ESPAÑA SIGLO XX: Santos Juliá
Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España




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Libros



Jordi Amat, El llarg procés. Cultura i política a la Catalunya contemporania (1937-2014). Barcelona: Tusquets Editores, 2015. 384 pp.


No es casualidad que la primera palabra del prólogo de este largo proceso hacia el control social del catalanismo conquistado en los últimos años por el independentismo sea l’escena, seguida de un dato muy preciso: la tal escena comienza en el segundo once de un vídeo. Y es que más que etapas de un largo camino, El llarg procés de Jordi Amat gira en torno a escenas de una película, en la que el autor gusta de introducirse al modo en que Hitchcock aparecía en sus célebres cameos, sin que falten algunas tramas que funcionan como macguffins, sin aparente conexión con el argumento central aunque participen de su corriente profunda. Y en fin, también por aquí y por allá invitaciones a los lectores para que participen, a la manera hitchcockiana, de cierto suspense, en este caso cultural, una carta, un apunte que valen para recrear escenas en las que algunos protagonistas aparecen desnudos a la vista del público. Cómo se articula cada escena con el proceso que ha conducido a la hegemonía soberanista es cosa que queda también a la imaginación del lector.

Quiero decir con esto que El llarg procès es resultado, por una parte, de años de inmersión de Jordi Amat en los diferentes archivos en que han depositado correspondencia y escritos no publicados sus protagonistas, y en las conversaciones que, guiado por su curiosidad omnívora, ha mantenido con testigos de primera y segunda fila; y, por otra, de su dominio bien demostrado en el ámbito de un periodismo cultural de alto vuelo sobre el pasado. De lo primero resulta un libro de una erudición apabullante, de un dominio completo sobre la bibliografía y los archivos disponibles; de lo segundo, una trama articulada sobre la sucesión de escenas o de instantes más que sobre la progresión estructurada de un guión escrito de principio a fin. Todo ello al servicio de la cuestión que realmente le interesa: la relación de cultura y política en la Cataluña de la larga segunda mitad del siglo XX, comenzando por los años de la guerra civil hasta llegar a la muerte del Cobi, con algún salto importante en el camino: los años de Jordi Pujol en el poder, de 1980 a 2003, precisamente el tramo en que se consolida una manera de relación de la cultura con la política sin la que no es posible entender la escena del vídeo evocado a su comienzo: el recibimiento que, con caras rebosantes de satisfacción, un grupo de intelectuales tributó al presidente Artur Mas a su vuelta a Barcelona, el 20 de septiembre de 2012, con las manos vacías tras la frustrante visita al presidente Mariano Rajoy.

Las escenas que estructuran las diferentes tramas de esta película se organizan en tres periodos. El primero arranca en las postrimerías de la guerra civil y alcanza hasta 1947, cuando ha culminado la obra de destrucción de un sistema cultural abierto y democrático y no hay más estrategia posible que la de supervivencia hasta que se logra articular, a base de reuniones literarias, lo que Amat define como una “catacumbal resistencia parapolítica”. Si Guillermo Díaz-Plaja encarna al superviviente, Maurici Serrahima será paradigma del resistente, mientras la revista de los catalanes de Burgos, Destino, va transformándose de una cosa en otra a medida que el tiempo pasa, los fascismos sucumben y los aliados se emplean en la dura tarea de reconstrucción de Europa. Entre Díaz-Plaja y Serrahima, salen también a escena, entre otros, los Ignasi Agustí y Néstor Luján, los Vicens Vives y Ferran Soldevila, los Pla y Gaziel, cada cual sembrando en el erial hasta la encrucijada de 1947, cierre de esta primera etapa, instante en que Francesc Cambó ve frustrado por la muerte su propósito de volver a Cataluña.

El segundo momento es el de la “Modernitat cauta”, que comienza con un flashback destinado a presentarnos a Carles Riba como firmante de la invitación de un nutrido grupo de intelectuales catalanes a sus homólogos castellanos para celebrar en 1930 con un banquete la batalla por la lengua catalana que estos libraron contra los decretos de la Dictadura. Esta modernidad que arranca con “Una nova Renaixença”, se sitúa, como Cambó hubiera deseado, bajo el signo de la concordia (pero no aun de la reconciliación, pace Amat, pues este vocablo solo se incorporará a nuestro léxico político a partir de 1956, introducido por el Partido Comunista en una resolución que será célebre). Nada mejor, pues, que recordar la correspondencia de Unamuno y Maragall, y que dos poetas como Ridruejo y Riba logren entenderse a la hora de convocar y celebrar una reunión en Segovia. Superar el pasado –muy reciente aún: Ridruejo acababa de pronunciar en el Ateneo de Madrid, y ante la plana mayor del fascismo español, una conferencia en la que todavía expresaba su admiración por Mussolini- para avanzar hacia el futuro. Jordi Rubió lo expresará adelantándose unos años a lo que será lenguaje común de la siguiente generación: “La fórmula ni vencedores ni vencidos es engañosa, y nada estable se edifica sobre ella… No se trata de olvidar, sino de enmendar”. Imposible olvido: cada cual sabía muy bien de donde venía; lo importante era que saber de dónde venía el otro no impidiera caminar juntos.

Y si la década anterior fue la de Mentrestant, de Serrahima, esta de los 50 será la de Noticia de Catalunya de Vicens y culminará con La pell de brau, de Espriu. Dos años después de aquella conferencia en el Ateneo, Ridruejo había dicho en Barcelona que “el trozo de Europa que los españoles tenemos está entre el Ebro y el Pirineo”. No es aún, pero no queda mucho para que lo sea, el momento socialdemócrata, que llegará cuando los socialistas alemanes viajen a Bad Godesberg y, en España, cuando PCE y PSOE renuncien, uno al leninismo y el otro al marxismo. Pero ya se están echando sus fundamentos, que en España exigían un acuerdo como el de católicos y marxistas en Italia al final de la guerra mundial. No por azar, la última escena de este periodo lleva por título “La campanya Jordi Pujol”, con Josep Benet, que venía de impulsar la Campanya de la P, en el papel de guionista y director: los católicos, identificados como tales, bajaban también a la calle para protestar contra el régimen y, como en el caso de Pujol, para dar con sus huesos en la cárcel.

Y así, de la mano de Pujol y Benet, desembocamos en el tercer momento, el que va de 1962 a 1980 bajo la rúbrica de catalanismo progresista. Primavera de esperanza la de 1963, con Kennedy asomando su seductora faz por encima del Muro y Juan XXIII sacando a toda prisa su encíclica Pacem in Terris, antes de que desapareciera en algún cubo de basura del Vaticano, ese nudo de víboras. Pero entre nosotros, desde que los diferentes grupos de oposición tuvieron claro que tampoco Kennedy movería un dedo por inaugurar el después de Franco, la necesidad de diálogo se transformó en exigencia de algún acuerdo, de alguna especie de reconciliación, ahora sí, contra la dictadura. Y en este punto, los catalanes marcaron el camino, tal vez porque allí el PSUC no fue filial del PCE en una cuestión fundamental: su capacidad para incorporar als altres catalans en una misma reivindicación de nación. En este llarg procés de Amat, sin embargo, este momento, en comparación con los dos anteriores, pierde fuelle, quizá porque ahora las escenas elegidas no acaban de dar cuenta de la riqueza de la trama, aunque en ellas aparezcan gentes de tanta enjundia como Josep Ma. Castellet y Jordi Solé Tura y asistamos a lo que el autor define como despliegue del pujolismo: construir Cataluña con una Banca por medio, si se me permite la simplificación. Pero estos serán también los años de la Assemblea de Catalunya, que solo aparece de manera tangencial, y los del Congrés de Cultura Catalana, que no se menciona.

