Abandonen el barco


Alexander V. O'Hara

28 de octubre de 1915
Nunca imaginé que tuviera que escuchar esa orden. El hielo no nos ha perdida el haber profanado sus dominios y no ha cejado hasta triturar nuestro barco. Los desgarradores crujidos de la estructura de madera se unen a los sordos lamentos de nuestras almas en un coro que parece implicar ayuda. ¡¡ Qué va a ser de nosotros sin nuestro Endurance !!



Hicimos todo lo que pudimos pero al final tuvimos que abandonar el barco
Haber resistido al último ataque de los hielos y el hecho de que apareciesen algunas canales en la superficie del mar congelado nos hacía pensar que pronto saldríamos de aquí.

Aunque el día del año en que escribo esto haga pensar que estamos camino del invierno, les recuerdo que en el hemisferio Sur lo que estamos es acercándonos al verano. Por lo que todos pensábamos que, con un poco de suerte podríamos salir de ésta. Pero, no ha sido así.

Durante tres días hemos luchado con todas nuestras fuerzas por salvar a este barco, que es lo único que tenemos, nuestra casa y nuestro cobijo, de la furia de estos hielos. Pusimos todo nuestro empeño, pero no logramos.

El hielo presiono inmisericorde contra los costados del barco, arrancando parte del codaste del entarimado de estribor y abriendo una tremenda vía de agua. Worsley mandó llamar al carpintero, McNish, y éste con un simple vistazo supo lo que tenía que hacer. No era la primera vez que se las veía con un problema de este tipo.

Las bombas no funcionan
Mientras el carpintero trataba de sellar la parte posterior del barco para evitar la entrada de agua, había que tratar de sacar toda el agua que ya estaba dentro. Para ello la única solución eran las bombas manuales, un sistema normal en este tipo de situación. Sin embargo, algo pasaba porque pese a todos los esfuerzos de los marineros que accionaban las bombas, el agua no salía.

El mecanismo de una bomba es tan sencillo que no cabía una avería y menos en todas a la vez. El motivo se sugirió pronto: el frío había congelado el agua de los conductos de las bombas. Worsley se llevó a un par de hombres a la zona donde se almacena el carbón y por donde pasaba la tubería que se había congelado. Uno tras otro los cubos de agua hirviendo trataron de fundir el bloque compacto de hielo que obstruía la tubería.

Al final tuvo que ser un soplete el que consiguió calentar el metal lo suficiente para que el hielo se fundiese y el agua volviese a fluir. Había pasado más de una hora en realizar esta operación, pero el resultado no podía ser mejor, las bombas comenzaron a funcionar y, al menos, el nivel del agua ya no subía a tanta velocidad.

Supongo que ninguno de ustedes ha manejado una de estas bombas. Pues les puedo decir que es un trabajo agotador y que estos hombres acostumbrados a los trabajos más duro no podían aguantar más de 15 minutos, después tenían que ser relevados por sus compañeros.

Así estuvimos toda la noche, un cuarto de hora en las bombas y luego un descanso similar para volver a accionar las bombas. A la mañana siguiente, todos estábamos tan cansados que íbamos dando
trompicones por cubierta.

Después de 24 horas de trabajo, el carpintero terminó su trabajo, pero pese a todo, el agua seguía entrando y se tuvo que continuar achicando agua. Así hora tras hora, durante todo un día y otra noche. Mientras la presión del hielo no cesaba y la estructura del barco se retorcía produciendo unos sonidos que se parecían, y no les exagero, a los gritos de dolor de un animal herido

El canto de los pingüinos
Llevábamos dos días de lucha incesante cuando un grupo de diez pingüinos emperador, nadie sabe de dónde salieron, se aproximaron al barco. Durante un rato se quedaron mirando el desalentador espectáculo de nuestro barco, como considerando la situación. Luego, comenzaron a emitir una especie tonada compuesta con chillidos a cual más lastimero.

Nadie había visto a los pingüinos comportarse hasta ahora así y, aquella especie de canto fúnebre, no fue la mejor medicina para nuestros deprimidos espíritus. Miré a Shackleton que le tenía muy cerca. Se mordía el labio. Aquello era un mal presagio.

Pese a todos seguimos luchando. Pasó otra noche y llegó otro día. Las cosas no mejoraban. Todo lo contrario, la presión del hielo aumentaba, como ensañándose con un enemigo al que ya tiene aniquilado a sus pies. Los estampidos de las vigas al romperse parecían sentenciar la suerte del barco.

Finalmente, Shackelton, que ya había ordenado bajar todos los equipos y las provisiones al hielo, hizo un gesto a Frank Wild. No hacían falta palabras, los dos sabían que todo había terminado y se ordenó la evacuación del barco.