Cuando volví a ver La vida de los otros, esta vez con Maricruz, ella lloró calladamente. Así ratifiqué mi primera impresión: también era la vida de nosotros.
El recuerdo me proyectó hacia una cena alegre, en nuestro departamento de la calle 18 Oktober, Leipzig. Cómo no iba a ser carcajeante si estaba Osvaldo Puccio, caricaturizando la chatura, la grisura y la censura que nos oprimía.
Con él demolimos desde las ciencias sociales que enseñaba la Karl Marx Universität, hasta el Neues Deutschland, el periódico que -según la ironía disidente-, a falta de noticias frescas traía cada día una fecha distinta. También estaba un exiliado que no disfrutaba con nuestras bromas. Para él, todo era estupendo, hasta los autos plásticos.
Décadas más tarde, recordando con Osvaldo, concluímos que aquel amigo creyó que le estábamos “tirando la lengua”. Es que, meses después de esa cena, el presunto entusiasta optó por suicidarse.
Un piso más abajo vivían Carlos Cerda y familia. El ya proyectaba su futuro de escritor y se rebelaba contra las obligaciones comunitarias. ¡Como no iba a ser mejor leer que limpiar pasillos y escalas! Para eso estaban los otros vecinos (entre los cuales este servidor). No tuve oportunidad de aclararle el punto, pues el escarmiento le llegó pronto.
El coche de su hijito Ignacio, que solía dejar en el pasillo común, amaneció un día lleno de mierda este-alemana. Suspicaz, recuerdo que Carlos había hecho amistad con una pareja alemana del edificio del frente. Entre cervezas y salchichas, esos autóctonos confesaron que lo espiaban con binoculares y que emitían un informe periódico sobre sus actividades.
Al parecer, el esfuerzo les significaba abonos especiales en una especie de libreta del seguro social. ¿Habrán informado que los Cerda no colaboraban con el balde y el trapero?
En otro piso vivía el historiador Lucho Moulian, con su esposa Ana y su hijito Vasco. Su tristísima experiencia se resume en que, tras manifestar su deseo de irse a España (todavía vivo Franco), fue aplastado por los stalinzotes alemanes, con la complicidad de los stalincitos chilenos.
En un cuento de 1984, inventé que el personaje Lucho se liberaba, en Leipzig, lanzándose al vacío. El Lucho real volvió a Chile al inicio de la transición, hasta que, al fin del milenio, decidió ratificar mi invención de cuentista. Terminó su secuencia alemana lanzándose al vacío, desde un edificio de Santiago.
Asistiendo a un seminario en la Universidad de Rostok, en 1975, tuve dos experiencias curiosas. La primera, cuando me detectaron como sospechoso, por hacer una cita impertinente de Sartre y negar que los miristas chilenos fueran simples replicantes de los trotskistas. Me lo advirtió, circunspecto, un muy amigo profesor alemán, quien era muy atento con los chilenos pero, sobre todo, con una chilena específica.
La segunda, tuvo como actor a ese mismo profesor cuando, azorado, me contó que había sido visitado por la seguridad del hotel. “Registraron todo en mi habitación”, dijo.
Impresionado por su angustia, que concentraba sus méritos de comunista científico y sus temores en cuanto hijo de nazi., decidí ser riesgosamente franco. “¿Dónde trabaja tu esposa?”, le pregunté con suavidad. Entonces el profesor palideció intensamente y yo no pude saber si el temor a la Stasi había sido superado por el terror conyugal.
Su esposa, por cierto, era un alto oficial de la policía.
Publicado en La Tercera el 7.10.07.