CONO SUR: J. R. Elizondo

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AFGANISTAN HOY Y VIETNAM EN EL RECUERDO José Rodríguez Elizondo

En la guerra, las imágenes suelen parecerse y hasta repetirse. Por eso en el mundo hoy se comenta la eventual identidad entre la guerras de Vietnam, del siglo pasado y la de Afganistan, que se acaba de definir a favor de los talibanes. Como testigo presencial de la primera guerra, creo que las cosas no son tan simples como parecen. Hay realidades sociales, culturales y geopolíticas muy distintas, tras cada imagen puesta en pantalla.


Piublicado en La República 22.8.2021
No podemos esperar que la guerra termine dentro de pocos meses.
Pasarán años antes de que toque a su fin.
Robert McNamara. Secretario de Estado EE.UU. 1962.
 
En nuestro mundo tecnotrónico, las imágenes se sobreponen a la realidad. Es lo que sucedió esta semana con la toma de Kabul, por los talibanes. Mientras el presidente Joe Biden negaba su semejanza con la toma de Saigón por el ejército norvietnamita y la guerrilla sudvietnamita, en 1975, secuencias dramáticas lo desmentían desde las pantallas. La imagen de ese avión de la US Air Force, asaltado por afganos empavorecidos equivalía, en modo catástrofe, a la de ese helicóptero atiborrado de fugitivos vietnamitas, bamboléandose y cayendo desde su plataforma norteamericana, en la capital de Vietnam del Sur.  

UNIDAD CONTRADICTORIA
Eran imágenes de guerras diferentes, en siglos distintos, pero algo inquietante las homologaba. Así lo percibí, quizás por haber conocido de cerca una de esas guerras. En 1965 y 1967, integrando comisiones de juristas de investigación, estuve entrevistando actores, visitando escenarios e incluso bajo bombardeos, en lo que entonces era Vietnam del Norte.

Desde 1954, con base en el orden rígido de la Guerra fría, Vietnam estaba dividido en dos. Para los jefes de la Unión Soviética (URSS) y de los EE. UU. eso planteaba un juego de suma cero: medio país que “perdían” unos, era medio país que “ganaban” los otros. En ese marco forzado, los gobiernos norteamericanos sostenían que, sin su intervención armada, Vietnam del Norte, bajo liderazgo comunista, se impondría al gobierno aliado de Vietnam del Sur y todo el país caería en la órbita soviética. De arrastre, caerían todos los países del sudeste asiático, como alineadas fichas de dominó.

Ignoraban, así, que los vietnamitas tenían una cultura ancestral sofisticada, con un sólido componente guerrero, que los tironeaba hacia la reunificación, incluso contra sus alianzas internacionales. Por añadidura, ignoraban que los vietnamitas del norte eran capaces de forjar una unidad nacional -contradictoria, pero eficiente- con los del sur, en aras de la autodeterminación.

Pese al precedente del yugoslavo mariscal Josip Broz (Tito), que osó poner distancia con Stalin tras la segunda guerra mundial, los políticos norteamericanos nunca asumieron la existencia de comunistas nacionalistas.  

SISTEMA NACIONAL- COMUNISTA

En un doble nivel de complejidad, los líderes comunistas de Vietnam del Norte, encabezados por Ho Chi Minh, estaban repitiendo la experiencia díscola de Tito.  Se sabían peligrosamente cerca del poder de Mao Zedong, conocían lo profundo de su querella con los jerarcas del Kremlin y no querían caer en la órbita geopolítica de ninguna de las dos potencias comunistas.

En lo estratégico, esa voluntad se reflejaba en un patriotismo empírico, la colaboración civil-militar y la participación paritaria. Las mujeres actuaban como productoras, milicianas y en tareas de apoyo logístico al ejército regular. En lo diplomático, las tareas se ejecutaban sin concesiones al maniqueísmo de la guerra fría y al borde de la cornisa respecto a los aliados comunistas. Recuerdo un acto solemne de solidaridad, en un gran teatro de Hanoi, cuyas primeras filas estaban ocupadas por oficiales militares chinos y soviéticos… pero sin mezclar.  Al medio de cada fila, un oficial del ejército norvietnamita los mantenía pulcramente separados.

Entonces, conmovido por los horrores de esa guerra, por el rechazo ecuménico a la intervención y (mea culpa) por la inmadurez de mi juventud, llegué a desear la internacionalización combativa de la solidaridad. Comenté a mi amigo Joë Nordman -jurista francés, jefe de nuestra comisión- que el apoyo mundial a Vietnam intervenido debía expresarse en el terreno, como antes en España. Joë me miró divertido, con aire de gala superioridad: “Tu n’as rien compris” (no has entendido nada), me espetó.

