Yaiza Martínez


Relatos

La Espera
Por Laia López Manrique

Estación de Sants, un jueves de abril de 2004. Alberto fuma un pitillo en el área de no fumadores, espanta a una mosca que le espía la oreja, se mira en el escaparate limpio de una tienda de souvenirs. Crece, se hace pequeño, silba una canción antigua. La destroza. Esperanza, esperanza, sólo sabe bailar cha cha chá.

(En esa misma estación, hace muchos años, la vio llegar, de la mano de su madre. Llevaba un vestido rojo con una mancha en el cuello, y su madre sostenía una maleta de piel gastada. Avanzaban despacio. Lo recuerda. Ésa es mamá, dijo su padre, y ésa es la hija de mamá. Se llama Marina. Cuando estuvieron cerca, él le tendió la mano. Ella lo abrazó. Sus manos sudaban. Las manos de las mujeres, a veces, sudan. Su madre lo tomó en brazos, le arrugó la cara con sus besos. La distancia muele el amor. Un perro ladraba, seguro, en alguna parte.)

Si Adelita se fuera con otro. Alberto se rasca la pierna. Quiere verla otra vez envuelta en un vestido rojo, como la primera vez. Parecía una muñeca, pero tan viva, flotando en celofán. La mosca vuelve. Ya no es una niña. El tren llegaba a las cinco, y ya ha pasado media hora. No le ha comprado bombones. Recuerda que le gustan los bombones de licor, se lo dijo una noche, la última, en la habitación, tumbada en la litera de arriba. Cómo ha podido olvidarlo. No se lo perdona.

(Con los ojos prietos, el cuerpo tenso sobre la almohada, la espera. Ella se acerca. No quiere mirarla. Cree que va a morir si la mira. Cree que está enfermo. Ella se tiende sobre él. Las manos le sudan, las pasa despacio por el torso, los brazos, el vientre, las piernas. Siente su cuerpo hostigado por la densidad del otro cuerpo. Tan graciosa pero no eres buena. Encima de él, ella levita. Es mi sudario, piensa Alberto. Debería vestirse. El rojo siempre le sentó tan bien.)

Un tren de mercancías. Un tren de pasajeros, sin pasajeros. Una mujer que pasa del brazo de un tipo con corbata le saluda. Todas las miradas le parecen un plagio de la suya. Le gustaría tocar el piano, le gustaría llevarla al mar. Marina, tú me conduces, nos ahogamos juntos, como dos peces traidores. La seguiría por tierra y por mar. Lo haría. Empachado de deseo, los relojes no existen. Ya es tarde. El tren llegaba a las cinco. Al menos podría haber avisado.

(La noche de la cena de fin de curso, hundido en una butaca, la espera. La televisión emite anuncios de televenta. Son las tres. Sus padres duermen, el gato ronca en la cama. Por primera vez, siente miedo. Su padre suele decir que son las mujeres las que esperan a los hombres, y no al revés. Pero con ella, él ha dejado de ser un hombre. Ahora es otra cosa. Es un loco. Un animal obsceno, mordido por un pánico atroz. Tiene que inventar un nombre falso, ocultarse en las faldas del sofá, pactar con algún diablo que le facilite las cosas. Está envenenado. A las cuatro y diez, ella abre la puerta, tambaleándose. Tiene los ojos rojos. Está borracha. Le pone un dedo en la boca para que no proteste. Se acompañan al cuarto, tomados de la mano como dos amantes. El gato huye.)

Si es por tierra en un tren militar. No le gusta la canción. A ella no le gustaría. Quiere que la vida sea simple, que no haya gritos, que no haya mendigos por las aceras. Quiere apartarse, como ahora le aparta un hombre con prisas, le quita de en medio. Son las seis de la tarde. El tren llega con retraso. Es costumbre en ella retrasarse, retraerse, recapitular. Se dirige al mostrador de un café, pide un cortado. Entonces dan el aviso. Tren con destino a Barcelona-Sants, procedente de Asturias, estacionado en vía 3. Sale del café sin pagarlo. La camarera le llama, pero él ya no escucha. Baja las escaleras de dos en dos. La garganta le hierve. Vía 3. En el andén localiza su cintura erguida, fina, bajo una americana beige. Hay una mano rodeándola. Se detiene en seco. Esa mano. No la conoce.

El corazón bombea sangre descreída. Qué sed de esos labios, y es otro quien la besa. Otro, el dueño de esa mano. Ella tiene los ojos cerrados. Olvidé los bombones. Todos los perros lloran.

Laia López Manrique (Barcelona, 1982). Es licenciada en Filosofía y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Barcelona. Ha publicado textos críticos, poemas, relatos y microrrelatos en diversos medios y soportes. En 2005 obtuvo el segundo premio del concurso de microcuentos “El Basar” por su relato Tres, publicado en el volumen colectivo Microvisions (Montcada Comunicació, Ajuntament de Montcada i Reixach, 2005). En 2009 obtuvo el Premio Voces Nuevas de poesía de Ediciones Torremozas y participó en las antologías poéticas Voces Nuevas XXII Selección de Ediciones Torremozas y Aldea Poética IV SXO-Poesía Lúbrica de Ediciones Opera Prima. Se puede encontrar más información sobre la autora en su blog Pálido Fuego.

Yaiza Martínez
Lunes, 7 de Diciembre 2009


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Cuaderno de campo vinculado al poemario "Tratado de las mariposas", de Yaiza Martínez. Imagen: Eva Lí.



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