Método segundo

Artículo n°74

Redactado por Alfonso López Quintás el 07/07/2014 a las 12:49

En la línea del método de análisis literario expuesto en entregas anteriores, destacamos a continuación el tema propio de cuatro obras cinematográficas, a fin de poner al descubierto el poder formativo de las mismas.

No intentamos ofrecer un estudio completo de cada obra, sino sugerir el método adecuado para hacerse cargo de su poder formativo. Para ello presentamos brevemente la obra y el director y exponemos los acontecimientos básicos de cada narración, vistos sobre todo desde la perspectiva formativa. Su significación pedagógica la sugerimos en la Valoración final, para suscitar en los lectores el deseo de una mayor profundización por su parte. Ésta pueden llevarla a cabo al tiempo que responden a las cuestiones previas para meditar


ANÁLISIS DE OBRAS CINEMATOGRÁFICAS

I. Los chicos del coro, de Christophe Barratier

Cuestiones previas para meditar:

1. ¿Se ha preguntado alguna vez en qué medida colabora la música de calidad a nuestra formación como personas?
2. Antes de considerar a un niño o a un joven como “irrecuperable” ¿no sería necesario ver si se le han ofrecido los recursos necesarios para elevarse al nivel de la belleza y la bondad?
3. Sabemos que educar a una persona implica elevarla a los niveles 2 y 3. ¿En qué condiciones puede tener valor formativo castigar a un niño o a un joven que cometió una infracción?

Presentación

Christophe Barratier (Francia, 1963), guitarrista de formación clásica, tras colaborar con Jacques Perrin en películas como Les enfants de Lumière, Microcosmos, Himalaya o Nómadas del viento, alcanzó un notable éxito con su opera prima Los chicos del coro, inspirada en la película francesa La Cage aux Rossignols, que dirigió Jean Dréville en 1945 y marcó la infancia de Barratier.

Se relata aquí la historia de Clément Mathieu (Gérard Jugnot), un profesor de música en paro, que en 1949 comienza a trabajar como vigilante en un internado de reeducación de menores. Mathieu se enfrenta con los métodos represivos del director del centro, Rachin (François Berléand), y, sin abandonar la indispensable disciplina, trata a los chicos con bondad y con espíritu de superación. Moviliza la capacidad formativa de la música y logra un cambio de actitud tal en el internado que llega a influir incluso en el mismo intransigente director. Este prometedor ensayo pedagógico queda truncado por un grave incidente que provoca el traslado de uno de los chicos, el “irrecuperable” Mondain (Guégoy Gatignol), y el posterior incendio del internado, que lo desbarata todo: Mathieu es cesado y Rachin despedido.

La historia es narrada cincuenta años después, a modo de flashback, por Pierre Morhange (el niño solista convertido en un afamado director de orquesta) sobre la base del diario de Clément Mathieu, el sencillo y sabio profesor de música cuyo entierro abre la película.

Como ya hicieron otras películas musicales (El profesor de música, de Gérard Corbiau, Todas las mañanas del mundo, de Alain Corneau, y Profesor Holland, de Stephen Herek), Los chicos del coro nos pone ante los ojos el formidable y, en buena parte, enigmático poder formativo que encierra la música cuando se la vive con autenticidad, es decir, de modo creativo, asumiendo sus posibilidades activamente. (Puede verse una amplia exposición de este sugestivo tema en mi obra El poder formativo de la música. Estética musical, Rivera Editores, Valencia 2010, 2ª ed.).

Las canciones son cantadas por “Les petits chanteurs de Saint-Marc” y su solista, Jean Baptiste Manier (Pierre Morhange, en la película).

El director de la película, Chistophe Barratier, se pregunta: “¿Cómo puede contribuir un individuo a mejorar el mundo? Sé que el cine no puede cambiar las cosas, pero puede despertar las ganas de intentarlo”. Veamos de qué forma ha contribuido él con esta obra a lograr, en alguna medida, el objetivo propuesto.

Análisis de la obra

Al incorporarse a su puesto de “vigilante” (encargado, en los colegios franceses, de mantener la disciplina en el centro), Clément Mathieu observa que los responsables temen a los chicos y no conocen otro medio para salvaguardar el orden y garantizar, incluso, su propia supervivencia que instaurar un clima de miedo al castigo. El lema que orienta la acción pedagógica es el de “acción-reacción”, tosca forma de relación entre súbditos y dirigentes que se halla en el nivel 1.

