Método tercero

Artículo n°117

Redactado por Alfonso López Quintás el 17/09/2019 a las 12:50

Se afirma, a veces, que la música debe representar realidades y acontecimientos de la vida cotidiana y de la naturaleza, al modo como suele entenderse que la tarea de la pintura y la escultura es reproducir objetos y hechos reales. El tema de la “mímesis” o imitación viene lastrado desde Platón por una concepción simplista, poco creativa, del arte. En el nivel 1 –el de los objetos y el manejo dominador de los mismos‒, parece que la función de la pintura y la escultura es la de reproducir las figuras de los objetos del entorno. En el nivel 2, la tarea básica ‒la definitoria‒ del arte es la de crear ámbitos de sentido. Así, el gran Alberto Durero, al grabar sus “Manos orantes”, no intentó reproducir la figura de dos manos sarmentosas, plegadas la una sobre la otra; quiso plasmar un ámbito de súplica (1).


La música no tiene por función imitar a la naturaleza

De hecho, la música parece, en casos, aludir a acontecimientos de la vida real ‒por ejemplo, una tormenta‒, el canto de los pájaros, el murmurar de una fuente, el romper de la primavera... Se dice, entonces, que tal obra “representa” la primavera. Incluso el veneciano Antonio Vivaldi transcribe en la partitura de sus cuatro Concerti Grossi denominados Las cuatro estaciones diversas estrofas de cuatro sonetos que aluden a este tema. Ello parece confirmar la idea de que se trata de una música “programática”, compuesta en atenencia estricta a un “programa” o temario determinado por las realidades o los acontecimientos de la naturaleza que el compositor se propone describir, representar o imitar.

Si se estudia este asunto de cerca, se advierte que, en realidad, lo que hace el músico es inspirarse en tales acontecimientos o realidades. Esa inspiración consiste en descubrir la estructura musical que los mismos presentan. Un trueno es un acontecimiento natural dotado de un ritmo y un timbre peculiares. Lo mismo sucede con el correr de una fuente o el canto de un pájaro. Lo que, al final del segundo tiempo de su Sexta Sinfonía (“Pastoral”), toma Beethoven del canto del ruiseñor, de la codorniz y del cuclillo son, sencillamente, unos intervalos, entonados con cierto ritmo: sol-fa, sol-fa...: re-si, re-si... Insertados tales intervalos en una estructura musical sosegada, riente, apaciguadora, contribuyen a crear una atmósfera afín al ámbito de placidez que configura una tarde de primavera pasada junto a un arroyo.

Lo importante no es “copiar” una estampa de la vida real; pensemos en el descanso de una persona junto a un río que se desliza y a pájaros que trinan. Lo decisivo es crear poéticamente un “ámbito pastoral” de tranquilidad. El poeta se mueve siempre en nivel de ámbitos y acontecimientos, no de objetos y meros hechos. El poeta no representa, a modo de fotografía, una escena idílica de un día veraniego. Encarna en los elementos expresivos que mejor conoce –lenguaje verbal, musical, pictórico, escultórico...- una actitud ante la vida: la actitud de equilibrio interior, ganado al hermanarse con la naturaleza y acoger sus mejores ofertas de concordia y armonía. Si sólo reprodujera una escena de la vida cotidiana, Beethoven no se hubiera alzado aquí a la alta cota de “músico poeta”.

Recordemos el Cuarteto 132, la Sonata en re mayor (“Pastoral”) y la Sonata en do mayor (“Aurora”) de Beethoven. El Tercer Tiempo de ésta parece reflejar la luminosidad de una mañana radiante, la invitación que ésta nos hace a abrir los brazos y caminar airosos por un sendero campestre. El hecho de que podamos figurarnos esto se basa en que esta pieza musical nos ofrece, de por sí, una estructura radiante, abierta, de armonías distendidas y luminosas. Ni el paso a la modalidad menor logra empañar la transparencia de la melodía; la vuelve más expresiva y acogedora. Beethoven no nos recuerda una escena apacible de nuestra vida. Nos adentra en un ámbito de paz interior, que quisiéramos vivir en cada instante. Por eso, las obras de este género tienen una validez eterna y adquieren, por ello, el alto rango de “clásicas”.


Al comienzo del Cuarto Tiempo de la citada Sexta Sinfonía figura el término “Tempestad”. Pero ¿cómo ha de entenderse este vocablo aplicado a un pasaje musical? Nos ayudan a responder la frase que el compositor escribió al comienzo de la partitura (“Mehr Ausdruck als Malerei”: Más bien expresión que pintura) y la anotación que hace en sus notas de apuntes acerca de esta sinfonía: “Cualquier pintura pierde su interés en cuanto se exagera con la música instrumental... Aun sin indicaciones, se conocerá en seguida que todo ello es más bien una impresión que un cuadro musical” (2).

