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Ada Salas: "La escritura es siempre una experiencia de riesgo"

La poeta nos habla de su último libro "Descendimiento" (Pre-textos, 2018), estrechamente vinculado al cuadro homónimo de Rogier van der Weyden


En 2018, la poeta Ada Salas (Cáceres, 1965) publicó "Descendimiento" (Valencia, Pre-Textos), un libro de poemas en el que una pintura “se adueñó” del proceso de escritura. El cuadro elegido (o el que la eligió a ella, según nos cuenta) es “El Descendimiento”, del pintor flamenco Rogier van der Weyden (Tournai, Bélgica, 1399-Bruselas, 1464), “sin duda, una de las obras maestras de la pintura flamenca de todos los tiempos”, según la nota de Joaquín Yarza Luaces que aparece en la web del Museo del Prado, donde lo podemos contemplar actualmente. Sobre este libro, su relación con el cuadro y mucho más hablamos con la propia poeta (*). Por Javi Gil Martín.




Ada Salas. Fotografía de Chema de la Peña.
Ada Salas. Fotografía de Chema de la Peña.
Javier Gil Martín (JGM): El primer libro tuyo que leí fue “La sed”, allá por 2003, y su lectura supuso una conmoción. Ahora, casi 20 años después, Descendimiento ha supuesto una conmoción (diferente, claro; el lector que era con veinte y el que soy ahora no son el mismo). Más allá de mi experiencia personal como lector, ¿cómo está siendo (y cómo estás sintiendo) la recepción de tu nuevo libro?
 
Ada Salas (AS): Estoy muy contenta con todo lo que atañe a la recepción, la lectura y la escucha del libro. Con las mías propias, también. A mis ojos el libro ha crecido al “separarme” de él. Y en lo que respecta a los lectores, no se puede pedir una respuesta más generosa. Siempre me sorprende que a alguien pueda enriquecerle de alguna manera la lectura de mis poemas, siempre. Descendimiento es un libro, digamos, duro, o eso creo, y exigente con el lector, o eso me parece. Me siento muy acompañada, profundamente acompañada, por quienes lo leen. Y más que agradecida.
 
JGM: Dos de tus últimas obras, Ashes to ashes (2011) y Diez mandamientos (2016), son colaboraciones con el pintor Jesús Placencia. En este sentido, tienen un nexo de unión con Descendimiento, pero en este último se trataría más bien de monólogo en tanto que el interlocutor potencial (Rogier van der Weyden) es un pintor flamenco del siglo XV. ¿Qué diferencias has sentido en la forma de enfrentarte a ambos procesos?
 
AS: En realidad el proceso de cada libro es nuevo, diferente. Ashes to ashes tenía no solo los dibujos de Jesús Placencia como “referente”, sino que también “dialogaba” con Cuatro cuartetos de Eliot. Con su mundo. Digamos que el punto de partida era tan rico, que la “búsqueda” de partida me venía un poco dada. Diez mandamientos me “dirigía”, en cierto modo, también. El “tema” de cada uno de los poemas (cada uno de los diez mandamientos vitales que planteaba Jesús Placencia) me “conducía” hacia un lugar que no sabía cuál era, pero me indicaba el camino. En ambos casos, la sensación (constante) de co-autoría me “liberaba”, digamos, de una “responsabilidad” creadora, y escribía con un cierto “descanso”, algo que no me ocurrió en libros anteriores donde, digamos, yo estaba más sola. En el caso de Descendimiento, el proceso ha sido muy distinto. No había punto de partida. El cuadro no fue un origen, sino un destino. El cuadro se (me) incorporó durante el proceso de escritura, y se “adueñó” de él. Yo asistía perpleja a lo que estaba sucediendo, admirada, y agradecida. No pretendí en ningún momento hablar del cuadro. Él me eligió a mí, y me ayudó a elaborar un discurso que yo sentía que él (el cuadro) y yo teníamos que pronunciar. En ese sentido, de nuevo acabé teniendo una sensación de “co-autoría”, pero de otra naturaleza.

JGM: Una de las presentaciones del libro tuvo lugar en el propio Museo del Prado. ¿Cómo fue para ti leer poemas en la propia “casa” del "Descendimiento" de Rogier van der Weyden?
 
AS: Fue emocionante, casi paralizante por la intensidad de esa emoción. Pero fue también una fiesta del y de los sentidos. Algo estaba pasando en ese auditorio, algo que no tenía que ver conmigo, sino con la fuerza y la belleza de ese cuadro, de la música que escuchamos (Brocke, Bach), del imán de la poesía, de las palabras. Tuve la suerte de que el museo permitiera que el libro se ley­­­­­era allí, la oportunidad de devolverle, humildemente, algo de lo mucho que me había dado. Era una forma de decirle gracias al pintor, al museo y, por supuesto, a las personas que lo hicieron posible.
 
