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pixabay.com
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 Debajo del pruno, que estaba en el jardín, tenía su casita, escondida en medio de las raíces, una pequeña y tímida oruga. Cada día, cuando salía el sol, y cuando todos los que vivían alrededor de aquel lugar se despertaban, con los trinos de los madrugadores pájaros, nuestra amiga asomaba su cabecita por un pequeño orificio hecho en la tierra y tapado con las hojas que del árbol se iban cayendo, unas hojas que alfombraban de rojo el suelo.
 
Nuestra amiga oruga, cada vez que se asomaba a la puertita de su casa descubría asombrada alguna cosa nueva que le hacía pensar que el mundo exterior era inmenso, y que estaba lleno de maravillas: le sorprendía los colores de las flores, las gotas de rocío que se acumulaban en las superficies de las hojas, los diferentes trinos de los pájaros, la laboriosidad de las hormigas.
 
 

Carmen María (9 años).
Carmen María (9 años).

En fin, todo lo que su vista podía alcanzar a ver le atraía, le entusiasmaba, y le hacía pensar que había mucho más que ella no podría conocer nunca porque era pequeña y estaba pegada al suelo, pues su cuerpo sólo lo podía levantar unos centímetros cuando se apoyaba en sus patas traseras.
 
Celia, que así le llamaban sus amigas, sentía en su interior una gran inquietud, un fuerte cosquilleo, una impaciencia porque su vida fuera diferente. ¡Cuánto le gustaría a ella ser un pájaro! Por eso, la oruguita, a pesar de vivir en un lugar tan especial, y tener una casa tan acogedora, muchas veces tenía ganas de llorar porque no podía acercarse a las flores para sentir la suavidad de sus pétalos o percibir de cerca su aroma, y otras, deseaba ser una hoja seca para que el viento la arrastrase y poder así viajar a lugares lejanos.
 
Así se sentía nuestra amiga, hasta que un buen día decidió que ya no iba a lamentarse más: se preparó un pequeño hatillo con algo de comida y decidió salir a conocer el mundo. Abrió la puerta de su casa  y dirigió sus pasos hacia el campo que parecía llamarle.
 
Pero la verdad es que de pronto se paró en seco, la voz de su abuela le resonó en su cabecita: ¿a dónde vas tan deprisa?, oyó que le decía la voz familiar. Aquella pregunta le hizo recordar a Celia lo que un día le había dicho su abuela: “Cuándo vayas a emprender un camino no lo hagas a la ligera, no elijas el primero que se te ocurra, tómate un tiempo para pensar qué es lo que quieres, qué es lo que buscas”.

Carmen María (9 años).
Carmen María (9 años).

Así que se volvió para atrás y se metió en su pequeña casita a planear mejor su aventura. Sintió frío, un frío muy intenso, pensó que no era normal, así que se acercó al arcón donde guardaba todo lo que había heredado de sus abuelas y encontró un enorme y hermoso chal blanco que sus antepasadas habían tejido con un bello hilo de seda. ¡Qué calentita estaba! También se sentía muy segura dentro de aquel precioso abrigo. Así que gozando de las sensaciones que le producía, se puso a pensar mejor su proyecto y se quedó dormida sin darse cuenta.
 
Cuando se despertó sintió una necesidad irrefrenable de estirarse. ¿Tanto tiempo había estado dormida? Sacó su cabecita de entre los pliegues del chal y vio que estaba amaneciendo. Poco a poco se fue liberando de la envoltura blanca y pudo salir completamente al exterior.

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Una extraña sensación le recorría su cuerpo, algo pasaba. De pronto sintió que al estirarse unos largos y flacos pies surgieron por arte de magia desde su cuerpo que ya no era verde.   ¿Qué me sucede? Se preguntó con sorpresa por lo que veía y sentía. Su cuerpo había cambiado, se había transformado y no lo reconocía. Al mirarse en el agua del charco, que había dejado el rocío en la puerta de su casita, dio un fuerte grito, de sus costados salían, además, unas enormes alas multicolores que se movían sin parar.
 
 ¿Qué había pasado?
 
Durante el sueño, Celia se había transformado en una mariposa, como las que ella veía desde la ventanita de su hogar. No era un pájaro, como alguna vez deseó, sino una hermosísima mariposa. Pensó que la transformación que había experimentado era una realidad mejor que la que ella  había soñado. Sus alas eran de colores, de los colores de las flores del jardín donde estaba su pruno, y como era una soñadora incansable imaginó que se había convertido en una flor que volaba.
 
 
FIN

Fuente: pxhere.com
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 La vieja subía la cuesta agarrándose las faldas para no tropezar. Su pecho cansado por aquella caminata respiraba agitadamente, bajo el sol del medio día.
 