Luego, condescendió a explicarme que la fuerza ganadora de los vietnamitas estaba en su cultura milenaria y en lo nacional de su estrategia. Sobre esa base ya habían instalado la imagen de David contra Goliat y desencadenado un fuerte movimiento antibélico en los propios EE.UU. Personalidades como Martin Luther King, Jane Fonda y Mohamed Ali comenzaban a liderar actos masivos, enfatizando que no tenía sentido tratar de destruir un país para salvarlo del comunismo.

Poco después -según mis apuntes, el 17.3.1967-, el propio primer ministro de Vietnam del Norte, Pham Van Dong, nos ratificó aquello, en el palacio de gobierno y en presencia del mismísimo Ho Chi Minh. Tomé nota cuando nos dijo que “ésta no es una lucha de comunistas y anticomunistas… no es una cuestión ideológica”. El “tío Ho”, por su parte, lamentó que “muchos amigos nuestros desconfíen de que podamos vencer en estas condiciones”.

PREPOTENCIA CON IGNORANCIA

Por lo dicho, las diferencias entre Vietnam y Afganistán son abismales. Contrastando con el rico y sofisticado patrimonio cultural de las élites vietnamitas, los talibanes afganos aún están en el estadio teocrático primitivo.  Su causa absolutista, negacionista y discriminante se identifica con el fundamentalismo islámico y con la fuerza armada para sostenerlo. El mejor indicador de ese talante es el pavor de las mujeres afganas -la simbólica mitad de la población-, ante el retorno de su régimen.

Por ello, lo inquietante de las imágenes de las tomas de Kabul y Saigón no está en este avión o en aquel helicóptero. Está en que muestran la incapacidad de la gran potencia norteamericana para sostener las lecciones de lo que antes se decodificara como “trauma de Vietnam”.

Bastaron el olvido del fiasco soviético en el mismo Afganistán, la implosión de la URSS, la imagen triunfal de Ronald Reagan y la demagogia del “America great again” de Donald Trump, para que los políticos norteamericanos se  percibieran liberados de aquel trauma. Esto es, para que aplicaran la misma fórmula de “fuerza armada civilizadora” a casos radicalmente diferentes, soslayando lo improbable de deconstruir y construir países y ejércitos tributarios de otras culturas.

Visto así el fenómeno, lo que hoy está sufriendo Biden -y antes Barack Obama- es la secuela fatal de las decisiones de George W. Bush, tras el atentado contra las Torres Gemelas.  Entonces, en virtud de análisis desprolijos y diagnósticos “patrióticos”, sus halcónicos asesores lo empujaron a homologar la represalia contra Al Qaeda con una guerra internacional sin fronteras. Desde la Casa Blanca se asumía que los ejércitos de los países intervenidos, convenientemente renovados, heredarían y completarían la misión de derrotar a los terroristas de Osama bin Laden.

Más que un error no forzado, fue una recaída en la ilusión omnipotente y fracasada de los años vietnamitas. Una versión remasterizada de su improbable lema según el cual “los asiáticos combatirán a los asiáticos”, que tantas vidas propias y ajenas costó.

La moraleja eventual es que no se puede ni debe confiar el manejo de un conflicto serio a políticos de andar por casa, que ignoran casi todo lo que sucede en el resto del mundo y que no han aprendido casi nada de los conflictos anteriores.

Desgraciadamente, es una moraleja simplemente retórica pues, como diría Max Weber, la realidad muestra una mala relación consolidada entre los políticos profesionales y los intelectuales. Es decir, una distancia penosa entre los que saben, pero no deciden y los que deciden, pero no saben.

José Rodríguez Elizondo
Domingo, 22 de Agosto 2021



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O’HIGGINS: PATRIOTA DE DOS PATRIAS José Rodríguez Elizondo

Cuando los países entran en modo estallido y algunos quieren refundarlos, resulta oportuno recordar a quienes los fundaron. Es el caso, por, ejemplo, de don Bernardo O'Higgins, el tercer (y olvidado) gran libertador de América del Sur.


