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Cuaderno de Bitácora
En una tertulia radiofónica reciente, varios escritores afirmaron, con la contundencia del que dice algo obvio, que tiene más interés discutir, en los foros comunitarios, cuestiones económicas perentorias que “ciertas cuestiones teóricas que a nadie interesan, por ejemplo la necesidad de aludir a las raíces cristianas de Europa en la futura Constitución de la Unión Europea”. Si se analiza este tema con cuidado, se descubre que no es una cuestión meramente teórica, sino eminentemente práctica, ya que tiene una incidencia decisiva en la cultura europea.
Es ineludible tratar con hondura esta cuestión, pues sólo entonces veremos que reconocer en el Preámbulo de dicha Constitución el papel decisivo jugado por el cristianismo en la configuración del espíritu y las instituciones de Europa tiene un alcance muy superior al mero reconocimiento de un dato histórico sólo vigente en el pasado. Sabemos por la actual Filosofía de la Historia que pertenece a nuestra condición de seres humanos vivir históricamente, y esto no se reduce a llevar una existencia decurrente, circunstancia que también afecta a los animales. Vivir históricamente significa que los hombres de cada generación asumen las posibilidades creativas que les han trasmitido las generaciones anteriores, crean nuevas posibilidades y se las transmiten a las generaciones más jóvenes. Como sabemos, transmitir se dice en latín tradere, de donde procede tradición. Para abrirnos al futuro, debemos estar fecundamente vinculados a la tradición, es decir, al pasado histórico, visto rigurosamente, no como lo ya sido, sino como aquello que sigue ofreciéndonos posibilidades para vivir creativamente. Hoy, los hispanos no podemos hablar sin estar conectados vivamente a los griegos, los latinos y los árabes, que nos transmiten su sabiduría a través de sus lenguas. Dices “entusiasmo”, y estás participando de la teoría griega del ascenso a lo divino, que para los griegos significaba lo perfecto. Un cúmulo de sabiduría nos viene dado en esa palabra, considerada en todo su alcance. Aceptar activamente el pasado histórico no es fruto de una nostalgia romántica, de un afán de conservar el legado de nuestros mayores. Es una medida indispensable para ser creativos en el presente. Desde que San Pablo dio el salto de Asia a Europa, en su primer viaje a Grecia, la fe cristiana abrió a los europeos horizontes nuevos que decidieron su orientación cultural y espiritual. Por ejemplo, les inspiró un concepto claro, preciso y vivo, de la trascendencia, o, más exactamente, del Ser Supremo que trasciende todo lo creado y no presenta un carácter abstracto y difuso sino concreto, incluso personal. Este concepto de trascendencia dio lugar a un nuevo canon en estética y en ética, y determinó el sentido profundo de la vida religiosa. La idea de trascendencia, unida a la de infinitud, enriqueció la experiencia estética con el concepto de lo sublime, ajeno al mundo griego, atenido al canon de la proporción y la medida o mesura. El criterio de bondad ética ya no viene dado por el justo medio, sino por la perfección absoluta del Ser Infinito, considerada por el Señor como la medida de nuestra conducta: “¡Sed perfectos –dijo Jesús- como vuestro Padre celestial es perfecto!” De una forma o de otra, este nuevo horizonte abierto al hombre determinó la marcha de todas las vertientes culturales, entendiendo la cultura como el fruto de la relación creativa del ser humano con la realidad circundante. El arte europeo no se entiende sin el influjo del Cristianismo, no sólo en cuanto a sus temas sino sobre todo en cuanto a su espíritu. Es sintomático lo que sucedió en el albor mismo de la arquitectura sacra, cuando los cristianos de Roma asumieron como base de la construcción de sus iglesias, no el Panteón romano –de planta circular y espíritu estático–, sino los salones nobles llamados basílicas, y los transformaron de modo que prevaleciera la directriz horizontal, que orienta la vista de los creyentes hacia el altar del sacrificio y les hace vivir dinámicamente su espíritu de peregrinos que marchan hacia la verdadera patria. La música europea nace con el canto gregoriano, que recoge la técnica musical griega de los ocho modos y la pone al servicio de una mentalidad trascendente, heredada de la sinagoga hebrea y cultivada fervorosamente en el monacato cristiano. Del gregoriano se deriva el canto trovadoresco y la polifonía sacra, que –unida a otros elementos culturales– contribuirá decisivamente a la formación del estilo barroco, el clasicismo vienés, el romanticismo... Estudiemos las últimas raíces de las obras cumbre de Schütz, Bach, Beethoven, Mozart y Wagner, y veremos latiendo en ellas el espíritu cristiano. Se dice que el Don Giovanni mozartiano es la ópera más perfecta de todos los