Método segundo

Artículo n°75

Redactado por Alfonso López Quintás el 22/09/2014 a las 13:07

En la aportación pasada analizamos el poder formativo de la celebrada película Los chicos del coro, y destacamos la forma discreta e inteligente como el “vigilante” elevó la calidad de vida espiritual de los jóvenes internos. Hoy traemos a consideración una obra que nos muestra las consecuencias de adoptar una actitud pedagógica distinta, casi opuesta.


EL CLUB DE LOS POETAS MUERTOS (1)

Para analizar a fondo esta obra, conviene reflexionar antes sobre las cuestiones siguientes:

1. Invitar a unos jóvenes estudiantes a vivir una vida “extraordinaria”, “poética” y “libre” resulta en principio muy sugestivo. ¿Conseguirán ser de verdad libres si no se matizan debidamente tales conceptos?
2. El concepto de “disciplina” procede del término latino “discere”, aprender. ¿Aprenden los alumnos a vivir con libertad creativa si los educadores se limitan a someterlos a un orden estricto?
3. El ejercicio de todas las profesiones tiene como meta servir, de una u otra forma, a los demás. ¿Cumple con su función el que es eficaz en su trabajo pero trata a las personas como meros números de una colectividad?

Presentación

El director y guionista australiano Peter Lindsay Weir (Australia, 1944) se caracterizó desde su primera obra Three to go (1971) por su tendencia a explorar psicológicamente a los personajes principales. Tras presentar, entre otras obras, La última ola (1977) y Gallipolli (1981), fue considerado como una de las figuras representativas de la nueva ola australiana. En 1989 presenta El club de los poetas muertos, que fue nominada para los Globos de Oro y los premios Oscar.

La acción transcurre, durante el curso lectivo de 1959 a 1960, en la Academia Walton, elegante centro educativo de Nueva Inglaterra (Estados Unidos) que, según el clásico modelo de educación victoriana, intenta llevar al triunfo académico a un grupo de alumnos de la alta sociedad sobre estos cuatro principios pedagógicos: tradición, honor, disciplina y grandeza. Al inaugurar el curso académico, en el centenario de la fundación del centro, el director manifestó con orgullo indisimulado que esa academia había sido declarada “la mejor escuela privada de los Estados Unidos”.

Análisis de la obra

El protagonismo de la obra lo asume un profesor de Literatura, John Keating, que acaba de incorporarse al centro, del cual es antiguo alumno. Desde el primer momento llama la atención de sus alumnos con gestos que sugieren una ruptura respecto a los métodos tradicionales. Sugiere como lema a los jóvenes la exhortación del poeta romano Horacio “carpe diem” (agárrate al día). Esta expresión necesita ser debidamente matizada para que no resulte peligrosa. ¿Significa sacarle jugo a la vida, agarrarse al instante fugaz si es gratificante? ¿O alude, más bien, a la necesidad de “darle un valor eterno”, como indicó el danés Sören Kierkegaard? Se trata de dos orientaciones de la vida polarmente distintas. El profesor parece sugerir, con esa expresión, la necesidad de hacer que nuestra vida sea extraordinaria. Pero no repara en que el carácter de extraordinario puede equivaler 1) a “meramente novedoso”, “irregular”, “extraño a ciertos usos y costumbres”, 2) a relevante, valioso, elevado, fecundo.

Cómo conseguir una vida extraordinaria

Tiene razón el profesor al indicar a los chicos que, “a pesar de todo lo que les digan, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo”. Pero tal cambio puede ser a mejor o a peor; puede conducirnos al pleno desarrollo de la personalidad, o bien bloquear nuestro proceso de crecimiento. La falta de matización por parte de este educador deja sumidos a los alumnos en una arriesgada perplejidad.

Esto sucede, asimismo, con la afirmación de que “la poesía, la belleza, el romanticismo y el amor son las cosas que nos mantienen vivos”. Vivos ¿en qué sentido? El término “vida” es usado desde hace un siglo con una peligrosa ambigüedad y urge precisar el sentido que se quiere destacar en cada momento. Además, ¿cómo han de entenderse el amor y la poesía? El profesor pide a un alumno que lea la definición de poesía que ofrece, en su primera página, el libro de texto de literatura. En cuanto termina de leerla, Keating condensa irónicamente su contenido en el encerado, mediante un sistema de coordenadas, y ordena a todos imperiosamente que rompan la hoja en que figura el texto leído. Ellos se resisten, pues se trata de un libro amplio, bellamente encuadernado. Se siente satisfecho cuando, al clamar en voz alta: “Sigan rompiendo, señores...; ¡esto es una guerra!”, se organiza en la clase una especie de motín iconoclasta, que simboliza la voluntad de romper moldes, esquemas, tradiciones...

