Publicada en El Mostrador, 1° de julio 2015
Evo Morales no es el gobernante errático que quieren ver algunos compatriotas demasiado optimistas. Ejerce su liderazgo, maneja sus tiempos, rebusca alianzas y sabe cómo sorprendernos al menos una vez al mes.
La semana pasada siguió aprovechando a concho el escenario mundial que le brinda su demanda ante la CIJ. Su última chispeza (avivada) fue pedirle a Ollanta Humala que repitiera en voz alta la doctrina que el Perú comenzó a desarrollar en 1950, cuando nuestro gobierno (de Gabriel González Videla) negoció directamente con el de Bolivia una salida soberana hacia el mar por Arica.
Chile había cambiado, entonces, el orden de los factores del Protocolo Complementario de 1929. En vez de negociar un “previo acuerdo” con Perú, negoció un previo acuerdo con Bolivia, para someterlo a la posterior “anuencia” peruana. Visto así, el co-poder de decisión del Perú mutaba en un eventual derecho a veto: “diga sí o no”.
El intento fracasó, pero Conrado Ríos Gallardo, canciller y negociador chileno del tratado de 1929 y de dicho protocolo, previó una secuela sombría: “creamos un precedente que nadie sabe a dónde nos puede conducir en el porvenir (…) sobre la frontera chileno-peruana no existían nubes y es posible que hoy las haya”. Fue una profecía de larguísimo plazo. El “triángulo terrestre” es la nube vigente y antes lo fue la frontera marítima.
Por cierto, la diplomacia de Torre Tagle entendió que cambiar el orden de los factores alteraba el producto. Como reacción, Perú se desentendió de la alianza pactada por los presidentes Carlos Ibáñez y Augusto Leguía (“el candado”) y sentó las bases de una doctrina con dos filos: El primero, para enfatizar que el “enclaustramiento” boliviano era responsabilidad sólo de Chile; el segundo, para advertir que “el Perú no es obstáculo” para la aspiración boliviana de una salida soberana al mar. Como excepción estaba el tema de Arica pues, si lo que se pretendía era ceder a Bolivia todo o parte de esa provincia ex peruana, el Perú haría valer sus derechos. Es decir, exigir una negociación previa con Chile o... ejercer un veto anticipado.
Esa es la escueta doctrina peruana y con ella comenzaría a desarrollarse el curioso bilateralismo chileno-boliviano. Uno que, fundado en el tratado de 1904, comenzaría a chocar con la realidad del trilateralismo tácito del Protocolo complementario de 1929, cada vez que Arica apareciera en el tablero. Es decir, siempre.
Además, el segundo filo de la doctrina peruana, según la cual el Perú “no es obstáculo”, podía enriquecerse según la coyuntura. Por ejemplo, si había que pegarle un cocacho a Chile o si la relación con Bolivia debía fortalecerse, bastaba con añadirle la comprensión o la solidaridad respecto a la situación de “mediterraneidad” y hasta la esperanza de que los bolivianos recuperaran una salida soberana al mar. En La Paz tal coletilla se leería como un apoyo a la justicia de su causa o como un reto singular del tipo “cuenten con mi apoyo sólo si tratan de recuperar el mar que realmente perdieron y no el que fue peruano”.
RETORSIÓN Y REPROCHE
Los acuerdos de Charaña de 1976 volvieron a rizar ese rizo, pero aquí el Perú introdujo una innovación. En lugar del reproche procesal implícito en su doctrina, levantó una propuesta alternativa: ampliar su propia “presencia” en Arica convirtiéndola en un área de soberanía compartida chileno-peruano-boliviana y aceptando un corredor soberano con proyección marítima para Bolivia.
Para José de la Puente, el canciller peruano de entonces, en vez de “encasillarnos exclusivamente en un análisis jurídico del problema”, se optó por un planteamiento realista, con soporte en la geopolítica, la seguridad y la economía. Además, en sus memorias de 1988, dio una explicación elaborada sobre el rechazo de 1950 a la alteración del orden de los factores:
“La fórmula boliviano-chilena del Corredor (...) entraña una alteración sustancial de la geografía política que instituyó el Tratado de 1929, pues dicha fórmula introduce en esa área un nuevo soberano, Bolivia, como limítrofe con el Perú”
Decodificándolo, resaltaba una coincidencia notable entre este canciller histórico del Perú y el también histórico canciller Ríos Gallardo, de Chile. Para ambos, el orden de los factores era un requisito de la esencia del Tratado de 1929 y, por tanto, condicionaba su existencia. Jurídicamente hablando, su desconsideración podía servir de base para denunciarlo, invocando el rebus sic stantibus (traducción: un cambio sustancial en las circunstancias que indujeron la celebración de un tratado conlleva un cambio radical de las obligaciones que éste contiene)
De esta historia deriva que, con variables semánticas, la doctrina peruana fue retorsiva respecto a Chile, por haber relativizado el previo acuerdo con Perú y disuasiva respecto a Bolivia, por querer “desmediterraneizarse” con territorios que fueron peruanos. Marginalmente podría añadirse un objetivo diplomático o terciario: posicionar al Perú como benévolamente neutral, en caso de conflicto chileno-boliviano. Es decir, simpatizando levemente con su aliado de 1879, pero haciéndole ver que tenía que asumir sus propias pérdidas y sus propias responsabilidades
DOS PREGUNTAS PARA HUMALA
Visto que Morales sigue tratando de clavar su pica en Arica -aunque sin decirlo expresamente-, fue notable su audacia al inducir y conseguir la actualización de esa vieja doctrina peruana.
