Método tercero

Artículo n°97

Redactado por Alfonso López Quintás el 09/12/2016 a las 11:48

Durante mi época de estudiante en Múnich, un médico alemán se negó amablemente a cobrarme, en cierta ocasión, los honorarios correspondientes a una consulta. Ante mi sorpresa, por tratarse de un desconocido, me indicó que «hacía tiempo que deseaba tener ocasión de hacer algún servicio a un español, porque en sus últimas vacaciones los españoles le habían descubierto un nuevo modo de vivir». Al parecer, el choque de la forma un tanto hermética de vivir de los germanos con la espontánea familiaridad de los insuleños de Ibiza había impresionado a este muniqués sincero, que confesaba no haberse podido antes figurar que fuera posible adoptar ante el mundo entorno una actitud tal de apertura rayana en la fraternidad.


EL MEDITERRÁNEO Y EL ATRACTIVO DE LAS FORMAS

Es sorprendente pensar que fronteras relativamente cercanas delimiten modos de vida tan diferentes e incluso dispares. De ahí la fecundidad que implican, a la corta o a la larga, los movimientos de pueblos. A lo largo de la historia de Europa, múltiples entrecruzamientos de diversa índole han aportado, tras una fase de desconcierto inicial, días de gloria a la cultura.

Aparte de las conmociones bélicas y las invasiones, se fue imponiendo desde hace siglos, pese a la falta de medios adecuados de locomoción, la práctica de los viajes internacionales. Como es sabido, las corrientes fundamentales del pensamiento medieval van adscritas al desplazamiento de las gentes. De ahí el preponderante papel jugado por las razas más andariegas e inquietas. Las grandes universidades promovieron, asimismo, el intercambio cultural mediante la inserción de grandes figuras extranjeras en su claustro docente. Recordemos los frecuentes viajes a Paris del alemán Alberto Magno y el italiano Tomás de Aquino.

En los siglos XVII y XVIII, hombres inquietos se echaban a andar por los caminos de Europa atraídos por un ideal. Este ideal era preferentemente Italia. En casos, este viaje soñado, vivamente descrito en obras que conserva la Historia de la Literatura, dividió en dos la vida de estas figuras señeras. Händel, Mozart, Goethe, Byron... dejaron constancia del poder de atracción que ejerce la cultura de la vid y el olivo sobre el hombre nórdico. En pleno Romanticismo, Friedrich Hölderlin acudiría a Grecia, y los hermanos Schlegel a España.

¿Qué busca en el Sur este tipo de hombre bien formado, voluntarioso y tenaz? Indudablemente, no es sólo la liberación de las brumas nórdicas, ni la simple evasión veraniega. Por encima de esto, lo que el hombre del Norte busca en la claridad mediterránea es una actitud ante la vida, un êthos de equilibrio y serena visión.

Debido a múltiples factores, la cultura mediterránea es cultura de ágora, de plaza abierta a la luz y el diálogo. Tres de los fundadores del pensamiento occidental ‒Sócrates, Platón y Aristóteles‒ enseñaron al aire libre, y su doctrina es, en esencia, una comunicación. No por azar en la literatura mediterránea abunda la forma dialógica, pues el hombre del Sur piensa que a la verdad no se llega a solas, sino en el esfuerzo comunitario de la colaboración. De ahí que nuestras obras más representativas estén dictadas por una actitud de hermandad con el ser, no de retracción, y ostentan, frente a todo afán de evasión especulativa, una voluntad incondicional de penetración en las capas más hondas de lo real.

Por eso resulta equívoco contraponer ‒como sucede a menudo‒ la "profundidad nórdica" y la "superficial facilidad latina". Para movernos en este tema con cierta firmeza deberíamos precisar de antemano qué significa en rigor lo profundo, que no puede, a todas luces, identificarse con lo abstracto ni con lo meramente especulativo. ¿Es más profundo Durero que Velázquez, Beethoven que Miguel Ángel, Goethe que Cervantes? Evidentemente, no se trata aquí de condiciones opuestas, sino de características diferentes que muy bien podrían ser complementarias.

El hombre mediterráneo muestra una capacidad singular para acceder intuitivamente a las realidades humanas más profundas y dar expresión cabal y directa a tales intuiciones. Cuando se lee a Homero, Sófocles, Virgilio, Dante, Cervantes, Calderón, Tirso de Molina…, sorprende la aparente facilidad con que convierten en algo inmediato lo que late en las capas más hondas del ser. Fue Hölderlin ‒un germano enamorado de Grecia‒ quien acuñó la honda frase: «Wer das Tiefste gedacht liebt das Lebendigste», el que ha pensado lo más profundo ama lo más viviente. No puede haber escisión entre lo viviente y lo profundo, a menos que se interprete éste ilegítimamente como algo abstracto.

