Método tercero

Artículo n°105

Redactado por Alfonso López Quintás el 05/12/2017 a las 12:40

Los análisis realizados anteriormente ‒tal vez un poco áridos para el lector‒ nos permiten ahora clarificar varias cuestiones del mayor interés. Una vez más observamos que la comprensión a fondo de los temas estéticos profundos requiere cierta agudeza y flexibilidad de mente, que sólo podemos adquirir mediante un ejercicio esforzado.


POSIBILIDADES Y RIESGOS DEL ARTE NO FIGURATIVO


Entre tales cuestiones se hallan las siguientes:

• cómo unirnos a las realidades del entorno de modo que podamos comprender el sentido de las mismas y el de nuestro trato con ellas;
• de qué forma podemos lograr una relación de inmediatez fecunda con realidades que son distintas de nosotros y pueden llegar a sernos íntimas;
• por qué vía conseguimos integrar la materia y la forma, acceder al sentido en lo sensible; pasar a lo trascendente desde lo inmanente.
• La importancia de la inspiración para lograr la armonía entre lo figurativo y lo no figurativo.

Inmediatez silenciosa con lo real

El propósito del arte es revelar la realidad en todos sus estratos ‒no sólo los figurativos‒ y desvelar sus planos más ocultos y profundos. Por eso late en todo arte una dramática tensión interna entre el fondo y la forma, el significado y la imagen. ¿Qué género de arte nos vincula de modo más inmediato y vigoroso a los niveles más significativos de la realidad?

En la introducción a la espléndida obra Tapies (1), acerca de este renombrado pintor, nos lo presenta Blai Bonet en su primera juventud, atenazado por la enfermedad y la penuria económica de la posguerra ‒años 1939 y siguientes‒, con la vista plegada sobre el angosto horizonte que supone un muro mal encalado, una ventana con la pintura carcomida y los sencillos objetos de un hogar menesteroso. En esta circunstancia, toda su actividad queda casi reducida a contemplar la materia abandonada a sí misma. Una vez recuperado, Antonio Tapies se propone dejar constancia artística de ese tipo de existencia, llevada durante unos años de detención del vivir, escindido entre las ansias de un hombre llamado a la creatividad y la carencia de posibilidades impuesta por una situación adversa.

A Tapies sólo le interesará en adelante lo real en su implacable concreción, lo real en su vida y en su muerte, en sus formas de gloria y en sus figuras corroídas por el deterioro. La mirada de Tapies se agudizará ante todo fenómeno de humillación ontológica en el cual la realidad se angustia entre el ser y el no ser, en ese punto lábil en que se pasa insensiblemente del existir a la nada. Además de lo destruido por la guerra, Tapies busca y acoge lo antiguo, lo envejecido y arrumbado. Expresa las formas de vida en estado de cascote, de llaga abierta o herida tectónica. Recordemos sus paisajes arenosos con un gran corte en el centro.

Pero esta predilección por lo desolado tiene una innegable vibración humana que lo arropa y da sentido. Bonet lo comenta de un modo que resulta instructivo para nuestros fines:

«En este personalísimo intuir el tema de la destrucción en el estado de nuestros muros medievales, lo que convierte el hallazgo en el más profundo del arte nuevo es esto: haber “querido” convertir esos huecos y su borrada silueta humana en una incesante referencia al hombre o a cosas de su vida y muerte».

La materia en Tapies parece implicar, pues, una referencia a cómo la vive el hombre en un estado especial de enquistamiento en la misma cuando, por una u otra circunstancia, pierde la libertad de moverse en el mundo de las significaciones. No se trata en él, por tanto, de un mero informalismo, al modo por ejemplo de Georges Mathieu, que no deja de ser un bello impresionismo informal.

«Sobre el informalismo –escribe Bonet‒ Tapies está solo, como un islote, agarrado a la realidad, que no lo parece de tan pavorosamente cercana como la muestra».

