Estamos comprendiendo lo que hasta ahora el mundo ha sido: el poderoso se encumbró, sostenido por la ambición desmedida y por la apropiación de todos los recursos básicos para una buena vida. Para lograrlo, sometió a la humillación a los que fueron despojados y a todos los que se les ha impedido acceder a las posibilidades que la naturaleza ofrece, con suma generosidad, para a todos y para el desarrollo de una buena vida.
Hoy, esos poderosos que se situaron en la cúspide del poder de esta manera y con todos los privilegios posibles, no representan ya un modelo a seguir. Lo que hasta ahora significaban las jerarquías económicas, sociales, religiosas y políticas, con sus valores absolutos, aquellos que han condicionado la evolución de las sociedades, están en entredicho a la vista de las quiebras que pone de manifiesto la compleja crisis que atravesamos.
El quebranto de la cultura moderna, con su idea de progreso permanente, está ayudando a desenmascarar la falsa luz que les iluminaba. Una pretendida luz que venía de un egocentrismo que establecía privilegios y derechos, para unos pocos, en nombre de un dios todopoderoso, al que, por lo visto aquellos representaban.
Una entidad que ponía en sus arbitrarias manos la capacidad para manipular todos los recursos existentes, los cuales poseían y acaparaban negándose a reconocer la propia naturaleza de los recursos y su fin colectivo. Al final, todos ellos acabaron creyendo que los bienes comunes y sus privilegios eran de su propiedad por méritos propios, o por derechos heredados, lo que les facultaba a despilfarrarlos sin mirar las consecuencias de lo que hacían.
La lección, parece ser, es que no se eleva nadie para siempre, si su forma de hacerlo es generando injusticias y produciendo dolor. De esta manera vemos cómo la explotación y la destrucción de los recursos va arrastrando a los acaparadores hacia una caída que no ha hecho más que empezar.
Sus imágenes se deterioran cada vez más; sus palabras ya suenan a huecas, no tienen el crédito social del que gozaban y su modelo ha arrastrado, asímismo, a los que, confusos, se han arrimado a sus sombras con el ansia de compartir poder.
Ahora, sorprendidos y noqueados, los unos y los otros, se ven llevados a los tribunales de justicia, desenmascarados ante sus propios seguidores y, detrás de ellos, el modelo de sociedad que programaban a los cuatro vientos se derrumba. Sus miradas expresan desconcierto, están vacías de contenido, no entienden lo que les sucede ni por qué se ven ahora en esas circunstancias. Creían tanto en su capacidad para manipular la realidad desde sus pequeños intereses y visiones que ahora no saben qué pensar, ni por qué su dios les ha abandonado. Llegan a decir que: si hubiese sabido que lo que hacía no era correcto (es decir, les traería estas consecuencias) no hubiera actuado de esta manera.
Triste es la forma en la que los seres humanos vamos aprendiendo a reconocer las leyes que sí rigen el universo; poco a poco se ponen de manifiesto las consecuencias de la ignorancia y de nuestras acciones impregnadas de ella. De pronto nos sorprendemos con que hay que pagar un precio demasiado alto y descubrimos que no hay acción alguna que sea intrascendente… Ahora toca asumir que era alta la ley que nos habíamos saltado.
A partir de la evaluación de nuestras acciones y de sus consecuencias (bases de cualquier aprendizaje) concluimos que: sólo aquellos actos que están basados en el conocimiento y el respeto a las leyes de la evolución, que a todo afecta, -a toda la vida, a todas las cosas, a todo lo que materializamos y a todo lo que alienta dentro de nosotros- permiten que el dolor, la enfermedad y la muerte desaparezcan de la experiencia humana, factores que hasta ahora eran considerados designios del destino y no consecuencias del estadio evolutivo en el que nos encontramos.
Hoy, esos poderosos que se situaron en la cúspide del poder de esta manera y con todos los privilegios posibles, no representan ya un modelo a seguir. Lo que hasta ahora significaban las jerarquías económicas, sociales, religiosas y políticas, con sus valores absolutos, aquellos que han condicionado la evolución de las sociedades, están en entredicho a la vista de las quiebras que pone de manifiesto la compleja crisis que atravesamos.
El quebranto de la cultura moderna, con su idea de progreso permanente, está ayudando a desenmascarar la falsa luz que les iluminaba. Una pretendida luz que venía de un egocentrismo que establecía privilegios y derechos, para unos pocos, en nombre de un dios todopoderoso, al que, por lo visto aquellos representaban.
Una entidad que ponía en sus arbitrarias manos la capacidad para manipular todos los recursos existentes, los cuales poseían y acaparaban negándose a reconocer la propia naturaleza de los recursos y su fin colectivo. Al final, todos ellos acabaron creyendo que los bienes comunes y sus privilegios eran de su propiedad por méritos propios, o por derechos heredados, lo que les facultaba a despilfarrarlos sin mirar las consecuencias de lo que hacían.
La lección, parece ser, es que no se eleva nadie para siempre, si su forma de hacerlo es generando injusticias y produciendo dolor. De esta manera vemos cómo la explotación y la destrucción de los recursos va arrastrando a los acaparadores hacia una caída que no ha hecho más que empezar.
Sus imágenes se deterioran cada vez más; sus palabras ya suenan a huecas, no tienen el crédito social del que gozaban y su modelo ha arrastrado, asímismo, a los que, confusos, se han arrimado a sus sombras con el ansia de compartir poder.
Ahora, sorprendidos y noqueados, los unos y los otros, se ven llevados a los tribunales de justicia, desenmascarados ante sus propios seguidores y, detrás de ellos, el modelo de sociedad que programaban a los cuatro vientos se derrumba. Sus miradas expresan desconcierto, están vacías de contenido, no entienden lo que les sucede ni por qué se ven ahora en esas circunstancias. Creían tanto en su capacidad para manipular la realidad desde sus pequeños intereses y visiones que ahora no saben qué pensar, ni por qué su dios les ha abandonado. Llegan a decir que: si hubiese sabido que lo que hacía no era correcto (es decir, les traería estas consecuencias) no hubiera actuado de esta manera.
Triste es la forma en la que los seres humanos vamos aprendiendo a reconocer las leyes que sí rigen el universo; poco a poco se ponen de manifiesto las consecuencias de la ignorancia y de nuestras acciones impregnadas de ella. De pronto nos sorprendemos con que hay que pagar un precio demasiado alto y descubrimos que no hay acción alguna que sea intrascendente… Ahora toca asumir que era alta la ley que nos habíamos saltado.
A partir de la evaluación de nuestras acciones y de sus consecuencias (bases de cualquier aprendizaje) concluimos que: sólo aquellos actos que están basados en el conocimiento y el respeto a las leyes de la evolución, que a todo afecta, -a toda la vida, a todas las cosas, a todo lo que materializamos y a todo lo que alienta dentro de nosotros- permiten que el dolor, la enfermedad y la muerte desaparezcan de la experiencia humana, factores que hasta ahora eran considerados designios del destino y no consecuencias del estadio evolutivo en el que nos encontramos.