Wolfgang von Goethe y su conversión al clasicismo (1749-1842)

El Goethe impetuoso del movimiento Sturm und Drang, que había entonado un himno ferviente al estilo gótico de la catedral de Estrasburgo y había dejado en el Werther constancia dramática de su indecisa actitud entre el romanticismo abrupto que practicaba y el clasicismo sereno que añoraba, decide, a impulsos de su afán de belleza, emprender un viaje a Italia. Durante los años inmediatamente anteriores al mismo había temperado su explosiva actitud primera en la corte mesurada de Weimar, de la que fue consejero y ministro. La sombra benéfica de la señora de Stein actuó sobre el ímpetu del joven Goethe como una benéfica cura de "ifigenismo" o ecuanimidad. Sin embargo, sólo al contacto con cuanto significa Italia de encarnación y punto de encuentro del espíritu mediterráneo podrá decir Goethe que "la venda se le cayó de los ojos". Ortega y Gasset afirmó en una ocasión que el período de Weimar ‒con su academicismo cortesano‒ constituyó un freno excesivo en la carrera del primer Goethe, llamado por sus cualidades ‒clásicas y románticas, a la par‒ a crear la verdadera literatura alemana, que no era, como pudo parecer en principio, la del Sturm und Drang (tormenta e ímpetu), sino la del Sturm und Mass (tormenta y medida).

A propósito de esta observación orteguiana, indica Fernando Vela con perspicacia que tal vez lo genuinamente germánico sea esa nostalgia clasicista que tensó la obra toda de Goethe y orientó sus pasos hacia Italia. De hecho, este viaje –iniciado el 3 de septiembre de 1786- tuvo en principio caracteres de verdadera fuga, por cuanto Goethe debió liberarse de los mil lazos que lo retenían antes de salir en busca de reposo para su espíritu atormentado. El deseo de visitar Italia se había agudizado hasta extremos casi patológicos. El mismo Goethe escribirá desde Roma, el 1 de noviembre de 1786, esta confesión: "Sí, los últimos años llegó a ser esto una especie de enfermedad, de la cual sólo la visión y la presencia podía curarme: Al final ya no podía ver un libro latino o la reproducción de algún lugar italiano".

La lectura de su Viaje Italiano nos hace ver paso a paso cómo este espíritu, liberado del prosaismo de las oficinas de Weimar, fue desplegando plenamente su capacidad prodigiosa de asimilación. Desde las construcciones renacentistas de Vicenza, obra de Palladio, hasta los templos de Pestum y Grigenti en Sicilia, Goethe saturó su aguda sensibilidad con la riqueza expresiva del mejor clasicismo. Nada extraño que, en vez de 1os dos meses programados en principio, haya durado este viaje casi dos años: desde septiembre de 1786 a junio de 1788.

Este largo contacto con un país que sabe exponer a viva luz, bajo un cielo sin sombras, mundos insospechados de vida profundísima debía por fuerza significar un giro notable en la actividad intelectual de un hombre tan dotado como Goethe. Esta prolongada experiencia de una vida de serena apertura a la más alta belleza permitió descubrir a Goethe la superioridad de la verdadera intuición realista sobre la mera especulación y el sentimentalismo subjetivista y superficial.

Esta penetración en realidades hondamente expresivas y, como tales, profundas le descubrió el poder de la forma, entendida no como mera figura esquemática sino como principio entelequia1 de configuración interna de los seres. El clasicismo aparece, así, en su verdadero rostro, como vida contenida, tanto más bullente cuanto más precisa y lograda es la forma en que se expresa. Se comprende el cambio que destacan los historiadores entre el carácter fluyente y ambiguo de las primeras creaciones goethianas (Goetz von Berlichingen, Werther, el primer Fausto) y el equilibrio y robustez de las últimas obras (segunda parte del Fausto; Wilhelm Meister).

Con razón pudo afirmar uno de los editores del Viaje italiano que se trata de «un verdadero viaje formativo, en el más alto sentido del vocablo: formación no como amontonamiento de saber erudito, sino como desarrollo armónico de la personalidad. Fue una salida del aislamiento, del hundimiento en el propio yo; una apertura al mundo».

Esto explica la sorpresa de los contemporáneos de Goethe cuando éste, a su regreso, publica una obra antípoda del Werther: Ifigenia en Tauris, cuya figura principal ejerce sobre las demás, con su paradigmática ecuanimidad, un influjo semejante al que había ejercido sobre él durante el período de Weimar (1775-1796) la llamada segunda Carlota.