Publicado en El Libero, 8.8.2021

Que los chilenos somos mal agradecidos con nuestros próceres vivos, es historia vieja. A Bernardo O’Higgins sus contemporáneos le cobraron todos los agravios del poder, indujeron su abdicación como gobernante y lo dejaron morir como exiliado en el Perú. Décadas después repatriaron sus restos y hoy tiene monumento con cripta incorporada, frente a La Moneda, como Padre de la Patria. Según los que saben, de ahí viene nuestro sarcasmo tradicional sobre el “pago de Chile”.
Recordé el tema cuando el diplomático peruano Luis Mendivil me fichó como expositor para el programa del Bicentenario. Opté por evocar a O’Higgins porque, como ex-exiliado en el Perú, me identificaba con su experiencia y, en especial, con el párrafo de una carta suya donde se menciona como chileno por nacimiento y peruano por gratitud. Además (quizás en lo principal) porque creo que, aunque post mortem, también los peruanos fueron un pelín ingratos con él. En su caso, por causa sobreviniente, como dicen los abogados.
 Hace algunas décadas conversé el tema con el sabio peruano Juan Miguel Bákula, quien conocía nuestras historias al dedillo y solía decir que Chile era el país de  región más afín cob el suyo. El aceptó plenamente mi percepción. Sabía que José de San Martin encabezó la Expedición Libertadora a contrapelo del gobierno argentino, con soldados mayoritariamente chilenos, como enviado de O’Higgins y a un alto costo económico y político interno para éste. También aceptó que, en la señalética urbana, el Perú había sido ingrato, pues sólo había una plaquita en la casa limeña donde vivió. A su juicio, ese desperfilamiento fue consecuencia de la Guerra del Pacífico. “Está pendiente un reconocimiento nuestro”, agregó.
BIOGRAFÍA DE TELENOVELA
Para conocer al O’Higgins profundo hay que asomarse a su amargura existencial, que el cineasta Ricardo Larraín captó muy bien en su filme “Niño rojo” y Neruda supo sintetizar en tres versos.  Uno, para aludir a su infancia de “niño triste, roble solo” y los otros, para ilustrar su condición de expatriado: “Te veo en el Perú escribiendo cartas” / “No hay desterrado igual, mayor exilio”
Es que su vida tuvo un guión truculento, de telenovela. Muestra a un niño colorín en territorio mapuche, hijo oculto de Ambrosio O’Higgins - sesentón funcionario irlandés de la corona-, que seduce a Isabel Riquelme, joven criolla de 18 años. Continúa con sus cuatro primeros años alejados de una madre que debe ocultar su “desliz” y con un padre que no quiere reconocerlo, pues afectaría su ascenso en el escalafón burocrático (ya dificultado por su origen foráneo). Luego, ese padre es virrey del Perú y, aunque sigue marginando al hijo, le financia una buena educación en Lima y en Londres. A continuación, una morisqueta del destino hace que el joven Bernardo se integre en Europa al clan de los precursores de la independencia, atornillando contra la lealtad imperialista de su padre. Termina la primera temporada de la serie con intrigas limeñas que inducen la destitución del virrey O’Higgins y la decisión póstuma de éste: deja una fortuna a Bernardo, pero se niega a legarle su apellido.
Con base en ese guión estrambótico, el prócer quedó habilitado para una segunda temporada, que lo mostraría como gran actor de la política chilena y regional. Tenía las ventajas de su mejor educación, su fortuna y sus contactos externos, pero, como contrapartida, sufriría la discriminación social de una aristocracia en formación. Para la mayoría del notablato criollo siempre sería “el huacho Riquelme”. Un usurpador y un resentido.
Pero él no puso la otra mejilla y una de sus primeras medidas como gobernante fue abolir los títulos de nobleza. “Detesto por naturaleza la aristocracia y la adorada igualdad es mi ídolo”, dijo, profundizando la desconfianza mutua. Fue la primera gran polarización política de la república de Chile, incluso con sangre patricia de por medio.
TRISTEZA PATRIÓTICA
El Perú fue su espacio de reinvención. Cuando adolescente, sus compañeros del colegio San Carlos fueron amigables y hasta simpáticos. Tal vez sus padres sabían, gracias a las informadas “bolas limeñas”, que ese chilenito tenía santos en la corte. Como gobernante, gestó la Expedición Libertadora y soñó con la integración chileno-peruana. Poco antes de su abdicación, patrocinó un tratado de integración binacional -que nunca se publicó-, cuyo artículo quinto decía que, para asegurar la buena amistad entre ambos Estados, “los peruanos serán tenidos en Chile como chilenos y éstos en el Perú por peruanos”. El gobierno peruano, por su lado, supo responder a ese cariño. No sólo reconoció su rol en la empresa libertadora, designándolo mariscal del Perú. Luego, al recibirlo como exiliado, le asignó fértiles tierras en Cañete y le dio hasta su muerte un tratamiento “vip”.