Para dejar bien clara su intención, Keating hace esta proclama ante los alumnos, con aire sugestivo: “No quiero artistas; quiero librepensadores... Soy realista. ¡Sólo al soñar tenemos libertad!”. Al instar a los alumnos a ser libres, ¿a qué tipo de libertad se refiere? ¿A la libertad de maniobra” o a la “libertad creativa? Él no lo precisa. Esta ambigua propuesta de cambio hacia la libertad de pensamiento y de acción, con vistas al logro de una vida más creativa, es sentida por los alumnos como un chorro de aire fresco pues se hallan en un ambiente escolar dominado por tres formas de rígido autoritarismo: el de los directivos del colegio, el de los padres de los alumnos, el de un profesor aparentemente liberal*. Pero, al carecer de una auténtica fundamentación, tal propuesta no eleva a los jóvenes a un nivel de mayor realización personal, y, por tanto, de más acendrada concordia con los demás y de paz interior consigo mismos; los incita, más bien, a distorsionar el orden de la vida cotidiana, lo cual les lleva luego a mentir, a enfrentarse unos con otros, a vivir en clima de zozobra.

La complejidad de una revolución pedagógica

Sin duda alguna, es bueno romper moldes cuando éstos son vacíos, enseñar a los chicos a tomar las riendas de su vida, intuir cuál es su verdadero camino, aprender a actuar en la vida con personalidad. Eso requiere fomentar en ellos la capacidad de iniciativa, y ejercer un tipo de enseñanza que no repita clisés infecundos sino que suponga buscar en común la verdad, tarea que constituye la verdadera esencia de la tolerancia.

El profesor verdaderamente tolerante no limita su labor docente a “enseñar” contenidos; ayuda a los alumnos a descubrirlos. Esto debe suceder, asimismo, con los valores, la creatividad, la libertad interior, la invención poética... No es buen profesor el que sólo insta a los alumnos a pensar por su cuenta, de forma independiente, sino el que ayuda a descubrir el arte de pensar rigurosamente, razonar de forma coherente, descubrir lúcidas claves de interpretación de la vida y extraer de ellas pautas de conducta certeras. El que realice esta noble tarea no instará a los alumnos a repetir gregariamente los contenidos que él transmite en la clase sino a re-crearlos y, en casos, incluso a mejorarlos. La creatividad es el verdadero antídoto contra la mera repetición mecánica. Un alumno que se esfuerza por asumir las enseñanzas escolares de forma activa no tarda en descubrir que la memoria, bien entendida, no es mero almacenaje de datos, antes presenta una condición netamente creativa; por eso actúa en conexión estrecha con la inteligencia. Recordar significa, etimológicamente, volver a pasar por el corazón. Con razón decía Miguel de Unamuno que “recordar es vivir”.

Enseñar de tal forma que se cultive la inteligencia, se fortalezca la voluntad y la capacidad creativa es sin duda el camino real para renovar los métodos y ajustar la enseñanza a las necesidades más hondas de los alumnos. Pero encontrar ese camino exige, además de talento, tenacidad en la búsqueda de un método adecuado que encauce las capacidades y los anhelos de los jóvenes. Si se carece de este método y de aquel talento, cualquier iniciativa “original” y “novedosa” que se tome puede no ser sino una mera “ocurrencia” que desquicie a los mejores alumnos, los más dotados, los que con un método bien aquilatado hubieran sido los más beneficiados por ese tipo de enseñanza.

Lamentablemente, en este centro no se cuenta con la preparación necesaria para emprender una reforma drástica de la orientación pedagógica.

1. La meta de los directivos parece reducirse a lograr que un buen número de alumnos acceda a la universidad y prestigie, así, a la institución. Con el fin de lograr esta meta, se impone una disciplina hosca, basada en el lema “acción-reacción” (nivel 1). Cada transgresión es seguida del correspondiente castigo, que en casos es corpóreo y corre a cargo del mismo director. Consiguientemente, la actitud de los alumnos es de obediencia servil (nivel 1), no de atenimiento libre a las normas, libre con “libertad interior” o “libertad creativa” (nivel 2). Ya sabemos que una falsa concepción de la “autoridad”, reducida a mero “mando”, suscita una idea pobre de la obediencia.

