Cultura y valores europeos: el softpower y las dependencias culturales


Ramón Lugrís
Jueves, 12 de Mayo 2011

Intervención de Ramón Lugrís, Analista Internacional, Miembro del Consejo Rector del Instituto Galego de Análise e Documentación Internacional (IGADI), en la reunión constitutiva de la Red Europea de Reflexión Geopolítica, celebrada en la Isla del Pensamiento del 26 al 29 de abril de 2011.


La Isla de San Simón, “Illa do pensamento”, es un lugar privilegiado para presentar unas consideraciones sobre cómo se ve Europa desde Galicia, pues en esta isla se sitúa una de las cantigas más hermosas de la lírica medieval galaico-portuguesa, la “Cantiga de San Simón”, única muestra del arte del trovador Mendiño. Cantiga que, según Xosé María Álvarez Blázquez, recopilador de las obras de la escuela medieval gallego-portuguesa, basta para inmortalizar a su autor.

Non hei barqueiro nen remador;
morrerei fermosa no mar maior,
¡eu atendendo meu amigo,
eu atendendo meu amigo!


se lamenta la enamorada, sentada al pie de la ermita de la isla, esperando al amigo que no llega, mientras sube la marea. No tiene barquero ni remador que la rescate de su aislamiento y ella siente que le está llegando la muerte.

Pero no es solo la belleza lírica de la cantiga lo que nos interesa destacar. El prologuista de esta selección de la lírica trovadoresca, el gran polígrafo portugués, Profesor Manuel Rodrigues Lapa, señaló que, en verdad, por muy contradictoria que nos parezca hoy la cultura trovadoresca … ésta es por encima de todo un movimiento de liberación de las tutelas que pesaban sobre la cultura [en la Edad Media] y, justamente por eso, la primera afirmación categórica del hombre moderno. Es la gran aportación que hacen a la cultura de Europa las dos Galicias (como decía Rodrigues Lapa) la de allende y la de aquende el Miño, en perfecta identidad. Aportación que nos da pie para relatar sucintamente la evolución de la interpretación que desde Galicia se ha hecho de la cultura de Europa en los tiempos modernos y de cómo se ha entendido el objetivo de acomodar la cultura gallega en la casa común europea.


Entorno a sí mismo

En 1930, cuando ya se adivinaba en el horizonte la posibilidad de que España entrara en una era de libertad, y con España los distintos pueblos que la componen, Ramón Otero Pedrayo, que entonces estaba en los comienzos de su larga carrera de escritor y de intérprete de Galicia, publicó una novela, “Arredor de sí” (Entorno a sí mismo), en la que, a través de Adrián, el protagonista, narra su propia toma de conciencia respecto de Galicia y del lugar de ésta en Europa. Adrián, dice el autor, “imaginaba el futuro mapa de Europa: las fronteras no eran barreras aduaneras, sino vitales zonas de transición entre las armoniosas concentraciones de los pueblos. La voz de las tierras del Rhin no necesitaba pasar por Prusia para hacerse oír en el mundo, del mismo modo que el alpino del lago de Como no se vinculaba con el calabrés bajo una misma etiqueta estatal. Mejor que Estado, cada tierra era un libre conjunto de municipios, y nadie dominaba a nadie”. Y el mismo Otero Pedrayo, esta vez sin hablar por boca de un personaje de sus novelas, afirmaba en otra obra, Morte e resurreición, de 1932, que “toda la experiencia histórica gallega demuestra que nuestra alma europea y atlántica, si tiene fuerza esencial para mantenerse con la resistencia invencible del ser inmortal, solamente en la atmósfera europea encuentra el medio propio para su desenvolvimiento integral”.

Naturalmente, las palabras de Otero Pedrayo no surgían de la nada, sino que eran el resultado de un largo proceso de toma de conciencia. Por una parte – cosa que se aplica a España en su conjunto, o también en este caso hay que especificar a las clases más cultivadas de España – la idea de que Europa era una solución para los problemas españoles, ya se había manifestado en el siglo XVII. Y por Europa se entendía entonces y en otros muchos momentos Francia, como señaló el historiador Henry Kamen en su gran obra sobre el exilio español a lo largo de la historia. Pero ese mirar a Europa como meta no se aplicaba entonces a Galicia, que había estado dormida como país durante siglos. Solo cuando las “luces” de la Ilustración comienzan a iluminar Europa y llegan algunos destellos a este Finisterre se empieza a tener conciencia de país. Sin embargo, la Ilustración se malogró en España y no fue hasta el triunfo de los nacionalismos en el siglo XIX cuando de verdad surgen voces que hablan de la personalidad de Galicia como ente histórico y parte constitutiva de la cultura europea.

