Yaiza Martínez
CUATRO INVIERNOS, un relato de Teresa Garbí

“Alma se tiene a veces.
Nadie la posee sin pausa
y para siempre. (…)
A veces sólo en el arrobo
y los miedos de la infancia
anida por más tiempo.
A veces nada más en el asombro
de haber envejecido.”

Wislawa Szymborska


Es de noche. Se puede salir a la terraza y comprobar, a través de una brumosa miopía, que hay millones de luces sobre la tierra. Se siente la oscuridad de la noche alrededor. La noche húmeda, que eleva el agua fragante del río. De lejos, desde las estrellas, se ve un punto de luz rodeado de humedad.

Da igual que la noche respire y llegue hasta los abismos a los que nunca llegaremos. Es indiferente que la oscuridad propicie a los humanos un descanso como el de su respiración: irse, volver. El día y la noche; la vida y la muerte, sin pena, sin resistencia.

Hay un hombre y una mujer en una casa rodeada de la humedad del río, del croar de las ranas, del pálpito de las estrellas.

Brilla la luz en la habitación. El hombre está leyendo. La mujer ha pensado en salir a la terraza para ver la noche. Sabe que el ruido de la puerta, su presencia en el aire solitario, va a despertar a los perros que nunca duermen por completo y se preocupan cuando alguien irrumpe en la oscuridad. Casi ha notado, sin salir aún, el roce del aire fresco sobre la frente que le hace olvidar que ella no quiere volver a abrir la puerta de la terraza, volver a olvidar.

Pero hoy ha recordado eso: que no recuerda cuántas veces ha salido a ver las estrellas y cuántas veces ese rito la ha reconfortado hasta el extremo de comprender que aún no ha llegado su hora.

-Una luz en la oscuridad, piensa la mujer, mirando fijamente una de esas paredes vacías, blancas, en donde es posible dejar de existir; una luz es capaz de hacer comprensible esta vida: el horror, la violencia, la guerra. Una luz, repite. Y si no hay nada más que el aire negro, también es suficiente. Yo creo que es porque somos aire. Porque ponemos nombre a todo, pensamos que vivimos.

Esta mujer ha resistido el impulso de salir afuera. Pregunta al hombre:

-¿Cuántos años llevamos aquí?

-Cuatro inviernos, responde él.

-¿Cómo ha pasado tanto tiempo? ¿Qué hemos hecho durante cuatro inviernos?

-No sé. El hombre ha dejado de leer y mira, también, la pared vacía. Se concentra. El primer año creo que paseamos, no recuerdo por dónde. Tal vez por los mismos sitios que ahora. Tal vez eran paseos más cortos. El segundo, encontramos a unos perros vagabundos que se refugiaban en unos covachos y los íbamos a ver todos los días para darles de comer. Paseábamos hasta una badina en donde había peces y tú les echabas pan. Siempre hacíamos lo mismo.

-Cuatro inviernos, piensa la mujer. Cuatro años que no recuerdo ahora y que seguramente no han pasado del todo porque aún vamos al río y deben ser los mismos peces los que acuden y también ha crecido el número de perros abandonados. Cuando bajo las escaleras o paseamos por el mismo sitio y decimos tal vez las mismas palabras yo siento ese tiempo que no ha muerto aún porque también es como el aire y nos sostiene para que nada se rompa alrededor.

-Hubo una primavera, dice el hombre, de la que te acordarás porque subimos al Pico y también aquel otoño, el primero, cuando vimos bajar hacia nosotros una manada de rebecos.

-Recuerdo los colores, dice la mujer. Hemos vuelto a buscar a los rebecos en vano. ¿Por qué van a seguir en el mismo sitio, como nosotros? Ellos nos temen. Temen a los perros. Fueron una aparición. Tal vez nos recuerden o incluso nos crean también una aparición. Menos mal que podemos aferrarnos a ese color, a esas imágenes para recordar esos cuatro inviernos.

Se oye fuera el viento que arrastra la humedad, la duermevela de los perros, el rumor del río. Es un viento airado que agita las persianas, las nubes, el brillo de la noche.

-¿Por qué no intentamos saber qué hemos hecho durante estos cuatro inviernos?, pregunta la mujer.

Los dos se miran. Hacen un esfuerzo por ordenar los días, por resaltar las horas felices o terribles. Miran alrededor, en el cuarto, adonde no puede entrar el viento y en donde guardan cerámicas, piedras, algo con que poner peso a lo que ocurrió en esos cuatro inviernos. Se quedan callados.

-El primer año, aparte de ver a los rebecos, descubrimos restos de un castillo y eso nos mantuvo entretenidos, hurgando entre las ruinas, a la búsqueda de algo impredecible, dice ella.

