En todas las ciencias, en todos los estudios, en la formación de las nuevas generaciones, se tiende a usar modelos, modelos que, lejos de inspirar, -entendiendo por inspirar la capacidad de éstos para provocar un despertar- se cristalizan y se convierten en estructuras rígidas y dogmáticas, cuando se estimula su memorización y su repetición como un fin del aprendizaje, como un recurso para la especialización.
Esta acción pedagógica está impregnada por dos pensamientos: el primero considera que toda obra viene avalada por la fama que su creador ha alcanzado, por lo tanto, es garantía de la culminación de un proceso que pasa de ser una expresión individual a considerarse un objetivo universal, adoptándose, por lo tanto, como una necesidad a perseguir por todos.
El segundo pensamiento considera que no todos los seres humanos son potencialmente extraordinarios. Por lo tanto, la inmensa mayoría de ellos han de caminar por el sendero dibujado, en su trayectoria, por aquellos que han sido reconocidos socialmente como únicos. Esto implica que la cultura y la visión que se impone es la de minorías privilegiadas, o la de seres con una extraordinaria capacidad para superar dificultades. La influencia de este pensamiento puede llegar a condicionar a los individuos en los aspectos más cotidianos e íntimos de sus vidas.
Consecuentemente, el modelo de vida que se adopta, que podría servir de estímulo, es, por el contrario, el asesino de las posibilidades nuevas que pudieran surgir. Así se afirma: no alcanza a ser extraordinario como tal personaje, no puedes superar lo que ya ha sido elegido como modelo u objetivo, luego, “mejor silencias esa inquietud, esa idea que te bulle, esa posibilidad que intuyes que está en ti, descártalas porque no sirven para el objetivo que tienes que perseguir, mira el modelo y síguelo, por ahí es por donde hay que caminar”.
De esa condena parece que no se salva nadie, si por salvarse se entiende estar en paz y contento consigo mismo. Por ello, los que llegan a ser creadores reconocidos, suelen ser, en mayor parte de las veces, personalidades aisladas, enfrentadas a una lucha en solitario y a un esfuerzo contra las carencias y las resistencias del entorno para lograr concretar y materializar su obra, para aceptarse a sí mismo como distinto.
De ese modelo se saldrá cuando aceptemos que en cualquier ser humano, en todos los individuos, existe una potencialidad y dar con ella es uno de los objetos de la vida. Pues, cualesquiera que sean las circunstancias en las que se haya nacido, las historias de vida personales son las historias del encuentro con esa potencia genuina, una potencia que ha de ser el objetivo principal a apoyar y favorecer por todas las instituciones sociales. Lograr encontrarse como individuos transcendentes es lograr dar, también, con el sentido de lo social.
La armonía, la solidaridad, el respeto a la diversidad, la responsabilidad con la naturaleza, etc., quizás sólo lo puede lograr una sociedad que entendiera la razón de ser de la existencia humana, de la existencia de lo orgánico y de lo inerte. Una sociedad que viese más allá de lo que toca, de las leyes que descubre. Una sociedad con un sentido trascendente.
Si lográramos captar en un instante lo absolutamente complejo de cualquier materialización, podríamos entender el por qué la necesidad de que se combinen tantos elementos para que se exprese una mañana de primavera, para que se dé un encuentro agradable con unos amigos, para que estalle un acto bélico, o para que un ser humano sea consumido por la enfermedad y el dolor en su lecho. El olor, la luz, la voluntad de ser, los sonidos, la renuncia a la vida, los pensamientos, los ideales, los ciclos, la química, ... todos a la vez interactuando, todos en la misma dirección y sentido, aunque, aparentemente y en ocasiones trabajen en oposición. Todos respondiendo a una orientación precisa, todos responsables de los resultados: el aire y el sol; los pájaros y los humanos; las piedras y el mar; los astros y las leyes de la gravedad; el movimiento y las estaciones; lo concreto y lo universal; lo particular y lo global; lo sutil y lo denso; lo aparentemente evidente y lo misterioso; la creencia en Dios o la negación de su existencia. Entonces entenderíamos los límites de la mente humana y la felicidad que supone el haber logrado, intuitivamente, un instante de esa conciencia que nos lleva a entender la importancia de la relación y la razón de la dependencia.
