Método tercero

Artículo n°114

Redactado por Alfonso López Quintás el 12/04/2019 a las 12:44

“La música es, en cierta medida, la patria del alma”
Gabriel Marcel: L´esthétique musicale de Gabriel Marcel,
Aubier, París 1980, p. 133.

La música es un acontecimiento relacional en su origen, en su desarrollo y en su plenitud. No se da en el exterior del hombre, sino en su interior, pero en su interior vinculado a las vibraciones del aire producidas por agentes externos. Entre las vibraciones del aire y nuestra constitución humana hay como una “armonía preestablecida” –para usar una expresión del genial filósofo Wilhelm Leibniz- que nos permite transformar las vibraciones del aire en sonidos y articular éstos de forma que se conviertan en fuente de gratificaciones sensibles y psicológicas y en motivo de ascenso a cotas de insospechada altura en la vida personal.


Qué es la música

La naturaleza vibra silenciosamente. “El cosmos –escribe Max Nordeau- no tiene ni sonido, ni color ni perfume” (1). Los sonidos no existen en la naturaleza exterior al hombre. Nuestra percepción sonora se debe al hecho de que tenemos órganos de transformación y asimilación: el oído, el nervio acústico, el cerebro. Estos órganos unifican los diversos armónicos que tiene cada sonido y dan lugar, así, al “timbre”, o, si se quiere, al “sonido timbrado”, que lo sentimos como simple pero, en realidad, es polifónico. El timbre de cada instrumento depende del número, altura e intensidad respectiva de sus armónicos y otros sonidos complementarios. Los órganos electrónicos crean los distintos timbres mezclando al sonido fundamental los armónicos necesarios.

En un concierto, es incalculable el número de vibraciones que se producen, de transformaciones de éstas en sensaciones sonoras, de armónicos que se funden para dar una impresión precisa, de cambios producidos en cada sonido por la vecindad con otros y la temperatura del aire. Nos asombra pensar en la inmensidad de elementos que se entreveran y ensamblan en nuestro oído y nuestro cerebro para que podamos disfrutar de un coro de Joseph Haydn o una canción de Richard Strauss.

“¡Piénsese –escribe A. Cuvelier- en la multitud de vibraciones producidas por efectos directos, indirectos y compuestos cuando una orquesta está tocando! ¡Imagínense los millones de movimientos de compresión y dilatación de las partículas de aire, formadas y deformadas en cada instante, volando en el aire como un ballet que aturde, cruzándose, chocando, combinándose y corriendo a una velocidad media de 345 m por segundo hacia nuestros oídos, que ellos impresionan sin confusión y con la simplicidad con que graban en la cera registradora ese pequeño surco que permitirá reproducir fielmente el estrépito de una orquesta desencadenada, la dulzura bucólica de una flauta o el encanto conmovedor de la voz humana! Hay ahí una especie de milagro que da vértigo a nuestro entendimiento” (2).

La música surge cuando unas vibraciones externas a nosotros son convertidas por nuestro oído y nuestro cerebro en sensaciones sonoras, emociones, formas o estructuras, ámbitos de sentido... En definitiva, este fenómeno maravilloso que llamamos experiencia musical es posible porque el Creador (o, dicho en lenguaje no creyente, la Naturaleza) dispuso que haya una relación de complementariedad entre un fenómeno físico, externo a nosotros, y nuestra constitución fisiológica. Se trata de un género de armonía análoga a la que se da entre las estructuras matemáticas configuradas por los matemáticos en su mente y las estructuras físicas de la naturaleza. Esa armonía no la establecen los matemáticos y científicos; responde a un designio del Creador. De aquí se desprende una conclusión nada baladí: el privilegio que tenemos los hombres de poder vivir musicalmente, de adentrarnos en esos monumentos de belleza y expresividad que son las obras musicales, constituye, en principio, un don del Creador, y en segundo lugar, el fruto de un esfuerzo humano que nunca agradeceremos bastante (3).

