Y se hizo la luz…pero eléctrica


Alexander V. O'Hara

20 de mayo de 1915
Desde hace varias semanas nuestro fotógrafo, Frank Hurley, ha estado trabajando sin interrupción. Entre que no puede estar parado y que es extraordinariamente habilidoso, siempre está creando artilugios o arreglando todo lo que se estropea. Esta vez el reto era de categoría: producir electricidad.



Como ya he comentado alguna otra vez, nada más comenzar el viaje me convertí en el ayudante de fotografía de Hurley, pero según pasaban las semanas mi ayuda se ha ampliado a todo proyecto en el que decide meterse. El último… disponer de luz eléctrica en algunas partes del Endurance.

No ha sido sencillo, hemos buscado y rebuscado por todos los rincones del barco hasta encontrar la pieza, el cable o el trozo de metal, que Frank necesitaba para construir el equipo. Nuestros compañeros seguían nuestras búsquedas, o las largas horas de trabajo en los más insospechados lugares, con una bien estudiada indiferencia, que no podía evitar traslucir la curiosidad que tenían por saber qué estábamos haciendo. Curiosidad que se fue acrecentando según los equipos crecían en tamaño y cantidad, especialmente cuando empezamos a instalar cables que recorrían el Endurance.

Por fin todo estuvo listo, nuestra pequeña planta de producción de energía eléctrica comenzó a funcionar y, siguiendo las indicaciones de Shackleton, pudimos dotar luz a aquellos lugares donde podría ser más útil, como la estación meteorológica y el observatorio.

Luces para los perros
Hurley también se sirvió de dos postes para instalar dos potentes focos que podían iluminar el exterior del barco, tanto en el lado de babor como en el de estribor. Su objetivo era que iluminasen los iglúes de los perro s durante los días más oscuros del invierno.

Además, en caso de que la placa se rompiese durante esos días de completa oscuridad, estos focos nos permitirían bajar a por los perros y subirlos a bordo en caso de una emergencia en la placa de hielo.

No quiero ni imaginarme –me dijo Shackleton- lo que hubiera significado tener que subir a bordo a cincuenta perros sin ver dónde pisas, mientras las grietas se abren bajo tus pies, o los bloques de hielos saltan y se amontonan a tu alrededor. Algo que, en varias ocasiones, ya habíamos visto como ocurría, y que nos había sobrecogido por la rapidez y violencia con que se había manifestado, y por el peligro mortal que podía significar el poner el pie en el lugar equivocado o por no quitarlo a tiempo.

Finalmente, pudimos poner en marcha nuestra planta eléctrica y la blancura de la luz proyectada por los dos potentes focos rompió la negrura de la noche. Aquello subió aún más el prestigio de Hurley, aunque no el mío, ya que para todos se había hecho evidente que yo era un mero ayudante.

Incluso uno de los médicos, Macklin comentó admirado “las máquinas maravillosas que sabe hacer Hurley y que ninguno de nosotros es capaz de entender cómo funcionan”. Bueno, al menos yo sí, dado que me lo había explicado una y otra vez hasta que logré aprendérmelo. Esa es la ventaja de ser su ayudante.