2. El padre de Neil Perry (el alumno protagonista, encarnado por Robert Sean Leonard) muestra un carácter duro, autoritario, nada dialogante; prescinde del parecer de su esposa, carece de toda empatía respecto al hijo, se sacrifica para costear sus estudios y estima que ello le autoriza a determinar la carrera que ha de cursar. No atiende a sus ideales e ilusiones. Neil se ve, con ello, reducido a un medio para satisfacer las ambiciones sociales del padre; es rebajado, exactamente, del nivel 2 d al nivel 1 d (2). Un compañero le insta a “plantarle cara”, pero tiene que reconocer que también él se ve obligado a obedecer.

3. El profesor Keating también se busca a sí mismo, en cuanto quiere sobresalir a través de la enseñanza. Por eso prefiere las frases brillantes, los gestos efectistas y el éxito fácil a la colaboración respetuosa, lúcida y prudente con los alumnos en la tarea de modelar sus mentes y actitudes. En consecuencia, no se cuida de matizar los conceptos y precisar las ideas y propuestas. No dialoga, no procura que los alumnos “descubran” claves de orientación; sencillamente, impone sus criterios. Sus orientaciones y lemas encandilan a los alumnos porque aluden vagamente a ciertos valores ascendentes entre ellos: la libertad, la creatividad, la condición extraordinaria de la vida, la búsqueda de la belleza, la realización plena del ser humano... Pero es de prever que tales valores, –entendidos de modo superficial– no van a otorgar a los alumnos madurez espiritual suficiente para superar las pruebas que en un momento y otro agiten su vida, bien asentada en familias pudientes.

4. En su línea de apertura a nuevos horizontes pedagógicos, Keating sugiere a los alumnos renovar la tradición de “el club de los poetas muertos”, consistente en celebrar ciertas reuniones informales en las que dar expresión a sus sueños y anhelos más hondos. El espíritu que debe inspirar tales encuentros se refleja en este lema: “¡Atrévanse a cambiar y buscar nuevos campos!” Esta idea programática inspira algunos de los versos que se declaman en las sesiones del club:

“Venid, amigos.
No es tarde para buscar un mundo nuevo,
pues sueño con navegar más allá del crepúsculo.
Y, aunque ya no tengamos la fuerza
que antaño movió cielos y tierra, somos lo que
somos,
un mismo temple de corazones heroicos,
debilitados por el tiempo,
pero voluntariosos para luchar, buscar y encontrar,
y no rendirse”.


Nada más positivo. Pero la forma clandestina, transgresora, de realizar este proyecto no reporta a los alumnos paz sino ansiedad, y, al final, la concordia deseada se trueca en discordia.

Un cambio mal fundamentado puede abocar al vacío

Tanto en las reuniones de algunos alumnos en “el club de los poetas muertos” como fuera de ellas se advierte que los chicos sienten las ilusiones y las vacilaciones normales en el trato con las chicas. Ningún educador les ofrece la menor clave de orientación al respecto. Resulta iluso pensar que, con la mera disciplina escolar o con vagas proclamas de vivir plenamente (“Atrévanse a buscar nuevos campos”; “La vida es pasión”...) se conseguirá que los jóvenes adopten actitudes constructivas en épocas de turbulencia espiritual.

La película alcanza intensidad dramática cuando se genera un conflicto, en el interior del joven protagonista Neil Perry, entre la inmensa ilusión que le hace representar un papel en una obra de Shakespeare y la prohibición taxativa de su padre a actuar en teatro. Desconcertado, Neil acude a su profesor en busca de consejo.

