Método tercero

Artículo n°119

Redactado por Alfonso López Quintás el 23/01/2020 a las 12:38

Los pintores, los escultores, los arquitectos y los urbanistas conciben sus obras, las realizan y las ofrecen al pueblo configuradas del todo. Son, por así decir, compositores e intérpretes al mismo tiempo. Bien es cierto que sus obras, por su condición artística, necesitan, para existir plenamente, que un contemplador sensible dialogue con ellas, vibre con las posibilidades expresivas que le ofrecen, cree con ellas un campo de juego estético.


El arte de la interpretación creativa

Subes la Acrópolis de Atenas y ves, al fondo de la explanada, el majestuoso templo del Partenón, con su noble dignidad de templete de la diosa Palas Atenea. Admiras su magnificencia, y te sientes llevado a pensar que su clásica belleza reside en él mismo. Pero no es así. La belleza no se halla en El Partenón ni en ti, que lo contemplas como bello. Surge entre él y tú. Es una realidad relacional, no relativa a tu gusto, a tu punto de vista, a tu peculiar concepción de la belleza. Para que surja la belleza en ese instante, es necesario que movilices tu sensibilidad, te sitúes ante el templo con tu particular sentimiento artístico y adoptes la actitud de “desinterés estético” que te eleva al nivel 2, el de la creatividad y el encuentro. Sin ti –y los demás posibles contempladores de la obra– no brotaría la belleza del Partenón. Pero tú no eres dueño de su belleza; ésta no es producto de tu arbitrio.

Para que su belleza y su mensaje humanístico se hagan patentes y eficientes, también las llamadas “artes del espacio” necesitan de alguien que las “interprete” desde su peculiar perspectiva. Pero la existencia de una obra no depende de cada una de las “interpretaciones” de quienes la contemplen. La obra musical, en cambio, sólo existe realmente en el momento en que una persona bien formada le da nueva vida mediante una interpretación fiel. La función del intérprete tiene, en música, un alcance mayor que en las otras artes.

A semejanza de las partituras, los libretos de teatro constituyen un polo de los tres que se requieren para que exista la obra en acto, realmente, no sólo de modo virtual (1). Pero tales libretos se expresan en el lenguaje cotidiano, comprensible por las personas de cada área lingüística. Por eso la lectura de un libreto permite a los lectores seguir con bastante facilidad y precisión el proceso de la representación teatral. No tiene tal facilidad el lector de una partitura para adivinar cómo sonará y qué estructura tendrá la obra musical latente en ella.

Por otra parte, el actor dramático dispone de mayor libertad para interpretar la obra, pues el tiempo creativo que en ésta ha de instaurarse no está sometido a las prescripciones relativas al tempo que suelen figurar en las partituras. La forma de determinar el ritmo de la acción y el tempo de la misma queda confiada al buen sentido estético del director y los actores.

El intérprete auténtico no se reduce a mero “ejecutante”, reproductor de los sonidos que indica la partitura. Se adentra en la obra, le da vida en su imaginación, le otorga la sonoridad, el ritmo y el tempo debidos, trae a superficie mil pormenores delicados que se emboscan en la fronda de las notas. Entre lo que indica la partitura y lo que oímos en los conciertos media una gran distancia. Esa distancia la salva el intérprete con su talento creador. Por eso todo buen intérprete merece nuestra mayor admiración y agradecimiento. Cuando oímos a varios músicos tocar con una perfecta armonía, atemperando el volumen del sonido y el ritmo, de modo que parecen un solo instrumento, debemos saber que esa unidad fecundísima es el fruto de un considerable esfuerzo, sólo posible por la energía que les otorga la obra misma que interpretan. Son un ejemplo, no de fusión de diversas personas –como a veces se dice–, sino de integración de la energía creadora y la sensibilidad de quienes saben mirar juntos en una misma dirección valiosa (2).

El intérprete de una obra coral o sinfónica debe movilizar las tres condiciones de una inteligencia madura: largo alcance, comprehensión y profundidad. Ha de atenerse al tempo justo de cada pasaje, cuidar de que todos los cantores articulen bien las frases y configuren el conjunto de modo coherente, atiendan a cada pormenor e insuflen al conjunto el impulso que le imprimió el compositor.