Los gallegos “se habían olvidado de que eran europeos”, dice Otero Pedrayo al analizar el movimiento – no muy potente – que se conoce como “Rexurdimento”, el “resurgimiento” de Galicia, anclado fundamentalmente en la recuperación del idioma gallego para la cultura, idioma que había quedado prácticamente relegado (con escasas excepciones) al ámbito rural. De la recuperación y defensa del idioma se pasó a la tarea de volver a formar parte de Europa y de sus valores, en una primera etapa por la vía de los estudios históricos, con la figura señera de Manuel Murguía. Pero el impulso definitivo para definir y planificar el cometido de Galicia en un mosaico europeo lo dieron los componentes de la llamada “Xeración Nós” (que toma el nombre de una revista cultural “Nós”, pero que también se puede interpretar como una declaración de identidad, entendiendo el pronombre “Nós”, como “nosotros, los gallegos con conciencia de serlo”).

Como ha señalado Marcelino Agís Villaverde en un texto sobre el significado europeo del pensamiento de Ramón Piñeiro, la Generación Nós no trató de perpetuar la cultura gallega como cultura literaria, sino que la elevó, mediante el ensayo, a un horizonte compartido con el resto de los autores europeos, sin por ello perder su raíz gallega. Y apunta que, leyendo a Vicente Risco, Otero Pedrayo, Castelao, Cuevillas y otros exponentes del grupo, “nos damos cuenta de que establecen un diálogo fecundo con los representantes más avanzados de la cultura europea de aquel tiempo: desde el vitalismo de Bergson, a las posiciones personalistas de Max Scheler, pasando por la visita a los herederos del idealismo hegeliano, la crítica de Spengler a la civilización occidental, o el actualismo de Gentile”.

Ese diálogo con las principales figuras de la Europa de entreguerras tuvo otra expresión muy importante: la labor de traducción de obras contemporáneas europeas al gallego. Muy importante porque, al tiempo que se daban a conocer esas obras en Galicia, se cumplía una tarea fundamental: el desarrollo del gallego como idioma capaz de transmitir la literatura y el pensamiento de Europa. La Generación Nós se había propuesto un doble objetivo: europeizar la cultura gallega y galleguizar Galicia. Y un principio básico, la definición de Galicia como “célula de universalidad”.

La dimensión política de esa definición de Galicia tiene tres aspectos: el internacionalismo, el europeísmo y el nacionalismo, todo ello interpretado a través de un prisma de facetas federalistas o, en ocasiones, confederalistas.

El internacionalismo de los galleguistas de la Generación Nós debe entenderse como una aspiración utópica, lo cual, por descontado, es como hay que entender el internacionalismo en general. De hecho, si se considera el internacionalismo como una alternativa al nacionalismo, nunca hasta ahora el internacionalismo ha tenido una concreción en la vida política, que está basada en la institución de la nación-Estado, aunque sí ha encontrado una vía en la naturaleza transnacional de las corporaciones industriales y financieras al desterritorializarse la economía. El galleguismo anterior a la Guerra Civil española entendió el internacionalismo como el camino para la inserción de Galicia en el concierto de naciones, a través del Congreso de Minorías Nacionales Europeas, organismo dependiente de la Sociedad de Naciones. La culminación de los esfuerzos para el reconocimiento internacional de Galicia como nación tuvo lugar en el IX Congreso de aquel organismo, en septiembre de 1933, cuando el que entonces era Secretario de relaciones internacionales del Partido Galleguista, Plácido Ramón Castro, que había intervenido en el Congreso, declaró que, a partir de aquel momento, “cualquiera que sea el régimen político en que viva Galicia, nuestra tierra, autónoma o no, ya está proclamada moralmente como nación”.

El europeísmo de la Generación Nós, manifestado en obras literarias y ensayísticas, tuvo también naturalmente una expresión política. Eran los tiempos en que las ideas paneuropeas del Conde Coudenhove-Kalergi habían arraigado en una minoría de políticos europeos y encontraron un importante portavoz en Aristide Briand, quien, en septiembre de 1929, en la Asamblea de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, recuperó el concepto de federalismo (que había quedado un tanto desvirtuado desde finales del siglo XIX) para aplicarlo a la estructuración de Europa. Quien mejor formuló el pensamiento europeísta de los galleguistas fue Alfonso Rodriguez Castelao, que trató de combinar nacionalismo y federalismo afirmando: “No somos separatistas, ni de España, ni de Europa, ni del mundo…Somos federalistas”. En su obra política fundamental, Sempre en Galiza, Castelao resume ese pensamiento en cuatro principios: a) Autonomía integral de Galicia para federarse con los demás pueblos de Hespaña (con H inicial); b) República federal española para confederarse con Portugal; c) Confederación Ibérica que se integraría en la Unión Europea; y d) Estados Unidos de Europa para constituir la Unión Mundial. Programa de máximos, evidentemente, pero que incluye un aspecto trascendental para Galicia: la relación con Portugal.

