Método tercero

b[Formas de belleza características de los cuatro niveles positivos. (Continuación)]b

Redactado por Alfonso López Quintás el 28/07/2023 a las 13:08

Estamos sumergidos en la descripción del modo de belleza que esmalta el nivel 1, el de las realidades infrapersonales. Y, de pronto, algunos científicos alzan la vista y nos instan a subir de golpe al nivel 4, el de las realidades religiosas.


El orden del universo nos eleva al nivel 4

La ciencia moderna, instaurada por Galileo y Newton, salió decidida en busca de las leyes que rigen el orden del universo. Advertir que el mundo no es caótico, procede con orden y mantiene su estabilidad durante siglos inspira a los investigadores un sentimiento de «profunda reverencia y de humildad mental frente a la grandeza de la razón encarnada en la existencia».

«Ahora bien ‒advierte Albert Einstein‒, esta actitud, a mi modo ver, es una actitud religiosa en el más alto sentido de la palabra», pues «justamente los hombres a quienes la ciencia debe sus logros más significativamente creativos fueron individuos impregnados de la convicción auténticamente religiosa de que este universo es algo perfecto y susceptible de ser conocido por medio del esfuerzo humano de comprensión racional. De no haber estado dotada esta convicción de una fuerte carga emocional, y de no haber estado inspirados en su búsqueda por el amor dei intellectualis de Spinoza, difícilmente habrían podido dedicarse a su tarea con esa infatigable devoción, única que permite al hombre llegar a las más encumbradas metas» (1).
En esta línea, Max Planck ‒fundador de la mecánica cuántica‒ advierte que el gran Johannes Kepler mantuvo su investigación científica a través de mil avatares gracias a su «fe profunda en la existencia de un plan definido detrás de la creación entera» (2). Esta idea la expuso también Werner Heisenberg de forma muy bella en varios pasajes de sus obras (3).

Análisis de la belleza en el mundo infrapersonal.


Al analizar los seres vivos, nos sorprende descubrir el vínculo que existe entre la perfección funcional y la belleza. Un panal de miel, una tela de araña, una concha marina, la trama membranosa de una hoja, una gacela de Grant... cumplen de modo perfecto su función específica y muestran una belleza extraordinaria. Para realizar adecuadamente una función orgánica debe haber unidad de las partes con el todo, proporción de las partes entre sí, medida o mesura de las mismas: justo las condiciones de la belleza, según la Estética griega.
Desde la constitución misma de la materia, las leyes matemáticas rigen la formación y el crecimiento de toda realidad. Las matemáticas crean estructuras perfectamente ordenadas. Todo cuanto se configure conforme a estructuras matemáticas es bello de raíz. En un retoño de bambú, los intervalos entre cada dos pisos sucesivos disminuyen a medida que la estructura del mismo se hace mayor. Eso mismo sucede en la torre de San Fermín de Pamplona. El crecimiento se ajusta a la serie numérica 2:3, 3:5, 5:8, 8:13, 13:21..., que se halla en relación con la famosa «sección áurea» o «número de oro», según la cual la parte pequeña es a la grande como ésta es a la suma de las dos. Aquí se observa cómo el arte imita a la naturaleza en su forma espontánea de crear belleza (4).

La observación de la naturaleza nos permite descubrir una y otra vez cómo se unen estrechamente la configuración de las realidades, la ordenación perfecta de sus diversas partes y el logro de formas bellas.
Andreas Feininger ‒arquitecto norteamericano, colaborador del gran Le Corbusier‒ advierte:

«Si las cosas de la Naturaleza son hermosas, su belleza no es superficial, sino que es la forma resultante de un fin determinado. Por lo general, la naturaleza es práctica, mucho más que el hombre. Sus formas son formas funcionales derivadas de la necesidad. Y, precisamente porque ‒en el mejor sentido de la palabra‒ son funcionales, esas formas son bellas» (5).

Aquí se contrapone la superficialidad a la funcionalidad, que aparece constitutivamente hermanada con la hermosura. De este modo, la belleza queda vinculada a la hondura de lo vital, y se alumbra así una clave para descubrir el secreto del que nos habla el libro abierto de la Naturaleza que Feininger nos muestra. Pues de lo que se trata, en definitiva, es de averiguar si la belleza es algo a flor de piel que sólo captan los sentidos, o bien algo recóndito que aparece en misteriosa proximidad con el origen mismo de los seres.