-Estábamos pegados a la tierra y no veíamos nada más, recuerda el hombre. Había un gran desnivel entre el valle y lo alto del castillo. En el empinado terreno abancalado nos refugiamos del sol ardiente bajo olivos añosos y umbrías higueras. A lo lejos ladraban los perros, otros perros desconocidos, y tú, de vez en cuando, les hablabas para que no se sintieran tan solos. Solos estábamos nosotros, bajo el sol terrible, pero no nos importaba.

El primer año, a veces, el hombre y la mujer se detenían al inicio de un sendero o mucho más tarde, en una vertiente en donde ululaba el viento. Se abrazaban. Seguramente, no podían verse porque el vértigo se apoderaba de ellos y creían que nunca más serían capaces de seguir. Se oponían a esa corriente que desconocían con un terrible esfuerzo. Luchaban con la muerte los dos, abrazados. Otra vez, de nuevo, seguían andando, cuando su corazón había regresado al corazón del viento y todo: el paisaje, la tierra, les parecía inocente. Entonces habían vencido porque ya no se resistían a nada. Sabían en su carne, en la oscuridad de los ojos cerrados, que iban a morir y se encomendaban a la carne y a la oscuridad que los acogía. Nunca podrían verse antes de morir, como alguien los ve desde siempre; tampoco podrían descifrar sus palabras.

-Cuando llegamos aquí, ¿lo recuerdas?, nos dijimos: hemos vuelto a otros años, a la pobreza antigua. Paseábamos por entre los campos. Sonaba el rumor de las acequias y de un día para otro veíamos brotar las plantas. Los campesinos, viejos fantasmas de aquellos otros de la niñez, se inclinaban con sus azadas para romper la cizaña; quemaban los rastrojos, nos miraban lentamente

-El tercer año lo dedicamos a ver el campo, sí, lo recuerdo. Recorrimos los senderos, los bosques. Los habían plantado de repoblación. Habrían sido bosques siniestros, todos en fila, con sombras iguales, pero habían crecido profusamente y se mezclaban a las encinas, olivos y sabinas. El musgo suavizaba la corteza de la tierra. Los abrizones, las ruinas apresadas por la maleza, recordaban otro tiempo lleno de trabajos y de gentes que, de alguna manera, en las masías abandonadas, en los restos de cerámica, habían permanecido.

Era un empeño terrible: recorrer cada campo, hundirse en los caballones de tierra, rozar los árboles, acariciar el agua dulce de las acequias y luego caminar por un sendero empinado que se perdía entre aliagas, romperse la piel, sufrir y llegar sin aliento, junto a un árbol, una casa derruida, para otear el valle y las montañas enigmáticas. Esa emoción de la pérdida había ocurrido durante los cuatro años.

Los paseos podían transcurrir por el lecho del río, entre cañaverales y lentiscos que, de vez en cuando, atravesaba un animal furtivo. O en la cresta de una sierra, desde donde podía verse un pantano, del que emergían, fantasmales, las tierras de cultivo, la torre de la iglesia, casas y árboles de barro. Sobre todo, se veían ruinas, pueblos abandonados y siempre algo de nieve a lo lejos, fundiéndose con el cielo, en el desierto.

-Pero eso ocurrió en el tercer año. Recuerdo las visitas a los perros y a los peces como una obsesión, dice la mujer. Nos dimos cuenta de que ellos eran mucho más vulnerables que nosotros e hicimos de su vida nuestra vida. No lo sé. Tal vez eran un reflejo de nuestra desdicha y nos consolaban. En aquel momento en que sentimos todo el horror del mundo ellos nos ofrecieron compasión. Estaban a nuestro lado y temblaban si los acariciábamos. Nos hablaban de penurias. Eran como los pobres de antes, como nosotros cuando conocimos esa pobreza, recuérdalo, insiste la mujer.

-Claro que lo recuerdo, responde el hombre. Nosotros somos supervivientes. Éramos muy pobres; tú dormías sobre una piedra y yo velaba tu sueño. No había nada más en el mundo que yo pudiera hacer salvo velar tu sueño. Estoy seguro de que había nacido para eso. Alguien pasaba por el sendero y yo le hacía señas para que callase y no te despertara. Yo era exactamente igual a esos perros que nos compadecían con su mirada. Ya que nunca he podido convertirme en tu propio ser y que cuando muramos tal vez no volvamos a estar juntos nunca más, por lo menos sé lo hermoso que puede ser entregarme a alguien con la misma humildad que un perro y como él guardarte.

-Yo no dormía. Soñaba con escalas imposibles y amaba tu silencio con desesperación. No podía decírtelo. En esas escalas estabas también tú. No recuerdo cuándo empecé a sentir que siempre estabas a mi lado, como una sombra, primero; como un animal pequeño, después; como mi propia sombra, como un río silencioso. El día en que llegué a tenerte a mi lado como el susurro de un río que no suena, entendí que nos habíamos salvado.