Así llegamos al epílogo, cuando se muere el Cobi. Su muerte me recuerda la cubierta de la revista satírica Gedeón, que el 29 de septiembre de 1898 representaba una España muerta rodeada de todos los políticos de la situación con, al fondo, un tricornio de la guardia civil y, al pie, Gedeón preguntando: Quen matou o Meco? Y los conspicuos respondiendo: Matámolo todos. Jordi Amat, para desvelar la muerte de Cobi, prefiere dar un rodeo partiendo de la querella de historiadores, cuando unos anónimos libelistas acusaron de Enric Ucelay da Cal y a Borja de Riquer de escribir “al servei del nacionalisme espanyol”, una acusación, por cierto, que el segundo de los mentados reparte ahora a voleo. Eran los tiempos –constata Amat- de hegemonía marxista, no ya en historia sino en el conjunto de las humanidades, de la que se derivó un catalanismo de izquierda ilustrada que dio el tono a Barcelona, capital cosmopolita. Lo fascinante del caso es que cuando, desde el Ayuntamiento, los artífices de este esplendor aterricen en la Generalitat comenzarán a cavar su propia tumba.

No queda del todo claro por qué. Y mientras esperamos la continuación de esta película sin fin, nada de lo ocurrido expresa mejor la derrota de la izquierda catalanista y del catalanismo en su conjunto, que la escena que le sirvió de prólogo: un Salvador Giner, presidente en 1993 con Josep Ma Castellet y Encarna Roca, de la prestigiosa plataforma de apoyo a Maragall, Catalunya Segle XXI, formando ahora, veinte años después, el corro, como presidente del Institut d’Estudis Catalans, junto a Muriel Casals, presidenta de Omnium Cultural, y Jaume Sobrequés, director del Centre d’Història Contemporània de Catalunya, todos al frente de organismos financiados por la Generalitat; todos, en consecuencia, bailando las aguas a su president. La expresión de sus rostros prueba bien la razón que asistía a Azaña cuando, ya en el exilio, escribió: “el ardor de los neófitos es temible”. Y tal vez en eso consista la razón del triunfo del independentismo sobre el catalanismo: en que a sus profetas les sale por los ojos el ardor -¿temible?- de los neófitos.

Publicado en: Segle XX. Revista catalana d’història, 8 (2015), págs. 210-213.
Santos Juliá
Sábado, 5 de Marzo 2016 18:00

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Libros



En un excelente ejercicio de memoria, autobiografía e historia, Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona ha escrito una obra que será referencia inexcusable para entender la transición


Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, Memorial de transiciones (1939-1978). La generación de 1978. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2015, 736 páginas.
 
Si hacia 1965 se hubiera preguntado a un político procedente del régimen pero muy activo en la oposición, como Dionisio Ridruejo, o a un sociólogo que había velado sus primeros armas en el Instituto de Estudios Políticos para acabar sentando cátedra en la universidad de Estados Unidos, como Juan Linz, cual sería el futuro político de España tras la muerte de Franco, muy probablemente habría respondido: como ahora es el presente de Italia. Los españoles votarían más o menos como los italianos, divididos entre una derecha demócrata-cristiana y una izquierda en la que rivalizarían por la hegemonía comunistas y socialistas. De la capacidad de diálogo y entendimiento entre unos y otros dependería, al modo italiano, el futuro español.
La predicción resultó fallida: el partido que concurrió a las elecciones de 1977 bajo la imposible denominación de Equipo demócrata-cristiano del Estado español sufrió una estrepitosa derrota y los comunistas un doloroso revés, de los que ninguno de ellos logró recuperarse. El lugar que politólogos y sociólogos habían profetizado para la DC y el PCE fue ocupado por dos formaciones políticas emergentes, una recién nacida, la UCD, y otra recién refundada, el PSOE. De las causas de esta configuración de fuerzas políticas de izquierda disponemos hoy de abundantes memorias y estudios; de los motivos de la atomización en pequeños grupos, primero, y de la desaparición de la faz de la tierra, después, de los demócratas cristianos, este Memorial de transiciones se ha erigido, por su propio peso, en un referente imprescindible.
Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona ha fabricado, en efecto, con el esmero propio de quien recuerda y la tesonera labor de quien investiga, un híbrido que mezcla en diferentes dosis, según tiempo, lugar y personajes, memoria, autobiografía e historia, tres géneros difíciles de cohonestar cuando se trata de escribir la propia vida, sin que decaiga nunca el ritmo de la narración ni suscite dudas sobre la veracidad de lo narrado: contar el pasado apoyándose en su propia memoria, en las múltiples notas escritas sobre personas, encuentros y sucesos de los que fue protagonista y, cuando se trata de dar cuenta de una determinada situación política, en un trabajo de investigación en fuentes de todo tipo, bibliográficas, hemerográficas y archivísticas. Afortunadamente, el resultado final queda bien lejos de la literatura autojustificatoria, o –si vale la palabra- autohagiográfica que tanto inunda y malbarata las abundantes memorias de los políticos españoles.
Y así pasan ante nuestra mirada los años del Madrid de la guerra y la posguerra en una España hambrienta y devastada; la entrada en el inevitable colegio del Pilar, curiosa fragua del grupo generacional llamado a desempeñar un destacado papel político en el futuro; la llegada a la Universidad el mismo año de la primera rebelión estudiantil que provocó una crisis de gobierno saludada, sobre todo desde el exilio, como anuncio de la inminente crisis del régimen. Y a partir de ahí, seminarios, revistas, amistades, salidas a Europa, Ateneo, oposiciones y el casi obligado –por razones de amistad y medio social- desembarco en las filas, las arenas más bien, de la democracia cristiana, donde Joaquín Ruiz Giménez, ministro de Educación cuando la rebelión universitaria, lanzaba desde 1963 los Cuadernos para un diálogo en el que los comunistas serían privilegiados interlocutores.
Nada más aparecer la democracia cristiana, surgen también aquí y allá los grupos, identificados por las numerosas personalidades que van desfilando por estas páginas. El camino será largo  y las divisiones frecuentes mientras los grupos proliferan: Tácito ocupará un lugar especial desde 1973, como lo intentará ocupar el Partido Popular –nada que ver con el PP- en 1976. ¿Por qué no lograron fundirse en un partido de centro bajo la advocación demócrata cristiana? Algo tuvo que ver el cardenal Tarancón, claro, con su reiterada negativa a que la Conferencia Episcopal apadrinara ningún partido, aunque parafraseando a don Ramón Carande, quizá se podría responder: demasiadas personalidades.
            Ese fue el quid de la cuestión, como esa será también la clave del hundimiento de UCD que en su ascenso fagocitó a buena porción de la democracia cristiana y en su declive fue rematada por una de sus facciones. Pero esta es ya otra historia que quizá algún día Juan Antonio Ortega se anime a contarnos con tantas elocuentes anécdotas, tantas sabrosas pinceladas de personajes, tantas vueltas y revueltas sin perder nunca el hilo de la trama y tanta veracidad como las que destilan las páginas de este Memorial.
Santos Juliá
Domingo, 19 de Julio 2015 13:05

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La reciente publicación por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas del Archivo Gomá, en una colección de 13 volúmenes que abarcan toda la Guerra Civil, constituye una aportación fundamental a nuestro conocimiento del pensamiento y la acción de la jerarquía eclesiástica durante ese periodo.


En una edición muy cuidada, exhaustiva, a cargo de los historiadores Antón Pazos y José Andrés Gallego acaba de culminar la publicación en 13 volúmenes del archivo del cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de España, relativo a los años de la Guerra Civil. Entre cientos de documentos imprescindibles para seguir el pensamiento y la acción de la Iglesia católica durante la guerra civil, la mayor sorpresa que me aguardaba en los miles de páginas que componen la edición es el proyecto de una posible mediación internacional en España, entregado por el secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios del Vaticano, Giuseppe Pizzardo, a Isidro Gomá en una entrevista mantenida en Lourdes a finales de mayo de 1937.