El intérprete asume la obra, capta –por empatía– su espíritu, y le da vida con su imaginación creadora en los medios sonoros. No se limita a reproducir las notas de la partitura, que es la tarea del mero ejecutante. Los buenos instrumentistas aúnan las dos funciones en una misma actividad. Los directores de orquesta son intérpretes, pero no ejecutantes de cada uno de los instrumentos.

Es de notar que los compositores crearon, a menudo, obras destinadas a los intérpretes que tenían a mano. Por lo que toca a la música polifónica, solían ser coros de escasa dotación y calidad. Es bien conocida la desazón que le producía a Bach no poder contar con cantantes debidamente cualificados para su coro de la iglesia de Santo Tomás, en Leipzig. El hecho de que el mismo autor haya interpretado sus obras con un número reducido de cantores no indica, pues, de por sí que sea improcedente interpretarlas con coros más nutridos. Actualmente, se tiende a reducir el volumen de los coros y a revalorizar los instrumentos de la época, con sus timbres peculiares y sus limitaciones. Es indudable que los timbres originales presentan, además de su valor histórico, un carácter peculiar que resulta expresivo para las gentes de hoy. Pero también es cierto que los instrumentos actuales permiten conseguir una sonoridad más amplia y densa que otorga a las obras una gran nobleza y solemnidad. Recuérdese la interpretación que ofreció Karl Richter, con la cantante inglesa Catherine Terrier, del aria “Es ist vollbracht” de la Pasión según San Juan de Bach. Cuando todos sus cantores tienen calidad de solistas, los coros muy reducidos hacen gala de una gran flexibilidad y riqueza de matices. Los coros más numerosos muestran una calidad más pastosa, por así decir, pero, en contrapartida, consiguen sonoridades más vibrantes en los coros y corales, que representan –en el caso de las Pasiones– la voz del pueblo fiel. Cuando son interpretados por un cuarteto de solistas, los motetes y responsorios de la Semana Santa de Tomás Luis de Victoria nos ofrecen toda la luminosidad interior de estas joyas polifónicas, de textura tan transparente como la piedad que reflejan. Si son cantados por un coro más nutrido, que no intente conseguir efectos brillantes sino expresar el sentimiento de la comunidad creyente, tales obras producen un efecto expresivo sobrecogedor, ya que la expresividad manierista –en el mejor sentido– de Victoria logra, entonces, la dosis de potencia y densidad espiritual que estaba sin duda en la mente de quien se había consagrado en exclusiva, como persona y como artista, al culto divino.

En esto debo diferir un tanto de la posición de Igor Strawinski, que alude al mismo ejemplo de Bach pero no tiene en cuenta las circunstancias sociales de entonces (3). Mi primera audición de las obras de Tomás Luis de Victoria la debo a un coro de aficionados pontevedreses, bien penetrados de la esencia de la música sacra y ambientados en un clima de máximo respeto a las creencias religiosas. No tenían el “orgullo de lo numeroso” ni la “concupiscencia del múltiplo” que fustiga con razón Strawinski; querían solamente “orar dos veces” mediante el canto. Proclamaban animosamente sus creencias, con suma discreción, llevados de la sensible batuta de un espíritu exquisito, el recordado Antonio Vilarelle. Su canto venía como de muy lejos, desde la misma región donde se había movido, en su día, el compositor. Al entonar el Vere languores y el O vos omnes, se creaba un clima de elevación, un ámbito de plegaria contemplativa en el que resonaban como algo verdaderamente sobrenatural las palabras de la Escritura. Años más tarde, pude oír los mismos motetes a cuartetos de solistas extraordinarios, y el efecto era notablemente inferior en el aspecto antedicho. Existe, ciertamente, el riesgo de que la música interpretada por coros numerosos se vuelva “masiva”, gruesa, confusa. Tanto más debe procurar el director no confundir “fortalecer” con “espesar” (4).

El intérprete trasmite, creativamente, la verdad de la obra

Para interpretar debidamente una obra musical, debemos conocer en pormenor los elementos que entraron en juego para que haya surgido, en un determinado momento de la historia, el estilo al que pertenece. Si el gregoriano está en la base de la polifonía sacra del siglo XVI, todo director de coro que desee interpretar con la debida hondura a Orlando di Lassus, Palestrina, Victoria o Guerrero, ha de conocer a fondo la estética del gregoriano, el espíritu que lo impulsa. De modo análogo, si queremos interpretar bien a Chopin o a Schumann, hemos de tener en cuenta que el estilo romántico no sólo responde a un mayor reconocimiento del papel que juega el sentimiento en nuestra vida -en la vertiente amorosa, religiosa, patriótica...-; implica una tendencia a desbordar límites, abrir horizontes infinitos –hacia el pasado, el mito, la leyenda, la religión–, conceder una libertad indefinida a la tensión expresiva, rompiendo para ello los moldes y las normas que sea necesario.