Su postura hace pensar inmediatamente en la tierra, y nunca en la pintura o en pinturas concretas. Esta inmediatez se traduce necesariamente en silencio de mudez y voluntad de presencia táctil con lo real. De su visita al pintor conserva Bonet esta significativa estampa:

«Nos pusimos a callar. Substituimos la palabra de preguntar por el tacto: el de la yema del pulgar, del índice, por la curva perenne de las cerámicas populares (...). Los profundos maestros de estas tierras cocidas no tienen nombre, y las tierras no tienen decoración».


Debido a esta voluntad bien meditada de inmediatez muda con lo real, la tarea de Tapies consiste en «conseguir que no quede un solo fragmento de tela “con vida”, ni, por tanto, con la vida árida del material en buen estado. Actitud que determina, a su vez, que todos los elementos gráficos sean ofensivos, demoledores: es la profanación estructurada; la profanación como estructura». Con este método –concluye Bonet‒ Tapies demuestra cómo es posible merecer y conseguir la libertad de expresión arrancando desde el cero-vida de una materia que, por principio, obliga al nacimiento muerto.

Después de describir el modo de realizar Tapies un tajo profundo en la materia todavía palpitante, genéticamente abierta a la forma, Bonet escribe:

«Así, desde el primer momento del cuadro, Tapies empieza un tema profundo: la melodía de la oposición, el contrapunto en la destrucción. Esto ya no es “pintar” la oposición o la destrucción, sino dividir, destruir, y después armar de una silenciosa melodía plástica lo deshecho. Es realizar en vez de pintar». «La realidad, por fin, no muestra más que su presencia verdadera, lo que da de sí estrictamente. No es presentada ya por medio de representaciones. Es presentada en su más cruda y abierta presencia».

De este modo, la obra de arte ya no es una evasión, la temida y pretendida evasión del arte figurativo, sino un hecho, una realidad sometida toda ella ‒material y formalmente‒ a la ley de gravitación, a las limitaciones, precariedades y violencias de la materia en su primer estado, el estado irredento de lo que no se deja asumir por una instancia superior más libre ‒más amplia de horizonte‒ que en ella se encarna y expresa.

El contacto con la obra de arte se reduce a tacto fusional

Como habrá advertido el lector, en esta descripción del proceso artístico ‒motivaciones e intenciones‒ del pintor Antonio Tapies, realizada por un admirador fiel, quedan claramente al descubierto los temas antes reseñados. Cuando el hombre ‒ser nacido para vivir simbólicamente, uniéndose a lo no sensible en el cuerpo expresivo de lo sensible‒ ve reducido violentamente su ritmo vital y su horizonte personal, fija la vista necesariamente en las realidades más a mano, corriendo peligro de anegar su espíritu en un caos de meros estímulos, como sucede cuando relaja el espíritu y mira detenidamente un objeto o repite maquinalmente un sonido (2). Pero, como el hombre siente nostalgia de amplios horizontes y realidades valiosas, no puede renunciar al desvelamiento de las capas metasensibles de la realidad bajo riesgo de sucumbir como persona. Por eso, en el caso de un artista, eleva a consideración artística el muro mismo de la prisión espiritual que intenta sofocarlo.

Pero este hacer de necesidad virtud, pese a la admirable capacidad humana de superación que implica, lleva consigo el veneno de la unilateralidad. Téngase en cuenta que el hombre pertenece a un nivel superior al de la materia aislada (nivel 1) y no puede hallar en el diálogo con la misma la auténtica libertad de su espíritu, hecho para crear formas muy altas de comunicación y de intimidad (niveles 2 y 3). La atenencia en exclusiva a la pura materia ‒realidad cerrada que no otorga al hombre las posibilidades que generan el encuentro‒ no puede crear entre el hombre y lo real vínculos de verdadera unidad, sino tan sólo lazos de inmediatez y vinculación física que atenazan, pero no liberan.