            Ese documento, como digo, es un plan de mediación para poner fin a la guerra de España. Anduve yo a su búsqueda en el Public Record Office, en los archivos del Vaticano y en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia hace ya unos cuantos años, sin éxito y, finalmente, aquí está, en el volumen 5 de esta colección. Es un documento escrito en francés, probablemente entregado a Pizzardo por el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, en su encuentro con ocasión de la coronación de Jorge VI en mayo de 1937. Mi sorpresa no fue tanto el documento en sí como la comprobación de que el plan que Pizzardo ponía en manos de Gomá es una versión francesa del plan que Manuel Azaña encomendó a Julián Besteiro para que lo presentara a Anthony Eden con idéntico motivo, o sea, como representante del presidente de la República española en la ceremonia de coronación del monarca británico. Suenan también en ese papel los ecos de las propuestas del comité francés por la paz civil y religiosa de España, que presidía Jacques Maritain, paralelo al comité español, presidido por Alfredo Mendizábal. El plan, en seis puntos, recoge la idea de Azaña de una suspensión de armas, arret de tout hostilité, que permitiera a una delegación de las potencias venir a España y, pasado un tiempo, tutelar un plebiscito en el que los españoles manifestarían su libre voluntad de alcanzar una solución pacífica del conflicto armado y darse la forma de Estado que prefirieran.

            A su vuelta de la entrevista con Pizzardo, Gomá confesó en carta a su obispo auxiliar, Gregorio Modrego, reproducida en el mismo volumen, que se sentía cansado y desorientado porque “fuera de España no se sabe, al menos de la blanca, ni la media de la misa”. Y añadía: “es una lástima y una vergüenza. Ya le contaré”. Y lo que le contó es probablemente lo que le cuenta, con calma y por extenso, a Giuseppe Pizzardo, sobre la tentativas de armisticio por ambos bandos: Toda mediación está condenada al fracaso. El pueblo anhela la paz, ciertamente, pero no está cansado de la guerra, que juzga necesaria para una paz decorosa y duradera. Gomá indica a Pizzardo la conveniencia de que la Santa Sede no colabore en ningún intento de mediación y le tranquiliza respecto a dos puntos principales sobre los que Pizzardo habría mostrado su preocupación. El primero era la posible orientación del general Franco en sentido hitleriano o fascista. Ni el temperamento, ni la formación religiosa, ni las reiteradas afirmaciones del general, ni los actos realizados a favor iglesia consienten abrigar el mas leve temor de un régimen arbitrario en lo que atañe a la Iglesia, escribe Gomá. Y el segundo, los excesos de los “nacionales” en las represalias. El cardenal catalán vuelve aquí a tranquilizar al arzobispo italiano: Los rojos ha asesinado sin piedad, con refinamientos propios de pueblos bárbaros. Los blancos han podido excederse, pero no como sistema, ni por ideología.

            Al tropezar con este documento creí que en él se agotaba la posición de Isidro Gomá de radical oposición a la posible mediación encaminada a poner fin a la guerra civil española por medio de un armisticio seguido de un plebiscito. Pero he aquí que en el volumen 12, relativo al otoño de 1938, se vuelve a suscitar la posibilidad de que la guerra termine en armisticio. Alarmado por las presiones realizadas en este sentido, el ministro del Interior, Ramón Serrano Suñer, envió a los miembros del Gobierno y de la Junta Política de Falange, a los jefes del Ejército y del Estado Mayor y a un gran número de personalidades españoles dos preguntas “para, publicando las repuestas, salir al paso de la campaña de mediación roja”. Entre estas personalidades, Serrano Suñer encarecía a Gomá “urgencia y concisión en la respuesta”. Las dos preguntas eran: 1) Qué dificultades supremas encuentra usted para una mediación. 2) cree usted que la mediación produciría la unidad de los españoles?”.

            Gomá debió de sentirse alarmado por el tono, el tratamiento y el contenido de las dos preguntas. Seguramente, el ministro esperaba una respuesta rotunda, un no, sin más. El cardenal, hábilmente, prefirió un rodeo. Su respuesta no tiene realmente desperdicio: “Como sacerdote anhelo profundamente la paz universal. Salvando las razones de carácter militar que no pueden ser elemento de mi juicio, considero que una mediación podría ser ventajosa a todos los españoles si: 1ª. Eliminación para el régimen futuro de España de toda ideología incompatible con una sociedad cristianamente organizada y exclusión de todo poder político personal u orgánico que la encarne. 2ª Justipreciar en orden a la vida nacional futura el valor de tanta sangre generosamente derramada por los altos ideales Dios y Patria: 3ª. Salvar las exigencias de la justicia profundamente lesionada en todos los órdenes, aunque templándola por el espíritu de clemencia y generosidad cristianas de las que Generalísimo ha dado pruebas copiosas. 4ª. Salvaguardar en absoluto unidad, integridad e independencia Patria en orden a sus futuros destinos. Así se abrazarían la justicia y la caridad que en estos momentos anhela el cristiano pueblo español.”

            Esto fue lo que el cardenal Gomá respondió al ministro del Interior, Serra Suñer, o al menos, esto fue lo que escribió al nuncio de la Santa Sede, Gaetano Cicognani, al darle cuenta de las preguntas y de sus respuestas. Lo que no dijo a Serrano, pero si advirtió al Nuncio, por si no había quedado claro el sentido de sus condiciones fue: “Advierto vuecencia sobre el precedente telegrama que no me ha parecido conveniente, dado mi carácter de obispo y mi significación, contestar en la forma requerida por el Excmo. Sr. Ministro, pero en la situación actual de España considero toda mediación ineficaz y contraproducente”.

            Así pensaba sobre la mediación, y a ese pensamiento atuvo su conducta el cardenal Gomá en mayo de 1937, y así seguía pensando en octubre de 1938. Que la Santa Sede no se engañase: poner fin a la guerra civil por medio de una mediación era algo ineficaz y contraproducente. La guerra solo podía terminar con la “eliminación para el régimen futuro de toda ideología incompatible con una sociedad cristianamente organizada”. Y a ese pensamiento atuvo el cardenal su conducta en los meses postreros de la guerra y en los primeros años de posguerra hasta su muerte: que una sociedad cristianamente organizada debía eliminar las ideologías con ella incompatibles.
Santos Juliá
Domingo, 13 de Mayo 2012 11:29

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Libros



Los españoles, amantes de hablar todos a la vez y en voz alta, no tienen tiempo para oír a los otros, según la última aportación de Ian Gibson a la teoría del carácter de los españoles. Por eso, al parecer, no escribimos biografías.


