Método tercero

Artículo n°109

Redactado por Alfonso López Quintás el 10/10/2018 a las 13:00

Las obras musicales parecen asemejarse a pompas de jabón que relucen durante un rato y desaparecen. Este carácter evanescente llevó a ciertos pensadores a estimar que se trata de meras ficciones. En su obra L´imaginaire, Jean-Paul Sartre afirma que la Séptima Sinfonía de Beethoven es algo irreal. Lo único real en ella son –a su entender‒ los materiales de los instrumentos, de modo semejante a como lo que hay de real en una catedral son las piedras que la componen (1).


El peculiar realismo de las obras musicales

La Estética musical dispone de suficiente soberanía de espíritu para tomar altura y descubrir que, en el nivel 1 –el de los objetos y su manejo dominador y posesivo‒, la obra musical se apaga con el último sonido, pero en el nivel 2 –el de los “ámbitos” y la actitud de respeto, estima y colaboración‒ alcanza una poderosa eficiencia y muestra un modo elevado de realidad.

El realismo singular del mito literario de «Don Juan»

En la Obertura de su ópera Don Giovanni, Mozart hace sonar a los violines con gracia saltarina, parecida a la de un canto rodado que alguien lanza por la cresta de las olas hasta que se desploma a lo hondo. A primera vista, esa música es una mera fulguración entre dos abismos de silencio. En cambio, si la contemplamos en el nivel adecuado, que es el de la creatividad (nivel 2), vemos reflejada en ella la jovialidad superficial de Don Juan, «El burlador de Sevilla», un joven aparentemente triunfador que pone sus dotes al servicio de su afán de dominio y disfrute, y destruye, con ello, su personalidad. La lección que nos ofrece Mozart –en la línea de Tirso de Molina, el creador del tipo del «Don Juan»‒ se nos graba a fuego porque clarifica uno de los grandes enigmas de nuestra vida. Que Don Juan invite a cenar a un personaje al que él mismo dio muerte parece una mera ficción teatral. Y lo es en el nivel 1, el de los hechos cotidianos. Pero, al contemplar la obra con inteligencia madura –dotada de largo alcance, amplitud y profundidad‒, descubrimos que se trata de algo tan real –en el nivel 2‒ como es el conflicto entre la actitud egoísta, infraética, de Don Juan y la actitud generosa, rigurosamente ética, de Don Gonzalo; entre la atenencia exclusiva a las sensaciones (nivel 1) y la responsabilidad moral ante nuestra conducta (nivel 2).
Al quedar manifiesta la oquedad de la vida personal de Don Juan, descubrimos la verdadera condición del personaje. Esta patentización luminosa de una realidad enigmática es su verdad y constituye una fuente de inmensa belleza. Ello explica que una escena tan violenta y patética como la de la cena haya sido expuesta por Mozart con una música sumamente bella.
La Estética musical se apoya en las sonoridades sensibles, pero, en ellas, se eleva a las formas que configuran esa materia sonora, y en las formas percibe los ámbitos que ellas revelan, y en el conjunto descubre la fuerza configuradora del espíritu del compositor que sabe conjugar mil y un elementos expresivos para transmitirnos, en su viveza originaria, el “alma” de cada obra, el espíritu singular que la anima y otorga poder expresivo a cada elemento, al tiempo que lo ensambla orgánicamente en el todo.


En Un requiem alemán de Johannes Brahms, en La canción de la tierra de Gustav Mahler, en El amor brujo de Manuel de Falla, en todas las obras relevantes hay un “alma”, un principio interno que da vida a los elementos expresivos, los torna emotivos, los articula entre sí, los vincula a diferentes sentimientos humanos y diversas situaciones. Todo ello insta a la Estética musical a estudiar temas tan sugerentes como la inspiración, la musicalidad o buen gusto musical, el carácter poético del lenguaje expresivo...

El enigma de la música

Conocer la música tiene un alcance mayor que estar al tanto de su historia, oír todo tipo de obras, interpretarlas, incluso componerlas. Supone -según André Cuvelier- «haber reflexionado profundamente sobre la sustancia misma de este don divino que ilumina y encanta nuestra vida, y haber penetrado algo en el misterio que la rodea». «En realidad, ¿por qué unos sonidos reunidos nos posibilitan esta benéfica evasión a regiones donde reinan la belleza y la pura emoción? ¿Qué relaciones establecen con los delicados resortes del hombre? ¿Qué vías sutiles siguen para tocar nuestra alma? ¿Qué es este maravilloso fenómeno? En una palabra, ¿qué es la música?» (2).
Algunas definiciones de la música no dejan siquiera entrever la envergadura que ésta tiene, los horizontes de plenitud humana que abre a quien la vive profundamente. Con razón, Pablo Casals advirtió que la humanidad todavía no sabe lo que significa el hecho de que exista la música. Para descubrirlo, necesitamos una buena preparación en distintos campos y un ejercicio incesante de la sensibilidad, la inteligencia, el sentimiento y eso que en la mejor tradición occidental se llama “sabiduría”, conocimiento de la realidad humana por vía de experiencia.
Sólo así nos adentraremos en el ámbito de la música de alta calidad, fenómeno cultural que, como la luz y lo bello, podemos explicarlo en muchos aspectos, pero no logramos despojarlo de su carácter enigmático. Lo bello y, dentro de su campo de irradiación, la música se evaden a nuestro conocimiento si los analizamos de modo meramente teórico, incomprometido. Se nos revelan, en cambio, de modo luminoso a medida que los asumimos como una fuente inagotable de creatividad. Descubrir esto, por propia experiencia, es la gran tarea de la Estética.