Esta acción pedagógica está impregnada por dos pensamientos: el primero considera que toda obra viene avalada por la fama que su creador ha alcanzado, por lo tanto, es garantía de la culminación de un proceso que pasa de ser una expresión individual a considerarse un objetivo universal, adoptándose, por lo tanto, como una necesidad a perseguir por todos.
El segundo pensamiento considera que no todos los seres humanos son potencialmente extraordinarios. Por lo tanto, la inmensa mayoría de ellos han de caminar por el sendero dibujado, en su trayectoria, por aquellos que han sido reconocidos socialmente como únicos. Esto implica que la cultura y la visión que se impone es la de minorías privilegiadas, o la de seres con una extraordinaria capacidad para superar dificultades. La influencia de este pensamiento puede llegar a condicionar a los individuos en los aspectos más cotidianos e íntimos de sus vidas.
Consecuentemente, el modelo de vida que se adopta, que podría servir de estímulo, es, por el contrario, el asesino de las posibilidades nuevas que pudieran surgir. Así se afirma: no alcanza a ser extraordinario como tal personaje, no puedes superar lo que ya ha sido elegido como modelo u objetivo, luego, “mejor silencias esa inquietud, esa idea que te bulle, esa posibilidad que intuyes que está en ti, descártalas porque no sirven para el objetivo que tienes que perseguir, mira el modelo y síguelo, por ahí es por donde hay que caminar”.
De esa condena parece que no se salva nadie, si por salvarse se entiende estar en paz y contento consigo mismo. Por ello, los que llegan a ser creadores reconocidos, suelen ser, en mayor parte de las veces, personalidades aisladas, enfrentadas a una lucha en solitario y a un esfuerzo contra las carencias y las resistencias del entorno para lograr concretar y materializar su obra, para aceptarse a sí mismo como distinto.
De ese modelo se saldrá cuando aceptemos que en cualquier ser humano, en todos los individuos, existe una potencialidad y dar con ella es uno de los objetos de la vida. Pues, cualesquiera que sean las circunstancias en las que se haya nacido, las historias de vida personales son las historias del encuentro con esa potencia genuina, una potencia que ha de ser el objetivo principal a apoyar y favorecer por todas las instituciones sociales. Lograr encontrarse como individuos transcendentes es lograr dar, también, con el sentido de lo social.
La armonía, la solidaridad, el respeto a la diversidad, la responsabilidad con la naturaleza, etc., quizás sólo lo puede lograr una sociedad que entendiera la razón de ser de la existencia humana, de la existencia de lo orgánico y de lo inerte. Una sociedad que viese más allá de lo que toca, de las leyes que descubre. Una sociedad con un sentido trascendente.
Si lográramos captar en un instante lo absolutamente complejo de cualquier materialización, podríamos entender el por qué la necesidad de que se combinen tantos elementos para que se exprese una mañana de primavera, para que se dé un encuentro agradable con unos amigos, para que estalle un acto bélico, o para que un ser humano sea consumido por la enfermedad y el dolor en su lecho. El olor, la luz, la voluntad de ser, los sonidos, la renuncia a la vida, los pensamientos, los ideales, los ciclos, la química, ... todos a la vez interactuando, todos en la misma dirección y sentido, aunque, aparentemente y en ocasiones trabajen en oposición. Todos respondiendo a una orientación precisa, todos responsables de los resultados: el aire y el sol; los pájaros y los humanos; las piedras y el mar; los astros y las leyes de la gravedad; el movimiento y las estaciones; lo concreto y lo universal; lo particular y lo global; lo sutil y lo denso; lo aparentemente evidente y lo misterioso; la creencia en Dios o la negación de su existencia. Entonces entenderíamos los límites de la mente humana y la felicidad que supone el haber logrado, intuitivamente, un instante de esa conciencia que nos lleva a entender la importancia de la relación y la razón de la dependencia.
Alicia Montesdeoca
Editado por
Alicia Montesdeoca
Licenciada en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, Alicia Montesdeoca es consultora e investigadora, así como periodista científico. Coeditora de Tendencias21, es responsable asimismo de la sección "La Razón Sensible" de Tendencias21.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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