Mozart sintió el profundo dolor de perder a su padre Leopoldo y no poder viajar de Viena a Salzburgo para asistir a su entierro. Entonces compuso el Quinteto en sol menor para cuerdas y viola. No relata en él su desolada tristeza, no eleva un grito de protesta contra el implacable destino, no arremete contra los poderosos que infravaloraban su genio y lo sometían a limitaciones humillantes. Sencillamente, crea una obra bellísima que nos hace vislumbrar la quintaesencia de la tristeza. No imita nada, no relata nada. El mero contar musicalmente su estado de tristeza no hubiera tenido valor poético alguno. Mozart crea unas estructuras musicales que muestran una profunda afinidad con lo que puede haber de musical en la forma común de expresar el estado de tristeza, que todos hemos experimentado interiormente en alguna medida: hablar pausado, quejumbroso, doliente, cargado de hondo sentido... Por eso, al oír dicha obra, lo que es la tristeza se hace presente ante nosotros con una nobleza y una serenidad sorprendentes. Nos parece asistir a una transfiguración: al paso de la tristeza vivida como un pozo de amargura al de la tristeza sentida como una fuente de belleza.

Mozart fue el mago que todo lo supo convertir, voluntaria y lúcidamente, en una fuente de belleza. Hasta la tragedia final de Don Juan, cuya figura jovial supo realzar con toda la exuberancia de su genio, le sirvió de motivo para crear una de las escenas más sobrecogedoramente bellas del teatro universal. Se cuenta que, tras oír una obra un tanto apasionada de Beethoven, Mozart se dirigió a éste y le indicó cordialmente que no se olvidara nunca de “servir, ante todo y sobre todo, a la diosa belleza”.

De aquí se infiere que lo importante, en principio, no es el efecto que produce sobre nosotros una obra, sino lo que la obra es en sí misma. Cantamos u oímos cantar el Requiem gregoriano y sentimos paz en nuestro interior; parece sosegarse nuestra inquietud ante el fenómeno de la muerte. Este sosiego procede de que en ese breve canto se entrelazan dos ámbitos expresivos llenos de interna serenidad: la melodía musical y el texto litúrgico. La melodía es de por sí serena: se basa en tonos enteros –excepto el sí b-, se mueve confiadamente entre los dos ejes del hogar expresivo del modo 4º que son la tónica (fa) y la dominante (la). El texto es la súplica confiada que dirigen al Señor los creyentes que confían en su promesa de dar la vida eterna a quienes mueran en su amistad. “Dales, Señor, el eterno descanso y la luz perpetua brille para ellos”. Música y texto pueden unirse y potenciarse mutuamente porque son dos ámbitos expresivos que se ofrecen mutuamente posibilidades. De ahí que sea un falso problema el de precisar a cuál de los dos –música o texto- hemos de conceder la primacía, pues se trata de un “encuentro” de música y texto, y el encuentro pide una relación de igualdad entre quienes lo fundan.


Toda obra musical instrumental es de por sí autónoma; no depende de unas realidades o unos acontecimientos de la naturaleza que hubiera de representar. Nuestra atención ha de dirigirse, primordialmente, a las obras en sí mismas, con su estructura peculiar, no a supuestas referencias de las mismas a realidades o acontecimientos de la vida cotidiana.

Denominar “Claro de Luna” a la Sonata para piano en do sostenido menor de Beethoven no facilitó en modo alguno su comprensión, aunque le deparó fama sin límites. No se trata, contra lo que sugiere dicho título, de un nocturno apacible, sino de una obra muy dramática, que, tras un comienzo doloroso, culmina de forma arrebatadamente despiadada.

Aristóteles afirma que las artes, incluso la música, tienen como objetivo la imitación (“mímesis”) (3). En las artes plásticas, esta afirmación parece plausible, pero –como subrayé en otros escrito (4)- las obras de calidad no se limitan a reproducir figuras de realidades externas; transmiten ámbitos, y éstos debemos captarlos de modo creativo, no sólo con los sentidos. Lo que en realidad desea plasmar artísticamente Leonardo da Vinci en la Última Cena no puede ser percibido sólo con la vista, pues se trata del ámbito de duda en que se vieron sumergidos los apóstoles al oír que su Maestro iba a ser entregado por uno de ellos.

Más difícil, todavía, resulta mostrar que la música es, esencialmente, imitación. Se dice que imita las pasiones humanas, los anhelos del corazón, sus cuitas y sentimientos. Todo ello puede darse, pero como consecuencia de la finalidad primordial de la música, que es crear estructuras expresivas, capaces de hacer vibrar el espíritu del hombre. Por eso, los antedichos Concerti Grossi de Vivaldi podemos oírlos de modo penetrante y satisfactorio sin tener en cuenta los sonetos italianos que supuestamente inspiraron la composición de los mismos. Si conocemos esas obras literarias, podemos dar a nuestra experiencia un alcance todavía mayor, por cuanto no sólo vivimos la obra musical en sí, en su interna estructura -perfectamente configurada en sus tres tiempos, unos en forma ABA, otros en forma ABACAD...- , sino que captamos, al mismo tiempo, su afinidad con la vertiente musical de realidades y acontecimientos de la naturaleza bien conocidos: el ladrar del perro, el rumor del agua, la siesta del campesino en verano, las veladas al amor de la lumbre, el deslizarse por el hielo... Lo que en realidad intenta Vivaldi no es tanto representar, por ejemplo, la primavera cuanto configurar una estructura musical enérgica y abierta. Esta estructura tiene afinidad con algunas características de ese acontecimiento natural que llamamos primavera, pero puede vincularse también a otras realidades.

