Bitácora

Babel: nada es intrascendente en la acción humana

Redactado por Alicia Montesdeoca el Viernes, 2 de Febrero 2007 a las 11:20



| Viernes, 2 de Febrero 2007

Duras han sido las imágenes del comienzo del año, las imágenes que muestran la realidad que ya se ha “cotidianizado”, y las que nos sobrecogen por lo inesperadas. El año empieza con una constatación: ninguna acción humana queda circunscrita a los límites del entorno en que se realiza. Cualquier acción, o intención de acción, crea un campo de influencia, más allá de las fronteras previstas, que pone en marcha el surgimiento de una nueva realidad, o cambios en la ya existente. Para apoyar esta impresión, el cine, una vez más, nos convoca a que reconozcamos este principio, en una historia de ficción que se desarrolla en medio del mundo de hoy.

Nos referimos a la película Babel, del director Alejandro González Iñárritu. Aunque sobre esta película se pueden hacer diferentes lecturas, yo voy a exponer aquella que está en línea con el momento de mis reflexiones, sin pretender que mi perspectiva sea, también, la de otros espectadores.

La película desarrolla tres historias bien definidas cuyas circunstancias están entrelazadas por cordones invisibles para sus protagonistas, por lo que resulta, en realidad, una única historia. Vivida la proyección desde la butaca, la evidencia de esos vínculos invisibles me llevó a calibrar la importancia real de la reflexión sobre los sucesos (“fantásticos”) que se narran. A través de ella aprecio el nivel de inconsciencia con el que vivimos nuestra propia cotidianidad.

El guión cinematográfico me provocó dos preguntas: ¿será necesaria esa inconsciencia para mantener las cosas tal como están? pero ¿acaso no hemos llegado al nivel crítico para que cambie las conciencias?

El centro de las historias es el de la pérdida ocasional que provoca un giro copernicano en las vidas de los protagonistas: la pérdida del hijo, que marca el momento de la pareja americana; la pérdida de la madre que define el comportamiento de la adolescente japonesa, o las pérdidas de los que viven en los límites de la subsistencia y que dan el cierre a la gran historia.

Tal como le sucede al pastor adolescente, cuyas circunstancias le llevan a perder prematuramente su vida, y lo que le acontece a la mujer mexicana: al final tiene que renunciar a todo lo que logró asegurar para su economía, gracias al trabajo clandestino de 16 años, el cual pierde a raíz de ser descubierta su estancia ilegal en un país extranjero.

Oportunidad de la trama

La trama es una oportunidad que pone de manifiesto muchas facetas humanas, al enfrentar a un grupo de ciudadanos del mundo desarrollado a hechos no previstos y que escapan a su control. Este grupo, aparentemente homogéneo por sus orígenes culturales y económicos, se ve envuelto en circunstancias extremas cuando lo que pretendían era hacer un viaje por placer en busca de lo exótico y lo desconocido de un “lugar lejano”. Una experiencia que cada uno pretende vivir desde detrás de los cristales de un autobús para turistas, protegido por los iguales y por las comodidades contratadas que incluyen, por supuesto, el aire acondicionado.

El desarrollo de los acontecimientos pronto pone de manifiesto lo que las formas educadas no dejaban emerger. Primero, la incomunicación entre los mundos humanos (los internos y los externos): la incomunicación con el mundo de los sentimientos y de las emociones (reflejados en la pareja americana); la incomunicación generacional entre padres e hijos (de la familia japonesa); la incomunicación entre las diferentes culturas que se entrecruzan sin apenas penetrarse (representados por los americanos, los musulmanes, los mexicanos y, los japoneses).

En segundo lugar, la desconfianza hacia el otro y el desinterés por el otro: ambos puestos en evidencia en las manifestaciones de los prejuicios y los miedos; en no ver más allá de las “circunstancias personales” que son prioritarias en cualquiera de las condiciones.

El film pone dramáticamente en evidencia la pérdida de capacidad de adaptación instintiva del ciudadano “civilizado” para afrontar los problemas, cuando estos se disparan en un medio desconocido, extraño u hostil. Nos referimos a aquella capacidad que tiene toda especie para encontrar salidas y sobrevivir.

En el caso humano, es el instinto de supervivencia de una especie inteligente, cuya actuación, ante los retos, comienza por saber aceptar lo que es, valorar la fuerza y el respaldo que recibe del grupo, tratando de superar con dignidad las dificultades del existir en un medio imprevisible.

A pesar de nuestro intento por olvidar que pertenecemos a una comunidad y que dependemos de los otros, a los seres humanos nos unifican nuestros dramas y nos acerca el dolor compartido, renovando con nuestras fuerzas. Por el contrario, la debilidad nos viene al establecer distancias en el afán por defender el tener sin pensar si a otros ese afán le supone el carecer. También nos debilita el hacer nuestro aquellos conflictos de intereses (económicos, políticos, etc.), extraños al discurrir de la convivencia vital, cuando artificialmente se manipulan y se anteponen a lo esencial.

Porque una cultura del individualismo extremo, lleva a la desaparición de una sociedad y de la propia cultura. Porque una cultura así muestra la pérdida de sentido de lo real. Una pérdida de sentido que se pone de manifiesto cuando desaparece el sentimiento de pertenecer a un grupo, a una sociedad y a una especie. Cuando se entiende el sobrevivir como algo individual (al grito de sálvese el que pueda), porque se ha despreciado el valor trascendente que tiene la capacidad de empatía y de solidaridad hacia los demás.

El individualismo, estado extremo de nuestros miedos, nos incapacita para vivir. Para vivir, si es preciso, al raso (entre el cielo y la tierra) y sin los medios artificiales que el desarrollo nos ha propiciado. Con el individualismo terminamos por sólo echar de menos el “aire acondicionado”.
Alicia Montesdeoca