Al saludar al director, Mathieu advierte súbitamente que éste quiere emboscar bajo una capa de inflexibilidad y dureza su incapacidad para abordar de forma adecuada los problemas propios de un internado de reeducación de menores. Lo trata con dureza desde el primer momento. Incluso la cámara lo sitúa en un nivel más elevado para destacar su actitud de prepotencia.

Cuando le hace entrega de las llaves, símbolo de sus nuevos “poderes”, el vigilante anterior lo pone alerta ante la condición hosca e incluso violenta de algunos internos. A su entender, “sólo entienden el método basado en el nexo acción-reacción”. Instantes más tarde, Mathieu puede comprobar la actitud de educandos y educadores cuando Maxence, un empleado bondadoso que confía en la capacidad de mejora de los chicos, es objeto de un ataque que lo deja malherido y debe ser internado en la enfermería. Ante esta acción, el director reacciona decretando un castigo general de encierro en el calabozo hasta que se descubra al culpable.

Los chicos, al principio, se burlan de Mathieu. Se le cae la carpeta y se la pasan unos a otros para irritarle... Sencillamente, lo toman como objeto de chanza, con la crueldad propia de quienes sólo intentan divertirse a costa de los demás. Este hombre bueno, que no ha logrado todavía situarse en la vida, se ve atrapado en un ambiente hosco, casi hostil, que adquiere expresión plástica en el deterioro que muestra el edificio. Mathieu llega a confesar que siente miedo de todo: del caserón, del director, de perecer una noche a manos de los chicos... Sin embargo, intuye que el único método adecuado para educar a éstos es tratarlos con bondad y aplicarles correctivos que les muestren la grandeza que encierra la actitud de servicio.

Para poder aplicarlo desde el principio, solicita del director 1) que levante el castigo general impuesto a los chicos por no delatar al agresor de Maxence, 2) que le deje ser él quien castigue al culpable, 3) que pueda mantener su nombre en secreto. Descubre al agresor y, en vez de recluirlo en el calabozo –según costumbre del centro–, lo nombra enfermero de Maxence hasta que éste se cure. El afable Maxence piensa que el chico se ofreció voluntario a atenderle, y alaba su generosidad. Mathieu, que se halla presente, se limita a decirle al chico: “¿Es bueno Maxence, eh?” El chico se calla, pero ante la insistencia de Mathieu, acaba reconociéndolo. Cuando, días después, el enfermo fue trasladado al hospital, el chico preguntó, asustado, a Mathieu si Maxence iba a morir, y él, en vez de abochornarlo por ser el culpable de tan peligrosa situación, se limita a consolarlo con un gesto de acogimiento.

Esta actitud comprensiva inspira su comportamiento hacia los chicos, sin dejar de exigirles una conducta respetuosa. En casos, resuelve con buen humor las situaciones comprometidas. Un día sorprende a Pierre Morhange dibujando en el encerado una caricatura suya, coronada por el mote (“Cabeza huevo”) que le habían puesto desde el primer día por su condición de calvo. En vez de airarse y castigarlo, le pidió la tiza, le rogó que posara ante él y diseñó, a su vez, la caricatura del chico. Esto provocó una risa general y mantuvo un clima de calma y simpatía.

Mathieu se va revelando como una especie de “antihéroe”, de apariencia algo desmañada, poco elegante, sencillo, que actúa sin darse importancia y va realizando una labor decisiva de forma espontánea, como si fuera algo natural y obvio. En su última exhortación tremendista, el vigilante anterior le dijo que tuviera mucho cuidado con un tal Morhange, “que por fuera es un ángel y por dentro es un diablo”. Un día que tuvo que ausentarse de la sala de estudio, Mathieu encargó a este chico que cuidara del orden durante su ausencia. “Los duros ‒le dijo‒ suelen ser los más respetados por los compañeros”.

Mientras los directivos del centro parecen dar por supuesto que los chicos del internado son insensibles a los valores e incapaces de adoptar actitudes creativas, Mathieu cree, por principio, en su capacidad de recuperarse por vía de elevación. Por eso no simpatiza con quienes “sólo ven el mal en todas partes”. Entre ellos figura el funcionario que lo sorprendió recogiendo unas partituras del suelo de un servicio ‒donde estaban escondidos los chicos que se las habían sustraído‒, y se permitió decirle unas palabras irónicas, malintencionadas.