Distintos tipos de emociones

Debido a sus armónicos, el sonido de un instrumento nos produce una sensación peculiar, más o menos agradable. Se trata de la emoción puramente fisiológica suscitada por el timbre. En el mismo nivel, un ritmo de marcha nos moviliza espontáneamente. Las sensaciones sonoras influyen directamente sobre nuestra sensibilidad, en un plano todavía infraintelectual.

Para que los sonidos se ensamblen en temas, frases y melodías necesitamos poner en juego la memoria. Sin retener un sonido y volver la atención hacia el siguiente no surgen los intervalos, que son la materia prima de la música. Lo mismo sucede, en un grado superior, con la formación de temas, frases y melodías. Esta ordenación -posibilitada, en principio, por la memoria- es debida a la inteligencia y la imaginación creativa. Ya tenemos los tres niveles de realidad cuyo ensamblamiento constituye el discurso musical: el físico de las vibraciones, el fisiológico de las sensaciones sonoras y el intelectual-imaginativo de las formas. Disfrutamos de las sensaciones sonoras; contemplamos las formas, y sentimos, con ello, un gozo intelectual peculiar. La sensación sensible se experimenta; no se comprende. Pero el sentir, al ser humano, está vinculado de por sí a la inteligencia y la imaginación. Pide, por así decir, ser entendido.

El gozo singular que suscita la comprensión intelectual de las formas sonoras no constituye la meta última de la música, porque la inteligencia humana está abierta, por su misma naturaleza, a muy diversos horizontes de sentido. Asisto a la representación de El holandés errante de Wagner y disfruto de multitud de sensaciones sonoras, admiro gozosamente el ensamblaje de las formas, la aplicación de la técnica del Leitmotiv a diversos personajes y situaciones, pero, dentro de este tejido de sensaciones y formas, entreveo sobrecogido la gran lección que nos da el mito del lobo de mar que traspasa indebidamente unos límites y se ve condenado a una vida errática y arriesgada hasta que sea redimido por una joven que le acepte en matrimonio con amor desinteresado. El tema de la “redención por el amor” no es sólo una constante romántica, como suele decirse; es una ley de nuestra vida personal. Si ascendemos a este nivel, superior al del mero ejercicio de la inteligencia fría, comprendemos por qué los dramas wagnerianos siguen teniendo vigencia tras el declinar del romanticismo embriagador.

La música queda, así, abierta a horizontes de insospechada grandeza y elevación, y se convierte en una fuente de conocimiento intelectual y sabiduría humana. Oyes a un buen coro cantar el motete de Bach “Singet dem Herrn ein neues Lied” (Cantad al Señor un cántico nuevo), y te ves transportado a un mundo de alabanza y gozosa entrega, de júbilo desbordante y contención serena, que al mismo Mozart llenó de admiración. Sobre la multitud de sensaciones sonoras gratificantes y el tejido perfecto de las formas, advertimos la existencia de un mundo que nos sobrecoge por su grandeza y nos encanta por la belleza que irradia. En la línea de V. Soloviev, Henri Bergson destaca la existencia de una “Tercera fuerza”, que reside en el “alma humana” y está dotada de autonomía suficiente para asumir lo sensible y lo inteligible y elevarse a cotas más altas.


La música religiosa de todos los tiempos destaca la existencia de esta singular fuente de energía. Por eso, si se reduce el canto gregoriano, los Motetes de Tomás Luis de Victoria o las Pasiones de Bach a mera música de concierto, se los despoja del séptimo nivel de realidad, que es la situación vital para la que fueron creados: el culto litúrgico. Quedan, con ello, privados de la energía expresiva que reciben de dicha “Tercera fuerza”. La Misa de la Coronación de Mozart, interpretada por Herbert von Karajan en la basílica de San Pedro durante una solemne eucaristía oficiada por el Papa, tuvo una especial vibración porque toda ella se convirtió en una súplica emocionada por la paz del mundo. En el Agnus Dei, una soprano expone la petición de paz reiteradamente y, al final, entra el coro con energía y acelera el ritmo para indicar la esperanza gozosa de ser escuchado. Al interpretar los últimos compases, el director alzó los brazos en alto para dejarlos caer con firmeza en el último acorde. En esta ocasión, la “Tercera fuerza” se hizo presente de forma sobrecogedora.
Existen numerosas obras que no son de contenido religioso pero nos elevan, asimismo, a un nivel de profundidad y autenticidad (niveles 2 y 3). Ejemplo de ello son, entre muchas otras, Las estaciones de Haydn, La flauta mágica de Mozart y la Séptima Sinfonía de Anton Bruckner.