En la línea de la segunda alternativa se mueve la tendencia a vincular la belleza con el orden impreso por el Creador a los seres del universo. Suele considerarse bello cuanto está rectamente ordenado por albergar en sí las tres cualidades clásicas: integridad, proporción y claridad (6). Quien posea las condiciones de sensibilidad necesarias no puede menos de sentir una peculiar emoción ante la belleza de realidades como el Partenón, una figura geométrica perfecta, una sonata de Haydn, un aparato de relojería, una fórmula algebraica. De ahí que no tenga sentido, por ejemplo, pretender minusvalorar las obras musicales de Juan Sebastián Bach tachándolas de «matemáticas». Cultivan el orden, y lo hacen con una capacidad creativa admirable.

El orden y la emoción estética

Pero ¿a qué se debe que el orden despierte emoción estética? De antiguo se piensa que el orden irradia una singular luminosidad. El gran poeta latino Horacio habla en su Ars poética del «lucidus ordo» ‒el orden luminoso‒, y son muchos los filósofos que definen la belleza como «splendor ordinis» (esplendor del orden). Mas lo urgente hoy día es clarificar estas nociones, para descubrir el sentido último y radical de la específica «claritas» ‒o luminosidad‒ de la belleza. Los latinos denominaban clarissimus al hombre en verdad sobresaliente, que todavía hoy recibe el nombre de preclaro. La claridad no es aquí una calificación meramente sensible sino intelectual, y alude a la excelencia de las realidades contempladas.

Al hablar aquí de orden, no nos movemos en el plano de las realidades accesibles de modo inmediato-directo a los sentidos, sino en el nivel de las realidades sensibles que son objeto de una intuición inmediata-indirecta. Inmediata, porque desde el primer momento captamos la realidad sensible en su conjunto. Si encuentro a Juan, lo veo a todo él, pero no a él todo, en todas sus vertientes e implicaciones. Indirecta, por cuanto lo veo en su figura sensible, no a través de ella (7).

Lo decisivo es la corriente de energía interna que otorga unidad y vida al conjunto de la realidad contemplada. Se trata evidentemente de algo real y fuente de realidad, pero inasible con los meros sentidos y, por tanto, profundo, por darse en un plano superior al fluir puntual de las impresiones sensoriales. Más que de splendor ordinis ‒resplandor del orden‒, procedería hablar aquí de splendor veritatis ‒resplandor de la verdad‒, entendiendo por verdad la autorrevelación de los seres ‒plenamente logrados‒ en su vertiente sensible-expresiva.

Lo expresivo es bello por ser revelación de lo profundo ‒lo que configura interiormente cada realidad‒, y la belleza es el halo de luz que orla a la vida en su proceso genético de constitución expresiva. No es bello el cuerpo escuálido de un niño enfermo, pero el cuadro de Joaquín Sorolla que revela el drama de esta dolencia y la bondad de quien lo mitiga irradia una luz de humanidad que se traduce en honda belleza.

Visto todo ello de forma sinóptica, advertimos que la belleza, la expresividad y la profundidad aparecen estrechamente ligadas con un aura de misterio, que no es sino el enigma eterno de la vida.

Este poder de generar belleza que muestra el principio ordenador que configura interiormente las realidades a modo de Gestalt (8) explica la relación que media entre las figuras geométricas elaboradas por la mente humana y ciertas obras de arte eminentes. A primera vista, el monasterio de San Lorenzo del Escorial ‒esa «gran fábrica», en expresión de su mejor cronista, el P. Sigüenza‒ parece algo estático, adusto y frío. Suele decirse precipitadamente que refleja, así, el carácter de su fundador y principal valedor, el Rey Felipe II. Si lo vemos, con mirada profunda, desde la interpretación dinámica de la figura cúbica que expuso el segundo arquitecto, Juan de Herrera ‒en su obra Elogio de la figura cúbica‒, este monumento se convierte en un referente de emoción estética, intelectual e, incluso, religiosa (9).

Un modo singular de orden y ordenación o configuración fue conseguido durante siglos mediante la aplicación de la «sección áurea» o «número de oro». Su fecundidad es impresionante. Baste citar el admirable logro de la ingeniería española del siglo XVIII que es el arsenal de El Ferrol, actualmente denominado Navantia. En él se aúna la más eficaz funcionalidad con la más alta belleza, y se nos presenta lo más ordenado como lo más bello. Es el fruto de una doble transfiguración: el espacio fue transfigurado por la fuerza configuradora de dicha proporción, y las personas que lo diseñaron y las que ahora lo contemplan tuvieron que poner en juego, respectivamente, su capacidad matemática y su sentido estético. Con razón advirtió N. Berdiaeff que la belleza es siempre transfiguración:

«Cuando se pregunta en libros sobre estética si la belleza es objetiva o subjetiva, se plantea la cuestión de modo completamente equivocado (…), ya que la belleza, incluso cuando se la contempla sencillamente, requiere la actividad creadora del sujeto. La belleza no es objetividad, es siempre transfiguración» (10).