Un certero análisis de las ideas de Castelao en relación con Portugal es el que realizó Ramón Villares, en la III Conferencia anual Plácido Castro, que dedicó al tema “Portugal y el galleguismo”. Para Castelao, dice Villares, Portugal actúa como un referente positivo de Galicia, es decir, como un mito fundador, en cuanto que representan la etnia de reintegración. Pero no para disolverse Galicia en Portugal, sino para contribuir conjuntamente de un modo distinto a la Península Ibérica y la cultura ibérica. La posición de Castelao, señala Villares, está más próxima del catalán Bosch Gimpera en el sentido de que España debe ser la expresión de una pluralidad cultural, en la que fuese posible la integración pacífica de Catalunya, del País Vasco, de Castilla y, naturalmente, de Portugal. La idea fundamental de Castelao es que el futuro de Galicia como nación autónoma, con Estatuto, sólo es posible dentro de la República, dentro del sistema político democrático federal y que incluye a Portugal dentro de la Confederación Ibérica.

La Guerra Civil española, la guerra mundial y los largos años de dictadura franquista malograron todos los proyectos y silenciaron la obra de aquella Generación Nós. Poco a poco fue apareciendo una nueva generación gallega, apoyada por algunos supervivientes de la generación anterior, que se congregó, fundamentalmente, en torno a la Editorial Galaxia. España se había quedado aislada de la evolución de Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Una vez más, tras una sangrienta tragedia, Europa trata de reanudar el relato de la reconciliación, como lo llama el Profesor Antonio Estella, con el innovador proyecto de crear una unión europea en la que fuese imposible una guerra entre sus componentes. En el caso de Galicia, al plantearse el problema de cómo orientar una acción de reconstrucción galleguista, resultó evidente para una parte de las personas preocupadas por el futuro de una Galicia democrática y con personalidad propia, que su futuro pasaba por la promoción del europeísmo. Así lo entendieron figuras como Xaime Illa, Francisco Fernández del Riego, Domingo García Sabell o Ramón Piñeiro, y también un grupo de estudiantes universitarios en cuyo seno se debatían los proyectos que estaban tomando forma en la Europa democrática. Se partía de una idea fundamental, que recogía la tradición de todo el galleguismo anterior: “Europa es una cultura, o no es gran cosa”, según la definición de Denis de Rougemont, autor que tuvo gran influencia en aquellos galleguistas de la postguerra europea. Esa cultura se basa en la defensa de un conjunto de valores que son – o deberían ser – comunes a todos los pueblos europeos: la libertad, la democracia, la justicia social, la tolerancia, con su derivada el respeto. Pero la aplicación de esos valores – pensaban aquellos galleguistas que podemos encuadrar en la denominación de Generación Galaxia, pensamiento que sigue vigente – lleva consigo el reconocimiento de los derechos de las entidades subestatales europeas (sean estados federados, regiones o comunidades autónomas, en el caso de España) a convertirse en actores políticos y a desarrollar su propia personalidad en el seno de lo que García Sabell llamó “el enjambre europeo”.

No es éste el momento de examinar la ulterior polémica que se desató en Galicia (y que sigue levantando ampollas en mucha gente) a propósito de centrar en la cultura y el europeísmo federalista la acción del galleguismo y renunciar a la reconstitución de un Partido Galleguista, decisiones que, en buena medida, fueron inspiradas por Ramón Piñeiro. El propósito de esta introducción era mostrar que, desde el momento en que en Galicia se empieza a tener conciencia de país, se proclama y mantiene ininterrumpidamente la idea de que Galicia es depositaria de una cultura que se ensambla en la cultura europea y que el modelo político propicio para que ese ensamblaje tenga futuro es una Europa unida mediante una red de vínculos federales.

Habría que reconocer, no obstante, que el conjunto de valores que identificamos con la cultura europea no fue lo que los europeos llevaron como bandera en su expansión por otras tierras. No se hablaba entonces de “poder blando”: los imperios y las conquistas coloniales, e incluso la defensa de esas conquistas cuando ya en el mundo soplaban los vientos de la emancipación de las colonias se basaron en un descarnado “poder duro”. Es ahora, cuando en la arena política Europa ha quedado reducida a un “jirón de Eurasia”, según definición de un escritor gallego a principios del siglo pasado, es ahora cuando Europa debe buscar un proyecto geopolítico basado fundamentalmente en el poder blando.