En un reportaje sobre la biografía en España (Babelia, 06-07/02/12), pregunta Ian Gibson, pretendiendo explicar con una pregunta por qué no se escriben biografías en España por españoles: “¿Qué español dedica cinco años a otro español?” Pues, la verdad, yo conozco a unos cuantos: Isabel Burdiel ha dedicado diez años a Isabel II; Mercedes Cabrera no ha empleado menos de cinco en Juan March, tras haberse ocupado otros tantos de Nicolás Urgoiti; Javier Moreno Luzón dedicó cuatro y uno más al conde de Romanones. A Miguel Martorell, su Sánchez Guerra no le llevó menos tiempo, como tampoco a Concepción de Castro su Campomanes, o a José Álvarez Junco su Lerroux. Borja de Riquer lleva años tras las huellas de Francesc Cambó, como los llevó Andreu Mayayo tras las de Solé i Barberá. Jordi Gracia ha mantenido un largo coloquio con Dionisio Ridruejo, y Carlos Gil Andrés no ha escatimado su tiempo en Manuel María Jiménez Sainz, un campesino de La Rioja. Y no creo que la biografía de Godoy que publicó hace unos años Emilio La Parra le haya exigido un esfuerzo menor. Y esto es solo una mínima muestra, toda ella de primera calidad, que nada vale frente al tópico de la amnesia de los españoles, repetido una vez más por Ian Gibson, que ha perdido una magnífica ocasión para reconocer el espléndido momento por el que atraviesa la escritura de biografías en España. Pero, hombre, si hasta puede encontrarse una biógrafa capaz de escribir, con brillantez, la vida de un británico. Me refiero, claro está, a María Jesús González Hernández y a su excelente Raymond Carr
Santos Juliá
Viernes, 27 de Abril 2012 15:59

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Libros



Excepcional, por todos los conceptos, biografía de Sir Raymond Carr, warden que fue de St Antony's College, en la Universidad de Oxford, y autor del libro que cambió nuestra mirada sobre el siglo XIX en España


El 11 de abril de 1919 nacía en Bath un niño a quien pusieron de nombre Albert Raymond Maillard Carr. Su padre, Reginald, era un maestro de clase media baja, conservador y anglicano, imperialista y patriota, de carácter violento, que azotaba a su hijo con frecuencia, y que arrojaba los platos para protestar ante su madre. Ella, la madre, que por complacer al marido se había convertido del metodismo al anglicanismo, devoraba a escondidas noveluchas baratas simulando que leía la Biblia y, llevada por su fanática abstinencia de alcohol, escupía el vino de la comunión en un pañuelo: pequeños detalles de las admirables páginas en las que María Jesús González traza los primeros pasos por la vida de quien, andando el tiempo, será Sir Raymond Carr.

Fue, al parecer, la comida, la dieta espantosa, pobre, monótona y mal cocinada, lo que empujó a aquel joven a huir de sus orígenes y no descansar en su escalada hasta saltar de la clase media baja a la aristocracia. Un viaje fascinante por el universo de las escuelas británicas, con su división clasista, en el que Raymond, aficionado al jazz y a las humanidades, debía aprender cómo pronunciar how, now, brown cow... si quería que su acento no desentonase con el mundo al que, por su inteligencia, estaba destinado, la Universidad. Lo consiguió, y aunque recién llegado a Oxford apenas se atrevía a hablar, su padre nunca saldrá del asombro: ¡quién se iba a imaginar que un día su hijo sería don de New College!

Oxford o la fascinación, titula la autora las páginas, magistrales, que dedica al "Oxford rojo". Fascinación es lo que seguramente ha sentido también ella al recrear, con viveza y lucidez poco comunes, los debates, las conversaciones, las inquietudes, la homosexualidad como parte del mito y de la estética de Oxford, las lecturas, el idilio platónico con la hermosa Clarissa Churchill, a quien Raymond sorprendió por su tremenda, extraordinaria vitalidad. Raymond, claro está, se adaptó rápidamente: su acento cambió, abandonó su atuendo provinciano, comenzó a vestir con la elegancia descuidada propia de la clase alta: Sara Strickland, una chica guapa, tímida, delgada, de ojos grandes, prima de su inseparable amigo Simon Asquith, lo convirtió en marido de una rica, aristocrática, heredera.

O sea, que este afortunado joven lo tenía todo para reproducir, hacia 1950, el viaje por España como uno más de los británicos a los que Gerald Brenan aconsejaba que no dudaran en venir por aquí porque encontrarían hoteles baratos, habitaciones limpias y comida sana y abundante. Era una ilusión, escribía Brenan, creer que la alternativa a Franco pudiera consistir en una democracia parlamentaria. Nada de eso: si se convocaran elecciones y la izquierda triunfase, se produciría un nuevo golpe militar. España, afirmaba, "necesita vivir durante algún tiempo bajo un régimen autoritario". Luego, ya se vería. De momento, este caldero en que se habían mezclado culturas de Europa, Asia y África dejaba oír una nota dura y nostálgica como las de sus guitarras, nadie que la oyera podría olvidarla. Las gentes del norte, concluía Brenan, tienen un montón de motivos para viajar a España en la seguridad de que sus tierras les depararán "new sensations". Raymond, recién casado, se disponía a sentir también esas new, es decir, orientales sensaciones.

El recién casado oyó tal vez esa nota y, aunque nunca la olvidara, sus sensaciones no tuvieron nada de orientales: sintió la miseria en la que se debatía la mitad de los españoles, la sequedad de la tierra, la escasez de comunicaciones, el mal gobierno, el pesado fardo impuesto por curas y militares, y se aplicó a desentrañar las razones de un atraso secular. Tal fue el punto de partida de un interés perdurable, libre por completo de los tópicos del orientalismo, por la España del siglo XIX, la España liberal que en la década de 1940 había recibido lo que José María Jover llamó una condena oficial, basada en las posiciones menéndezpelayistas. Raymond Carr, como Jaume Vicens Vives, trató de "europeizar" esa historia situando el liberalismo español como una variante del europeo en un relato que combinaba análisis sociales con escenas políticas.

El resultado fue, por una parte, "el Carr", o sea, Spain, 1808-1939, que luego, con la colaboración de Juan Pablo Fusi, se ampliaría a 1975, y que sigue vivo y creciendo hasta el mismo día de hoy. Por otra, el Iberian Center, fundado en el college de Oxford del que fue warden, St. Antony's, al que también se dedican páginas muy inspiradas en este "trabajo admirable que es muchísimo más que la biografía de un solo hombre", como escribe Paul Preston. Lo es, sin duda, porque al trazar con mano maestra el retrato de Carr, de sus múltiples amistades, de su mundo y de sus amores, María Jesús González nos ha dejado un espléndido retablo de la educación, la universidad y la élite social e intelectual británica de su tiempo: la suya no es una sino la más brillante biografía que Raymond Carr pudo algún día haber soñado.
[Publicado en Babelia, El País, 8 de enero de 2011]
Santos Juliá
Domingo, 4 de Marzo 2012 10:33

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Leo en un libro reciente unas notas de su coordinador sobre el proceso de elaboración y publicación de VÍCTIMAS DE LA GUERRA CIVIL que contienen maliciosas falsedades. Y como responder a la maledicencia es perder el tiempo, me limitaré a recordar aquí la pequeña, pero verdadera, historia de VÍCTIMAS DE LA GUERRA CIVIL, una obra coordinada por mí y publicada por Temas de Hoy en marzo de 1999.

A comienzos del año anterior, me propusieron dos directivos de la editorial escribir un libro sobre las víctimas de la guerra civil. Mi respuesta fue que yo no había realizado investigaciones originales sobre esa cuestión y que, metido en otros trabajos, no podía comprometerme a cumplir un encargo de tanta envergadura. Les dije, sin embargo, que me parecía muy oportuna su idea y les propuse los nombres de varios autores que habían llevado a cabo o dirigido investigaciones sobre determinadas regiones y que podrían escribir ese libro con absoluta solvencia. Eran Julián Casanova, Francisco Moreno y Josep María Solé i Sabaté, conocidos por sus libros sobre la represión en Aragón, Andalucía y Cataluña.

