Texto de presentación del libro "La caja de Música" (Fundación Inquietudes-Asociación Poética Caudal, 2012), de Olga Muñoz Carrasco, leído el pasado 17 de febrero en la Librería del Centro (Madrid). Por Yaiza Martínez.
Olga Muñoz Carrasco se doctoró en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, y actualmente trabaja como profesora de Literatura en la Universidad norteamericana Saint Louis de Madrid. Como investigadora, está especializada en la poesía de la poeta peruana Blanca Varela, sobre la que en 2007 publicó el libro “Sigiloso desvelo. La poesía de Blanca Valera”, editado por la Pontificia Universidad Católica del Perú.
“La caja de música” es su primer poemario publicado. Ha aparecido en la colección de poesía “Señales de vida”, editada por la Fundación Inquietudes y la Asociación Poética Caudal. El libro está dividido en tres partes: “La casa amarilla”, “Lima innominada y “La caja de música”. Como elemento común de todas ellas, creo que podría decirse que las tres están atravesadas por una misma inquietud semántica: la de la contraposición de la luz a la oscuridad, de lo bello a lo miserable, del amor a lo cotidiano. Esta contraposición aparece ya en el primer poema del libro, en el que la autora nos habla del “fogonazo y su ceguera” y, a continuación, del “sabor árido del estiércol”. A partir de este comienzo, todo el libro parece querer resolver la paradoja profunda de la vida como enorme impulso que, sin embargo, no elude rutinas ni grandes temores ni la certeza de la temporalidad. Este contenido semántico concreto seguirá adelante en el siguiente libro de la autora, “El Plazo”, que saldrá publicado próximamente en la colección Once de la editorial Amargord. Pero, a pesar de la temporalidad, la intensidad. En este rincón pequeño, la gota de luz y su testimonio, parece decirnos el poemario de Olga Muñoz. Ese rincón es, en la primera parte del libro y también en la última, el hogar. Dentro de la casa de este libro, y gracias a la palabra poética, los objetos pasan a ser el “cuerpo” o la “forma” de los estados anímicos del yo poético. Este ejercicio, en el que las cosas y el espíritu se funden, además de hacer que materia y espíritu se alimenten recíprocamente, provoca la aparición, a ojos del lector, de un espacio vivo e incandescente, numinoso, que arrastra en igual medida hacia la belleza y hacia la inquietud; que a la vez prende la vida a lo cotidiano, y también la salva de su propio e inevitable desgaste. La escritura de la segunda parte del libro, “Lima innominada”, se gesta en los meses que Olga Muñoz Carrasco vivió en Lima, mientras trabajaba en su tesis sobre la poeta Blanca Varela. Los recursos utilizados en esta parte del poemario son similares a los empleados anteriormente, pero en este caso sirven a la autora no para nombrar lo invisible en el hogar, en la casa, sino para describir una ciudad que, en lo obvio, es tétrica y lúgubre pero, más allá, en lo invisible o no tan material, sigue rabiosamente viva. Una ciudad que “labra sin descanso”, sigue adelante, a diario, con su “tenaz orfebrería”, como escribe Olga. Por tanto, en “Lima innominada” encontramos de nuevo la misma contraposición entre la luz y la oscuridad de la que hablábamos al principio, pero, en este caso, esta contraposición se radicaliza, y no sólo porque las imágenes empleadas sean más duras que en las del resto del libro (ángeles y aves conviven con humo y mugre de manera continuada), sino también porque los objetos pasan a la acción, pasan a ser una parte activa de los contrastes o el sujeto de éstos. Es el caso de: “Lima ensució la luz” o de los versos “Sol blanco / una de tantas falsas monedas / mancha el cielo”. Creo que, con este paso, el yo poético une de forma irremediable a Lima con su materia bajo una amarga sensación de condena y desesperanza. En la tercera parte del libro, “La caja de música”, el yo poético vuelve al ambiente del hogar. Y lo hace con una declaración de intenciones, expresada por el verso de otra poeta, Patricia Esteban: “También las lámparas pueden mirarse”. La casa vive ahora la sacudida que supone la llegada de un hijo, una llegada que parece ser todo luz, a pesar de los matices oscuros circundantes, en realidad a pesar de cualquier cosa. En esta situación, el yo poético alcanza por momentos estados visionarios y revive el tiempo absoluto, mítico -propio de la infancia y rememorado gracias al hijo-. Olga Muñoz escribe entonces que “nada escapa a la memoria ni me pertenece” o describe la casa como un “hueco lleno de infinito y orden”. Más adelante, esta vuelta momentánea a la raíz gracias a la prolongación, sin embargo, no impedirá que la vida siga imponiendo sus contrastes y que sigamos siempre paseando “por calles de familiares muertos / intentando abrirnos paso”, como escribe Olga. Al final, en el último poema, el yo poético parece posicionarse ante la paradoja que constituye la vida eligiendo ese “lugar preciso para empezar a andar / hacia la casa…” Sobre el lenguaje poético de este libro, yo diría que Olga Muñoz emplea en él la palabra poética para recrear espacios cotidianos que, mediante el lenguaje, se transforman en espacios significativos, cargados de una semántica emocional. De esta forma, en “La caja de música”, el pensamiento y la emoción son los que levantan la casa, la ciudad y el nido, a través de la palabra. Emerge así en el poemario la intención de los entornos, que nunca sabemos bien si está en ellos mismos o si consiste en una subjetividad volcada. El caso es que la pericia poética de la autora hace que estos espacios, siendo simples lugares, nos conmuevan y nos hablen. Esto creo que es posible gracias a que la poesía de Olga Muñoz, como toda la buena poesía, hace visible lo que no se ve: elabora y expone un universo que en la lectura nos parece entrañado en cada cosa desde siempre, y que sin la lectura nos pasaría completamente desapercibido.
Yaiza Martínez
Domingo, 26 de Febrero 2012
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Cuaderno de campo vinculado al poemario "Tratado de las mariposas", de Yaiza Martínez. Imagen: Eva Lí.
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