tiempos. Ciertamente, se da en ella una integración inigualable de fondo y forma. Pero la raíz última de su genialidad, lo que la torna sobrecogedora se da en su escena final cuando entran en confrontación los tres niveles de realidad y de conducta: el nivel de la entrega a las sensaciones placenteras (representado por Don Juan), el nivel ético de la creación de vínculos personales comprometidos y el nivel religioso del respeto incondicional al Ser Supremo (ambos encarnados en la figura de Don Gonzalo, el Comendador). Sin la versión profunda al Ser trascendente, esa escena cumbre perdería ese punto de grandeza que la eleva al plano de lo excepcional. Los grandes monumentos literarios europeos nacieron en un clima abierto activamente al horizonte sobrenatural. No podemos entender a fondo esas cimas literarias que son La divina comedia del Dante, El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, El Quijote de Cervantes, el Fausto de Goethe, Los hermanos Karamazof de Dostoievski sin la orientación de las gentes hacia un mundo superior, trascendente y cercano al mismo tiempo, tal como se nos revela en la figura del Verbo Encarnado. Incluso la gran ciencia cultivada por Europa con éxito espectacular se hizo posible, en buena medida, gracias a la idea que nos transmitió el Cristianismo –bien apoyado aquí en la tradición judaica– de que el mundo fue creado por un Dios personal trascendente, una Inteligencia Suprema que lo modeló conforme a leyes y lo dotó de una admirable racionalidad. El mundo finito está muy vinculado a su Creador pero es distinto de él; merece inmenso respeto pero no es algo sacro que resulte profanado si lo sometemos a algún tipo de análisis o experimentación. Más bien, el hombre tiene el encargo del Creador de poblar el mundo y dominarlo, es decir, convertirlo en un lugar de habitación y encuentro. El hombre, en consecuencia, se distancia del mundo para conocerlo y perfeccionarlo, no para alejarse de él y destruirlo. El conocimiento de las leyes del universo viene posibilitado en principio por la creencia de que el mundo fue creado de forma ordenada, sometida a leyes, y por eso expresable en lenguaje matemático. Lo indica el gran científico y humanista Albert Einstein en este sugestivo párrafo: «Aunque es cierto que los resultados científicos son enteramente independientes de cualquier tipo de consideraciones morales o religiosas, también es cierto que justamente aquellos hombres a quienes la ciencia debe sus logros más significativamente creativos fueron individuos impregnados de la convicción auténticamente religiosa de que este universo es algo perfecto y susceptible de ser conocido por medio del esfuerzo humano de comprensión racional. (...) De no haber estado inspirados en su búsqueda por el amor dei intellectualis de Spinoza, difícilmente hubieran podido dedicarse a su tarea con esa infatigable devoción, la única que permite al hombre llegar a las más encumbradas metas» (1). Obviamente, quien mantuvo viva en Europa esa conciencia lúcida del carácter finito-creatural del universo fue el Cristianismo. Basta recordar la figura señera de Kepler. Descubrir ese nexo profundo del Cristianismo y la historia del proceso de constitución del espíritu europeo requiere una voluntad firme de penetrar en los estratos donde se fraguan las grandes corrientes culturales. Por eso resulta penoso que el Presidente de la Comisión encargada de redactar la Constitución de la Unión Europea sólo cite como fuentes de nuestra cultura a Grecia, Roma y la Ilustración. Deja de lado nada menos que toda la Patrística y la Edad Media, a quienes debemos –entre otros muchos dones– la transmisión viva y creadora de la mejor cultura grecolatina y árabe. Suele decirse que Descartes es el padre de la modernidad. Pero el auténtico Descartes no puede ser entendido sin conocer a fondo la Edad Media y el nexo de la razón humana con la trascendencia divina. Recuérdese su obra básica: Meditationes de prima philosophia. De ese Descartes abierto a la trascendencia religiosa dependerá después el mejor Fichte y otros eximios pensadores europeos. Cuanto más se estudia el pensamiento europeo, más claramente se advierte que es suicida prescindir del pensamiento cristiano. Lo que procede hoy día no es olvidar ese pensamiento, sino purificarlo de malentendidos, incrementarlo hasta desarrollar todas sus virtualidades. No acabamos de lamentar las desventuras que provocó en Europa el hecho de que algunas figuras determinantes de su destino hayan tenido una idea precaria de lo que es y significa la vida religiosa cristiana. Basta pensar en Hegel y Marx. Un rumbo bien distinto hubiera tomado Europa si esas mentes privilegiadas hubieran dispuesto de un conocimiento aquilatado del Cristianismo. La renovación de Europa habrá de venir por vía de ahondamiento en sus raíces cristianas, no a través de un ataque