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Estremecedor “Vestidas para un baile en la nieve”, de Monika Zgustova

La obra, editada por Galaxia Gutenberg, recoge los testimonios de nueve mujeres que padecieron la represión del régimen de la antigua Unión Soviética


Galaxia Gutenberg publicó hace unos meses “Vestidas para un baile en la nieve”, de la escritora, traductora y periodista Monika Zgustova (Praga, 1957). El libro constituye un compendio de nueve historias de mujeres retenidas en un gulag de la antigua Unión Soviética. Sus testimonios de ese infierno son tratados estilísticamente por Zgustova, para dotarlos de una gran fuerza literaria. Así, cada una de las protagonistas se convierte en una fuente de memoria sobre la construcción de los grandes imperios a costa del sufrimiento humano. Por Carmen Anisa.




Estremecedor “Vestidas para un baile en la nieve”, de Monika Zgustova
Vestidas para un baile en la nieve (Galaxia Gutenberg, 2017) comienza a gestarse en septiembre de 2008, cuando la escritora, traductora y periodista Monika Zgustova (Praga, 1957), que reside en Barcelona, viaja a Moscú y asiste, a instancias de su amigo Vitali Shentalinski, a una reunión de antiguos presos del gulag. Se leyeron poemas, cuentos y ensayos. Monika Zgustova se sorprendió al ver el gran número de mujeres que había y decidió entrevistar a algunas de ellas. 
 
Las historias de Vestidas para un baile en la nieve muestran la capacidad de sufrimiento del ser humano, su resistencia y su deseo de sobrevivir. Se ha escrito mucho acerca del gulag, una palabra que surge de unas siglas –“Central administrativa de los campos de trabajo correccionales”–, y que acaba designando al “campo de concentración” o al “conjunto de centros penitenciarios” de la antigua Unión Soviética. Por encima de las cifras y estadísticas de la gran maquinaria represiva nos conmueven los testimonios de las personas que vivieron ese infierno.

En Vestidas para un baile en la nieve nueve mujeres nos cuentan sus vivencias y las de sus familiares o personas conocidas que sufrieron el terror y la arbitrariedad del sistema. En sus entrevistas, Monika Zgustova describe a esas mujeres, ya ancianas, y anota sus impresiones sobre cómo caminan, sobre la falta de movilidad, secuelas de la malnutrición y de vivir en las condiciones más adversas. La amistad y la cultura, sobre todo los libros, les ayudaron a sobrevivir. Ellas tenían algo a lo que aferrarse: la belleza, la poesía, un libro que pasaba de mano en mano…
 
El método de Monika Zgustova nos recuerda al de Svetlana Aleksiévich; utiliza una grabadora, o toma notas, y deja hablar a sus entrevistadas. Después vendrá una elaboración estilística hasta crear unos relatos intensos y de gran fuerza literaria, que van más allá de un testimonio periodístico. Cada una de estas mujeres representa una figura mítica. Zayara Vesiólaya es “La mujer de Lot”. Sus palabras darán título al libro. La joven Zayara salió de su casa en la madrugada de 1949. Mientras celebraba una fiesta con amigos, la policía llegó con una orden de arresto: “Me fui de casa vestida como para un baile. Llevaba una falda estrecha negra hasta las rodillas, una elegante blusa roja con muchos botoncitos y zapatos de tacón”.
 
Pasó dos meses en la cárcel y de allí salió con la misma ropa. En Siberia la ayudarán la poesía y la amistad con Nikolái Bilétov, un pintor que llegó al gulag con un violín: “Nikolái me contó que prefería llevarse a Siberia el violín que un abrigo de invierno”. Una melodía quedará siempre en su recuerdo, el allegro molto appassionato del Concierto para violín de Felix Mendelssohn que Nikolái tocaba para ella. Zayara consideraba Siberia como una experiencia enriquecedora. Allí tuvo amigos de verdad: “en los que podía confiar como después no he vuelto a confiar en nadie”.
 