Los directivos de Temas de Hoy aceptaron la propuesta, que condicionaron a que yo me ocupara de la coordinación del volumen, y nos convocaron a los tres autores propuestos por mí y a mí mismo a una reunión en Madrid, en las oficinas de la editorial, a la que se sumó Joan Villarroya, por iniciativa de Solé. En esa primera reunión expuse un sencillo proyecto que consistía, primero, en ofrecer una síntesis en un solo relato, dividido en fases cronológicas, de todo lo que se sabía gracias a las numerosas investigaciones locales, provinciales y regionales que se habían acumulado desde los primeros años de la década de 1980; además, cada uno de los autores se haría cargo, no de una o varias regiones, sino de cada una de esas fases, incluyendo a todos los muertos de forma violenta, es decir, a los asesinados y ejecutados en las dos zonas en que quedó dividida España a consecuencia de la rebelión militar y de la guerra civil que fue su resultado inmediato. Un tercer punto que me parecía importante era que la consideración de víctima no se redujese a los muertos hasta el 1 de abril de 1939 sino que sería preciso ampliarla a los fusilados por ejecución de sentencias de consejos de guerra hasta 1945.

En resumidas cuentas, el proyecto consistía en superar la doble división provincial o regional y de rebeldes o leales en una historia global organizada cronológicamente, extendiendo el límite a la represión de posguerra. Tras un intercambio de opiniones, los colegas convocados a la reunión estuvieron de acuerdo en ese plan y procedimos a determinar los periodos y asignar uno a cada autor: Julián Casanova se hizo cargo de la primera etapa, la que se extiende desde la rebelión militar de 18 de julio de 1936 al cambio de gobierno de la República en mayo de 1937; Josep María Solé y Joan Villarroya se ocuparían del tramo comprendido entre esa fecha y el término de la guerra y, finalmente, Francisco Moreno escribiría sobre la represión de posguerra, abarcando, por su propia iniciativa, cuatro años más de lo que yo en principio había pensado, o sea, hasta 1949. Yo me limitaría a escribir una introducción que, en aquellos momentos, no tenía muy claro en qué podría consistir y que al final resultó en una pieza titulada “De ‘guerra contra el invasor’ a ‘guerra fratricida’”, nombres que habían dado a la guerra, respectivamente, quienes la combatieron y, veinte años después, los estudiantes universitarios que se presentaron en sus primeros manifiestos como “hijos de los vencedores y de los vencidos”. Me pareció que ese título resumía en un solo enunciado el cambio de mirada que dos generaciones de españoles habían proyectado sobre la guerra civil y sobre las políticas de ellas resultantes.

Así se fraguó la iniciativa de publicar aquel libro que, gracias a sus autores y a las muchas horas de trabajo que Santos López, por Temas de Hoy, dedicó a la edición de los originales, tuvo desde su salida a la calle una magnífica acogida que se ha traducido en numerosas reimpresiones en diversos formatos.
Santos Juliá
Sábado, 4 de Septiembre 2010 22:44

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Libros




VIEJA Y NUEVA EUROPA: UNA HISTORIA TOTAL

Tony Judt, POSTGUERRA. UNA HISTORIA DE EUROPA DESDE 1945. Traducción de Jesús Cuéllar y Gloria E. Gordo del Rey. Madrid, Taurus, 1.212 páginas.

Asegura Tony Judt al comienzo de su apasionante relato de los últimos sesenta años de historia de Europa que él no tiene un gran argumento que contar ni una gran teoría que exponer. En realidad, hace ya dos o tres décadas que nadie los tiene: el fin de los “treinta gloriosos” a mediados de los años setenta y la caída del socialismo real a finales de los ochenta arrasaron los relatos sostenidos en grandes teorías y en visiones unilineales de la historia. En su lugar, sin embargo, Judt tiene varías líneas argumentales que desarrollar: como ocurre con la misma Europa que, como el zorro, sabe muchas cosas, el autor de este libro tampoco quiere ser como el erizo, que solo sabe una.

Esas líneas argumentales quedan claras desde el pórtico de POSTGUERRA. Ante todo, esta es una historia de la reducción de Europa, de la liquidación de los restos imperiales y del ocaso de sus Estados como potencias mundiales. Es, además, la constatación de la decadencia y fin de los discursos tradicionales: el fervor político que alimentó a Occidente desde la Revolución Francesa se enfrió al tiempo que se liquidaba en el Este la fe en el marxismo como filosofía irrebasable de nuestro tiempo, que dijo Sartre. Hasta aquí, POSTGUERRA sería, pues, el relato de un repliegue político acompañado de una decadencia intelectual. Pero este tipo de argumento choca con la tercera de las líneas que Judt despliega con idéntica maestría: el surgimiento de un modelo europeo, de Europa como polo de atracción para individuos y países enteros. En fin, a esta historia de destrucción y resurgimiento se mezcla la complicada relación de Europa con el mundo exterior, en especial con Estados Unidos.

Mantener en tensión estas cuatro líneas argumentales habría sido ya una obra titánica, poco habitual en los tiempos que corren, más dados a historias parciales. Judt –y es la primera nota de esta obra maestra- mantiene y controla esa tensión. Su recorrido por las ruínas económicas y políticas, pero también morales y culturales, de la posguerra es sencillamente soberbio, como es agudo su primer análisis de la rehabilitación y de la inmediata llegada de la Guerra Fría. Ciudades devastadas por los bombardeos aliados, decenas de miles de mujeres violadas por los soldados del Ejército Rojo, niños huérfanos, perdidos por las calles de Berlín, programas de desnazificación. Y, casi sin transición: hay que olvidar todo eso, hay que ponerse a trabajar.

En esos primeros capítulos ya se hace patente lo que constituirá la marca distintiva del ingente trabajo en el que se sostiene la estructura de este libro: la atención al detalle se da la mano con la perspicacia del análisis político; la cita que ilustra un momento decisivo se acompaña de la reconstrucción del clima moral de una época, la indagación en la cultura política se enriquece con la reflexión sobre el papel de los intelectuales, los planes y las iniciativas económicas van al paso del proceso de reconstrucción de los Estado. ¿Una historia total, entonces? Pues sí, por más que el sueño de la historia total haya hecho mutis junto a las grandes teorías, Judt, que carece de gran teoría, ha construido lo más parecido a una historia total que pueda imaginarse.

Que no por serlo prescinde de las historias singulares. Porque imbricada con esa historia de Europa van avanzado las historias individualizadas de cada uno de los Estados y naciones que acabarán formando lo que hoy llamamos Unión Europea. Sin duda, la posición central la ocupan Alemania, Francia, Reino Unido y Unión Soviética (o Rusia) pero cada vez que el argumento lo exige, aparecen Italia o Polonia, Rumania o Grecia. Es, en este sentido, una historia de Europa al modo tradicional, una historia de sus Estados, con una diferencia: la atención prestada a las sucesivas elites dirigentes, a las corrientes de pensamiento, a las producciones culturales, a las modas y modos de vida, introduce una perspectiva transversal que que teje una trama narrativa única a la par que diversa, como la misma Europa.

El momento socialdemócrata
Con estos mimbres, y sostenido en una montaña de información nunca indigesta, el sobrecogedor arranque y la rápida reconstrucción se convierten en distanciamiento irónico cuando el relato se adentra en lo que Judt llama “momento socialdemócrata” y asiste con idiosincrático escepticismo británico al revoloteo del espectro de la revolución. Aquí, lo que prima es la rebaja de la tensión, como cuando se pierde la ilusión. Ilusión perdida, sí: ya nunca más habrá amaneceres que cantan; pero riqueza multiplicada, educación generalizada, seguridad garantizada, mayor calidad y duración de vida. Todo esto logrado, ¿qué se podría poner en el lugar de las pasiones políticas? ¿qué podría sustituir el gran debate entre capitalismo y socialismo, entre liberalismo y marxismo?