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Palabras de agradecimiento a una insigne servidora de la gran música: Montserrat Caballé

Al ensalzar el gran don de la música, debemos incluir en nuestro capítulo de agradecimiento a quienes son sus ineludibles transmisores: los buenos intérpretes. He dicho transmisores, y debo rápidamente aclarar que son mucho más que eso: son uno de los elementos que deben conjugarse para que surja el milagro de la música. «¿Qué sería Bach sin mí?», dijo en una ocasión el gran pianista Alexis Weisenberg. En el fondo, quiso decir: « ¿Qué sería de los compositores si no hubiera intérpretes a la altura de las exigencias de sus creaciones?». No existirían de hecho, porque sus obras quedarían a medio gestar. La gestación completa exige una partitura ‒fruto del genio de los compositores‒, un instrumento y un intérprete debidamente cualificado. Al unirse los tres y complementarse, cobran vida las partituras y surge la música.
Esto es cierto, sin duda. Pero cabe también preguntar: « ¿Qué sería de los intérpretes sin los compositores?». Tampoco ellos podrían alcanzar la alta cota a que están llamados. Es necesaria una colaboración mutua, bajo la guía común de la inspiración musical. En la música todo es interrelación, que se traduce inmediatamente en amor. El amor que se traslucía en la eterna sonrisa de Montserrat, en su estima de todos sus colaboradores, por insignificantes que pudieran parecer. Un día confesó que, al subir al escenario y empezar a oír la música que sube del foso, se sentía como envuelta en un manto de belleza, y amparada, e invitada a compartir el festín. Un concierto es una gran fiesta de solidaridad. Una obra musical bien lograda supone la integración de siete niveles de realidad, forma de unión fecundísima que debe llevar a cabo el músico sensible a la verdad de la música, que es, en todo rigor, «polifónica» (Romano Guardini), «sinfónica» (Urs von Balthasar).
Cuando un pastor, aislado en la estepa, musita una melodía en su rústica flauta casera, algo decisivo sucede en su vida solitaria: se adentra en el admirable mundo de la música, que es, por esencia, creatividad, comunicación, vibración conjunta, apertura al mundo venturoso e ilusionante de la belleza.
En este mundo de contagiosa alegría se movió siempre la buena de Montserrat. Por eso era tan fácil vibrar con ella, pero no sólo cuando se identificaba con los grandes líricos que han ilusionado a la humanidad, sino cuando expresaba sus ideas personales sobre los valores de la vida cotidiana, que ella sabía vivir y defender. Sólo una vez no me sentí acorde con una manifestación suya. En una entrevista, un periodista se deshizo en alabanzas. Y, en su línea de sencillez, ella lo interrumpió amablemente para quitarse importancia, y le hizo esta súplica, con su menor sonrisa: «Por favor, no me alabe tanto..., porque, en definitiva, la música es sólo una diversión...!». Muy a gusto, le hubiera dicho: «Querida Montserrat: te admiro mucho por un sinfín de razones, pero no precisamente por lo que acabas de decir. La música es inmensamente más que una diversión, y la prueba de ello es el exquisito cuidado ‒casi mimo‒ con que tú la has tratado siempre».
Con la dulzura de tus increíbles fiatos, te decimos tantísimos melómanos: « ¡Que Dios te premie por tanta hermosura! ».

NOTAS

(1) «...La obra de arte es un irreal». «Una catedral ¿no es sencillamente esta masa de piedra real que domina los techos circundantes?». La Séptima Sinfonía de Beethoven «se halla fuera de lo real, fuera de la existencia». «La contemplación estética es un sueño provocado, y el paso a lo real es un auténtico despertar». Cf. O. cit., (Gallimard, Paris 1948, 16ª ed.) págs. 239-245. Puede verse un amplio análisis de esta cuestión en mi obra La experiencia estética y su poder formativo (Universidad de Deusto, Bilbao, 2004, 2ª ed.) págs. 313-349.
(2) Cf. La musique et l´homme (PUF, Paris 1949) XII.
| Alfonso López Quintás
| 10/10/2018