La música como medio formativo singular

Inspirado por ese espíritu positivo, Mathieu, profesor de música en paro, adivinó el poder formativo del canto de calidad, y se aprestó a componer sencillas y bellas melodías. Seleccionó las voces de los chicos y formó un pequeño coro. La escasa afinación de los cantores no lo arredró. Sabía bien que, en ese momento, su canto todavía “no era arte, pero captaba su atención”. Por eso siguió modelando sus voces, a pesar de la oposición cerrada del director, pronto siempre a negarle todo poder de iniciativa. Creer que el canto pueda tener efectos pedagógicos benéficos para los chicos es, a su entender, una ilusión vana y peligrosa. Todo cuanto se salga, en alguna forma, del siniestro círculo “acción-reacción” lo ve como un aventurerismo inaceptable.

No obstante, Mathieu persiste en su empeño, pues, a su juicio, no es cierto que los chicos sean irrecuperables. “Realmente ‒se preguntó‒ ¿no se puede hacer nada con ellos? Yo que juré olvidarme de la música para siempre jamás... Nunca digas jamás. Siempre hay cosas que intentar”. A los chicos que carecen de oído musical y son incapaces de entonar de forma afinada, les da un nombramiento especial para que se sientan útiles al conjunto. Así, el pequeño y desvalido Pepinot es nombrado “ayudante del director”, y queda encargado de facilitarle lo necesario para los ensayos, sobre todo las partituras y la batuta. A Corbin lo nombra “atril”, con la función de sostener las partituras durante los ensayos...

Un día, mientras el coro ensaya, Pierre Morhange está limpiando los suelos, para cumplir la condena de quince días de “trabajos de carácter general” que le fue impuesta. Al oír cantar, intenta hacerlo él también a escondidas, y esto permite a Mathieu descubrir “el milagro de su voz”. Entonces procura, de forma discreta, ayudarle a cultivar la voz y aprender las bases del canto. En una ocasión, tras ensayar el “Kyrie”, tanto Morhange como Mathieu hicieron con el rostro un gesto de profunda complacencia.

Cuando la condesa –presidenta del Patronato– visita el centro y se queda prendada del coro, el director se atribuye todo el mérito. Aunque siempre se opuso a la existencia del coro y le hizo saber a Mathieu insistentemente que estaba en general contra sus métodos y, en concreto, contra la peligrosa ilusión que suponía el coro, ahora le indica a la marquesa que de él procedió la idea de fundarlo y a él se debe su conservación. Mathieu queda, así, muy en segundo plano, pero no parece inquietarse por ello. Es feliz trabajando por las noches en la composición de obras para los chicos. “Los niños me inspiran –escribió en su diario-. Todas las noches compongo para ellos”.

Entre las canciones sobresale una de Philipe Rameu sencilla y muy bella -“La nuit” (La noche)-, que constituye un motivo-guía de los momentos cumbre de la película. Su texto intenta elevar el ánimo de esos desventurados chicos que, por una u otra calamidad, se ven forzados a vivir en el “Fondo del estanque”, nombre oficial del internado de reeducación:

“¡Oh noche! Ven a traer a la tierra el tranquilo encanto de tu misterio. La sombra que te acompaña es tan suave, tan dulce. Es el concierto de tus voces cantando a la esperanza. Tan grande es tu poder que lo transforma todo en un sueño feliz.

¡Oh noche! Ven a traer a la tierra el tranquilo encanto de tu misterio. La sombra que te acompaña es tan suave… ¿Existe una belleza tan bella como el sueño? ¿Existe una verdad más dulce que la esperanza?”


El ascenso al nivel 3, el de la belleza pura

Su mayor momento de gloria lo alcanzó esta obra de Rameau en el concierto que dieron los chicos, un día, a la presidenta de la Fundación. Pierre Morhange estaba desplazado del coro, debido a fallos de comportamiento. Por eso apareció a un lado, apoyado en una columna. Al correr del concierto, cuando le llegó el turno a esta canción, Mathieu dio la entrada a Morhange para que entonara la voz solista. Se produjo entonces un salto mágico del chico desde el estado de infrautilización y desvalimiento en que se hallaba (nivel -1) al nivel 3, el de la pura belleza. Morhange deleitó al auditorio con el timbre de su prodigiosa voz. De ahí el choque emotivo que provoca esta escena, que sorprende y conmueve no sólo por la belleza del canto sino por la serenidad con que actúa el solista, plenamente inmerso en el hechizo de la música y alejado de toda exaltación vanidosa. Quienes triunfan aquí son la belleza y la bondad, vistos en estado puro.