Judt aborda entonces las respuestas realmente dadas a este final del viejo orden, de la vieja Europa que sigue a la revolución que no fue, la del 68, la que buscaba la playa debajo del pavés, y a los años de transición del viejo orden al nuevo. Salen a escena la señora Thatcher y el presidente Miterrand, personajes –especialmente la primera- por los que siente una evidente fascinación. Ambos, aunque por caminos distintos, toman nota de los resultados de la crisis; ambos liquidan, una por reacción, otro de manera directa, la pesada herencia del viejo socialismo. Y ambos sacan las consecuencias del camino irreversible por el que ha entrado Europa tras la Ostpolitik de Willy Brand. Una nueva Europa aparece en el horizonte, más desencantada, conocedora de los límites del Estado como sujeto moral.

Es lástima, sin embargo, que en un libro por tantos conceptos extraordinario, el tratamiento que se dedica a España sea tan decepcionante. Salvo dos breves observaciones sobre el poder de la Iglesia católica y la aparición del terrorismo vasco, hay que esperar a los años setenta para que se conceda una atención específica a España en el marco de la transición a la democracia de los tres países de la periferia del sur. Pero la información manejada es mala y el relato peor que convencional: calificar a la España de 1986, la que ingresa en la Comunidad Europea, de país pobre y agrario es un error que debe ser revisado: una economía que sólo emplea al 15% de su población activa en el sector agrícola no puede calificarse de agraria: Judt debió haber tomado mejor nota de la gran transformación experimentada por la economía y la sociedad española en la década de 1960.

La historia sigue, en todo caso, su curso y lo que Judt nos cuenta de Europa a partir de esa década resulta muy familiar a un lector español: el mismo vandalismo urbanístico, la misma admiración por modelos ajenos, idéntico interés por la “nouvelle vague”, parecidos debates sobre el marxismo, similar liberación de las convenciones morales impuestas por la religión. Como también resulta familiar la sustitución de las ideologías que anunciaban un nuevo mundo por “el discurso de los derechos” o ese momento socialdemócrata, que en España se funcionó con la “tercera vía”, la privatización del sector público empresarial y la emergencia de las identidades regionales que florecen por toda Europa.

POSTGUERRA culmina, tras la caída del muro de Berlín, en la consolidación de un modelo de vida europeo que se desarrolla en diversas formas dentro de unos límites territoriales imprecisos, cambiantes, con sus diferencias culturales regionales, con “excepciones” orgullosas de sus identidades separadas, con una red de comunicaciones cada vez más tupida. Europa, dotada de unas instituciones que garantizan un espacio económico común, pero que en el terreno político se define más por lo que no es que por lo que es: no es una unión de Estados ni es una confederación. Lo que vaya a ser, habrá que verlo: la historia total desemboca en historia abierta.

Mientras tanto, concluye Judt en una postrer meditación sobre memoria e historia, la nueva Europa constituye un éxito notable vitalmente vinculado a un terrible pasado en el que un grupo de europeos pretendió exterminar a otro grupo de europeos en un holocausto sin parangón en toda la historia de la Humanidad. Para que los europeos conserven siempre ese vínculo vital hay que enseñárselo de nuevo a cada generación. Tal es la tarea de la historia, que este libro excepcional cumple de manera admirable.

[Publiqué esta reseña en El País, 4 de noviembre de 2006, sin saber que Tony Judt comenzaba a sentirse afectado por la terrible enfermedad que le ha llevado a la muerte. Sirva ahora de homenaje a uno de los más grandes historiadores de Europa que ha dado el siglo XX]
Santos Juliá
Martes, 17 de Agosto 2010 15:49

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No hay duda: las memorias y las biografías, que no siempre han gozado entre nosotros de gran predicamento, conocen de un tiempo a esta parte una extraordinaria vitalidad que, además de proporcionar placenteros ratos de lectura, trasmiten valiosos testimonios sobre la sociedad y la política del siglo pasado. Curiosamente, y con la distancia de dos años, han aparecido dos piezas excelentes, memoria una y biografía la otra, de dos abogados, militante del PCE el primero, del PSUC el segundo, ambas con interesantes aportaciones a la historia de la vida interna de sus respectivos partidos y al conocimiento de esa pasta especial de la que estuvieron hechos no pocos comunistas en tiempos de la dictadura.
Manolo López ha dejado un rico testimonio de las razones y motivos que le llevaron a militar en el PCE y a alejarse más tarde de su disciplina sin renunciar a sus valores. “Mañana a los once en la plaza de la Cebada” comienza relatando las vivencias de un niño de once años ante la entrada en Madrid de los ejércitos de ocupación el 28 de marzo de 1939 y termina con su dimisión del Comité Central del PCE. De lo primero, López ha dejado algunas de las más hermosas páginas hasta hoy escritas sobre el Madrid de la posguerra, con sus recuerdos de “La Viña P.” que, además de taberna, era un “refugio para machacados por la vida”. Y de su militancia como abogado en el PCE, nos ha trasmitido el singular testimonio de alguien que, conociendo el partido por dentro, y crítico de los métodos del llamado centralismo democrático, lo mismo organiza un homenaje a Antonio Machado que defiende las reivindicaciones obreras ante la Magistratura de Trabajo o sufre cárcel y tortura por su acción clandestina.
Si Manolo López fue comunista madrileño, Josep Solé Barberà fue la voz de los comunistas catalanes, “La voz del PSUC”, como ha titulado Andreu Mayayo i Artal su excelente trabajo, una biografía aparecida en RBA hace tres años. En un relato muy vivo y lleno de empatía por su personaje, Mayayo nos lleva desde los consejos de guerra de los años 40 a la celebración de las primeras elecciones de la transición, pasando por la defensa en célebres juicios y los trabajos de reconstrucción del partido hasta desembocar en lo que define como “auténtica tragedia” de su escisión. Es medio siglo de la mejor historia, basada siempre en una variada documentación de primera mano que nos permite sentir al personaje y, a la vez, tener cabal noticia de la presencia y el empuje de los comunistas en la sociedad y en la política catalanas.
En resumen, nadie interesado en la política y la sociedad de la España del siglo XX perderá el tiempo adentrándose por las páginas de estas dos magníficas historias de vida:

Manolo López, "Mañana a las once en la plaza de la Cebada", Madrid, Bomarzo, 2009, 661 páginas.

Andreu Mayayo i Artal, "Josep Solé Barberà, Abogado. La voz del PSUC", Barcelona, RBA, 2007, 515 páginas.
Santos Juliá
Viernes, 30 de Julio 2010 15:46

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Jordi Amat,
Els “Coloquios Cataluña-Castilla” (1964-1971). Debat sobre el model territorial de l’Espanya democràtica.
Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2010. 208 págs.

Nos dice el autor de este libro que su interés radica en ofrecer al lector la tanscripción de un documento inédito y excepcional por su rareza y su calidad. Se queda corto, porque en efecto las ponencias presentadas y los debates celebrados en la reunión de intelectuales catalanes y castellanos en Can Bordoi, en octubre de 1971, bajo el título “Centralismo y organización federal”, permite sentir el aire que se respiraba en estos debates, el lenguaje de la época, las posiciones enfrentadas o no siempre coincidentes de unos y otros, los tanteos y la pasión por encontrarse en terrenos comunes. Pero es que además de transcribir las sesiones, Jordi Amat, que ya había dedicado un libro estupendo al Congreso de Poesía celebrado en Segovia en 1954 (Las voces del diálogo. Poesía y política en el medio siglo), reconstruye en una apretada y muy bien documentada síntesis la trayectoria de estos encuentros, mitad intelectuales, mitad políticos, desde los impulsados por el Congreso por la Libertad de la Cultura, con especial atención al que tuvo lugar en L’Ametlla, en 1964, en defensa de la lengua catalana, y en Toledo en 1965, con una intervención “impactante” de Ernest Lluch en respuesta a José Antonio Maravall. En resumen, una contribución sustancial a la historia de los Coloquios Cataluña-Castilla en los tiempos no tan lejanos de la dictadura. Santos Juliá.
Santos Juliá
Miércoles, 30 de Junio 2010 16:18

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Revista de Libros, 147, marzo 2009, pp. 19-20

Dionisio Ridruejo, Escrito en España, edición y estudio introductorio de Jordi Gracia. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008, 532 págs.