Cabe preguntarse en este momento, ya totalmente olvidado el malogrado proyecto de Constitución Europea y en medio de las dificultades para desarrollar el Tratado de Lisboa, en qué situación se encuentran aquellos valores europeos dentro de la crisis que caracteriza al momento actual.

Hace un par de años, se publicó en Le Monde una entrevista con Daniel Cohn-Bendit, que en aquel momento había vuelto a la escena política francesa como cabeza de la lista “Europa Ecología”, grupo que proponía la conversión ecológica de la economía. Se le preguntó a Cohn-Bendit si la crisis económica y social constituía una amenaza para Europa, y él, tras reconocer que nunca había pensado seriamente en ese tema hasta que, en conversación con Joschka Fischer, ex ministro alemán de relaciones exteriores en el Gobierno Schroeder, éste le transmitió su inquietud con referencias a la gran crisis de 1929, y haciendo hincapié en la incapacidad que a su juicio tienen los dirigentes europeos para que Europa desempeñe el papel que le correspondería, respondió que, efectivamente, la crisis representa un peligro para la utopía europea y confesaba: “creía yo que la unificación europea era algo irreversible. Pero ya no estoy tan convencido de ello”.

Palabras muy graves las de Cohn-Bendit, que son el resultado final de un fracaso arrastrado desde el principio de la construcción de la unión europea. El fracaso consiste en que el europeísmo nunca ha llegado a convertirse en el programa común de los europeos. Nunca se ha tratado en serio de educar a los europeos, desde la escuela primaria, en la idea de que Europa es un espacio común en el que pueden convivir historias y tradiciones nacionales, pero orientándolas hacia la superación de las diferencias y la adopción de un espíritu europeo. Nunca se ha llegado a formular – y mucho menos a tratar de aplicar – planes de estudios que partan de la premisa de que Europa debe ser la superación de los nacionalismos. Nunca se ha sabido (o, tal vez, querido) transmitir a la opinión pública mediante campañas incisivas y bien armonizadas la labor que se desarrolla en las instituciones europeas. De ahí, por ejemplo, que una gran mayoría del electorado europeo, con proporciones en torno al 70 por ciento, no muestre interés alguno por las elecciones europeas.

Muy lejos – y no solo en el tiempo – quedan las palabras de aquel gran europeísta que fue Salvador de Madariaga cuando decía que Europa tenía que nacer y nacería cuando los españoles hablaran de “nuestro Chartres”, los ingleses, de “nuestra Cracovia”, o los italianos, de “nuestra Copenhague”. No se enseña historia de Europa, sino historia nacional en cada una de las naciones europeas. Como decía hace poco más de un año Eric Hobsbawn en una entrevista en The New Left Review, “la nación-Estado ha sido y sigue siendo el marco en que se adoptan todas las decisiones, tanto de política nacional como de política exterior. Incluso en el seno de la Unión Europea la política se sigue expresando en términos nacionales. En otras palabras – decía Hobsbawn – no hay una potencia supranacional que actúe, sólo Estados separados reunidos en una coalición”. Ahí tenía razón Hobsbawn, pero luego, al elaborar más sus opiniones, creemos que se equivocaba al decir que la Unión Europea no ha tenido éxito porque, son sus palabras, en cierta medida quedó coartada por el hecho de que sus fundadores pensaron en términos de crear un “super-Estado”, análogo a un estado nacional, solo que mucho más grande. A nuestro juicio, los fundadores pensaban más en un modelo supranacional que se asentara en un sistema federal. En lo que sí fracasaron los fundadores y los continuadores ha sido en llevar a cabo lo que hubiera sido una auténtica revolución: crear una conciencia europeísta en todo el ámbito europeo.

Esa falta de pedagogía europeísta viene a unirse a tres graves problemas que se manifiestan actualmente en Europa. Por una parte, la ola de indiferencia que parece inundar el continente. Por otra, el desapego de los ciudadanos respecto de los políticos en cada uno de los países europeos. Y, por otra parte, la aparición y crecimiento de una corriente populista.