En las partituras no se indica el espíritu que inspira cada obra. Sólo figuran algunas notas e indicaciones generales sobre los tempi, los acentos, los legatos, el staccatto, etc., pero “la dialéctica verbal es impotente para definir enteramente la dialéctica musical” (5). El espíritu de la obra sólo podemos captarlo a base de intuición, experiencia, musicalidad, talento, y con un espíritu de fidelidad y simpatía. Si no adoptamos una actitud de comprensión, respeto y empatía hacia la obra y el autor, será difícil que demos una versión que transmita la riqueza de la obra. Cuando un compositor entrega una obra a la imprenta, sabe que corre el riesgo de que su criatura no exista porque no encuentre un Príncipe Azul que la despierte de su letargo de Bella Durmiente. Esta tarea es eminentemente creativa y exige las condiciones propias de la creatividad.

Soy creativo respecto a una realidad distinta que me ofrece posibilidades para dar lugar a algo nuevo dotado de valor cuando asumo tales posibilidades de modo activo y les doy vida. Cuando soy fiel a la partitura –que es mi norma en la actividad interpretativa– soy libre con un modo de libertad creativa. Tal fidelidad “exige una flexibilidad que, a su vez, requiere, con la maestría técnica, el sentido de la tradición y, por encima de todo, una cultura aristocrática que no es fácil de adquirir” (6). Es sintomático que apenas haya un coro de seglares –incluso entre los de alta calidad– que acierte a transmitir el espíritu genuino del canto gregoriano. Todos suelen añorar las barras de compás, porque no logran asumir que este tipo de canto es ingrávido, se mueve entre la tierra y el cielo, no pesa, es el medio de expresión por excelencia de los creyentes que peregrinan hacia la otra vida comunitariamente. Esta condición comunitaria y i[ascendente] i–por ser trascendente– hay que sentirla interiormente si se la quiere expresar de modo adecuado. Para lograr este sentimiento, conviene sobremanera penetrar hasta el fondo en el sentido de cada una de las palabras del texto latino. Para ello se necesita el conocimiento que nos otorga el trato diario con la lengua.

Si un intérprete ahonda en el sentido litúrgico del Agnus dei –triple súplica esperanzada de perdón y de paz–, interpreta el final de la Misa de la Coronación de Mozart con serenidad y con el profundo gozo de quien pide algo con esperanza de ser oído. Al vivir de ese modo las tres súplicas, tiende a acelerar el tempo cuando, al final, irrumpe el coro para incorporarse festivamente a la petición de la Humanidad. Ese cambio se siente, entonces, como natural, coherente con la marcha no sólo del Agnus Dei sino de la obra entera, desde el entusiasta Kyrie eleison, que es una invitación a compartir el festejo de la Eucaristía o Acción de Gracias.

El intérprete debe transmitir a los oyentes la obra en su plena verdad, es decir, en toda su gloria, en su revelación luminosa. Si la obra se hace presente con todas sus posibilidades, el oyente sensible sabrá vivirla plenamente y experimentar los sentimientos que está llamada a suscitar en él. El intérprete ha cumplido, con ello, su cometido. No necesita mostrar sus sentimientos privados. Por eso resultan fuera de lugar los gestos de arrobo que algunos intérpretes realizan para indicar que están viviendo a fondo la música que interpretan. Esa confidencia no tiene sentido en ese momento, pues el único protagonista verdadero del concierto es la obra interpretada.

Esta afirmación, que parece obvia a una visión estética equilibrada, pareció tambalearse en el siglo XIX con la aparición de la figura del divo -el cantante, el solista, el director... -, siempre expuesto a la tentación de glorificar su figura a cualquier precio. Ejemplo modélico de antidivo fue el inolvidable Karl Böhm. Ningún gesto revelaba sus emociones internas pues toda su capacidad de atención se concentraba en la obra. Al presentarla con todo su fuego interior, surgía la emoción a raudales. No puedo olvidar la sensación de vida en plenitud que me produjo su interpretación del Primer Tiempo de la Quinta Sinfonía de Schubert. Sorprendía que tal torrente melódico y armónico se alzara hacia lo alto y descendiera con toda decisión una y otra vez sin que el director alterara la parquedad de sus gestos, destinados sólo a destacar la quintaesencia de la obra.