Jordi Gracia, La vida rescatada de Dionisio Ridruejo. Barcelona, Anagrama, 2008. 335 págs.

Francisco Morente, Dionisio Ridruejo. Del fascismo al antifranquismo. Madrid, Síntesis, 2006, 559 págs.

Jordi Amat, Las voces del diálogo. Poesía y política en el medio siglo. Barcelona, Península, 2007, 284 págs.

Estamos de enhorabuena: a la reciente edición de Casi unas memorias y de El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo, 1933-1975, por Jordi Amat y Jordi Gracia, respectivamente, y a la selección de cartas y escritos realizada también por Jordi Gracia bajo el título Materiales para una biografía, se han añadido en los dos últimos años, dos magníficas, aunque muy dispares, biografías y un estupendo relato de los encuentros de poetas en lengua castellana y catalana impulsados por el Ministerio de Educación Nacional entre 1952 y 1954. Es digno de resaltar que este material nos llega de Barcelona, que es resultado de un ejemplar trabajo de búsqueda en hemerotecas y en archivos públicos y privados y que en todos los casos se trata de contribuciones originales, de evidente calidad y de muy estimulante y grata lectura. Aunque no me entusiasma el adjetivo –fue utilizado por el mismo Ridruejo para definir lo que se proponía hacer con Antonio Machado en 1941: rescatarlo de su extravío- Dionisio Ridruejo ha sido más que rescatado desde que se cumplieron en 2005 treinta años de su muerte.

Es para celebrarlo porque la vida y la obra de Dionisio Ridruejo conservan para el lector de hoy el singular interés derivado de una experiencia única entre escritores y políticos españoles del siglo XX: la experiencia de alguien que se vivió a sí mismo, a fondo y con todas las consecuencias, como fascista contra la República en su juventud y como demócrata contra la Dictadura en su madurez; y que elaboró y dio cuenta de esa experiencia en una obra copiosa, ininterrumpida, de análisis e introspección, de reflexión y de propuestas para la acción, que abarca todos los géneros posibles: recuerdos, epistolarios, cuadernos de notas, informes, artículos de periódico, estudios políticos y sociológicos, poesía, libros de viajes, semblanzas, crítica literaria. Casi podría decirse que Ridruejo lo vivió todo y escribió de todo lo que realmente importa en ese largo tramo del siglo XX que va de los años de la República a los estertores de la Dictadura.
En esa obra, Escrito en España ocupará siempre un lugar central, por el momento de su primera edición y por su alto interés biográfico y político. En las “Explicaciones” -firmadas en mayo de 1961- que sirven de introducción a la crítica del régimen y a las propuestas para salir de la dictadura, Ridruejo interpretó su trayectoria política como un proceso ideológico en el que no se habrían producido “saltos de pértiga” ni “algún repente parecido al del camino de Damasco”. Cinco años después de su definitiva ruptura con Falange, mira hacia atrás y reconstruye la unidad de su vida por encima de la distancia, que no le parece abismal aunque reconoce que no es pequeña, entre aquel fascista con pujos de definidor y este demócrata que acaba de descubrir el Mediterráneo: la democracia como única alternativa al régimen que él mismo, y su Falange, por mucho que la juzgue de “hipotética”, ayudaron a construir.

Esta unidad de fondo, que Ridruejo reivindicó como el hilo rojo que daba sentido a toda su vida, sostiene también la biografía, ágil, trepidante en ocasiones, con la que Jordi Gracia culmina una dedicación intensa, cargada de lecturas y de erudición, a la obra de este fascista que habría devenido paso a paso demócrata. La sostiene incluso en su estructura formal, como un relato sin pausas, sin capítulos, sin epígrafe alguno, sin notas, al que el autor ha querido evitar el “perfil universitario” valiéndose de una sintaxis muy personal que encadena, sin solución de continuidad, episodios políticos, aluviones de amigos, confinamientos y destierros, amores, viajes, impresiones, metáforas. Y también, por medio de un intencionado alboroto en las fechas: una dificultad de lectura, quizá, para el no iniciado, que se atenúa a medida que Ridruejo avanza paso a paso desde la disidencia a la oposición.

¿Paso a paso? Francisco Morente no lo cree así y alarga el proyecto fascista de Ridruejo, incubado en el Burgos de la guerra, hasta el momento en que fue detenido y encarcelado con motivo de la rebelión de los estudiantes de la Universidad de Madrid en febrero de 1956. Los textos íntegros de los articulos publicados en Revista y de su fundamental “Meditación para el 1º de abril”, de 1953, en Arriba, sostienen esta interpretación. Según Morente, la política “comprensiva” hacia los vencidos reproducía, frente a la “excluyente” popugnada por Calvo Serer y Pérez Embid, la política de integración desarrollada en Burgos en uno de sus elementos centrales: destruir a los adversarios asumiéndolos, sentar a la mesa al enemigo para cumplir sobre él “un acto de caritativa antropofagia, a través del cual, quedando desarmado como poder, permaneciera en nosotros con todas sus razones y exigencias válidas, asimilado, comprendido, salvado”.

Este “modelo cultural comprensivo” de los años cincuenta ¿se distingue o contrapone tan nítidamente como lo presenta Jordi Amat del “modelo cultural fascista” de los años de guerra civil y de guerra mundial? Según Amat, el nuevo modelo, del que sería primera manifestación la I Bienal Hispanoamericana de Arte de 1951, y que se pondría en práctica con ocasión del Congreso de Poesía celebrado en 1952, pretendía limar el catolicismo carpetovetónico, recuperar a autores de la Edad de Plata, establecer tímidos contactos con el exilio e incorporar la cultura catalana como riqueza irrenunciable de la española. Pero todos esos elementos, incluído el diálogo con los catalanes en su propio idioma, estaban ya presentes en el “modelo cultural fascista” tal como lo intentó desarrollar en los primeros años de la posguerra el grupo de intelectuales formado en torno a Serrano Suñer y del que Ridruejo fue líder político con Pedro Laín como principal referencia intelectual.

Fracasado en su proyecto de construcción de un Estado fascista, este grupo, todavía en plena juventud, respondió a la derrota de la Alemania nazi con una vuelta hacia el interior, hacia el 98 y Ortega; hacia un José Antonio, vivo, depurado de lastre fascista; y hacia la fe: creemos, escribe Ridruejo a Laín, somos otra vez católicos. Otra vez, no porque hubieran dejado de serlo, sino porque ahora lo son de una nueva manera, como “conversos”. Durante sus años de confinamiento, de retiro e introspección, Ridruejo piensa que el destino de su generación no puede ser otro que el de misioneros de una religiosidad renovada, en la que encuentra un motivo para reafirmar la presencia siempre viva de José Antonio. Acude idealmente a su tumba y allí se reencuentra consigo mismo, transfigurado por largos meses de ascetismo, renuncia y conquista de la que derivará un nuevo proyecto político: reconstruir a España sobre sus verdaderas bases: una Iglesia, una Patria cuyo instrumento es un Estado, y un orden social y económico. Un proyecto destruido por el liberalismo y que sólo podrá reconstruirse por medio de lo que en 1945 define como un “autoritarismo constituyente” que reajuste las bases económicas de la existencia y las haga compatibles con el tesoro moral y cultural de nuestra civilización.