Contra la indiferencia se han levantado voces que instan, principalmente a los jóvenes, a reaccionar. En el plano general europeo, el aldabonazo de Stéfane Hessel, llamando a la indignación y, en España, por ejemplo, un excelente libro de Josep Ramoneda y más recientemente el libro colectivo Reacciona, en el que se exponen diez razones por las que los autores dicen que hay que actuar frente a la crisis económica, política y social. Esa indiferencia o desinterés se ve incluso en el seno de los partidos políticos europeos, como señalaba Soledad Gallego Díaz en El País en un artículo titulado “Discutimos cosas irrelevantes” en el que decía: “El desinterés que muestran las instituciones españolas por lo que ocurre en las instituciones europeas sería insultante si no fuera simplemente estúpido. El futuro económico del país depende en buena parte de las políticas monetarias y presupuestarias que se desarrollen y esas son, precisamente, dos políticas que se debaten y determinan en la Unión Europea”.

En cuanto al desapego ciudadano respecto de los políticos, la encuesta “Europoll” en la que participan cinco diarios europeos, arroja unos resultados muy alarmantes. “Los europeos no se fían de los políticos, se decía en El País. Ni de los gobiernos ni de los que ejercen la oposición. Los perciben incapaces de solucionar los problemas que afectan a cada país y, sobre todo, no creen que sean honestos”. El muy reciente plante de los eurodiputados, al negarse a viajar en clase turista en trayectos aéreos inferiores a cuatro horas de duración, arroja más leña al fuego de las quejas de ciudadanos sometidos a una política de austeridad y de recortes en el estado del bienestar. Un observador importante – el politólogo Iván Krastov – dejó una reflexión muy clara en un entrevista de prensa: “Como testigos del colapso de la confianza en las élites políticas y empresariales… las elecciones están perdiendo su significado de opción entre alternativas y se transforman en procesos a la élites. Así, la democracia ya no es una cuestión de confianza, sino más bien de gestión de la desconfianza”.

El tercer problema, que en realidad es consecuencia de los otros dos, es la marea de populismo que se va extendiendo por el continente y que tiene manifestaciones muy preocupantes, como son la xenofobia y el nacionalismo radical que abjura de todo lo que conlleva el proyecto de una Europa unida. Y es bien sabido (sobran experiencias pasadas en Europa) que el populismo es una puerta abierta al fascismo.

Otro aspecto que conviene destacar en relación con la escasa proyección europeísta de las políticas que se aplican actualmente en Europa es el de la poco menos que total ausencia de referencias a las entidades subestatales cuando se habla de la necesidad de promover el ideal de la unión europea. La idea de Europa que tenían los fundadores de la Comunidad del Carbón y del Acero, además de superar de manera definitiva las rivalidades entre naciones, era la de integrar en un sistema federal no sólo a las naciones-Estado, sino también a las entidades subestatales componentes de aquellas naciones. Entidades capaces de desarrollar, por ejemplo, una acción internacional como la que, aplicada al caso de Galicia, ha estudiado exhaustivamente Xulio Ríos en su reciente libro sobre la paradiplomacia. También esa dimensión del europeísmo está recibiendo los ataques de los partidarios de la bilateralidad y del statu quo nacionalista en el seno de la Unión Europea. Hasta el punto de que ni siquiera se habla de la existencia de aquellas entidades que, en unos casos pueden ser subnacionales y en otros, como en el panorama español, naciones sin Estado.

Un ejemplo muy reciente a este respecto es un artículo, “Geoeconomía y cultura de Estado”, del diputado del Partido Popular, Sr. José María Lasalle, en el que habla de maximizar varios activos que España presenta, relacionados entre sí: Primero, hablar una de las dos lenguas universales de comunicación (ni mención de la riqueza plurilingüe del país); segundo, compartir con Iberoamérica una de las cuatro culturas más pujantes del mundo (no hay referencia al mundo lusófono); y tercero, disfrutar de la fisonomía institucional de una sociedad abierta avanzada con un alto desarrollo de infraestructuras tecnológicas. En la llamada era de la geoeconomía, España, dice el autor, debe buscar una posición en el tablero mundial, para lo cual debe establecer un modelo cultural de Estado que haga del (idioma) español el instrumento geoeconómico de la visibilidad de España en el mundo.

Opiniones como esta última plantean una cuestión fundamental: ¿Qué se quiere decir cuando se habla de que Europa utilice su “poder blando” como bandera para ejercer influencia en el mundo? Joseph Nye, que fue el creados de la expresión “soft power” (aunque formas de poder blando han existido siempre, a través del tiempo y de las civilizaciones), publicó en 2004 un libro sobre cómo triunfar en la política mundial mediante el poder blando. Y en ese libro el autor estaba convencido de que Europa disponía de excelentes instrumentos de poder blando, en particular porque las inversiones europeas en la promoción de relaciones culturales (citaba que en el caso de Francia eran superiores a 17 dólares por cabeza) eran muy superiores a las de Estados Unidos, que no pasaban de 65 céntimos de dólar, pero que también lo eran en otras actividades, como el fútbol. Ahora bien, todos los ejemplos que Nye aducía se referían a países por separado. En su análisis no aparece la Unión Europea como sujeto de poder blando.