Buen número de obras parecen, en principio, ser música pura, un mero juego de bellas formas que suscitan nuestro agrado y admiración. Bien hacemos en asombrarnos gozosamente ante la perfección que ostentan. Pero nos quedamos a medio camino si no acertamos a ver la dimensión de trascendencia que late en esas obras maestras, aunque no vayan acompañadas de un texto que nos descubra ese tirón hacia lo alto. La música puramente instrumental produce emociones más indeterminadas que la música vocal, pero logra, en casos, una fuerza expresiva poderosa. Muchas obras de Mozart –pensemos en los conciertos para orquesta y clarinete o piano- nos elevan a un plano de vida superior al normal. Nos invitan, con ello, a adivinar que existe un mundo de plenitud, de entrelazamiento fecundo de seres que se armonizan entre sí y crean un ambiente de bondad y belleza. Nos emociona saber que Mozart –sobre todo en sus últimos años- deseaba expresamente que tales obras nos sirvieran de signo de que existe una vida superior. Una consideración semejante cabe hacer de no pocas obras de grandes compositores, como Bach, Beethoven, Schubert, Brahms, Cesar Franck...

La música existe merced a la memoria

La música no se reduce a una serie de sonidos que se deslizan a lo largo del tiempo. Es ritmo, melodía, armonía, timbre, y todo ello presenta un modo especial de perduración. Canto una sencilla canción popular de la vieja Castilla: Levántate lucerito, estrella de la mañana. Su texto es ingenuo, pero, al entornarlo, nos llena de toda la alegría del alba. ¿En qué consiste la música de esta canción, tan simple y tan expresiva a la vez? Podríamos responder:

• en ciertas vibraciones transversales del aire, que son expresables en lenguaje matemático;
• en los sonidos, producidos por tales vibraciones al ser transformadas por el oído, el nervio auditivo, el cerebro...;
• en la voz del que canta, en el juego de los músculos y cartílagos de su laringe;
• en la memoria, que ensambla –en el recuerdo– los sonidos y las sensaciones producidas por esa canción;
• en el interior de nuestro espíritu, en el que se da la emoción, el gozo del espíritu, el juicio valorativo que emite el gusto musical.

La música no se da propiamente en los elementos que figuran en los puntos 1-3; comienza con la memoria. La memoria juega aquí un papel esencial pues, merced a ella, la experiencia musical se libera de la sumisión a la duración y sale fuera del tiempo discursivo. Para verlo de cerca, recordemos cómo se percibe una melodía. La memoria recoge y ensambla los sonidos elementales que emite la voz humana o un instrumento musical, y cada uno de los cuales parece anular al que le precede. La unidad de la melodía no existe en estos sonidos sucesivos, tomados aparte, sino en la sucesión articulada de los mismos. Esta articulación se da en la síntesis de los sonidos que realiza la memoria, maravillosa facultad que retiene el eco de cada uno de los sonidos, modificado y potenciado por el eco de los sonidos vecinos. Sólo en el recuerdo existe verdaderamente la melodía, con una forma de existencia espiritual, liberada del inexorable decurso del tiempo. Por eso escribe Henri Davenson: “La esencia de la música es de naturaleza espiritual, porque sitúa su verdadera existencia en el nivel del alma y no en el de la materia” (4).

