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“El agua”, de Miguel Ángel Curiel: palabra, cambio y construcción

El autor publica su último poemario con ediciones Tigres de Papel


El poeta Miguel Ángel Curiel (Korbach Valdeck, Alemania, 1968) ha publicado recientemente “El agua” (ediciones Tigres de Papel, 2014), un libro que es rescritura de una etapa poética por cuya vena central transcurre el agua, símbolo del cambio y la reinvención perpetuas. La poesía en este libro es sencilla, cotidiana, pero cobra nuevo ser en el poema para hablar del mundo como partícipe de su propia construcción. Por Ángel Luis Luján.




“El agua”, de Miguel Ángel Curiel: palabra, cambio y construcción
El último poemario de Miguel Ángel Curiel (Korbach Valdeck, Alemania, 1968), titulado El agua (Tigres de Papel, 2014) no es una recopilación, a pesar de las fechas que aparecen en su portada: es una reescritura de una etapa poética, una trilogía por cuya vena central transcurre el agua y, como el agua, es una poesía que se inventa a sí misma y se hace a sí misma, que está en perpetuo cambio. Me atrevería a decir que cada nueva escritura, como al lector cada nueva lectura, sorprende al poeta.

El movimiento ha ido hacia la depuración. Yo creo que Curiel ha ido dejando su poesía más esencializada de lo que era en partida, y ya era esencial, digo en el prólogo elemental, en el sentido de que trabaja con los elementos, pero quizá haya que sumar ambos procesos y hablar de una esencialización en ambos sentidos: en la depuración formal y de procedimientos y en la limitación del mundo a sus realidades esenciales: el agua, la tierra, el aire, los pájaros.

Esta sutilización de lo poético ha llevado a otros al silencio, o sucedáneos del silencio, pero Curiel no es de esos poetas, el silencio no le tienta, su pasión es la palabra que llena el silencio en torno a él y al lector y lo hace vibrar. Sin palabra no hay poesía, por más que se empeñen algunos.

Y la palabra de Miguel Ángel Curiel es sencilla, cotidiana, pero cobra nuevo ser en el poema al hacerse objeto de él, pues ocurre que en la poesía de Curiel la palabra se vuelve sobre sí misma y asistimos al acto de nombrar y de nombrarse, asistimos al nacimiento de la palabra de la pluma del poeta.

De manera que todos los poemas hablan del mundo y de su propia construcción o, mejor dicho, de cómo la construcción del poema construye el mundo, con lo que llegamos a figuraciones imposibles: “Y el hombre del poema / escribe ese mismo poema / ahora en el blanco de la muerte”.

Abundan los momentos en que asistimos al acto de escribir del poeta: “Folio donde escribo, tras unos muros también blancos”, curiosamente siempre relacionado con la blancura y con la muerte. A partir de aquí podríamos empezar a tirar de un hilo infinito que nos lleva a Mallarmé y su idilio con la nada (la nada fue mi Beatriz), al terror de Darío, repetido en todos los escritores, ante el papel en blanco, pero también hacia algo que nos habla de la poesía como un camino de salvación y no aniquilamiento.

Y nos situamos en el centro de la modernidad poética, o de lo que de la modernidad poética se ha salvado del (aparente) naufragio de lo posmoderno. Estamos en el Heidegger convencido de que la palabra poética abre el sentido auténtico del mundo. Hay varios recuerdos y reescrituras de Heidegger en el libro, que es además bastante alemán en un retorno a su pasado más remoto una búsqueda en los orígenes.

Hay recuerdos incluso conceptuales del filósofo de Friburgo: “Todo se oculta / en torno a algo que es/ igual a lo que oculta” (“Bosques”). Y es que para Curiel, como para Heidegger, la lucha del pensamiento y de la filosofía es precisamente poner en claro el mundo, “desocultarlo”, la identidad aparente entre lo oculto y lo visible es lo que hace que lo oculto no se nos muestre como tal, es el poeta el que debe sacar a la luz el sentido de lo oculto.

La célebre afirmación del filósofo de Friburgo de que el poeta es “el pastor del ser” se convierte, no obstante, en Curiel, en duda: “¿Era yo el más indicado para ser allí arriba el campanero, el pastor o el zahorí? ¿Era yo el dueño del eco?” (“Mañana de San Sebastián”). Y el poeta duda porque no se fía del lenguaje tanto como lo hacía el autor de Ser y tiempo, siempre le queda la sospecha de que el lenguaje, igual que puede dar a la luz la plenitud oculta de la experiencia, también puede nombrar el vacío y destapar nuestra vivencia como la insistencia de la nada (y aquí aparece en escena Mallarmé): “El nombre de las playas siempre es un nombre para llenar el vacío del lugar. El mar no necesita de nombres (“La playa”, cursiva del autor), o más definitivamente: “El poema enfila la nada” (“Siemprenunca”).

Celebración y derrota

El libro, pues, va basculando entre estos dos polos: el de la celebración y el de la derrota. Es una tensión propia de la modernidad poética, una tensión que sostiene el sentido, pues en ningún momento se trata de escapar por la puerta fácil y de emergencia del sinsentido.