Esto explica el hecho patente de que sobre esta forma de contemplación artística se cierna una irremediable tristeza, pues el gozo auténtico del hombre brota sólo de la libertad creativa, que es privilegio de situaciones de plenitud y amplios horizontes. Nunca con más empeño que aquí se debe, por una parte, evitar el grave error de confundir la libertad con el desamparo, la infinitud con el vacío, la tristeza con la melancolía ‒nostalgia de amplios horizontes‒, y recordar, por otra, que en el nivel humano la alegría surge únicamente en el clima de plenitud que funda la comunicación intersubjetiva.

El contacto con la realidad propio de los realismos que adoptan el método de aceptar la materia en su condición más descarnada no es sino un tacto de fusión, que está muy lejos de significar la forma más perfecta de inmediatez. Por eso invita esta forma de arte al silencio de mudez, en definitiva ‒lamentablemente‒ porque no tiene nada que decir, ya que la palabra es vehículo viviente de lo profundo, de los amplios campos de realidad que se establecen entre seres que gozan de libertad creativa o libertad interna.

Estos fértiles temas exigirían muy amplio tratamiento, pero la escasez de espacio me fuerza a concentrar brevemente la atención en los puntos decisivos (3).

Hacia la verdadera inmediatez

Se afirma con razón que la grandeza del arte radica en facilitar modos de expresión inmediata de la realidad. Pero esta categoría de inmediatez no da aquí una medida de rapidez, sino de intensidad. La expresión inmediata, en efecto, nos sitúa simultáneamente en dos niveles: el de las realidades "expresivas” ‒espaciotemporales‒ y el de las realidades "expresantes", que se expresan en aquéllas sin perder su modo superior de espaciotemporalidad. Pero el logro de esta forma singular de inmediatez con la realidad implica en el sujeto cognoscente cierta potencia cognoscitiva. Nunca se subrayará en exceso que el hombre es un ser con relieve que sólo vive en plenitud cuando se mueve simultáneamente en dos planos distintos, jerárquicamente diferenciados, pero sutilmente integrados. Así, cuando fijamos la sensibilidad en un haz de estímulos y nos sumergimos con voluntad de fusión en los mismos, sentimos que nuestro espíritu se envara y pierde su connatural flexibilidad, ese singular y prodigioso poder de situarse a distancia de perspectiva que es característico de los seres libres.

Como sucede con todo problema decisivo, también éste provocó una aguda polémica, que dio lugar ‒en la posguerra de 1918‒ a una acerba lucha entre dos tendencias ideológicas: la vitalista y la espiritualista o, mejor, integracionista. La primera (Ludwig Klages, Arnold Gehlen) tiende a interpretar el estrato meramente vital como modélico, entendiendo cuanto lo desborda como un mero epifenómeno, una excrecencia o tumor que le ha salido a la vida. La tendencia espiritualista reconoce el valor de lo meramente vital, pero lo integra cuidadosamente en el conjunto humano, asumiéndolo sin diluirlo y, mucho menos, anularlo.

Es una tentación congénita del espíritu moderno reducir los fenómenos complejos a los elementos simples que los integran por afán de liberarse del halo de misterio que envuelve todo lo originario y, como tal, irreductible. Diluir para explicar es disolver para dominar, pero no para comprender de veras la realidad. Si se arrancan los pétalos a una flor para desvelar su secreto, tal vez se logren resultados analíticos importantes, pero se pierde de vista la flor en cuanto tal, como algo cualitativamente irreductible a sus elementos. Lo indica certeramente Antoine de Saint-Exupéry:

«Los intelectuales desmontan la cara para explicarla por partes, pero ya no ven la sonrisa. Conocer no es desmontar, ni explicar. Es acceder a la visión. Pero, para ver, hay que comenzar por participar. Es un duro aprendizaje» (4).