Se ha estudiado ampliamente el poder blando de los Estados Unidos a partir de la primera guerra mundial. En la Gran Bretaña se ha analizado la influencia del cine norteamericano en aquellos años de penuria y desesperanza, cine que ofrecía un mundo poco menos que mágico. No sólo en la Gran Bretaña, claro está. Una derivada de aquella influencia fue, por ejemplo, la breve “era de los teléfonos blancos” en la producción cinematográfica de Italia, cuando el país entró en un momento de euforia al sentirse potencia imperial (entre 1937 y 1941).

Aparte del cine, las “armas de distracción en masa” (como las llamó Matthew Fraser en su libro de 2005 sobre el poder blando y el imperio norteamericano) abarcan todo lo que cabe en el concepto de “cultura pop”, es decir, desde la televisión y las producciones de la factoría Disney, hasta las marcas de comida rápida o las bebidas no alcohólicas.

Ahora bien, el “soft power” no es tan blando como pueda parecer, sino que, como se explicaba en un ensayo de Janice Bially, no se debe entender que el poder blando está en yuxtaposición con el poder duro, sino como continuación de éste mediante otros medios. Por más que, a primera vista, la penetración de la industria cinematográfica de Estados Unidos a partir de los años 20 del siglo pasado, pueda parecer un método blando, lo cierto es que se sustentaba en una posición de poder: los contratos con los productores estadounidenses, con fórmulas como la compra obligatoria de un paquete de películas, buenas y malas (el “block booking”) o el “blind booking”, la compra a ciegas, ponían entre la espada y la pared a los empresarios europeos, hasta que el Tribunal Supremo de Estados Unidos prohibió esas prácticas en 1948.

Tanto Estados Unidos como Europa practicaron la yuxtaposición de poder duro y poder blando a lo largo de todo el período de bipolaridad geopolítica de la “guerra fría”, desde la creación de la OTAN hasta la promoción de empresas culturales como fue el Congreso por la Libertad de la Cultura y la revista Encounter en calidad de instrumento de poder blando para combatir la influencia soviética. Por cierto que recientemente, en un libro de Alex Tunzelmann subtitulado “conspiración, asesinato y guerra fría en el Caribe” se pone de manifiesto la paradoja de que –dice el autor – “las administraciones Truman, Eisenhower y Kennedy eran sustancialmente marxistas en su pensamiento; es decir, que creían en la inevitabilidad histórica del triunfo del comunismo internacional, a menos que ellos pudieran ponerle coto por cualquier medio que fuese necesario”, a pesar de que, ya para entonces, la Unión Soviética había abandonado la idea de exportar la revolución para concentrarse en crear un imperio ruso.

¿En qué campos de actuación puede Europa – la Unión Europea – ejercer un poder blando en el momento actual? ¿Es el poder blando una expresión vacía a la que se acogen los desprestigiados líderes europeos para darse ánimos? Eso se sugería en la entradilla de un artículo de Eneko Landaburu, entonces Director General de Relaciones Exteriores de la Comisión Europea. Era en el verano de 2006 y Landaburu venía a decir que, por el contrario, se trataba de un sólido conjunto de políticas de la Unión. Era un momento de optimismo, en el que se ponía de relieve, por una parte, la importancia del incremento de miembros de la Unión, las buenas perspectivas que ofrecía la futura entrada de Turquía en el club, al perder peso en aquel país los “kemalistas” que se oponían a esa incorporación y, sobre todo, el instrumento de poder blando más importante de que se había dotado la Unión, a saber, la Política Europea de Vecindad, que, según se decía en una explicación de la propia Comisión Europea, “ofrecía a nuestros vecinos una relación privilegiada, creando un compromiso mutuo con los valores comunes: democracia y derechos humanos, estado de derecho, buen gobierno, principios de economía de mercado y desarrollo sostenible. Otros instrumentos eran el euro, “la segunda moneda de reserva del mundo”, decía Landaburu, y el “creciente impacto” (son sus palabras) del Protocolo de Kyoto.