Keating. ¿Qué pasa?
Neil. ¿Puedo hablar con Vd?
K. Claro. Siéntese.
..........
N. ¿Cómo lo aguanta?
K. Aguantar, ¿qué?
N. Vd. puede ir donde quiera. Hacer lo que quiera. ¿Cómo aguanta el estar aquí?
K. Me encanta enseñar. No quiero estar en otra parte... ¿Qué le pasa?
N. Acabo de hablar con mi padre. Quiere que deje la obra de teatro. Pero actuar lo es todo para mí... Bueno, pero él no lo sabe. Comprendo su postura. Mi familia no es rica, como la de Charlie. En fin, él ya ha planeado por mí el resto de mi vida. Nunca me ha preguntando qué quiero hacer.
K. ¿Le ha dicho a su padre lo que acaba de decirme? Lo de su pasión por actuar. ¿Se lo ha hecho ver?
N. No puedo.
K. ¿Por qué no?
N. Con él no puedo hablar así.
K. Entonces, ¿también actúa para él? Interprete el papel de hijo obediente. Ya sé que parece imposible, pero tiene que hablar con él y demostrarle quién es y decirle lo que siente.
N. Ya sé lo que me dirá. Me dirá que actuar es un capricho que debo olvidar. No cuentan conmigo. Me dirá que me lo quite de la cabeza por mi propio bien.
K. Vd. no es el esclavo de nadie. No es un capricho suyo. Demuéstreselo con su convicción y su devoción. Demuéstreselo, y, si todavía no le cree… para entonces ya habrá terminado en la escuela y podrá hacer lo que quiera.
N. No. ¿Qué hago con la obra? La función es mañana.
K. Tiene que hablar con él antes de mañana.
N. ¿No hay un modo más fácil?
K. No.
N. … Estoy atrapado.
K. No. No es cierto.

El profesor no parece advertir que Neil está seducido por la actividad teatral. Seducir es arrastrar, por tanto dominar. Se ve rebajado al nivel 1. El deseo de vivir el sueño de representar un papel teatral destacado le domina de parte a parte. Sabemos que la seducción es imperiosa y no admite espera. No tiene sentido aconsejar al joven que de momento “interprete el papel de hijo obediente” y, si su padre persiste en su negativa, tiempo tendrá de ser actor cuando termine la carrera y se emancipe de la familia.

Tampoco el padre se percata de la situación interior de su hijo. Carece de la empatía necesaria para advertir que éste ha puesto su vida a la sola carta de la actividad teatral. Lo reduce a la condición de mero realizador de sus planes. Por eso no duda en tomar una decisión radical: retirarlo de la academia, alejarlo de sus compañeros y del profesor Keating y enviarlo a Harvard a estudiar medicina. El pobre Neil, que había sido conmocionado por las proclamas de Keating –el admirado profesor al que miraba siempre fascinado– y veía en el teatro el horizonte que colmaría sus ilusiones de una “vida extraordinaria”, se ve “atrapado” entre este impulso arrebatador y el muro de la negativa paterna. El padre le cierra todas las puertas hacia lo que él entiende que es su plena realización. Las grandes frases declamadas de forma exaltada en “el club de los poetas muertos” (“Venid, amigos. No es tarde para buscar un mundo nuevo, pues sueño con navegar más allá del crepúsculo...) aparecen ante su mente como un vano espejismo, una pompa de jabón hecha de figuraciones ilusas.

La situación espiritual de Neil se refleja en el breve coloquio que sostiene con Keating cuando ha decidido cumplir su compromiso de participar en la obra pero no quiere confesar que lo hará contra la voluntad de su padre. Esa decisión le lleva a vivir unos momentos de intensa colisión entre el clamoroso éxito obtenido en la sala y el choque violento con su padre, que no le deja salida alguna y convierte en amarga decepción la máxima ilusión de su vida. Esa amargura es provocada por el sentimiento de impotencia que embarga al joven. La única posibilidad que, a su juicio, le queda de afirmar su identidad con algún acto que signifique cierto poder es quitarse la vida. Él va a determinar de un golpe todo su futuro. Es la única forma de búsqueda y de resistencia que, a su entender, le han dejado.


La muerte trágica de Neil produce una conmoción devastadora en el colegio. Los compañeros están espiritualmente bloqueados. La dirección no se detiene a reflexionar sobre su método educativo; se apresuran a abrir una investigación para buscar la causa de ese incidente, y focalizan la atención en algo que resulta llamativo, por novedoso y enigmático: “El club de los poetas muertos”. Al enterarse, de modo superficial, de la orientación pedagógica del profesor Keating, creen tener ya razones suficientes para decretar su expulsión. Keating, ya muy preocupado desde la noche de la representación teatral, debido a las palabras descalificadoras que le dirigió el padre de Neil, se halla ahora en estado de schock. En cierto momento aparece en la clase vacía, se dirige lentamente hacia el pupitre de Neil, abre el cajón y lee el título del libro “Cinco siglos de poesía” y unas frases escritas a mano en la primera hoja y “destinadas a ser leídas antes de las sesiones de El club de los poetas muertos”:

“Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia.
Quería vivir a fondo y extraer todo el meollo de la vida.
Dejar de lado todo lo que no fuera la vida,
Para no descubrir en el momento de la muerte
Que no había vivido”.


