflexiones, plagadas de un profundo historicismo al servicio de la causa. En resumen, se debatieron dos proyectos de futuro: uno, muy arraigado en círculos del exilio catalán, vasco y gallego, dibujaba el mapa a base de cuatro naciones confederadas: Castilla, Cataluña, Galicia y Euskadi, entendiendo que, para equilibrar el peso de las tres últimas con la primera, Cataluña abarcaría el conjunto de Países catalanes y Euskadi se extendería por Navarra y tierras limítrofes de Aragón; el otro, de preferente acogida por castellanos, contaba hasta catorce nacionalidades, reproduciendo más o menos el mapa de los estados diseñados en la no nata Constitución federal de la República de 1873.
En los medios de oposición a la dictadura en el interior se llegó, sin embargo, a identificar democracia con recuperación de libertades y de estatutos de autonomía por las nacionalidades y regiones, nueva pareja muy solidaria y bien avenida, que viajó en el mismo vagón hasta su reconocimiento en la Constitución de 1978 en términos calcados de la de 1931: provincias limítrofes con características históricas, económicas y culturales comunes. Cuáles eran nacionalidades y cuáles regiones quedó implícitamente entendido con el reconocimiento del derecho a dotarse de Estatuto por la vía rápida a los territorios que “en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía”, o sea, por este orden: Cataluña, Euskadi y Galicia, aunque Andalucía se subió de un triple salto al mismo carro.
Y así fue hasta que las regiones procedieron a redefinirse en los estatutos de nueva planta aprobados entre 2006 y 2010. De entidad regional, Cantabria pasó a identificarse como comunidad histórica, denominación adoptada también por Asturias. Aragón, que había prescindido de preámbulo en su primer estatuto, se definió como nacionalidad histórica en 2007, lo mismo que el pueblo valenciano, que al constituirse en Comunidad autónoma lo hacía como expresión de su identidad diferenciada como nacionalidad histórica. De manera que mientras las nacionalidades se convertían en naciones, o en realidades nacionales, las regiones, salvo Castilla-La Mancha y Murcia, se identificaron, por las razones históricas poéticamente inventadas en los preámbulos de sus nuevos estatutos, en comunidades históricas, en nacionalidades históricas, o simplemente, en nacionalidades.
¿Cómo hemos llegado a esto? Muy sencillo: desde que asumieron sus competencias, los gobiernos de las Comunidades Autónomas dedicaron parte notable de sus recursos, primero, a recuperar “señas de identidad” para, olivándose de la lealtad o solidaridad federal, embarcarse en la construcción de identidades diferenciadas, remontando la diferencia a una forja de los antepasados perdidos en las brumas de los tiempos. Así los catalanes, siempre pioneros, pero también los andaluces, aragoneses, valencianos y demás. Y así, cantando loores a la diferencia colectiva han convertido cada nación o nacionalidad en sujeto de derechos históricos, comenzando por el derecho a decidir, en el que tomaron la delantera los vascos, siguieron los catalanes y ahora, como parte de un “momento destituyente”, reivindica la CUP y otros populismos para todos los pueblos.
¿Que hacer? Ante todo, llamar a las cosas por su nombre: las políticas de identidad son como mantos primorosamente repujados que cubren políticas de poder. Cuando un poder reclama una identidad colectiva separada, enseguida afirma una voluntad nacional-popular como sujeto de decisión, primero, de soberanía inmediatamente. Mejor será ir al grano y abrir el debate que tenemos pendiente desde 2004 partiendo de la asunción de este nuevo hecho político construido a partir de 1978: que las Comunidades Autónomas, sean naciones, nacionalidades o, todavía, regiones, son poderes del Estado y que, como tales, tienen su palabra que decir en todo lo que se refiera a una reforma constitucional, mal que les pese a quienes no ven otro horizonte que la destrucción del mismo Estado.

Publicado en El País, 6 de noviembre de 2017
Santos Juliá
Domingo, 28 de Enero 2018 19:18

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Editado por
Santos Juliá
Eduardo Martínez de la Fe
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.



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