Bitácora

LOS PARTIDOS DE LA DEMOCRACIA (A PROPÓSITO DEL PERÚ)

José Rodríguez Elizondo

En el tiempo que vivimos, los partidos políticos no están respondiendo al viejo aforismo según el cual son esenciales para la democracia. Algunos parecen decir que también pueden serlo para acabar con la democracia. En paralelo, surge la sospecha de que las grandes catástrofes, como la pandemia en trámite, sirvan para catalizar las malas vibras antidemocráticas de los sistemas políticos


 
En  noviembre el Perú, país de mucha solera histórica, se convirtió en un país espejo en el que todos nos miramos. Desde su sistema de partidos, con plataforma en el Congreso, los políticos protagonizaron una secuencia de ingobernabilidad total. Como colofón, una cifra asombrosa: cuatro jefes de Estado para un quinquenio que aún no termina.
 
El fenómeno, sólo comparable con la crisis argentina de 2001 -con cinco presidentes en una quincena-, fue una “fuga hacia adelante” y coincidió con el descrédito generalizado de los partidos y sus políticos a nivel regional. Sobre esa base instaló el escrutinio a fondo de una frase que antes parecía axiomática: “sin partidos políticos no hay democracia”.
 
En buena hora, porque tal simbiosis inducía a confundir el valor del ser democrático con el deber ser de sus instrumentos orgánicos. En otras palabras, porque soslayaba que sólo los partidos funcionales a la democracia la habilitan para que exista y se desarrolle. Y ser funcionales significa que subordinen sus objetivos a los del país, representando intereses sociales legítimos, en cuanto organizaciones de servicio público, plurales, paritarias, austeras y honestas.
 
CRISIS CÍCLICA DE LOS PARTIDOS
 
La historia advierte que la simbiosis partidos-democracia suele deshacerse en épocas de catástrofes. En la Europa del siglo pasado, la irresistible ascensión de Hitler pulverizó la democracia parlamentaria alemana, indujo un bajón drástico del respeto a los partidos sistémicos, favoreció a los partidos antisistémicos y desató la segunda guerra mundial. En folleto titulado “Nota sobre la supresión general de los partidos políticos”, Simone Weil los describió como “pequeñas iglesias profanas”, ajenas al pensamiento crítico y ensimismados en fines propios. Otros intelectuales top, como André Breton y Albert Camus, identificaron la no-militancia con el genuino interés nacional.
 
El fin de la Guerra Fría, con la implosión de la Unión Soviética, el vuelco de China hacia la economía de mercado y la crisis de las ideologías totales, inició otra gran secuencia de decaimiento de los partidos. Perdido el punto de referencia que brindaba el enemigo sistémico, se hizo recurrente su identificación como estructuras de poder clientelar. Los políticos comenzaron entonces a configurarse como “clase en sí”. Casi sin tapujos pasaron de “la dieta” de subsistencia al privilegio exorbitante, se resignaron a la extinción de los liderazgos principistas y habilitaron la corrupción propia y de sus bases.
 
Por añadidura, el nuevo ciclo hizo visible la contradicción entre los científicos y los políticos, precozmente diagnosticada en la Alemania prenazi por Max Weber. Esta vez el fenómeno cuajó en la deserción de los intelectuales militantes que proveían a sus partidos de ideas, capacidad docente, técnicas económicas, administrativas y publicitarias. El vacío de creatividad que dejaron fue llenado por los “operadores”, especie de sub-intelectuales encargados del “corretaje”.
 
La penúltima esperanza
 
No es extraño, por tanto, que la simbiosis partidos-democracia hoy se esté empleando para abrir las puertas del “reino de los cargos”, como decía Weber o para soslayar la alternancia propia del pluralismo. También sirve como coartada para ocultar corrupciones, deficiencias de diagnóstico, ideologismos pretéritos o ineptitudes técnicas. Todo esto agravado por los gravísimos problemas sociales y económicos catalizados por la pandemia.
 
Es un cuadro de poder desviado, que induce la ingobernabilidad y, en definitiva, el desborde del Estado. Por lo mismo, obliga a reconocer que estamos ante una grave crisis de la representación política. Una que, entre otros expertos, ya había previsto Giovanni Sartori en 1987, cuando sostuvo que “la teoría de la democracia debe ser repensada completamente”. De paso, es una aseveración que ratificara, en reciente texto para El País, el excanciller y académico peruano Diego García Sayán: “con partidos políticos poco o nada atractivos para la juventud, se abren muchas interrogantes y retos sobre el ejercicio del poder público y la representación ciudadana”.
 
Por lo señalado, manifestarse en Chile amigo o enemigo de los partidos hoy es una formulación entre equívoca, candorosa y simplista. Si de defender la democracia se trata, lo que corresponde es valorar a los partidos que actúan en función de ella hasta que duela, defenderse contra los que a sabiendas atornillan al revés y aprovechar el proceso constituyente para plantear una reforma funcional del Estado democrático.
 
En esa línea, los demócratas peruanos ya hicieron una opción significativa. Han puesto su penúltima esperanza en un presidente interino, Francisco Sagasti, uno de los escasos intelectuales con que contaba el Congreso.
 
Es que, al fin de cuentas, la realidad hemisférica -no sólo regional- está obligando a cambiar la vieja simbiosis por una nueva pregunta: ¿Puede salvarse la democracia con los partidos políticos realmente existentes?
José Rodríguez Elizondo
| Domingo, 6 de Diciembre 2020
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