Ese es el sentido profundo de la Declaración de Isla Esteves del 26 de junio pasado, firmada con el presidente peruano Ollanta Humala. Poco antes, en esa misma línea, Morales había actualizado, de soslayo, la académica Acta de Lovaina de 2006, que muy poco le gustó entonces, pues reflejaba más un acuerdo chileno-peruano que peruano-boliviano.
La anuencia de Humala es, quizás, más audaz que la viveza de Morales. El sabía (debía saber) que la doctrina peruana nunca implicó un apoyo incondicional a Bolivia contra Chile. Pero, también sabía (debía saber) que, reproducida en el contexto actual, sacaba al Perú de su neutralidad. Y con mayor razón si le añadía unos “fervientes votos” peruanos para que Bolivia alcance una solución satisfactoria a su situación de mediterraneidad y no sea amenazada por la fuerza.
Es obvio que la opinión pública mundial no se detendrá en las sutilezas subyacentes ni en la compulsa de posiciones doctrinarias. La lectura política obvia de ese punto de la Declaración de isla Esteves es que el Perú apoya firmemente a Bolivia en su demanda contra Chile.
La pregunta que queda flotando es si la audacia de Humala refleja una política de su gobierno o una política de Estado y de Cancillería. Esto es, si la vieja doctrina peruana dejó de ser lo que era, para permitir el paso desde la neutralidad a la solidaridad expresa con las acciones de Bolivia contra Chile.
Si la respuesta apunta hacia la segunda opción, la pregunta derivada es inexorable:
¿Estamos ante una señal de que el Perú está cambiando su política respecto a la continuidad de la frontera con Chile, para aceptar la interposición de un corredor boliviano soberano?
Evo Morales no es el gobernante errático que quieren ver algunos compatriotas demasiado optimistas. Ejerce su liderazgo, maneja sus tiempos, rebusca alianzas y sabe cómo sorprendernos al menos una vez al mes.
La semana pasada siguió aprovechando a concho el escenario mundial que le brinda su demanda ante la CIJ. Su última chispeza (avivada) fue pedirle a Ollanta Humala que repitiera en voz alta la doctrina que el Perú comenzó a desarrollar en 1950, cuando nuestro gobierno (de Gabriel González Videla) negoció directamente con el de Bolivia una salida soberana hacia el mar por Arica.
Chile había cambiado, entonces, el orden de los factores del Protocolo Complementario de 1929. En vez de negociar un “previo acuerdo” con Perú, negoció un previo acuerdo con Bolivia, para someterlo a la posterior “anuencia” peruana. Visto así, el co-poder de decisión del Perú mutaba en un eventual derecho a veto: “diga sí o no”.
El intento fracasó, pero Conrado Ríos Gallardo, canciller y negociador chileno del tratado de 1929 y de dicho protocolo, previó una secuela sombría: “creamos un precedente que nadie sabe a dónde nos puede conducir en el porvenir (…) sobre la frontera chileno-peruana no existían nubes y es posible que hoy las haya”. Fue una profecía de larguísimo plazo. El “triángulo terrestre” es la nube vigente y antes lo fue la frontera marítima.
Por cierto, la diplomacia de Torre Tagle entendió que cambiar el orden de los factores alteraba el producto. Como reacción, Perú se desentendió de la alianza pactada por los presidentes Carlos Ibáñez y Augusto Leguía (“el candado”) y sentó las bases de una doctrina con dos filos: El primero, para enfatizar que el “enclaustramiento” boliviano era responsabilidad sólo de Chile; el segundo, para advertir que “el Perú no es obstáculo” para la aspiración boliviana de una salida soberana al mar. Como excepción estaba el tema de Arica pues, si lo que se pretendía era ceder a Bolivia todo o parte de esa provincia ex peruana, el Perú haría valer sus derechos. Es decir, exigir una negociación previa con Chile o... ejercer un veto anticipado.
Esa es la escueta doctrina peruana y con ella comenzaría a desarrollarse el curioso bilateralismo chileno-boliviano. Uno que, fundado en el tratado de 1904, comenzaría a chocar con la realidad del trilateralismo tácito del Protocolo complementario de 1929, cada vez que Arica apareciera en el tablero. Es decir, siempre.