Esto nos permite comprender el alcance de la confesión que hizo Beethoven de que a él se le había concedido el privilegio de vivir en un mundo de indecible belleza, y la tarea de su vida consistía en transmitir a los hombres algo de esa belleza a través del lenguaje que mejor conocía: el musical. ¿Qué habrá sentido Beethoven en su imaginación antes de componer el "Agnus Dei" de la Misa Solemne y al irlo componiendo? Al oírlo nosotros, debemos ascender hasta esa experiencia primaria, que late sin la menor duda en cada una de las melodías y armonías de esa composición. Ya los timbres sombríos de los primeros compases nos elevan a un plano de preocupación por la paz. Esa preocupación florece pronto en súplica reiterada, para convertirse luego en zozobra y desembocar, al final, en un estado de confianza y sosiego.

Esto lo vivo a medida que voy oyendo la obra. Al terminar, me quedo con la memoria viva de todo ello: las armonías y los timbres adustos del principio, las súplicas insistentes del coro, la angustia ante la amenaza de guerra, la paz profunda del final. Al pasar algún tiempo, este recuerdo se hace más difuso, más interior y concentrado hasta reducirse a la memoria de la emoción que en su día suscitó. Me quedo en silencio, rememorando ese sentimiento de esperanza y paz que suscita al final, tras varios momentos de inquietud. Si oigo de nuevo una interpretación que responda a la imagen interior que tengo de la pieza, la idea de la obra que retengo en la memoria vuelve a tomar cuerpo sonoro al hilo de la audición.

Me siento al piano para interpretar una pieza que conozco bien. En el momento en que voy a tocar la primera nota, la obra entera se halla presente en mi recuerdo, al que voy a convertir inmediatamente en una trama sonora. Al ir tocando la obra, cada nota y cada acorde, una vez ejecutados, son lanzados al pasado por la cadena de sonidos que les siguen. Cada uno de estos acordes y notas quedan retenidos en mi memoria, añadidos al conjunto de lo ya tocado, que mi memoria conserva fresco, vivo y vibrante debido a la interpretación que acabo de hacer. Este recuerdo debe todo su calor y su vida, no al carácter material del sonido, sino al hecho de haber sido actualizado recientemente.

A medida que avanzo, otras notas y acordes pasan de mi estado de expectativa a mi recuerdo, se desplazan del futuro al pasado. Al final , la obra se halla como distendida a lo largo de la duración. Pero también es cierto que, durante el tiempo en que duró la interpretación, la obra permaneció inmóvil y presente en mi memoria, en forma de aprehensión global. Esta música silenciosa que constituye mi recuerdo no cesó de estar toda entera presente, primero como expectativa (por mi intención de darle un cuerpo sonoro), luego como interpretación de cada una de sus partes; finalmente, como recuerdo renovado por el eco de la audición reciente.

Podemos decir que la música sonora que produce el juego de mis dedos en el teclado no es sino una imitación o transposición de la música silenciosa que vive en mi memoria. Ese juego lo corrijo y perfecciono al confrontarlo con el modelo inmaterial, silencioso, que contemplo con una mirada interior. A fuerza de ensayos, domino la técnica y, con ello, se tornan transparentes los medios expresivos, de modo que sólo me fijo ya en la obra interpretada, que se me va haciendo cada vez más presente. Si luego la oigo a un intérprete profesional, puedo recibir dos impresiones opuestas:

1ª) Siento potenciada mi interpretación al máximo, porque la obra que estoy oyendo se ajusta a la idea que tengo de ella en mi memoria, y además me asombra la levedad aérea con que se ejecutan los pasajes más rápidos, que adquieren con ello un carácter maravillosamente luminoso y grácil. Es magnífico oír a un intérprete que da a una obra el espíritu que uno se imagina que late en ella, y lo hace con un dominio técnico que supera inmensamente las propias posibilidades. Si, al oírle, me imagino que soy yo mismo el intérprete, logro una presencia intensa con la obra, porque me despreocupo de las dificultades que me plantea la ejecución y adopto una actitud profundamente creativa.


2ª) Me hallo decepcionado porque la interpretación de la obra no responde a la imagen ideal que me hice de ella. Algo así me sucedió con la interpretación del coro nº 19 (“His yoke is easy, His burthen is light”, Mi yugo es suave, mi carga ligera) de El Mesías de Haendel que hace John Eliot Gardiner con la orquesta y el coro Monteverdi. Actúan como verdaderos virtuosos, pero lo que llama mi atención no es su extremada pericia sino que adoptan un tempo demasiado rápido que da a la pieza un carácter superficial, casi fútil, no leve, como pide el texto y realiza modélicamente Karl Richter, con la Orquesta y Coro Bach de Munich.