No bien las hubo leído, el profesor rompió a llorar desconsoladamente.

De las clases de literatura se hizo cargo el director en un clima de tensa seriedad. Para ordenar las clases, determinó comenzar el estudio del libro de texto por el principio, lo que le llevó a descubrir que los alumnos habían roto la primera página. Cuando estaban iniciando la lectura, valiéndose del ejemplar del director, entró Keating en la clase para recoger sus cosas. Una oleada de nostalgia y solidaridad pareció recorrer la clase de parte a parte y demudar los rostros de los chicos. Como movido por un resorte, uno de ellos aclamó al “capitán” y se subió al pupitre, rememorando el gesto que había realizado Keating un día para recomendarles que vieran la vida desde lo alto. El director le ordenó que se bajara, pero, uno a uno, varios alumnos se subieron a sus pupitres con zozobra pero decididos, y dirigieron sus miradas hacia el profesor, que permanecía inmóvil en el quicio de la puerta. Keating los miró sucesivamente, como para contarlos, y no supo sino decir: “Gracias, chicos...; gracias”. Y partió con gesto satisfecho. Es posible que se haya sentido vencedor. En caso positivo, ¿hubiera sido una apreciación justa?

Valoración de la obra

Nos apena constatar que ni las adineradas familias ni la refinada academia supieron preparar a los jóvenes alumnos para salir adelante incluso cuando podían creer que luchaban contra toda esperanza. Estos duros trances sólo pueden salvarse por vía de elevación. Tal elevación no se logra pronunciando frases grandilocuentes, sino acercando sencillamente a los jóvenes al área de irradiación de los grandes valores.

Frente a un método pedagógico rígido, que cifra el éxito de la formación en conseguir que acceda a la universidad un alto número de alumnos, un profesor –John Keating– intenta romper moldes y abrir a los jóvenes a modos de conducta ensoñadora, “poética” –en sentido poco profundo–, libre de convencionalismos escolares estereotipados. El intento es sin duda bienintencionado y sugestivo, pero, ante el trágico final de un escolar bien dotado y sensible, nos insta a pensar si fue acertado. El profesor Keating, antiguo alumno del centro y autodenominado “capitán”, no parece abrigar la menor duda de que está en la verdad, a juzgar por el desenfado con que se mueve y la autoestima que muestra al tomar decisiones en contra del parecer de los directivos.

Keating no es sencillo, como sucede con Clément Mathieu, el vigilante de Los chicos del coro; actúa con aires de reformista, sin conocer de modo preciso las leyes de la verdadera formación. Presentarse, el primer día, a los alumnos silvando, y llevarlos a un pasillo para indicarles, ante la foto de un grupo de antiguos alumnos, que la vida es corta y hay que “aprovechar el momento” es la forma óptima de impactar a los chicos y llevarlos a pensar que tienen un profesor “extraño pero original”. Si esta extraña originalidad no tenía como meta acercar a los jóvenes a los grandes valores, era previsible el fracaso. Reducirse a recordarles el conocido verso de Walt Witman “¡Coged las rosas mientras podáis!” no parece buen método para entusiasmarlos con los verdaderos valores de la vida. Resulta sin duda sugerente tomar como piedra angular de una actitud pedagógica unos versos del gran poeta norteamericano, pero, obviamente, constituyen una base demasiado endeble para asentar sobre ella una reforma educativa.

“Coged las rosas mientras podáis,
veloz el tiempo vuela.
La misma flor que hoy admiráis,
mañana estará muerta...
Que tú estás aquí,
que existe la vida y la identidad,
que prosigue el poderoso drama
y que tú puedes contribuir con un verso”.



Un intento fallido de renovación

A lo largo de la obra se advierte que el profesor logró infundir en los alumnos el deseo de vivir la vida de forma creativa, realizar actividades sugestivas, abrirse a horizontes prometedores..., pero no les facilitó recursos intelectuales y éticos suficientes para realizar ese programa dentro de los condicionamientos sociales en que habían de vivir. Por eso Neil Perry, “uno de los mejores alumnos de Walton”, según el director, no superó la prueba -objetivamente hablando, no demasiado ardua- de renunciar de momento a una actividad artística gratificante y novedosa.

Los alumnos, al final, se ponen del lado del profesor cuando éste se despide para abandonar el colegio. Pero esto no quiere decir que con ello quede refrendado o validado el método seguido por él. Se muestra muy satisfecho Keating al salir triunfante de la clase, ante el director, pero, de hecho, aquí acaban perdiendo todos: la dirección, al ver socavado en buena medida el prestigio del centro; los alumnos, que acaban sumidos en la desorientación; los padres, llenos de zozobra por el final trágico e imprevisible de un alumno destacado; el profesor, que en conciencia deberá someter a profunda revisión su precipitada y superficial orientación pedagógica.