Este giro trascendental en la biografía de Goethe halla su expresión y condensación poética en la estructura de su obra más lograda y representativa: el Fausto. De ahí las dificultades de comprensión que presenta. La imagen del Goethe romántico a ultranza se interpone con excesiva fuerza entre el lector y esta obra abierta a mundos tan diversos como el nórdico y el mediterráneo. Fausto es el poema del hombre que lucha entre el afán de acoger la vida infinita en el cuenco de una reducida mano de hombre y la vieja máxima que, en el interior, nos invita a una actitud de mesura. «Renuncia; tienes que renunciar», susurra una y otra vez Mefistófeles al oído del inquieto Fausto, lanzado por él a la acción y al recurso del placer. Fausto acaba por rendirse al poder seductor de la acción incesante, que jamás cae en la debilidad de decir a la hora huidiza: « ¡Detente, tú que eres tan bella!».

Pero en la segunda parte, cuajada de simbolismo, Fausto sale en busca de Elena, símbolo de belleza serena, y consagra sus afanes a una acción útil: desecar un pantano pestilente. Es ahora, ante la utilidad de un sacrificio, cuando en su espíritu atormentado por el cambio de lo que inexorablemente no puede sino pasar se alza el deseo y la súplica de que la hora se detenga. La unión de Elena ‒poesía clásica‒ y Fausto ‒poesía alemana del período agitado del Sturm und Drang‒ tiene como fruto a Euphorion, la poesía nueva del Sturm und Mass (tormenta y medida). Tras la primera parte de búsqueda angustiada, implacable e irredenta, la segunda parte nos ofrece un horizonte de posible equilibrio y de paz. Entre ambas media un largo camino que tuvo en Roma su punto de inflexión.

El drama de este penoso peregrinar hacia las regiones de la luz lo expuso de modo inigualable uno de los mejores amigos y colaboradores de Goethe: el poeta y dramaturgo Friedrich Schiller.

«Si hubiéseis nacido griego o al menos italiano, vuestro camino se habría abreviado; desde el principio habríais visto y concebido los objetos en su forma más perfecta; pero, habiendo nacido alemán, con vuestro genio griego en medio de esta aurora boreal, no os quedaba otra alternativa que ser un artista del Norte o dar a vuestra imaginación, por un esfuerzo del pensamiento, lo que la realidad le había negado y engendrar desde vuestro propio fondo y por vía racional una nueva Grecia».

En el mejor Goethe se advierte una profunda nostalgia por el país del color: «Kennst du das Land wo die Citronen blüh'n?» (¿Conoces el país donde florece el limonero?)

Friedrich Hölderlin(1770-1843)

Tal vez ningún poeta haya encarnado de modo tan agudo como éste el drama típico de la poesía alemana, presa en el torbellino de una voluntad tempestuosa en lucha con un deseo imposible de perfección formal. Frente al caos que diluía a los hombres contemporáneos, que se le antojaban «trozos de un vaso roto», Hölderlin veía en Grecia el ideal de la unidad y la armonía. Esta tensión hacia el ideal la vivió con todo su ser, y con tal ansia quiso llevarlo a la práctica que lo arrastró a la locura. En nadie se cumplen mejor que en él las palabras de Friedrich Sieburg:

"Cuando el alemán está poseído por el ideal de la forma en tanto que valor supremo, una especie de demencia divina se apodera de él; entonces libra contra su propia y específica esencia una lucha furiosa, de la cual tenemos más de un ejemplo sublime. El ideal antiguo de la plenitud griega juega entonces un papel alucinante".

La obra más característica de Hölderlin: Hyperion, nos muestra a un griego moderno que, en alas de su nostalgia por la Grecia clásica, es llevado a la acción bélica, para acabar, desengañado, entregándose en brazos de la Naturaleza.

J. S. Bach (1685-1750), G. F. Haendel (1685-1759), W. A. Mozart (1756-1791)

La influencia recibida por estos tres colosos de parte italiana es claro indicio de la atracción profunda que ejerce el talante mediterráneo sobre el genio nórdico.

Todo buen melómano recuerda con dolor la ceguera del anciano Juan Sebastián Bach ‒el célebre Cantor de la iglesia de Santo Tomás de Leipzig‒ provocada por las noches consagradas a copiar, a la luz de la luna, las partituras de los conciertos del italiano Antonio Vivaldi. La emoción profunda, el ritmo ágil, la dicción nítida de esta música veneciana dieron al pesado estilo nórdico esa alada flexibilidad que sólo Bach supo conjugar con la más honda y minuciosa técnica contrapuntística.