Aquella mañana había decidido preparar, en un cesto de mimbre, su pequeño almuerzo e írselo a tomar a la sombra de su amiga la Encina. Desde que amaneció la idea le estaba rondando la cabeza, hacía días que sentía que ella,  también, la llamaba a su lado.
 
La enorme presencia de Kaerquez, así llamaban los antiguos celtas a los árboles de su especie, remataba el sendero que conducía hasta el valle detrás de su casa. María contemplaba a su amiga cada mañana cuando a la salida del sol abría las ventanas, para que el aire fresco renovara el ambiente de su hogar y le trajera los olores y los sonidos del campo.
 
La amistad entre las dos se remontaba a la época en que ella contrajo matrimonio con Miguel, y juntos se fueron a vivir a aquella casa heredada de sus suegros. Allí habían nacido todos sus hijos, y allí ella se quedó después de que Miguel partiera para el otro mundo y que los hijos de ambos se fueran a vivir a la ciudad con sus familias. A pesar de que todos se habían ido, jamás se sintió sola, allí estaba la Encina para acompañarla, tal como hizo siempre en cada uno de los momentos de su vida.
 
Esta poderosa compañera había sido la consejera de su larga existencia, a ella le había contado todos sus secretos y le había hecho partícipe de todos sus sentimientos. Nunca la defraudó, siempre tuvo una reflexión que hacerle, un consejo que darle, una enseñanza que transmitirle. Porque, su amiga, la Encina Centenaria, poseía toda la sabiduría que los seres humanos habían acumulado a través de la historia, y que no eran capaces de recordar. Pero su humildad le hacía repetir, con mucha frecuencia, “yo sólo soy una de las guardianas de la experiencia en La Tierra. Si los hombres y las mujeres me preguntaran, yo les podría transmitir tanto, tanto como sé. Ese es uno de los requisitos para adquirir el conocimiento guardado, el otro es que se acerquen hasta aquí, a mí la Madre Naturaleza me impide desplazarme”... Recordando todo esto, María llegó hasta los pies del gran árbol, se descargó el cesto de la comida y puso sus arrugadas manos sobre la piel, también arrugada, de su amiga.
 
 ¡Hola compañera! Le dijo.
 
La antigua Encina pareció estremecerse con este contacto, y con el sonido de aquella voz tan conocida y, a pesar de su naturaleza vegetal, supo transmitirle, a la mujer que así se le comunicaba, la vibración de su leñoso corazón.
 
¡Cuánto has tardado! Pensé que ya no volvería a sentirte. Fue su respuesta.
 
María sonrió ante lo que le pareció una protesta, y a continuación añadió:
 
Mis pies ya no son lo que eran, están muy pesados para andar. A veces pienso que se están pareciendo a tus raíces, que buscan el corazón de la tierra. Y como había hecho siempre, se sentó entre dos de sus enormes tentáculos, que parecían salir del interior del mundo para abrazarla. A continuación, apoyó su espalda y su blanca cabeza en su fiel amiga, cerró los ojos y sintió que una gran ternura invadía su corazón humano. Así, ambas, la Antigua Encina y la Vieja Mujer se reencontraron, el hermoso lazo que vincula a todo lo que existe en el Universo les sirvió de abrazo.
 
Respetando este momento tan sublime que viven las dos, nosotras, las abuelas, nos retiramos por hoy en silencio. Más tarde volveremos a recoger las enseñanzas que la Vieja Encina nos quiere transmitir, con el compromiso de que éstas lleguen a vosotros, nuestros nietos.
 
 
 
 
FIN
 
 


Alicia Montesdeoca Rivero

Viernes, 6 de Abril 2018

6.


 
Estar sin imponer la presencia
realizar sin esperar por los resultados
andar sin mirar atrás hacia el camino recorrido
vivir sin dolerse de lo ya sufrido
 
Gozar de sentir que no se es nada
conscientes de la eternidad en la que se participa
soltando las amarras que impiden navegar
recreándonos en la maravillosa estela
que pinta la humanidad en el universo
 
Sólo pertenece al humano sus sensaciones y sus sentimientos
finitos como su propia existencia
eternos mientras haya un corazón que lata
al ritmo que la vida le sugiere
 

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Editado por
Alicia Montesdeoca Rivero
Eduardo Martínez de la Fe
Licenciada en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, Alicia Montesdeoca Rivero es consultora e investigadora, así como periodista científico. Coeditora de Tendencias21, es responsable asimismo de la sección "La Razón Sensible" de Tendencias21. Este blog está dedicado a sus creaciones literarias.



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