Poco a poco, Mathieu acaba enamorándose de la madre de Morhange, Violette, una joven y bella mujer preocupada por el porvenir de su hijo. A éste no le agrada que el vigilante hable con su madre, y un día le arroja tinta a la cabeza desde una ventana cuando ambos están sentados en un banco. Los chicos reprochan a Morhange su conducta y defienden a Mathieu, mostrando con ello que son sensibles a la bondad. Igual sensibilidad denotan cuando reciben alborozados a Maxence cuando regresa del hospital.

En una amable conversación, en la que parece que la madre de Morhange va a corresponder al interés de Mathieu por ella, le confiesa que va a casarse con un ingeniero. Esta escena nos recuerda las situaciones en las que Cantiflas y Charlot descubren que el fruto de sus desvelos por una persona amada va a ser recogido por otros; pero no por ello reaccionan con amargura o rencor, antes quedan agridulcemente satisfechos de haber procurado el bien a alguien.

Al cabo de cierto tiempo, incluso el director parece cambiar de actitud y empieza a jugar con pajaritas de papel. Al atravesar el patio, un balón perdido le golpeó el rostro. Cuando el vigilante y los chicos temieron una pronta represalia, el director los sorprendió con un gesto simpático: pidió el balón y lo lanzó con el pie hacia los chicos, mezclándose luego con ellos. Este rasgo humorístico del director se trocó bien pronto en amargura e irritación al observar que le habían robado una fuerte suma de dinero, destinado a cubrir necesidades urgentes. Las culpas recayeron en Mondain, un chico de carácter difícil. Tras recibir un fuerte castigo, agrede al director, y la policía lo traslada al correccional del que había venido. Al salir del centro, dirigió hacia atrás una mirada amenazante. Más tarde se supo que no fue Mondain el que sustrajo el dinero -sino Corbin, porque “quería comprar un globo”-, pero el Director no le hizo justicia.

Irritado por ese incidente, el director suspendió el coro, que pasó a ser clandestino.

Un día, cuando el director se halla ausente, participando en una importante reunión de la que espera salir beneficiado, recibe la noticia de que el centro está en llamas. Cuando llega y ve la magnitud del incendio, teme, sobrecogido, que los chicos hayan perecido. No tarda, sin embargo, en verlos venir por el campo, bien pastoreados por el vigilante. En vez de alegrarse por hallarlos sanos y salvos, se enfurece con Mathieu por haber propiciado el incendio con su ausencia. En una colina cercana al centro se ve, emboscado, a Mondain, que contempla complacido cómo se consuma su venganza...

Mathieu fue expulsado de inmediato, y, cuando salía por el jardín con su humilde maleta, los chicos burlaron en parte la prohibición de hablar con él y le lanzaron papeletas por una ventana, con palabras de despedida que conmovieron su buen corazón.

A punto de tomar el autobús, apareció corriendo el pequeño Pepinot, que todos los sábados esperaba en el portal del jardín que sus padres vinieran a buscarlo. Rogó a Mathieu que lo llevara consigo. Éste le hizo ver que no era posible y el autobús inició su marcha. Pero no tardó en detenerse para recoger al inocente huérfano. Ese día era sábado.

Valoración de la obra

Al principio, tanto los chicos como los educadores se mueven en el nivel 1. A ese nivel de conducta pertenece el lema “acción-reacción”. Como siempre que se adopta en exclusiva la actitud del nivel 1 –dominar, poseer, manejar... –, es fácil caer en niveles inferiores. Los castigos, si son injustos o desproporcionados, suponen un ultraje. Encerrar a los chicos en el calabozo para conseguir que delaten a quien cometió una infracción resulta vejatorio para la mayoría. El clima que reinaba en el centro era de falta de posibilidades creativas. La única consigna efectiva era mantener el orden a toda costa. Quebrantarlo de alguna forma equivalía a recibir un castigo. Esto mantenía al centro en una calma tediosa –propia del nivel 1–, frecuentemente interrumpida por el sobresalto de la caída en niveles inferiores: agresiones por parte de los chicos; reacción agresiva por parte de la dirección. En este ambiente sofocante de tristeza, Mathieu vio con claridad desde el principio que sólo podía levantar el ánimo de los chicos elevándolos a los niveles 2 y 3. Eso sólo podía conseguirlo acercándolos al área de irradiación de los grandes valores de la bondad y la belleza. La bondad la encontraban en su trato amable. La belleza les salía al encuentro cuando movilizaban la fuerza transfiguradora del canto, heraldo de la belleza pura. Aunque sea muy sencillo, el canto nos introduce en la trama de relaciones que constituye la música y nos eleva así al nivel 2 (el del encuentro y la creatividad) y el nivel 3 (el de la unidad y la belleza).