Al oír por primera vez a este mismo intérprete el versículo “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios” (Wahrlich, dieser ist der Gottes Sohn gewesen), coro 63b de La pasión según San Mateo de Bach, tuve la impresión firme de estar ante la verdad de este pasaje, es decir, ante la patentización luminosa de lo que realmente quiso el autor transmitirnos: la condición divina de quien había sido rechazado por los representantes del pueblo. Esa interpretación perduró en mi recuerdo y se convirtió en un canon interpretativo, de forma que, en adelante, las interpretaciones de otros directores las oí sobre el telón de fondo de ésta. Y ello no porque le concediera a Richter la categoría de maestro indiscutible, sino porque la obra misma me instaba a considerar que, interpretada de esa forma, gana su máxima expresividad. La interpretación que más se le acerca, en este pasaje, es la de Herbert von Karajan. Las demás minimizan injustamente, a mi entender, el alcance del mensaje que nos ha querido transmitir el autor.

Cuando oigo de nuevo la versión de Richter, siento que la obra pasa del estado meramente virtual que tiene en mi memoria a un estado de realidad plena, vivaz, luminosa, tangible. Estas condiciones van unidas al decurso temporal; son, por tanto, huidizas y desaparecen con el último acorde de la composición. Sin embargo, la obra perdura en mi recuerdo, fuera del tiempo, pero abierta siempre a nuevas interpretaciones posibles. Éstas serán para mí una fuente de gozo, no tanto porque los sonidos decurrentes halaguen mi oído, sino porque en ellos cobra actualidad, energía y eficiencia plena la obra ideal que conservo en la memoria. El sonido sensible es el máximo apoyo de la imaginación musical. Con su poderosa imaginación, Beethoven compuso el prodigioso adagio de la Sonata para piano en do menor denominada “Patética”. La pieza existía virtualmente en su imaginación y su memoria. Pero ¡qué no hubiera dado por poderla oír nota a nota, acorde a acorde, de principio a fin! Nos invita, certeramente, a presentir esta añoranza del genial músico el director de la película Amor inmortal. Sin imaginación creadora y memoria, la sucesión de sonidos se deshilacha y no se adensa en forma de melodía y armonía. Pierde, por tanto, su más profundo sentido. Pero la memoria y la imaginación, por potentes que sean, pierden buena parte de su fuerza expresiva si no logran encarnarse en sonidos, fugaces pero tremendamente eficientes, por ser la plasmación viva de la obra. La obra existe en la memoria y la imaginación, ciertamente; pero sólo adquiere su carnosidad sonora cuando se la despliega nota a nota, cargando cada instante con el valor que le confiere la presencia de la obra entera. Por eso, la música hay que oírla con recogimiento interior, con la actitud de silencio que nos permite oír vibrar en cada nota cada uno de los elementos expresivos que forman el conjunto.

Lo antedicho nos permite comprender por dentro la razón profunda que asistía a Mozart al decir que, al terminar de componer una obra, la contemplaba toda de conjunto, y esta mirada global –escribe- “es lo mejor; es un banquete”. Esta forma sinóptica de contemplar es debida a esa facultad milagrosa que es la memoria.


NOTAS

(1) Cf. Biologie de l´étique, Félix Alcan, París 1930.
(2) Cf. La musique et l´ homme, p. 14.
(3) La obra de Erwin Schadel, profesor de la universidad de Bamberg (Alemania), Musik als Trinitätssymbol. Einführung in die harmonikale Metaphysik (Peter Lang, Frankfurt 1995) ofrece una solidísima explicación del carácter relacional de la música.
(4) Cf. Traité de la musique selon l´esprit de Saint Augustin, Ed. de la Baconnière, Neuchatel, 1942, p.20.

| Alfonso López Quintás
| 12/04/2019