Antes de llegar a Londres ‒centro de su definitiva consagración‒, Jorge Federico Händel pasó por la cátedra de Roma. Allí pudo conocer de cerca a los mayores representantes del arte musical italiano, tales como Archángelo Corelli, Alexandro Scarlatti y Domenico Scarlatti. Su duelo virtuosista con este último constituyó un acontecimiento resonante en la vida musical romana. Händel se alzó con el cetro absoluto en la ejecución del órgano, y Domenico Scarlatti en la del clavecín. Con mayor perfección que ningún otro, supo Händel asimilar la bella línea de los grandes oratorios italianos y asumir la lección de equilibrio que imparten entre la robustez arquitectónica y la elegante expresividad de lo cantabile. Sin duda alguna, la luminosidad del barroquismo händeliano se debe al viaje que en 1706 emprendió ilusionado al país de la luz.

Todavía muy joven, Wolfgang Amadeus Mozart realiza el suspirado viaje a Italia (1769-1771). Estudia con el famoso Padre Martini –a quien le unía gran amistad‒, cosecha éxitos apoteósicos con sus óperas al modo italiano y adquiere para su futuro estilo una elegancia y rapidez en el decir que harán de sus obras un modelo de galanura.

Johann Joaquim Winckelmann (1717-1768) y la estética moderna

Un capítulo decisivo en la Historia de la Estética es el constituido por las investigaciones arqueológicas realizadas en suelo italiano a partir del año 1500, y que culminaron en los famosos descubrimientos de Herculano y Pompeya a comienzos del siglo XVIII. El contacto directo con las obras maestras recién descubiertas permitió a mentes perspicaces, como Winckelmann, abrir nuevas rutas a la especulación estética. No puede hablar de arte ‒advirtió, indignado, este gran esteta‒ el que pasa fugazmente por esta tierra en que la belleza estableció su morada. Por diversas vías ‒no todas legítimas‒, estos tesoros fueron trasladados a otros países europeos, que sufrieron a su contacto la conmoción radical que provoca la presencia de la suma belleza.

Por lo que toca al momento actual, no deja de ser significativo que ciertos centros artísticos influyentes, como la abadía alemana de María Laach, no cultiven sino el estilo bizantino y el románico por una voluntad de esencialidad y penetración.

El fenómeno actual del turismo

Los progresos técnicos y la promoción social de los pueblos hicieron posible algo que está tomando dimensiones insospechadas: las vacaciones. Núcleos extensos de población amplían cada año su horizonte vital haciendo suyos durante unos días modos de vida sensiblemente distintos. Este intercambio puede provocar fenómenos adversos al progreso verdadero de los pueblos, tales como la pérdida de las costumbres, los usos autóctonos y las peculiaridades específicas de cada uno. El mutuo y frecuente contacto se constituye, a veces, en factor de nivelación, y ésta no engendra sino formas precarias de unidad, pues la verdadera unidad es fruto de una labor tenaz de integración que opera sobre cualidades irreductibles pero complementarias.

Esta labor integradora es posibilitada ampliamente por el intercambio turístico cuando las gentes que abandonan sus hogares no se mueven por un banal afán de constatar ideas preconcebidas sobre los pueblos visitados, sino con una generosa flexibilidad de espíritu que sabe abrirse a lo nuevo y reconocerlo como tal. En este caso, la superación de las fronteras nacionales puede significar la ruptura del apego aldeano a las propias posiciones, así como la adopción de una actitud arraigada pero abierta a algo que desborda los mezquinos intereses humanos, es decir, abierta a los grandes valores, de los cuales cada pueblo suele encarnar un aspecto bien cualificado.

Cuando el canciller Conrad Adenauer regresó a Bonn de su primer viaje oficial a los Estados Unidos, fue abordado ávidamente por los periodistas en el aeropuerto. Con su característico ritmo lento y su palabra precisa, el anciano estadista afirmó: «Si Adolfo Hitler hubiera realizado una gira de siete días por los Estados Unidos de América, jamás hubiese iniciado la guerra». A continuación, el entonces Ministro de Defensa Joseph Strauss manifestó a los periodistas que «para valorar a Norteamérica hay que cambiar de escala, pues la impresión primera que se recibe al visitarla es de anonadamiento». Conmueve pensar que unos días de viaje a través de un país excepcional hubieran podido evitar la mayor conmoción bélica que ha sufrido hasta el presente la humanidad. Conocer los países ajenos es presupuesto fundamental para amarlos y respetarlos.

Practicado con las debidas condiciones, el turismo es una forma de diálogo que incrementa en los hombres la capacidad de apertura, por una parte, y de acogimiento, por otra. El que se abre y el que acoge se hacen el obsequio mutuo de la confianza. Cuando ésta florece en fidelidad, los hombres dan un paso de gigante hacia la madurez. No en vano todas las grandes culturas han situado la hospitalidad en el ápice de las virtudes humana.
| Alfonso López Quintás
| 09/12/2016