En una obra teatral de Gabriel Marcel, Le dard, alguien opina que la música es “algo bien secundario”, y uno de los protagonistas replica:

“No (...), no es secundario. Si la música disminuye, si la música se empobrece, entonces la vida misma disminuye, se hace mezquina. Sin la música, ya no se vive, se va tirando...”. “Si una convicción se ha afirmado en mi espíritu a lo largo de estos últimos veinte años, es que lo esencial en todo ser humano es la parte de creación, por reducida que sea, que hay en él. Y yo añadiría hoy que la alegría en la que se traduce dicha creatividad se expresa, o al menos se expresaba en otro tiempo, muy a menudo a través del canto”.
(Cf. Jeanne Parain-Vial (ed.): L´esthétique de Gabriel Marcel, Aubier, Paris 1980, p. 107)

De forma sintética, podemos afirmar que en Los chicos del coro se contraponen dos formas de educar. Se muestra que la disciplina debe ir unida a la voluntad de encuentro, por tanto a la cordialidad, la generosidad, la apertura a la belleza... La música, vivida como un lugar privilegiado de cultivo de la belleza, nos eleva al nivel 3. De ahí arranca su notable poder formativo. El vigilante Clément Mathieu no hace alarde de teorías educativas nuevas, como sucede con el profesor de “El club de los poetas muertos”. Se mueve en los niveles 2 y 3 y consagra la vida a la meta de crear relaciones de encuentro con los chicos y ponerlos en situación de descubrir el mundo de la belleza pura. De ese modo, eleva su ánimo y les ayuda a configurar su personalidad espontáneamente, como sin pretenderlo de forma expresa. La fecundidad de su empeño queda expresada en la belleza del canto, que nos resulta emocionante por ser una fuente de alegría, entusiasmo y felicidad.

Este tirón hacia lo alto producido por el cultivo de la belleza es secundado por el texto de las canciones. Hemos leído ya el de La noche. Veamos ahora el de las otras dos más destacadas:

Caricia sobre el océano

“Caricia sobre el océano
lleva el pájaro ligero
que viene de tierras nevadas.
Aire efímero del invierno,
tu eco se pierde en la lejanía,
castillos en España,
gira en el viento, despliega tus alas,
en el alba gris del levante
busca un camino hacia el arco iris.
La primavera se pondrá al descubierto.

Caricia sobre el océano
deja el pájaro ligero
sobre la piedra de una isla sumergida.
Aire efímero del invierno,
por fin tu soplo se aleja,
lejos, hacia las montañas.
Gira en el viento, despliega tus alas.
En el alba gris del levante
busca un camino hacia el arco iris,
la primavera se pondrá al descubierto.
Calma sobre el océano”.

Mira tu camino

“Mira tu camino,
niños olvidados, perdidos,
dales la mano
para llevarlos a otros mañanas.

Siente en el corazón de la noche
la onda de esperanza,
ardor de la vida,
sendero de gloria.
felicidades infantiles
demasiado pronto olvidadas, borradas.
Una luz dorada brilla sin fin
en el extremo del camino.

Siente en el corazón de la noche
la onda de esperanza,
ardor de la vida,
sendero de gloria”.

La cuarta canción destacada es el Kyrie: “Señor, ten piedad...”. Resulta llamativo que sea este texto el único signo religioso propiamente tal que aparece en toda la película. Ni siquiera en el entierro de Violette se pudo ver la bendición de un sacerdote. Aparecía solo su hijo, Morhange, en primer plano.

Sobre el poder formativo de la música, y en particular del canto, pueden verse mis obras Cuatro filósofos en busca de Dios, Rialp, Madrid 1999, 3ª ed., págs. 231-258; Estética musical. El poder formativo de la música, págs. 298-311. En esta obra se muestra en pormenor que la música, al basarse en los “intervalos” ‒que son el impulso que nos lleva de una nota a otra‒, nos hace sentir el inmenso poder que albergan las relaciones y nos permite descubrir que en el nivel 2 se complementan entre sí muchos aspectos de la vida que en el nivel 1 –el del dominio y manejo de objetos- son opuestos. Piénsese, por ejemplo, en un tema tan relevante como la relación que media entre libertad y normas, independencia y solidaridad, autonomía y heteronomía...




| Alfonso López Quintás
| 07/07/2014