La materia y su exigencia de la forma

Dentro del campo estético se ha operado en los últimos tiempos un proceso de rebelión contra lo complejo, que, por normal, fue visto a veces como banal. Cuando la cultura degenera en civilización y las modas culturales se suceden vertiginosamente a instancias del interés y el esnobismo, se tiende a depreciar todo aquello que, por armónico, ofrece un aspecto cotidiano y acabado. Lo original no es entonces lo originario, en el sentido de irreductible, bien delimitado y redondo, sino lo escindido, lo inarmónico y unilateral. En consecuencia, las corrientes culturales se lanzan, impulsadas por un afán de originalidad, a una actividad de disolución de cuanto ofrece un carácter acabado y perfecto merced a la integración armónica de una multiplicidad de estratos. Esta disolución libera ciertamente una gran dosis de energía ‒que se traduce a veces en potencia expresiva‒, pero es una energía de destrucción. ¿Qué posibilidades ofrece esta actividad disolvente y a qué graves riesgos está expuesta? Es ésta una pregunta decisiva, pero, antes de contestarla, debemos hacer varias precisiones.

En este proceso disolvente, el riesgo no radica en subrayar la existencia de una dualidad de elementos, cosa justificada y por demás fecunda ‒como todo análisis bien fundado‒, sino en dar por supuesto que se trata de dos elementos distintos y contrapuestos a los que cabe conceder arbitrariamente una forma de existencia autónoma. Se puede, en efecto, distinguir la materia y la forma, pero ninguna razón poderosa puede inducirnos a pensar que la materia pueda ser escindida de la forma. ¿No afirma la mejor filosofía actual que “la materia está pregnante de la forma” (Maurice Merleau-Ponty) y que en ella late una exigencia de la forma que viene a asumirla como medio expresivo?

Es legítimo, asimismo, distinguir el contenido significativo y la forma figurativa que lo arropa y da cuerpo. Pero, si se considera la forma como brotando de dentro afuera ‒como expresión viviente del contenido que se autoexpresa a través del proceso expresivo‒, será fácil advertir que toda escisión es aquí demasiado superficial para ser sin más aceptada. Podemos practicar artificiosamente todo género de escisiones en el complejo tejido de la realidad. Pero, si dejamos a las cosas seguir su curso sin coacciones violentas, veremos cómo, a la corta o a la larga, la unidad volverá a restablecerse por exigencias internas de los elementos mismos que la integran.

Es justificable consagrar la sensibilidad artística al logro de hallazgos expresivos en la textura de la materia, en cada uno de los colores y sonidos. Pero no debe olvidarse, desde la exigencia de integralidad que brota del ser humano, que en todo elemento con capacidad expresiva late la exigencia de prolongarse en algo superior que potencie sus propias cualidades, según la ley ‒decisiva en Estética‒ de que toda realidad halla su grado supremo de perfección cuando sirve expresivamente a una realidad superior que la asume.

En esta correlación interna y constitutiva de los elementos que integran la obra artística se funda la posibilidad de un lenguaje de formas sensibles que nos ponga en presencia inmediata de un mundo de hondas significaciones, esas significaciones por las que clama la materia expresiva misma en su más genuina esencia.

Nótese que es posible concebir los elementos expresivos bien como una suerte de palabra, o bien como meros signos. La palabra es vehículo viviente de aquello que se expresa y hace presente en ella. La palabra instaura un campo de presencia y funda un ámbito de diálogo, porque conjura la aparición de aquél a quien se pide respuesta. El signo, en cambio, alude a algo en clima de ausencia. Por eso es más frío, más cerebral y artificioso que la palabra.

Esto aclarado, debe decirse que toda obra de arte integral es palabra que instaura una forma de presencia, no mero signo que alude a un significado más o menos lejano. De aquí hay que partir, sin duda, si se quiere comprender el valor propiamente estético que puedan encerrar las posibles implicaciones simbólicas del arte abstracto. Algunos comentaristas de la obra de Antonio Tapies subrayan el importante papel que juegan los símbolos en la misma, a fin de concederle el relieve que requiere toda gran realización artística; y se apoyan en la opinión de ciertos estetas, antropólogos e historiadores para quienes los símbolos son más aptos que las figuras en orden a dar cuenta del ser. Más allá de todo caso particular concreto, lo decisivo es aquí determinar si este modo de dar cuenta es o no rigurosamente artístico. Porque, como sabemos, hay modos de lenguaje que no alcanzan el nivel artístico, el cual exige que entre el signo sensible y el contenido no medie una relación de mera inferencia, sino una forma de remisión inmediata por vía expresiva.