a las mismas. Es hora de movilizar la inteligencia y purificar la voluntad para ver y reconocer esto con la debida lucidez y decisión. Resulta, por ello, difícilmente creíble que ciertos grupos sigan empeñándose en privar a los escolares de un estudio serio de la vida religiosa. A veces se achaca esta tendencia a un espíritu sectario. Tal vez sea más bien cuestión de ignorancia, unida a cierta indiferencia respecto al futuro de niños y jóvenes. Si éstos desconocen la religión cristiana y su historia, no podrán adentrarse en el maravilloso mundo de las artes plásticas, la arquitectura, la música, la literatura, la Historia, incluso la ciencia, radicalmente entendida. Esta penosa exclusión del mundo cultural supone una regresión calamitosa. A ella se debe, en no pequeña medida, la llamada “catástrofe antropológica” que muy lúcidos pensadores están delatando en la actualidad. El vendaval ideológico que vació en buena medida a Occidente de grandes valores, sobre todo el valor supremo encarnado por el Creador, explica la amarga decepción de lúcidos intelectuales de Europa oriental. «Nos unimos a los países libres, los países de Europa occidental –escribe uno de ellos-, y vemos una civilización sometida a la divisa: “Vivamos como si Dios no existiera”. Y se nos anima a aceptar ese estilo de vida como pasaporte para Europa» (2). A veces se intenta justificar esa actitud ante la religión afirmando que ésta es un asunto privado, interno, de cada persona. Parece ignorarse que lo externo y lo interno se vinculan estrechamente cuando se vive de modo creativo. Un saludo, una interpretación musical, una comida de amigos... son actos internos y externos a la vez. Hoy nos enseña la mejor Antropología filosófica que la persona humana crece comunitariamente, participando en estructuras comunitarias. No tiene sentido afirmar que la Religión se vive en la interioridad, y la política en la exterioridad. Tal distinción tiene valor cuando se aplica a realidades materiales, sometidas al espacio: O estoy dentro de la sala o estoy fuera. Esta frase es, efectivamente, un dilema. Pero, cuando oigo activamente una obra musical ¿puedo decir con sentido que estoy fuera de ella? De ningún modo, pues, en el nivel de la creatividad, lo interior y lo exterior se integran. Nada más importante que reconocer en el pórtico de la Constitución europea que tenemos un pasado cristiano, entendido el término “pasado” en el sentido de fuente inagotable de energía para configurar en el presente una forma de vida auténticamente creativa. En este momento decisivo de la configuración de una nueva Europa, necesitamos tener una idea clara sobre el tipo de hombre que deseamos configurar. Pues bien. Tal configuración estuvo durante siglos determinada por la vinculación efectiva y fecunda de los europeos con el Ser trascendente. No se trata, pues, de aludir a los orígenes cristianos de Europa para hacer una concesión amable a las Iglesias cristianas. Lo decisivo es aclarar si nos decidimos a asumir todas las posibilidades que nos vienen del pasado cristiano en orden a orientar la vida europea hacia la trascendencia divina. Bien sabido que no se trata de cualquier tipo de ascenso a lo sobrenatural, sino justamente del modo concreto y preciso de ascenso que proclama y vive el cristianismo. Podemos decidir los europeos lo que deseemos en orden a incluir a Dios en la Carta Magna que ha de configurar nuestra vida, en todas sus vertientes. Pero hemos de estar bien seguros de que la apertura cristiana a la trascendencia divina no es una gracia que hayamos de hacer al Cristianismo y a las Iglesias cristianas. Es una herencia excelsa que hemos recibido de la tradición cristiana y que bien haremos en no rechazar si queremos mantener incólume nuestra capacidad creadora en todos los órdenes. A ello alude el eminente científico y humanista Werner Heisenberg en este inspirado párrafo: “Nadie sabe lo que el futuro encierra, ni cuáles serán las fuerzas espirituales que regirán el universo, pero está fuera de duda que no lograremos sobrevivir si no sabemos creer en algo y querer algo. Y desde luego queremos que la vida espiritual reflorezca en nuestro alrededor. (...) Queremos que nuestros jóvenes, a pesar del confuso torbellino de los hechos externos, se sientan iluminados por la luz espiritual del Occidente, y que ella les permita hallar de nuevo las fuentes de vitalidad que han nutrido a nuestro continente a lo largo de dos milenios” (3). NOTAS (1) Cf. Heisenberg y otros: Cuestiones cuánticas, Kairós, Barcelona 1987, p. 170. (2) Cf. El horizonte de la libertad. En camino hacia la nueva Europa, Ciudad Nueva, Madrid 1994, p. 31. (3) Cf. La imagen de la naturaleza en la física actual, Ariel, Barcelona 1976, p. 56 |
Editado por
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.
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