Leyendo me olvidaba

Susanna Pechuro es la “Penélope encarcelada”. Había conocido a su amor, Borís, a los catorce años, en un curso de literatura. Por esa época fue consciente del antisemitismo de Stalin.

Ella y sus amigos querían luchar contra la injusticia. Pero en 1950, cuando solo tenía diecisiete años, la encarcelaron y estuvo en un campo hasta 1955. La ayudaron a sobrevivir la esperanza de que Borís siguiera vivo y el haber conocido a personas como Lina, mujer de Serguéi Prokófiev, quien la introdujo en las reuniones de un grupo de literatos. Cuando regresó a su casa, Susanna era una persona totalmente distinta: “Todo me parecía trivial. Nada tenía sentido. Nadie en libertad podía imaginarse ni por asomo lo que yo había experimentado”.
 
Ela Markman, también judía, procedente de Georgia, soñaba con ser una Judith del siglo XX: tenderle una trampa a Beria, seducirlo y después matarlo. Su familia había sufrido la represión, y junto con otros jóvenes creó una organización terrorista. Ellos creían en el verdadero comunismo, y no en el que practicaban Stalin y Beria:
 
"Yo creía tener una misión vital que estimábamos de gran importancia histórica: la de construir el comunismo. Así nos lo enseñaron desde que éramos niños, y nos lo creímos; esa misión daba sentido a nuestras vidas y nos hacía felices".
 
En el gulag, Ela coincidió con Ariadna Efrón-Tsvetáieva, hija de la poeta Marina Tsvetáieva, y conserva una edición clandestina de la correspondencia de Ariadna con Borís Pasternak.  Ariadna había tenido que salir de la URSS con apenas diez años. Vivió con sus padres el exilio en Praga, Berlín y por último en París. Pero al igual que su padre, añoraba Rusia y regresó a Moscú en 1937, época de las grandes purgas de Stalin. Marina Tsvetáieva terminó regresando a la URSS con su hijo Mur, de 14 años, para que la familia permaneciese unida. Pero la suerte estaba echada. Arrestaron a Ariadna y después a su padre, y Marina quedaría en la más absoluta pobreza. Había miedo de acercarse a ella y solo Pasternak la ayudó. Marina acabó suicidándose.
 
Como señala Monika Zgustova, es curioso que, después de haber sufrido tanto, Ariadna “no cambiara su opinión sobre la URSS”. El escrito que en 1954, un año después de la muerte de Stalin, presenta ante el fiscal general de la URSS es un testimonio escalofriante. En los interrogatorios tenía que confesar que tanto ella como su padre pertenecían al servicio de inteligencia francés:
 
"Me pegaron desde el primer interrogatorio. Me interrogaban de día y de noche, incluso en la celda; no me dejaban dormir, me encerraban descalza y desnuda en celdas heladas, me azotaban con porras de goma llamadas “interrogadores para mujeres”, me amenazaban con fusilarme, representaban mi ejecución".
 
Acabó firmando el documento y la condenaron a siete años de trabajos forzados. Salió en 1947, pero la volvieron a encerrar en 1949 y la deportaron a una región cerca del círculo polar. Desde allí, Ariadna escribió las cartas a Borís Pasternak, como la del 3 de junio de 1954: “¡Vivo como si me hubieran descuartizado, solo falta que me corten la cabeza y ya está! Por lo demás, parece que hace mucho que me las arreglo sin ella…”.
 
Elena Korybut-Daszkiewicz fue condenada a quince años de trabajos forzados. La acusaron de colaborar con los nazis, y la destinaron al campo de Kotlas. Pidió trabajar en las minas antes de tener que ceder a presiones sexuales. La vida de un preso en las minas de Vorkutá era durísima y muchos presos morían. También se practicaban los fusilamientos extrajudiciales, por intento de fuga. Pero, para ella lo más duro fue  construir, en pleno invierno, cuando nunca había luz, un muro de pesadas piedras:
 
"Un día nos obligaban a construirlo y al día siguiente nos ordenaban que destruyéramos lo erigido; y así una y otra vez. La mayor tortura de todas las que he vivido consistía en la inutilidad de un trabajo sobrehumano".
 