Uno puede ignorar el sentido mitológico de ciertos cuadros figurativos, y captar, sin embargo, inmediatamente el sentido de una composición, su juego de formas, su interna expresividad, pues, con independencia de lo que podemos llamar el argumento de una obra, hay en ella ‒cuando ostenta la debida calidad‒ un tema artístico que se hace presente al espectador sensible. En el trasfondo de la figura se halla la vida de la forma, con su energía configuradora. De ahí que, si para entender por ejemplo una obra de Tapies hubiera que hacerse cargo previamente de las investigaciones psicológicas que cita Juan Eduardo Cirlot en su libro sobre este pintor (5), habríamos de inducir que el lenguaje de Tapies no es artístico, pues la grandeza y la limitación del arte radica justamente en que apela directamente a nuestra sensibilidad. Cuando una determinada orientación artística necesita ‒para hacerse valer‒ acudir al medio expresivo del lenguaje y refugiarse en un ámbito esotérico, pretendidamente inaccesible a un "pueblo estúpido que se engaña siempre" ‒como alguien ha dicho‒, podemos sospechar justificadamente que su capacidad expresiva artística se halla en franca crisis.

De esta esencial gravitación mutua entre la materia y la forma pende que los grandes artistas se vean urgidos a expresar objetivamente sus intuiciones y sientan desazón ante las formas concretas que debe adoptar su labor creativa. Crear es dar cuerpo a algo nuevo que todavía no existe a través de un proceso que implica una dolorosa limitación. No querer rendir este tributo a la condición encarnada del hombre y lanzarse por vías de desarraigo in-formalista puede despeñar al creador de arte en la sima del sinsentido.


Los sentidos y la captación del sentido

De esta interna correlación y complementación de la forma y el fondo, de los medios expresivos y las realidades que se expresan a su través, se deriva la importancia del ver y el oír, sentidos específicos de la experiencia estética. Por eso suele decirse que una obra de arte es algo más para ser visto u oído que explicado, pues, cuando hay realidades que se expresan en medios sensibles ‒a los que transfiguran, al asumirlos como tales‒, y hay sujetos con capacidad de moverse simultáneamente en dos niveles y penetrar en lo profundo-metasensible a través de lo sensible, lo profundo se ve y se oye. Y, puesto que de lo profundo se nutre la vida de la reflexión, no puede escindirse la sensibilidad y la inteligencia sin exponerse a esas formas de extremismo nefasto que son el empirismo alicorto y el intelectualismo desarraigado.

Con la Antropología filosófica más lúcida debemos, en arte, afirmar que el común origen de los vocablos sentir, sentido, sentimiento y sentido (significación), lejos de ser casual, implica una forma enérgica de interacción que, por diversas razones, fue preterida o infravalorada durante siglos de pensamiento seducido por los modos de rigor científicos. Si la única forma pretendidamente válida de explicar una realidad es la que implica la disolución de lo cualitativamente irreductible en los elementos que lo integran, no es fácil admitir la conexión orgánica de tal actividad cognoscitiva con la sensibilidad y el sentimiento, vistos como vías de encuentro e inmediata vinculación con lo real.

Queda así patente la importancia decisiva en este contexto de la categoría de inmediatez, pues lo decisivo es precisar qué forma de unión con la realidad hacen posible los sentidos y la inteligencia. Por consiguiente, cuando frente al intento racionalista de conocer la realidad mediante una forma de dominio intelectual, se destaca la otra vía ‒la del acceso a lo profundo a través del contacto sensible que tiene lugar en la obra de arte‒, debe precisarse cuidadosamente el modo de contacto que es posible en este nivel. Este estudio nos llevará a la fecunda conclusión de que, vistas las cosas con plenitud y flexibilidad analécticas, el sentir integralmente humano ‒internamente vinculado con el sentido y la inteligencia‒, tiene largo alcance y hace posibles formas de contacto muy hondas que florecen de por sí en actos de conocimiento y profunda reflexión.