De ahí la práctica de las llamadas “parodias”, tan frecuentes en las obras corales de Juan Sebastián Bach. Una pieza musical que expresa sentimientos de ternura y reposo (“Schlafe, mein Liebster”; duerme, mi amor) puede ser aplicada en un texto al amor pasional, y en otro al amor espiritual de María hacia el Niño Jesús. El primero se halla en la Cantata profana nº 213, y el segundo en el nº 19 del Oratorio de Navidad. La música es la voz del corazón, la expresión pura del amor o el odio, la tristeza o la alegría, la lealtad o la perfidia... Al unirse el ámbito expresivo musical al ámbito expresivo de un texto, esa voz indeterminada adquiere perfiles definidos y precisos.

En la escena de las hilanderas de El holandés errante (Acto 2º), Wagner parece imitar el runruneo de los telares, pues existe cierta afinidad entre los diseños rítmicos de ese pasaje y lo que hay de musical en el movimiento de los usos y las lanzaderas. Pero, una mirada más profunda advierte que lo que deseó de veras el compositor fue crear entre las jóvenes un clima de zozobra, de inquieta expectativa ante la llegada de Senta, la protagonista. No se trata, pues, de “imitar” una realidad exterior, sino de expresar sensiblemente el clima dramático que se está fraguando en el interior de los protagonistas.

Es de suma importancia clarificar bien este tema, pues la infravaloración de la música por parte de algunos ilustrados (J. L. D´Alembert y Manuel Kant, entre otros) arrancó de la convicción de que la música no habla a la inteligencia, ya que apenas es capaz de representar realidades y acontecimientos naturales. Este falso e ingenuo planteamiento explica, en parte, que hasta el día de hoy se haya negado injustamente rango universitario a los estudios musicales.

Contrasta bruscamente esa actitud con el entusiasmo de un pianista tan reflexivo y bien dotado como Glenn Gould, que consagró sus mejores dotes a subrayar la “hondura intelectual” de las composiciones contrapuntísticas de Bach. Obras como El arte de la fuga y la Ofrenda musical, compendio y corona de la impresionante sabiduría que llegó a adquirir Bach en cuestiones de contrapunto, no representan realidades exteriores al hombre ni sentimientos o afectos interiores: amor u odio, lealtad o perfidia, buen ánimo o abatimiento... Sin embargo, al ser interpretado un fragmento de la primera de estas obras en el pabellón alemán de la Expo Universal de Hannover, produjo a los visitantes una profunda emoción. Era el triunfo del orden, la armonía, el entreveramiento gozoso de ámbitos expresivos, incesantemente renovados e indefinidamente repetidos, a través de “variaciones” de todo orden. Uno recibía la impresión, como sucedió un día al gran Goethe, de estar asistiendo al rumor de la creación en los días del Génesis. Bach no intentaba expresar su amor al universo creado, ni su emoción ante el orden del universo. Quería sencillamente mostrar la belleza que encierra el orden cuando éste resplandece ante nosotros, es decir, cuando se muestra en su desnuda verdad. Mostrar la verdad, en toda su fuerza, es la mejor manera de persuadir.

Romano Guardini, un pedagogo de alto estilo, solía decir que en sus conferencias y homilías no intentaba convencer a nadie, sino sencillamente ayudarle a ver la verdad, a dejar que ésta se hiciera presente ante él. El resto lo hace la verdad misma, pues, como sucede con los valores, no sólo existe; se hace valer (5).

NOTAS

(1) Sobre este tema y la posición de E. Auerbach y G. Poulet sobre el mismo puede verse mi obra Cómo formarse en ética a través de la literatura, Rialp, Madrid 21994, págs. 343-348.
(2) Cf. Prólogo de Marc Pincherle a la edición de la Sexta Sinfonía, Heugel, París 1951, p. I.
(3) Cf. Poética 1447 a 13-16, 23-25.
(4) Cf. La formación por el arte y la literatura, Rialp. Madrid 1993; La experiencia estética y su poder formativo, Universidad de Deusto, Bilbao 22004.
(5) Sobre este tema y la posición de E. Auerbach y G. Poulet sobre el mismo puede verse mi obra Cómo formarse en ética a través de la literatura, Rialp, Madrid 21994, págs. 343-348.s[
| Alfonso López Quintás
| 17/09/2019