Porque a pesar de algunas características que nos podrían hacer ver el libro como de un cerrado subjetivismo, de una meditación interior intrasferible e intransitable, de un hermetismo fronterizo y evasivo, sin embargo es un libro fundamentalmente comunicativo.

El poeta presenta algunos de los poemas como “cartas al poder”, y ocupa un lugar destacado la meditación sobre la relación de la palabra con él. Se sitúa así esta vez bajo el magisterio de Adorno, para el que el lenguaje que se opone verdaderamente al poder no es el del enfrentamiento directo, sino el divergente de la vanguardia, el que no respeta las normas establecidas y el discurso lineal.

La palabra, presentada en su pureza y en su desnudez, como hace Curiel, enfrenta al lector con la falsedad esencial de cualquier discurso que vaya más allá de lo real, en el sentido de lo auténtico. La luminosa precisión, minuciosidad y concreción con la que el poeta desmenuza el mundo se opone al discurso abstracto y vacío, lleno de conceptos y falto de referentes del poder.

Mientras que el discurso del poder es un discurso que quiere hacerse tan visible como las realidades a las que remite, perpetuarse en sí mismo, la poesía se le opone como un puente: “¿Y no es la poesía solo eso, un puente invisible entre las realidades visibles? (“El puente”). Un puente es también algo que une y hermana, frente a los discursos oficiales que separan.

Pero si el libro es comunicativo es sobre todo por lo que es capaz de contagiar al lector con la lucidez y nitidez de las “visiones” de Miguel Ángel. Como el poeta dice en “Criba”: “Me alimento de visiones breves”. Son visiones no solo en el sentido antes explicado de que abren el mundo a una luz nueva, sino que estos poemas tienen la capacidad de hacernos visible la propia materialidad de la existencia, son muy gráficas, vemos lo que el poeta ve, pero no necesariamente como el poeta lo ve, pues eso no tendría ningún valor, sino que lo que nos hace Curiel es una donación, una donación de sentido y de sentidos que debemos completar nosotros. Ocurre en “Haciendo un pozo”:

La luna fermentada,
el pan mordido,
el poema a la mitad…


Realidades puestas ahí, ofrecidas para que los lectores le den el sentido último, y en efecto hasta tal punto coincide nuestra visión con lo otorgado por el poeta, que el poema está a la mitad.

En ese sentido de lo visual, esa sensación de inmediatez que tiene la poesía de Curiel, como si hubiera abolido todas las barreras, me impresionó desde la primera vez que lo leí el poema “Lumbre en la arena”

De niño subía arena a casa.
Esa arena, esa niñez
son ya lo mismo.
Solo arena,
y esa arena no cae,
no se hunde, no pesa,
no desaparece.


En verano bajaban de la montaña
hombres cargados de nieve
y la vendían.
¿Qué es que no es?
El leño arde despacio para no quemarse.
Concentra la luz sobre sí mismo.
De niño me oscurecí así,
viéndolo quemarse.

Siempre el mismo leño,
la misma encina.


Todo es transformación

Arrancamos de una anécdota biográfica nimia, que de pronto y con esa pasmosa serenidad que transmiten esos poemas nos llevan a un sentido trascendente: el tiempo han hecho de la niñez y de una materia asociada a ella algo idéntico, ¿todo o nada? Y entonces entendemos por qué arena, es la arena del reloj del tiempo. Lo que podía ser una lectura derrotista, nos deja en vilo: la infancia, como la arena, no desaparece del todo, de hecho acaba de dejar rastro en nosotros en la lectura de este poema.

No cae, y acertadamente la imagen de la arena se funde con la de los hombres que bajan nieve de las cumbres, dos movimientos contrarios, subir arena a casa, bajar nieve de la montaña, dos movimientos contrarios del tiempo, pero el mismo movimiento. Dos materias con la misma testura: la arena, la nieve, la nieve como arena del agua. Y de ahí la pregunta, que tiene incluso la formulación de las adivinanzas de la infancia: “¿Qué es que no es?”. Pero la respuesta en poesía no puede ser más que otra imagen: el leño, que ya no busca sentido en ningún movimiento, sino que tiene sentido transformándose en luz, y parece que la luz que gana en su combustión se la roba al niño que mira, la infancia se oscurece, su luz ya es materia del universo, la infancia del leño es la encina.

El tiempo no es capaz de destruir la fundamental unidad de todo, todo es transformación dentro de su identidad esencial. El mundo está ahí para que lo atrapemos como un todo, y eso pretende hacer cada uno de estos poemas, que como el agua vive una transformación en su unidad: el agua que erosiona, en la que nos sumergimos, la que se materializa y se hace memoria dura en el hielo para volver a ser agua.

Y así es la poesía de Curiel: nos afecta, nos sumerge, nos detiene, fija y asombra un momento con su blancura y nitidez y nos devuelve al estado fluido de la interpretación del mundo con visiones renovadas.


Miércoles, 26 de Marzo 2014
Ángel Luis Luján
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