JGM: En tu reciente conferencia/recital en la Fundación Juan March, para expresar cómo te sentías al hablar de tu propia poesía, decías: “Frío, indefensión, desnudez. Desnuda. Desnudada. Inerme. ¿Por qué? (...) porque eso está en la médula, es decir, en el centro del ser”. Esas sensaciones o estados casan muy bien con las figuras que encontramos en el cuadro de Van der Weyden (ahí, el desnudo sería espiritual, claro; físico solo en el caso de Jesucristo). ¿Qué relación crees que puede haber entre esa sensación al hablar de lo poético en ti y la atracción que sientes y te ha llevado a escribir un libro con ese cuadro como eje?
 
AS: Tiene que ver con la idea de que la escritura es siempre una experiencia de exposición absoluta, una experiencia de riesgo, de apertura, de “darse” sin protecciones, sin escudos, abrigos o defensas. Sin pertrechos. Si de algo estoy contenta es de haber sido capaz de no “oponer resistencia” a que el cuadro (sus colores, sus personajes, sus “mensajes”, su composición, todo lo que es, su “partitura” y su “danza” de sentimientos) actuara en mí. Ese es, quizá, el único mérito que quizá pueda atribuírseme. A veces lo difícil en la creación es ser “pasivo”, no imponerse. Exponerse.
 
JGM: La muerte se encuentra entreverada en muchos de tus poemas, pero quizá, como no podía ser de otra manera, en Descendimiento de una manera especialmente fuerte. Háblanos, si te parece, de esta relación en tu obra y, si la hubiera, sobre la diferencia con respecto a este último libro.
 
AS: Bueno, no es fácil hablar de esto. Recurro a Machado: “Se canta lo que se pierde”. Y a Miguel Hernández: las “tres heridas”, que son, en su maravilloso poema, “la de la vida, la del amor, la de la muerte”. Intercambiables, las tres. Vivir, amar, morir: de alguna manera, las tres son la misma. Crear implica una “acción” de la conciencia. La escritura en mí va ligada a una conciencia de la pérdida, y toda pérdida es una forma de muerte. En realidad, es tan sencillo como no ser sordo a cómo actúa el tiempo: al ruido (o la furia) de su paso por todos nosotros, por nuestras vidas. A su música también, claro.


(*) Esta entrevista y selección de poemas de “Descendimiento” se publicaron inicialmente en Adiós Cultural, en el número 138 (septiembre y octubre de 2019). Además, se publicó en este mismo número el artículo “La sobrecogedora interpretación de Van der Weyden”, de Ana Valtierra, sobre la obra del pintor flamenco. Se reproduce con autorización.
 

Poemas de Descendimiento (Pre-Textos)
 
EL vacío.
Su piel como escamas qué
protege. Tú eras el amor todo se abría
todo
bebía de tu luz. Ahora este cadáver
que
hay que enterrar
este despojo
que
se nos cae de las manos.
Lo que viene después de la alegría del
deslumbramiento. Lo que nos pesa
es no tener más vida.
 
 
DEBAJO de la piel
corre la sangre. Debajo del color
el blanco del estuco.
La luz.
La transparencia.
Otro poco
de aceite
para
que lo vivo
aflore entre lo muerto.
El pulso de esa mano. La savia
de ese roble. Un pequeño gusano
que crece en esa herida
una abeja
que zumba
en ese corazón.
 
Quién se atreve a decir que todo está cumplido.
 
Cuando va a anochecer
los vencejos invaden esta sala
vacía.
 
 
NO aún
la rigidez.
Aún cierta tibieza.
Deslizándose hacia.
Hacia el reino del no.
Pero aún esa curva en el torso
esa
flexión en ese brazo
esa
ternura en las rodillas. Esa carne que aún
si la tocaras. La muerte es lo que no
podemos conocer ―lo que no
conocemos no puede
describirse
no
representarse―.
La muerte nos aleja la muerte no es humana.
Has querido pintar un cadáver.
 
 
(Écfrasis ―ahora sí―. Inventario)
 
HAY una
calavera,
No hay ningún animal.
Son cuatro las mujeres seis los hombres.
Apenas un vestigio de paisaje
―cuatro
tres
florecillas
debajo de los pies
de Magdalena―. Luego están
el dorado
lo extraño de esa rara tracería
―de su
delicadeza así
como de orfebre―. Como un
elemento ilusorio. Como si esto ocurriera
en la
profundidad
de un espacio dramático
―la caja
donde ocurre
el sufrimiento―.
Y tú el espectador.
Los zapatos la piel
―qué raros
los zapatos―
la frente y los mechones ―uno
a uno
marcados los cabellos―. Las piernas. Ese rojo.
Los clavos que se salen del encuadre
―el horror
que no encuentra lugar―. Unos cuerpos
que pesan
y flotan sin embargo
que pueden que podrían
tropezarse
que parecen a punto
de caer uno encima del otro
―difícil
sostenerse
para siempre en el llanto―. Y la cruz. Esa cruz
tan pequeña. Para ser
un humano es preciso
―nos dice―
sufrir hasta la muerte.
También estar desnudo. O que la
desnudez
es tan sólo divina.
Y no existen los dioses.
Y ese cuerpo no sufre.
Y ese Dios no está muerto.


Domingo, 22 de Diciembre 2019
Javier Gil Martín
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