A partir de estas nuevas experiencias se comprende el contenido de su entrevista con Franco, que Gracia fija con razón en febrero de 1946 y cuyo resumen, que conocemos por Casi unas memorias, reproduce literalmente el contenido de la carta que Ramón Serrano Suñer envió a su “Querido Paco” el 3 de septiembre del año anterior. Lo que Serrano escribe y Ridruejo comunica de viva voz es que Falange no ha sustantivado el Estado ni ha hecho un Estado propio. Por tanto, nada se perdería si, para satisfacer las exigencias de los aliados vencedores, se disolviera. Pero esa disolución debía acompañarse de la convocatoria de un referéndum que Franco ganaría sin problema y que le permitiría licenciar a la coalición en el poder, sustituirla por un gobierno de técnicos, con un toque intelectual –Ortega, Marañón- al que se encargaría la organización del referéndum. Falange, después de recuperar su prístina pureza, se reconstituiría y estaría en condiciones de construir por fin ese nuevo orden social y ese nuevo Estado español: tal es la sustancia del autoritarismo constituyente.

Se sabe cual fue la respuesta de Franco a la carta de Serrano y a la entrevista de Ridruejo. Aguantaron, pues, de la mejor manera que cada uno supo o pudo hasta que en 1951, la llegada de Ruiz Giménez al ministerio de Educación abrió una última puerta a la esperanza. Al fin, parecían darse las condiciones para renovar sobre una sólida base el proyecto de integración soñado en Burgos. Eso era, al menos, lo que Ridruejo confesaba cuando, en un artículo de noviembre de 1952, escribía que en sus diálogos con el poeta Carles Riba no había ninguna cosa diferente a lo que pensaban sus compañeros y él mismo “en aquel Burgos de 1938 y 1939 -tan lejano biográficamente, tan insuperablemente próximo en tantos aspectos- ante la inminencia de acontecimientos militares que librarían a aquella hermosa porción de España de su mal sueño”. En 1941 se integraba rescatando de sus errores y extravíos a un enemigo como el “pobre don Antonio”; en 1945 la integración consistía en aceptar la herencia del 98, “convirtiéndolo, haciéndolo nuestro, lo cual quería decir hacerlo otro”, como escribía Ridruejo a Laín en carta publicada en Arriba; en 1953, la comprensión, impregnada de connotaciones cristianas, consistirá en “demostrar a los que a sí mismos se llaman vencidos que la victoria es capaz de realizar los ideales del vencido”, como afirmó, según cita Jordi Amat, en la clausura del II Congreso de Poesía.

Esta manera de comprensión resulta, a su vez, incomprensible si no se recuerda que 1953 fue el año de la apoteosis católica del régimen, que no tuvo su única manifestación en el concordato con el Vaticano sino en los movimientos de renovación cristiana, entre ellos, las Conversaciones Católicas de Gredos, con presencia asidua de los antiguos camaradas de Burgos y la emotiva participación de Ridruejo. En los primeros años cincuenta, con estos católico/falangistas en posiciones de poder cultural, revivió la ilusión de que el primer proyecto de integración de los vencidos, macerado por la “comprensión” y el “diálogo” cristiano, acabaría por provocar una “apertura” del régimen sin necesidad de discutir a su Caudillo o, mejor, bajo su mando, sacralizado por la Iglesia; lo que quiere decir, en términos políticos: sin necesidad de discutir el 18 de julio y la Victoria como base legitimadora del Estado. Esto era lo que pensaba el equipo “aperturista” del Ministerio de Educación y eso fue lo que intentó llevar a la práctica Dionisio Ridruejo, combatido ahora por los “excluyentes” que formaban parte de la elite conquistadora del Opus Dei, con Jaume Vicens Vives como interlocutor privilegiado en Barcelona.

El proyecto mitad falangista, mitad católico, de comprensión, diálogo y apertura, fracasó o fue derrotado con motivo de la rebelión universitaria de 1956. Y Ridruejo no tardó ni un minuto en sacar la consecuencia, que no será, si él no lo quiere así, un salto de pértiga, pero que le catapultó a otro terreno: su primera derrota, como fascista, la de 1942, le había llevado al confinamiento; su segunda derrota, como falangista-católico, la de 1956, le llevará a la cárcel. De la primera se repuso, renovando su proyecto de comprensión e integración de los vencidos, gracias a la inyección de una fuerte dosis de “misión” católica y “entrañamiento” en la fe cristiana que a sí mismo se administró en los años de destierro; de la segunda quedó curado de espanto: nada, ni siquiera la antropofagia caritativa –¡menuda metáfora!- era posible dentro del régimen.

La conclusión a la que le condujo esta segunda derrota fue una muestra más de su libertad de espíritu, su coraje moral y su valor cívico. Si lo que se pretendía era rescatar lo valioso de los vencidos, el terreno de operaciones tenía que situarse fuera del régimen o, más exactamente, contra el régimen, porque sólo en la oposición tanto el vencedor como el vencido estarían en idénticas condiciones. En ese terreno, todos eran iguales, todos estaban en la misma situación; ahí, por tanto, radicaba la única posibilidad de un auténtico diálogo, de una conversación en la que ninguno de los hablantes aspirara a incorporar al otro, fagocitándolo, como también Ruiz Giménez comprendería unos años después. Ridruejo, que había arriesgado en años anteriores más que ninguno, estaba en mejores condiciones que sus amigos de Burgos y de Escorial para entender la radicalidad de la nueva situación: sin cátedra, sin prebenda alguna, quedó a la intemperie.

Escrito en España es el resultado de esa experiencia, la de alguien procedente del campo de los vencedores que dijo sentirse como un vencido, y querer serlo. Ni se engañaba él ni engañó a nadie. Ridruejo, pero no sus amigos, cruzó entonces una frontera, la que separaba a los “liberalizadores” del régimen de sus oponentes. Los “liberalizadores” conservaron sus cátedras, sus asientos en las Academias, su relevancia social, mientras se alejaban de la política. Ridruejo pasó a la oposición, un terreno inhóspito, en el que descubrió la democracia. Se acabaron las visitas a Franco, las entrevistas complacientes con Girón o con Fernández Cuesta, los “José Antonio, vivo”, la comprensión del vencido y otras amenidades propias de ese mezcla única que fue el falanjo-catolicismo entre los años 1945-1956 y que tuvo su mejor expresión en el combate, liderado desde el ministerio por Ruiz Giménez y Pérez Villanueva y desde los rectorados de Madrid y Salamanca por Lain y Tovar, contra la facción del Opus Dei que finalmente, y tras un primer descalabro, se haría en unos años con casi todo el poder.

A partir del 56, las posiciones quedaron claramente definidas: Ridruejo, que venía del fascismo, pasó al campo de los demócratas. Él entendió que había dado sólo un paso más en un largo camino, impulsado siempre por una actitud inconmovible: un ansia de libertad personal, de independencia de juicio, de ser él mismo, aun sirviendo a causas equivocadas. Pero, si fue un paso, fue de esos que se dan cuando se cruza la raya y ya no es posible la vuelta atrás. De ahí, la lucidez de su Escrito en España, el rechazo radical del régimen impuesto tras la victoria, la disección y condena sin paliativo del terror como instrumento de su construcción, la crítica sin concesiones a la coalición de intereses en la que se sostenía. De ahí también que en su Escrito en España, y en algunos artículos posteriores muy oportunamente incorporados por Jordi Gracia a esta nueva edición, se encuentre el primer esbozo de lo que habría de ser la transición a la democracia, un proceso en el que las palabras vencedor y vencido dejarían de tener sentido y que nadie mejor que él fue capaz de vislumbrar con tanta clarividencia y tantos años de antelación.
Santos Juliá
Domingo, 25 de Abril 2010 23:19

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Editado por
Santos Juliá
Eduardo Martínez de la Fe
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.



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