Es elocuente el apunte de O’Higgins que hace el historiador Francisco Antonio Encina, en la previa de la guerra entre Chile y la Confederación peruano-boliviana: “quiere a Chile y quiere al Perú. Un conflicto entre ambos países es para él doblemente fratricida y doblemente doloroso (…) son dos patrias que ama por igual”. También fue elocuente el canciller peruano José Antonio Barrenechea, cuando despidió sus restos en el Callao, ante autoridades de Chile: “Vuestro Capitán General nos pertenecía, pero él era ante todo vuestro / por eso os lo devolvemos / Sus cenizas están naturalizadas en el Perú”.
Por eso confieso una tristeza patriótica de mis años peruanos: el reconocimiento público a O’Higgins ya no era el que fue. Además, estaba claramente descompensado, pues San Martín, su gran amigo y jefe designado, tenía el patrimonio simbólico mayor, con plazas, monumentos, hoteles, cines, departamentos. Yo mismo vivía en la calle San Martín, de Miraflores. Incluso Simón Bolívar, equilibrando la secesión del Alto Perú con sus victorias guerreras en Junín y Ayacucho, había conquistado un monumento frente al Cogreso.
Y yo no descubría ningún homenaje visible al tercer gran libertador. Apenas esa plaquita en su casa limeña del Jirón Unión.
FLASHBACK HACIA 2001
En noviembre de 2001 viajé a Lima, en plan de entrevistar personalidades para un libro sobre la compleja relación bilateral. Empecé con el general Francisco Morales Bermúdez, bajo cuya “dictablanda” viví mis primeros años peruanos y a quien sigo considerando uno de los políticos más inteligentes del país.
Atravesando la Avenida Javier Prado, rumbo a su casa en Flora Tristán, descubrí un monumento con la noble estampa de un patriarca en su tercera edad y sentado en un sillón. Para mí alegría, era don Bernardo O’Higgins, sin uniforme, sable ni caballo. Una imagen que no reconocerían los escolares de Chile. Tal descubrimiento me inspiró el siguiente “arranque” de la entrevista:
  • JRE. Al llegar a su casa, general, pasé frente al monumento a O’Higgins y me dio gusto verlo instalado en la avenida Javier Prado
  • FMB. Es un personaje histórico. Muy reconocido en el Perú.
Aunque fue una respuesta parca y evasiva no quise soltar el tema. Le dije que, a mi juicio, nuestro prócer descendió en el aprecio histórico tras la ruptura de la contigüidad territorial chileno-peruana, dispuesta por Bolívar. Un cambio geográfico cuyos efectos, como geopolítico connotado, él no podía desconocer.
 El general no eludió el desafío. Aunque sin enfrentar el complejo tema bolivariano, asumió lo que informalmente me había reconocido Bákula. A su juicio, O’Higgins había descendido al sub-reconocimiento, tras una guerra de larga duración, en la cual las tropas chilenas llegaron hasta Lima. Los tratados posteriores no habían eliminado “una aversión natural en un país que fue invadido” (sic).
Despejado ese tema de apertura, siguió un repaso de historias y coyunturas, desde la presunta revancha bélica dispuesta por su predecesor, general Juan Velasco Alvarado, hasta el “aberrante” control de las cúpulas militares peruanas por Vladimiro Montesinos, a quien FMB asumía como traidor a la patria. Nos despedimos con intercambio de libros y yo me fui con dos sensaciones claras. Una, que todavía faltaba mucho para pasar, desde la amistad jurídica de los tratados, a la amistad real que nos exige el desarrollo mutuo. La otra, que aquella transición exigía iniciativas que recogieran el talante de O’Higgins, ese patriota de dos patrias.
Su monumento en la Javier Prado me decía que seguía siendo el mejor anclaje para una mejor relación.
EPILOGO PARA NIETOS
En medio de la coyuntura de crisis con estallidos que recorre el mundo y la región, pienso que chilenos y peruanos podríamos aprovechar los recuerdos de este Bicentenario y de los próceres comunes. Ello facilitaría subordinar las partes duras de la memoria, desbaratar los eventuales revanchismos y potenciar los proyectos de un desarrollo compartido.
En esa línea, he instalado una esperanza simbólica que delego en mis nietos. Sueño que, en un futuro sin pandemia, con democracias renovadas y libertades consolidadas, ellos visiten Lima, vayan a la rebautizada plaza San Martín-O’Higgins y depositen dos ofrendas en nombre del abuelo. Una, ante el Libertador argentino, en su caballo y la otra, ante el Libertador chileno en su sillón.

 

José Rodríguez Elizondo
Martes, 10 de Agosto 2021



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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