Es de notar que la dirección de la academia no tuvo la menor intención de reflexionar sobre la adecuación de su método educativo a las necesidades de los alumnos. Centraron su atención en buscar un culpable, y pronto estigmatizaron a Keating. Casi todos los alumnos se mostraron reacios a aceptar la culpabilidad de su admirado profesor. Posiblemente, intuían que no había aquí una rígida relación causa-efecto entre el suicidio de Neil y las orientaciones recibidas de Keating. Ese desventurado desenlace sólo fue posible debido a una trama de influjos sutiles, que ellos no estaban en condiciones de desentrañar.

Puede darnos luz para comprender esa trama, confrontar el fracaso pedagógico de la academia con el éxito obtenido por Mathieu, el vigilante, en la obra Los chicos del coro. También al final de ella se ponen los alumnos de su parte, pero aquí su actitud es un refrendo de la fecundidad del método que él había empleado. Al aplicarlo, consiguió que unos chicos rebeldes y hostiles hacia los vigilantes, como representantes de la disciplina del centro, acabaran estimando profundamente a un hombre de aspecto sencillo y vulnerable, que les mostró el camino hacia la excelencia personal con el mero recurso de acercarlos al reino de la bondad y la belleza (nivel 3).

El guión, obra de Tom Schulman, teje una historia bella y conmovedora, de alto estilo, fiel a lo esencial y alejada de banales concesiones a modas intrascendentes. La ambientación está muy lograda. La excelente fotografía se debe a John Seale, australiano, colaborador habitual de Peter Weir. La sugerente y cálida banda sonora es de Maurice Jarre, bien conocido por haber compuesto la música de obras tan señaladas como Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago y Pasaje a la India.

La interpretación del papel de John Keating (Robin Williams, al que hemos perdido recientemente) sobresale por su naturalidad y poder persuasivo. Robert Sean Leonard otorga a la acción del alumno protagonista (Neil Perry) una emotiva intensidad dramática.

Estas excelencias, sin embargo, no autorizan a presentar esta película –como se hizo profusamente– como un modelo de renovación pedagógica, digna, por ello, de ser proyectada en todos los centros escolares. A lo sumo, podría servir de ejemplo para mostrar a dónde pueden conducir ciertos intentos bienintencionados, pero carentes de una base adecuada a la magnitud del proyecto.

Temas para la reflexión

1. Ventajas e inconvenientes de una educación autoritaria, semejante a la de la academia Walton. Ventajas e inconvenientes del tipo de educación que defiende el nuevo profesor. ¿Logran una verdadera educación integral las dos tendencias pedagógicas mencionadas? La formación que imparten a los alumnos ¿está inspirada por una finalidad realmente valiosa para el desarrollo de su personalidad?

2. ¿Cuál es el objetivo de la educación: formar buenos profesionales o lograr auténticas personas? ¿Qué ventajas tiene para la enseñanza el que los profesores tengan una sólida formación ética y pedagógica?

3. El padre de Neil Perry ¿ejerce la autoridad o practica el autoritarismo? ¿Por qué no juega la madre de Neil ningún papel en esta película? ¿Cómo se entiende que el padre no se plantee en ningún momento la necesidad de dialogar con el hijo?

4. ¿Es acertado, por parte de los padres, recordar a los hijos lo mucho que se sacrifican por ellos a fin de conseguir que se plieguen a sus gustos en cuanto a la elección de carrera? ¿No debe considerarse como una de las metas de la formación educar a los hijos para el ejercicio de una sana “libertad creativa”?

5. ¿Se podría haber evitado el suicidio? ¿Se ha mostrado Neil demasiado débil? ¿Es posible que se deba tal debilidad a la formación recibida?

NOTAS

(1) Director: Peter Weir. Casa productora: Touchstone Pictures
Título original: Dead poet’s society, 1989
(2) El tema de los niveles lo expongo, sucintamente, en la obra Descubrir la grandeza de la vida, Desclée de Brouwer, Bilbao 2010, 2ª ed.; más ampliamente, en la obra de inminente aparición La vida ética o es transfiguración o no es nada (BAC, Madrid 2014).
| Alfonso López Quintás
| 22/09/2014