El arte y el acceso a la trascendencia

A la luz de estas precisiones podemos dar un sentido preciso a ciertas manifestaciones de estetas y artistas que sugieren la existencia de una dimensión profunda en toda realidad, incluso la menos elevada. Léase, por ejemplo, el siguiente párrafo de Jean Teixidor:

«En los últimos años ‒escribe‒ se trató de encontrar una vez más una referencia a realidades profundas a través de superficies plásticas, que habían nacido con la idea de ser válidas por ellas mismas, indiferentes a cualquier significación. Paradójicamente, tenía que encontrarse el alma de una materia que había sido imaginada sólo como materia. Si hiciéramos caso de muchas afirmaciones y de tantos programas, esto podría parecernos absurdo. Pero la mano del hombre no es nunca independiente de una fuerza interior que realmente la mueve, que dicta su impulso y su gesto; en definitiva, era lógico que aquella materia llegase fatalmente a tener una significación. De no ser así, no sabemos cómo sería posible distinguir una tela de Hartung de una tela de Tapies o de Max Tobey. Afortunadamente, esta confusión es imposible que se produzca. El hombre pequeño y eterno, incluso cuando quiere callar, nos dice siempre algo»(6).

No pocos artistas y estudiosos del arte postulan actualmente la vinculación de los medios expresivos y un mundo superior de pensamiento y emoción. En su Discurso de ingreso a la Real Academia Catalana de Bellas Artes de Sant Jordi, el escultor español Luís María Saumells afirmó que el arte sólo surge cuando el artista tiene la libertad interior de asumir activamente los valores que le ofrece la realidad circundante:

«La pérdida del sentido trascendente de la existencia ‒escribe‒ ha llevado al creador a sentirse “inauténtico” en todas sus obras, que vienen a ser una radiografía personal de su asfixia interior […]. Todo está encerrado en este mundo, y el hombre no es más que lo que él hace. La negación apasionada del orden, la destrucción de toda relación con el absoluto como método de conocimiento es la vía que atrae al creador de nuestro tiempo».
«Es atinado, es justo que nos preguntemos si este rostro, si este arte de nuestro tiempo es nuestro retrato, el retrato de nuestra sociedad, del mundo de hoy […]. Hablamos de renovación, pero hace tiempo, mucho tiempo que no renovamos nada verdaderamente».
«Por eso pienso yo que el testimonio que se ha de pedir al artista es un testimonio de verdad, de libertad, pero también de mesura, de sumisión a la realidad de las cosas. Al menos éste es el testimonio que yo he deseado: trabajo, oficio, constancia, obediencia, sin dejar nunca de esperar que quizá alguna vez una claridad venida de arriba transfigure todo este conjunto de virtudes humildes» (7).

Esta aspiración a la trascendencia inspiró esta sugerencia del gran compositor Federico Monpou:

«Cal arribar a la certesa que la música que fem, si es bona, no la fem nosaltres» (Es hora de llegar a la certeza de que la música que hacemos, si es buena, no la hacemos nosotros) (8).


Conclusión

A modo de recapitulación y conclusión podríamos afirmar que el arte mal llamado abstracto encierra un gran valor y ejerce una función positiva en el concierto del arte actual en tanto que

• subraya la precariedad artística de las meras figuras;
• acentúa la potencialidad formal y, por tanto, expresiva de la materia en sí misma, en sus internas tensiones y estructuras;
• no rehúye los materiales humildes y cotidianos;
• intenta dejar al descubierto ascéticamente el significado profundo de los símbolos arraigados en el espíritu humano;
• se arriesga a una cura de simplificación para hacer resaltar ante el hombre desconcertado por este ascético despojo los valores intrínsecos de expresividad propios de la materia más pretendidamente innoble.

Esta esforzada tarea ofrece dos vertientes:

1. La que podríamos denominar destructiva, que tiende a llamar la atención de las gentes mediante la conmoción que provoca sobre su sensibilidad bien arropada por el arte figurativo el desmantelamiento expeditivo de las obras artísticas. De aquí se deriva inevitablemente una fuerte impresión de nihilismo.