Además, el segundo filo de la doctrina peruana, según la cual el Perú “no es obstáculo”, podía enriquecerse según la coyuntura. Por ejemplo, si había que pegarle un cocacho a Chile o si la relación con Bolivia debía fortalecerse, bastaba con añadirle la comprensión o la solidaridad respecto a la situación de “mediterraneidad” y hasta la esperanza de que los bolivianos recuperaran una salida soberana al mar. En La Paz tal coletilla se leería como un apoyo a la justicia de su causa o como un reto singular del tipo “cuenten con mi apoyo sólo si tratan de recuperar el mar que realmente perdieron y no el que fue peruano”.
RETORSIÓN Y REPROCHE
Los acuerdos de Charaña de 1976 volvieron a rizar ese rizo, pero aquí el Perú introdujo una innovación. En lugar del reproche procesal implícito en su doctrina, levantó una propuesta alternativa: ampliar su propia “presencia” en Arica convirtiéndola en un área de soberanía compartida chileno-peruano-boliviana y aceptando un corredor soberano con proyección marítima para Bolivia.
Para José de la Puente, el canciller peruano de entonces, en vez de “encasillarnos exclusivamente en un análisis jurídico del problema”, se optó por un planteamiento realista, con soporte en la geopolítica, la seguridad y la economía. Además, en sus memorias de 1988, dio una explicación elaborada sobre el rechazo de 1950 a la alteración del orden de los factores:
“La fórmula boliviano-chilena del Corredor (...) entraña una alteración sustancial de la geografía política que instituyó el Tratado de 1929, pues dicha fórmula introduce en esa área un nuevo soberano, Bolivia, como limítrofe con el Perú”
Decodificándolo, resaltaba una coincidencia notable entre este canciller histórico del Perú y el también histórico canciller Ríos Gallardo, de Chile. Para ambos, el orden de los factores era un requisito de la esencia del Tratado de 1929 y, por tanto, condicionaba su existencia. Jurídicamente hablando, su desconsideración podía servir de base para denunciarlo, invocando el rebus sic stantibus (traducción: un cambio sustancial en las circunstancias que indujeron la celebración de un tratado conlleva un cambio radical de las obligaciones que éste contiene)
De esta historia deriva que, con variables semánticas, la doctrina peruana fue retorsiva respecto a Chile, por haber relativizado el previo acuerdo con Perú y disuasiva respecto a Bolivia, por querer “desmediterraneizarse” con territorios que fueron peruanos. Marginalmente podría añadirse un objetivo diplomático o terciario: posicionar al Perú como benévolamente neutral, en caso de conflicto chileno-boliviano. Es decir, simpatizando levemente con su aliado de 1879, pero haciéndole ver que tenía que asumir sus propias pérdidas y sus propias responsabilidades
DOS PREGUNTAS PARA HUMALA
Visto que Morales sigue tratando de clavar su pica en Arica -aunque sin decirlo expresamente-, fue notable su audacia al inducir y conseguir la actualización de esa vieja doctrina peruana.
Ese es el sentido profundo de la Declaración de Isla Esteves del 26 de junio pasado, firmada con el presidente peruano Ollanta Humala. Poco antes, en esa misma línea, Morales había actualizado, de soslayo, la académica Acta de Lovaina de 2006, que muy poco le gustó entonces, pues reflejaba más un acuerdo chileno-peruano que peruano-boliviano.
La anuencia de Humala es, quizás, más audaz que la viveza de Morales. El sabía (debía saber) que la doctrina peruana nunca implicó un apoyo incondicional a Bolivia contra Chile. Pero, también sabía (debía saber) que, reproducida en el contexto actual, sacaba al Perú de su neutralidad. Y con mayor razón si le añadía unos “fervientes votos” peruanos para que Bolivia alcance una solución satisfactoria a su situación de mediterraneidad y no sea amenazada por la fuerza.
Es obvio que la opinión pública mundial no se detendrá en las sutilezas subyacentes ni en la compulsa de posiciones doctrinarias. La lectura política obvia de ese punto de la Declaración de isla Esteves es que el Perú apoya firmemente a Bolivia en su demanda contra Chile.
La pregunta que queda flotando es si la audacia de Humala refleja una política de su gobierno o una política de Estado y de Cancillería. Esto es, si la vieja doctrina peruana dejó de ser lo que era, para permitir el paso desde la neutralidad a la solidaridad expresa con las acciones de Bolivia contra Chile.
Si la respuesta apunta hacia la segunda opción, la pregunta derivada es inexorable:
¿Estamos ante una señal de que el Perú está cambiando su política respecto a la continuidad de la frontera con Chile, para aceptar la interposición de un corredor boliviano soberano?