Elena no sentía que el gulag hubiera enriquecido su vida, ni siquiera por los lazos de amistad que entabló. Sus mejores recuerdos van unidos a los libros: “Nadie es capaz de imaginar lo que para los presos significaba un libro: ¡era la salvación! ¡La belleza, la libertad y la civilización en medio de la barbarie!”.
 
La historia  de Valentina Íevleva fue novelada por Monika Zgustova en La noche de Valia (2013). Con 20 años, esta estudiante de arte dramático con una hija pequeña fue condenada al gulag. Allí conoce a Heino Eller –un  compositor estonio– y a Tatiana Okunévskaya, una actriz de gran éxito que sufrió la tortura en las cárceles y los campos de trabajo. La vida de Valentina Íevleva es una lucha por la supervivencia. Se rebela, intenta suicidarse bebiendo cal viva. Tras su puesta en libertad los libros se convirtieron en su gran consuelo:
 
"Leyendo me olvidaba de mi vida malgastada, de mi compleja identidad, del rechazo que mi persona inspiraba a la gente, como si fuera una apestada. Leyendo vivía de nuevo, podía empezar desde el principio; leyendo vivía muchas vidas".

No caer en la barbarie

Monica Zgustova entrevistó a Natalia Gorbanévskaya en 2012, en su piso de París. Ella es su “Antígona frente al Kremlin”. Natalia Gorbanévskaya poeta, discípula de  Ajmátova y traductora del polaco al ruso, era una de las más conocidas disidentes del régimen soviético. Participó en una famosa manifestación en la Plaza Roja, en agosto de 1968, en protesta por la invasión de Checolovaquia por las tropas soviéticas.
 
Tom Stoppard escribió una obra de teatro sobre la manifestación y Joan Baez compuso una canción llamada Natalia. Su fama no salvó a Natalia de ser arrestada un año después en diciembre del 1969. La internaron en una prisión psiquiátrica, con un diagnóstico típico de los insumisos: esquizofrenia progresiva. En 1972 la dejaron en libertad. Desde 1976, vivía en París. Continuó siendo una activista hasta su muerte. Viajaba a Rusia y seguía participando en manifestaciones, como la que en 2013 conmemoraba los cuarenta y cinco años de la invasión de Checolovaquia. También la policía la detuvo por tratarse de una manifestación no autorizada.
 
En Londres, Monika Zgustova entrevista a la polaca Janina Misik, que en 1939 era una colegiala de doce años, cuando los soldados soviéticos tomaron su ciudad. En febrero de 1940, la policía secreta irrumpió en su casa y Janina, como otros muchos polacos, inició un viaje sin retorno. Es una de tantas historias de desplazamientos forzosos, a través de distintos campos, desde Siberia a Uzbekistan. “El hambre nos acompañaba siempre. Si tuviera que definir mi infancia, lo haría con la palabra “hambre”. Pero a pesar de vivir esas circunstancias inhumanas, nunca le abandonó la esperanza.
 
Galina Stepánovna Safónova es la más joven de todas las entrevistadas. Nació en 1942, en un campo de trabajo al norte de Rusia, donde estaba confinada su madre que, al salir del gulag, tuvo que permanecer en el destierro, trabajando como médico. Galina se educó en una guardería del campo. En su historia, recuerda aquellos libros que su madre y otras compañeras hacían para ella, “cuentos infantiles escritos a mano y con ilustraciones”. Todavía los conserva: “¡Qué feliz me hizo cada uno de esos libros! —exclama Galia—: De niña esos fueron mis únicos puntos de referencia culturales. Mire, los he guardado toda la vida, ¡son mi tesoro!”. Todas esas mujeres se esforzaban “por no caer en la barbarie, preocupadas por transmitir conocimiento y cultura de generación en generación”.
 