Es evidente que la situación, cinco años más tarde, ha cambiado radicalmente. La Política Europea de Vecindad, en particular, atraviesa una etapa de convulsiones en buena parte de los países que serían los beneficiarios del poder blando europeo: Argelia, Marruecos, Túnez, Siria, Jordania, el Territorio palestino ocupado. Convulsiones que no se sabe a dónde pueden llegar. Y lo mismo puede decirse del euro o del Protocolo de Kyoto.

No se vislumbran posibles campos de acción para el poder blando europeo mientras no se estabilice la situación dentro de la propia Unión Europea, a su vez sacudida por profundos problemas económicos y en cuyo seno van apareciendo, como ya hemos señalado, fuerzas populistas ultranacionalistas y antieuropeas (los casos de las elecciones en Finlandia y de Hungría, con su nueva constitución, son bien evidentes).

El poder blando se ejerce primordialmente mediante la información, en todas sus posibles manifestaciones. Ahora bien, como denuncia el maestro de periodistas Iñaki Gabilondo, en su conciso y luminoso libro El fin de una época, vivimos en un estado de colonialismo informativo, “inmersos – dice – en el oligopolio de las grandes corporaciones informativas norteamericanas porque el inglés es el idioma que domina el mundo”. La situación no es nueva, claro está, sino que es la expresión de la dependencia cultural derivada de la hegemonía estadounidense. Cierto es que no existe – ni en realidad puede existir en el mundo actual – un ámbito cultural totalmente independiente, no ya de “influencias”, palabra aborrecible y profesoral, decía Julio Cortázar hablando del concepto de “contexto cultural”, sino de préstamos, aportaciones e incorporaciones. Como el propio Cortázar decía, “el árbol de una cultura se alimenta de muchas savias, y lo que cuenta es que su follaje se despliegue y sus frutos tengan sabor”.

Estos últimos meses se puede ver en Madrid, en la Fundación March, una reveladora exposición, bajo el título de “América Fría”, que demuestra la complejidad del proceso de incorporar formas culturales de unos continentes a otros. A primera vista, podría parecer que el espléndido arte abstracto latinoamericano del siglo XX fue una adaptación de la evolución del arte europeo, pero la realidad es que hubo un viaje de ida y vuelta entre Europa y Latinoamérica y que, además, unos y otros reinventan formas artísticas que ya habían inventado los artistas rusos en los albores de la revolución.

Pero una cosa es la incorporación y adaptación de elementos culturales ajenos y otra el fenómeno de la dependencia cultural, que tiene más que ver con el mundo de la información, en el que se incluye no sólo la información periodística, sino todo lo que sea comunicación Y ese mundo, si lo consideramos desde el punto de vista europeo, ha estado – y sigue estando – dominado por los Estados Unidos.

Hay que reconocer, no obstante, que las nuevas herramientas informáticas, las redes sociales, en una palabra, Internet, han abierto un nuevo universo para la difusión de información en el que, a menos en principio, no tienen hegemonía las corporaciones informativas. En ese universo, idóneo para el ejercicio del poder blando, podrían desarrollarse campañas de concienciación europeísta inspiradas, animadas y dirigidas por instituciones como las participantes en estas jornadas, y que sin duda podrían ser mucho más eficaces que las campañas informativas desarrolladas por las instituciones de Bruselas. Siempre y cuando, claro está – mirando las cosas a largo plazo – que se mantenga la “neutralidad en la Red”, según expresión de Tim Wu, quien, en su libro más reciente, The Master Switch (algo así como “el interruptor maestro”, o general), habla del peligro de que Internet siga el camino de otros medios de comunicación anteriores, que, tras un período de esperanzas optimistas de que con ellos se resolverían problemas de la sociedad, aparecen nuevos emprendedores que conquistan el mercado con sus mejoras. Los consumidores aceptan esas mejoras y los nuevos emprendedores tienen cada vez más éxito, van desapareciendo los competidores anteriores y al final, la industria es capturada por un monopolio (la telefonía) o por un cártel, como es Holliwood. Es lo que Tim Wu llama “el Ciclo”.

De momento, pues, el mundo de Internet no está dominado por ninguna potencia, por lo que se nos ofrece como un medio excelente para crear conciencia europeísta, pese a todos los problemas que la Unión Europea y sus componentes están sufriendo y que provocan un alejamiento respecto de los ideales de la Unión.

En el caso de las entidades subestatales europeas y concretamente en el caso de Galicia, la dependencia cultural es doble, ya que, aparte de la dependencia cultural común a toda Europa respecto de los Estados Unidos, los medios de comunicación generales de España ejercen una intensa labor de homogeneización cultural, especialmente a través de la televisión, que dificulta, cuando no impide, la promoción de la cultura de aquellas entidades.