De modo afín, Henri Focillon advierte que «la forma no sólo está encarnada, es siempre encarnación» (11).
En nuestros días, un eminente físico y singular humanista como fue Werner Heisenberg supo captar lúcidamente la relación entre la belleza, la unidad, el orden, la armonía, las interrelaciones expresables en fórmulas matemáticas, la importancia de lo bello en la búsqueda de la verdad…

«En el momento en que el hombre descubre las ideas exactas ‒escribe‒, se produce en el alma de quien las ve un proceso indescriptible de extraordinaria intensidad. Estamos ante el sorprendente estremecimiento del que nos habla Platón en el Fedro: el alma recuerda algo que ha poseído desde siempre sin darse cuenta. Kepler dice: geometría est archetypus pulchritudinis mundi, “las matemáticas ‒podríamos traducir, generalizando‒ son el prototipo de la belleza del mundo”. En la física atómica este proceso ha tenido lugar hace más de cincuenta años, y con premisas nuevas ha conseguido volver de nuevo al estadio de bella armonía, perdido durante un cuarto de siglo» (12).

Feininger plantea la cuestión de si las formas son algo superficial o algo profundo, muy significativo. Subraya que lo importante es su poder configurador, al modo de Gestalten. Una forma no es un mero espectáculo superficial, sino un principio de vida, y, por tanto, de figura, y, por ambas razones, de belleza.

NOTAS
(1) Cf. Heisenberg y otros: Cuestiones cuánticas (Kairos, Barcelona 1987) p. 170.
(2) Cf. o. c., p. 212.
(3) Cf. Más allá de la física (BAC, Madrid 1974) p. 240.
(4) Exactamente, la "sección áurea" (o "número de oro") viene dada por esta proporción Vn: (5+1)/2 = 1: (V5-1)/2, que equivale a 0,618:0,382. Cf. W. Tatarkiewicz: History of Aesthetics (Mouton, La Haya 1970) p. 72, y Araceli Casans y de Arteaga: El número de oro, Akrón, Madrid 2009.
(5) Cf. Anatomía de la naturaleza (Jano, Barcelona 1962) p. IX.
(6) Véase la Suma teológica de Tomás de Aquino I, q. 39, a. 8.
(7) Sobre estos temas de carácter metodológico ‒indispensables en una Antropología filosófica que quiera ser rigurosa‒ pueden verse amplios análisis en mi Metodología de lo suprasensible, Editorial Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2015, 2ª ed., sobre todo el capítulo IV: «Lo profundo y lo inmediato».
(8) En la generación de belleza juegan un papel decisivo los conceptos de orden, de figura y de forma. Todos ellos han de ser entendidos como un principio de configuración o con-formación de la realidad, no sólo como una figura externa, ofrecida superficialmente a los sentidos. Aluden ‒como el concepto alemán de Gestalt‒ al principio interno de configuración de los seres, tanto los culturales como los vivos. Estamos ante una Gestalt cuando una entidad ensambla diversos elementos en virtud de una forma interior que los articula y vivifica, y ostenta, así, una figura externa que la distingue de otras realidades. Una melodía musical consta de notas diversas. El intérprete las percibe todas, pero no aisladas, sino formando parte de un conjunto dotado de sentido. Este conjunto es una Gestalt. Una sonrisa está formada por varios músculos faciales, dispuestos de un modo especial, pero no se reduce a la suma de los mismos. Es la expresión propia del conjunto que forman y la figura que componen. Una exposición más amplia se halla en mi "Estudio Introductorio" a la Ética de Romano Guardini, publicada en la BAC, Madrid 1993, XLIII‒XLVI.
(9) Esta obra fue reeditada por la Editora Nacional (Madrid) en 1976 con el título Tratado del Cuerpo Cúbico, escrito conforme a los principios y opiniones del «Arte» de Raimundo Lulio. En mi obra El enigma de la belleza (Desclée de Brouwer, Bilbao 2016) pp. 263-274, ofrezco una amplia recensión ‒con numerosos textos‒ de esta obra.
(10) Cf. «Dialectique existentielle du divin et de l´humain», apud K. T. Gallagher: La filosofía de Gabriel Marcel (Razón y Fe, Madrid 1968) p. 164. Versión original: Existentielle Dialektik des Göttlichen und Menschlichen (Múnich 1951).
(11) Cf. La vie des formes (Alcan, Paris 1927) p. 52.
(12) Más allá de la física, o. c., p. 248.
| Alfonso López Quintás
| 28/07/2023