2. La vertiente constructiva, que se esfuerza por revelar una serie de valores injustamente preferidos.

Ambas vertientes, la destructiva y la constructiva, se dan asimismo, analógicamente, en la Antropología de los últimos años, lo cual indica que el tema aquí expuesto tiene muy hondas raíces culturales.

Una serena visión de estos dos aspectos contrastados –no contradictorios‒ del arte abstracto nos permite dar un juicio equilibrado de las posibilidades y riesgos del mismo.

Un arte no figurativo verdaderamente inspirado será aquel que muestre la exigencia interna de forma que late en las profundidades de la materia, su interna vitalidad y energía configuradora. El que estudie las posibilidades expresivas de la materia, sin frenar su intuición con obsesivas preocupaciones antiformalistas, advertirá la profunda complementariedad que media entre la materia y la forma, y llegará por la fuerza misma de las cosas a un nuevo figurativismo más pleno, más logrado y maduro, a través de la crisis del a-formalismo.

Un arte abstracto falto de inspiración, que busque su razón de subsistencia no en la intuición de las posibilidades expresivas de la materia, sino en su mera aversión a la forma, acabará por sumir su vida artística en la opacidad de lo material, perdiendo la amplitud de visión y libertad de movimiento que son el alma, vida y quintaesencia de la experiencia artística.

A la vuelta de todas las discusiones queda siempre en claro que la forma ‒rectamente entendida‒ es principio de luz, libertad y vida humana auténtica. Más que ignorar esto, lo que en el fondo sucede es que cada época aporta cierta amplitud al concepto de forma, y nuestro tiempo cuenta entre sus méritos haber mostrado ‒de modo un tanto abrupto pero nítido‒ que la forma anida ya en la materia y es material por derecho propio, por condición de la forma y por exigencia de la materia. Lo grave es que los autores suelen dejarse seducir por sus intuiciones primarias y las imponen con tal energía que caen por fuerza en la unilateralidad, faltos de la perspectiva necesaria para ensamblar sus ideas en el debido conjunto.

El arte abstracto se ha consagrado al estudio de las posibilidades expresivas de la materia y al logro de determinados efectos artísticos mediante el libre juego de múltiples elementos expresivos. Esperemos que el siglo XXI nos depare genios capaces de lograr síntesis que asuman estos hallazgos en una forma de arte integral y, como tal, plenamente humano.

NOTAS

(1) Cf. o.c., EDS Polígrafa, Barcelona 1964.
(2) Esta es la primera de las tres experiencias que vive Roquentin, protagonista de La náusea, de Jean-Paul Sartre. Un estudio detenido de las tres experiencias se halla en mi obra Estética de la creatividad, o.c., 384-430.
(3) En la obra La ética o es transfiguración o no es nada, o.c., 499ss, expongo con cierta amplitud los diversos niveles de realidad y los distintos planos que se dan dentro de cada nivel. El plano más elemental del nivel 1 viene dado por la inmediatez de fusión que tenemos con las realidades del entorno cuando nos empastamos con ellas, sin tomar la distancia de perspectiva que nos permite conocer las realidades como ob-jetos, algo situado en frente, convertido en objeto de conocimiento. Este plano lo denomino nivel 1 a.
(4) Cf. Pilote de guerre (Gallimard, Paris 1939) 46, 74. Versión española: Piloto de guerra (Editorial Sudamericana, Buenos Aires 31958) 47, 166.
(5) Cf. Significación de la pintura de Tapies (Seix Barral, Barcelona 1962).
(6) Cf. «Abstracción y nueva figuración», en Revista de Occidente (nº 12, marzo 1964) 357.
(7) Cf. Idees i experiencias sobre l´art actual (Real Academia Catalana de Belles Artes de Sant Jordi, Barcelona 1985) 16,19, 20, 24, 26-27, 31-32.
(8) Apud F. Bonastre i Beltrán, en la Contestación al discurso ya citado de Luis Saumells, p. 41


| Alfonso López Quintás
| 05/12/2017