Vestidas para un baile en la nieve se cierra con la historia de Irina Emeliánova, que es también la de su madre Olga Ivínskaya, la de de Borís Pasternak y la de una novela,  El doctor Zhivago. Olga fue el último amor de Pasternak, a quien inspiró el personaje de Lara en la famosa novela. Monika Zgustova entrevista a Irina en la cocina de su piso de París, siguiendo la costumbre soviética de las conversaciones en la cocina, el único lugar de la casa donde la policía no colocaba micrófonos.
 
Irina sufrió la detención de su abuela en 1941, a quien alguien delató para quedarse con el piso. En 1946 su madre, una divorciada de treinta tres años, conoce a Boris Pasternak, un hombre casado veintiséis años mayor. En 1949 detienen a Olga, embarazada de Pasternak. Era una advertencia al poeta, como sucedió con la familia de Marina Tsvetáieva o de Anna Ajmátova.
 
Olga tuvo que soportar torturas psíquicas y físicas, y abortó. La enviaron a un campo de trabajos forzados y no la liberaron hasta después de la muerte de Stalin. Salió destrozada y Pasternak se sentía culpable de lo sucedido. El doctor Zhivago no se publicó en la URSS, sino en Italia, y fue traducida a veinticuatro idiomas. Fue tal el éxito que Olga terminó trabajando como secretaria de Pasternak, a quien le otorgaron en 1958 el premio Nobel de Literatura. Renunció debido a las presiones y las denuncias. Pero lo que más temía era que Olga volviese a sufrir una venganza de Estado.

Conservación de la memoria
 
Irina y Olga eran felices, pero la muerte de Pasternak, el 30 de mayo de 1960, lo cambió todo. El día después del entierro, la KGB registró el piso de Olga y se llevó los valiosos manuscritos de Pasternak. En los meses siguientes, tanto Irina como su novio francés, Georges Nivat, que preparaba su tesis en la universidad, cayeron misteriosamente enfermos. A George no le dejaron salir del hospital y lo expulsaron del país.
 
Detuvieron a Olga y a Irina y, en noviembre de 1960, se celebró el juicio en el que se las declaró culpables por uso indebido de divisas. Les expropiaron todos sus bienes y condenaron a Olga a ocho años de trabajos forzados, y a Irina a tres. En el campo de trabajo a las dos las apodaron “las pasternakas”. Irina conoció en el gulag al poeta Vadim Kozovói, con quien se casó más tarde. Al igual que sucedió con otras parejas, los dos podían comprenderse, pues habían pasado por el mismo infierno.  

Irina terminó viviendo en París, enseñando ruso en la Sorbona. Su madre murió en 1995, y su marido en 1999. Viajaba con frecuencia a Rusia, pero ha dejado de ir. La Rusia de Putin “le resulta inhóspita y peligrosa”. Tampoco Natalia Gorbanévskaya era optimista respecto a la Rusia actual:
 
"En la Rusia de hoy encuentro mucha pomposidad, además de una injusticia galopante a todos los niveles, la misma arbitrariedad que antes y una hipocresía como no he visto en otras partes. Pero lo peor de todo es el olvido, la amnesia organizada desde arriba. Y muchos, la mayoría, aceptan obedientemente la obligación de olvidar".
 
 Ha pasado el tiempo. Varias de las entrevistadas han muerto, pero gracias a Vestidas para un baile en la nieve conservamos su memoria. Unas imágenes nos muestran a esas mujeres en sus casas, rodeadas de sus libros, sus objetos, sus fotografías en blanco y negro. Y es importante que nunca se pierda esa memoria, que asumamos nuestras contradicciones históricas, que aprendamos a convivir. Porque la grandeza de un país que se convirtió en una gran potencia mundial se construyó también a costa del sufrimiento de millones de seres humanos. 


Artículo publicado originalmente en el blog De nada puedo ver el todo. Se reproduce con autorización. 


Miércoles, 19 de Septiembre 2018
Carmen Anisa
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