El instrumento principal para aplicar un “poder blando” es el idioma, en el caso de las entidades subestatales con lengua propia, “la llave con que abrimos el mundo” decía Anxo M. Lorenzo Suárez, Secretario General de Política Lingüística de la Xunta de Galicia, tomando prestada la expresión de un poeta para titular un artículo que publicó el 21 de febrero, Día Internacional de la Lengua Materna. “Galicia es una comunidad con dos idiomas oficiales”, decía, y el disponer de lengua y cultura propias nos amplia el universo de comunicación, las posibilidades de elección y constituye un puente que facilita el acceso a otros idiomas y culturas”.

Para poder utilizar ese instrumento eficientemente, es necesario que existan, por un lado, instituciones que promocionen la proyección internacional de la cultura gallega y, por otro, que se hayan definido claramente los ámbitos en los que desarrollar esa labor. En lo que se refiere a instituciones, Galicia se encuentra en una situación de carencia, sobre todo si la comparamos con el papel que desempeñan en Euskadi y en Catalunya tanto sus gobiernos autonómicos (con sus respectivas y tupidas redes de delegaciones en el exterior) como instituciones pujantes y eficaces, por el ejemplo, el Institut Ramon Llull catalán. Como señala Xulio Ríos en su obra Nós no mundo, frente al organigrama del gobierno gallego relacionado con la acción exterior, complementada con la Fundación Galicia-Europa y las delegaciones de Buenos Aires y Montevideo, “los gobiernos vasco y catalán ofrecen un organigrama que parece de otra galaxia”.

Ahora bien, si, según el genio popular gallego, “no tenemos más bueyes que los bueyes que tenemos, y tenemos que arar con ellos porque no tenemos otros bueyes”, ¿cuáles pueden ser los ámbitos en que se pueda desarrollar el poder blando gallego? En primer lugar se encuentra, evidentemente, la Unión Europea; pero es que Galicia, por ser no solo país europeo, sino también atlántico, tiene otros escenarios en los que puede y debe proyectar sus valores culturales (aparte, claro está, aunque eso cae fuera del ámbito de estas consideraciones, de la proyección e internacionalización de su economía). Ante todo, el mundo lusófono, empezando naturalmente por Portugal, pero también, y muy especialmente, el Brasil, así como los países africanos de lengua oficial portuguesa, los llamados PALOP.

Así lo ha visto, recientemente, la Comisión de Acción Exterior del “Consello da Cultura Galega”, organismo consultivo que formula ideas y propuestas para garantizar una presencia internacional de la cultura gallega y que alienta iniciativas que puedan permitir un mejor aprovechamiento de recursos y un mayor conocimiento de la cultura gallega que está presente en el exterior, conectándola con la Galicia interior. Entre los acuerdos adoptados por esa Comisión está el de concentrar en Brasil la estrategia de actuación y el de establecer actividades con la red del Instituto Cames, órgano de proyección internacional de la lengua y la cultura portuguesas.

Otro instrumento importantísimo, hasta ahora solo aprovechado a medias, es la diáspora gallega. Se trata no solo de los numerosos Centros y Casas de Galicia que hay en varios continentes, principalmente en Latinoamérica, sino también de muchos gallegos no encuadrados en esos centros, pero que están integrados en las sociedades de los países de residencia o de adopción y que constituyen, como ha señalado Xulio Ríos, “un capital relacional clave en la sociedad del conocimiento, que puede servir para tender puentes, tejer alianzas y desarrollar políticas activas con el exterior”.

Tres conclusiones

De todo lo dicho, podríamos extraer tres conclusiones:

Primera, que Europa, la Unión Europea, parece haber dejado por el camino algunos de sus valores fundamentales, como son la tolerancia y la solidaridad. Schengen está en entredicho porque la Unión es incapaz de digerir el problema de una afluencia de inmigrantes (que tal vez pudieran ser, en realidad, refugiados) del Norte de África, situación que seguramente confirmará más a los británicos en su opinión de mantenerse alejados de todo lo que sea llevar adelante la construcción de Europa.

Segunda, que padecemos un enorme déficit de espíritu europeísta que exige la adopción de medidas correctoras, medidas que quizás las presentes jornadas de reflexión puedan empezar a esbozar.

Tercera, que se ha archivado, o poco menos, el ideal federalista que informaba el proyecto original y que era – y sigue siendo – la esperanza de naciones sin Estado, como Galicia, para hacer realidad su personalidad propia en la escena europea y no quedar, como la moza de la cantiga de Mendiño, amenazadas por la subida de una marea, en este caso, de homogeneización.