El director debe conocer la obra y asumirla de tal modo que se convierta para él en una voz interior, en el principio impulsor de su labor interpretativa. De esa forma, la obra tiene un carácter originario, parece estar cada vez en su albor, en estado naciente. Tal frescura es fuente de intensa emoción. El director rumano Sergiu Celidibache confesó que, al dirigir, dejaba a la obra que se configurara por sí misma, sin coacción alguna. De este modo se constituía ella en la verdadera protagonista. Se advierte esto nítidamente en su interpretación del Requiem de Mozart. Las distintas voces entran en juego y se apagan como por propia decisión, a impulsos de su expresividad y de la adecuación de la misma a la obra conjunta. Para que esta forma de dirección genética resulte espontánea se requiere un dominio perfecto de la obra y una gran capacidad de empatía.


Toda obra debe ser interpretada desde ella misma (7). Para lograr la empatía que ello exige conviene conocer la vida del autor y sus escritos, especialmente los relativos a la Estética, pues no debemos olvidar que quien compone es el hombre integral, con su consciente y su inconsciente, sus ideales, creencias y anhelos, a menudo emboscados en la rutina de la vida diaria. El que haya conocido al jovial Mozart, amigo de chanzas y bromas, apenas podía sospechar el alma que se escondía en aquel cuerpecito frágil. Al saber que sentía especial predilección por su Don Giovanni, con su insondable profundidad, presentimos que su espíritu habitaba en una región de grandeza enigmática. Basta contemplar la mirada penetrante del Mozart adulto en el cuadro inacabado de Josef Lange para descubrir que considerarlo como un autor exuberante y perfecto en el aspecto formal pero poco profundo está abismalmente lejos de la realidad. De modo semejante, la conducta cotidiana del joven Richard Wagner no hacía presentir la elevación que tendrían sus grandes óperas, pero, si nos enteramos de que le invadió la emoción al oír en Berlín interpretar a Felix Mendelsohn la Novena Sinfonía de Beethoven, empezamos a vislumbrar la elevación espiritual que deseaba alcanzar este compositor a través de la música.

También las obras literarias deben ser juzgadas y valoradas desde ellas mismas, pero el conocimiento de ciertos escritos de los autores pueden darnos claves de orientación que nos orienten para adentrarnos en lo más profundo de sus obras. Eso sucede con el Diario íntimo de Unamuno y su novela San Manuel Bueno, mártir (8).

Los intérpretes aficionados juegan un papel importante en la vida social, pues, con frecuencia, ponen alma en su tarea, sienten la música con fervor, se unen en grupos entrañables, elevan el tono estético de reuniones familiares, escolares y litúrgicas. Su modo de ejecutar las obras no siempre es irreprochable, pero suplen la falta de técnica con un plus de espíritu que conmueve, a veces, por su sinceridad. La vinculación con alguno de estos coros figura entre los mejores recuerdos de multitud de melómanos.

NOTAS

(1) Con una expresión escolástica, Strawinski denomina “obras musicales en potencia” a las “obras virtuales”, y “obras en acción” a las “obras realmente existentes”. Cf. O. cit., p. 121. Recordemos que a estas obras realmente existentes las denominaban los escolásticos “obras en acto”.
(2) Aludo a la famosa expresión de A. de Saint-Exupéry en su obra Tierra de hombres, Círculo de lectores, Barcelona, 2000, p. 178. Versión original: Terre des hommes, Gallimard, Paris 1939, págs. 234-235.
(3) Poética musical, Taurus, Madrid 1977, p. 129.
(4) I. Strawinski: O. cit., p. 130.
(5) I. Strawinski: O. cit., p. 123.
(6) I. Strawinski: O. cit., p. 127.
(7) Sobre este tema puede verse mi obra La cultura y el sentido de la vida, Rialp, Madrid 2003, 2ª ed., págs. 156-180.
(8) Puede verse una amplia explicación de este tema en mi obra Literatura y formación ética. Un modo creativo de educar, Puerto de Palos, Buenos Aires 2006.
| Alfonso López Quintás
| 23/01/2020