-Cuando tú descansabas apoyada en la piedra, siempre se detenía alguien y dejaba una ofrenda: un pan, agua, alguna fruta. No pedíamos limosna. Era tu sueño, igual al de una niña, lo que les recordaba algo. Seguramente, ellos sabían mejor que yo cómo sufrías al no poder abrir los ojos y mostrar tus lágrimas. ¿De qué eran esas lágrimas? De tristeza, de plenitud, no lo sabré nunca. Al atardecer tú despertabas y preparábamos una cena frugal, cercados por la oscuridad y el fragor del campo.

-En aquellos tiempos recorríamos los senderos de noche, descalzos, entre abrojos y ruinas porque algo, alguien lo había destruido todo, dice ella. Venteábamos el humo de los incendios, pero también el frío del campo, esa indescriptible respiración del mundo.

-¿Qué ha sido de nosotros durante el cuarto invierno?, pregunta él.

-Ha habido hielo en el río. Los perros lo cruzaban olisqueando el agua que seguía su curso por debajo. Se cortaron los caminos por la nieve y se helaron los cultivos. Todo ha ennegrecido bajo la blancura de los copos cristalinos. Este invierno no hemos podido hacer nada. Hemos estado aquí, en la habitación, recordando. Pronto llegará la primavera.

Ha parado el viento y la mujer siente, de nuevo, deseos de salir a respirar la noche. La oscuridad, el brillo, el aire, el estruendo del hielo, que se deshace en las aguas del río, han llamado a la puerta.
Teresa Garbí
Jueves, 26 de Julio 2018

IN VERITAS VERITATIS, ANTES DE LA MEMORIA. Dos poemas de Rosario Pérez Cabaña
IN VERITAS VERITATIS
(Adiestramiento para la ficción del verso)


A aquellos que aún no han creído mis mentiras:
acercaos a mis pechos, tomadlos con las manos,
bebed el vino que os brindan,
palpad cada una de las venas proclamadas en la mancha de la tinta,
deteneos sutilmente en las huellas de los dedos
(perdurables señales de materia),
en el ojo que otea su cima irrenunciable,
en el labrado incorrupto de los besos,
oídlos sonar con la ácida armonía de los vientos
que terminan dejándolo todo en su sitio.

Y si habéis de dudar, las lunas habrán servido para algo.
Mirad entonces las raíces, los nudos,
las rojas soledades de las tardes,
los lucernarios de todos los tejados,
mirad los libros que escribieron otros
dentro, en la vertiente sur de mis arterias.
La ceguera os enseñará la única verdad donde una vez estuve.


*

ANTES DE LA MEMORIA

Pero antes de la memoria, fui materia. Estuve en los lugares. Lógicamente,
incluía mi naturaleza un catálogo de bienes dispuestos en un orden aleatorio.
También había en el catálogo una hilera de maldades y deberes y actos y comienzos.
Fui pescador del Río Negro en la provincia de Phú Tho y futura esclava en el humus turbio del Delta del Níger. Fui danzarina frustrada del Ballet Imperial Ruso y coronel de un ejército vencido. Creí ser una espiga pisada por un buey, y renací en espiga varias veces sucesivas. Fui amante de un rey a quien llamaron de los bolsillos vacíos. Saludé a hombres y mujeres. A veces, me entregué: la primera, a un aldeano que juró oscuramente lealtad a un gran señor, me dio hijos, mañanas claras, noches oscuras...; la segunda, a la hija de un tahúr de la corte isabelina, sus pechos eran calientes en el duro invierno y los riachuelos violáceos que los circundaban me torturaron durante los años que la sobreviví. Me dediqué al arte del engaño y busqué hierbas en las cercanías de las fuentes. Tuve hijos y les di mis pezones con dolor y ganas. Deseé la muerte de alguna mujer que me abrió el pecho, y amé, siempre amé. Escribí libros de ficciones y viví como estilita en las columnas de Baelo. Fui herido de guerra en un bosque de París, me creyeron muerto y después me creyeron resucitado. Vi salir las ranas de las bocas del dragón, de la boca de la bestia, de la boca del falso profeta. Alguna vez entendí algo. Lo perdí todo.

Así seguí muchos siglos. Después mutilé mis manos y palpé con mis muñones a los otros en busca de un atisbo no siempre claro de existencia. Vieron mi muerte varias generaciones, con indolencia, con dolor, con rabia, con sonrisas postergadas. Llegué casi las mismas veces. Pequé y pagué, no sin soberbia. Vi mi carne amoratarse. Bebí. Recogí leña. Nadé entre delfines en el Amazonas. Besé a mi madre. Me dieron bendiciones y fui quemada en la hoguera. Fui rey de la ciudad de Uruk y morí joven. Me obedecieron. Llegué viva a los finales. Todo eso fue, según recuerdo, antes de la memoria.

Rosario Pérez Cabaña
Viernes, 6 de Julio 2018


Editado por
Yaiza Martínez
Yaiza Martínez
© Mamis & Mimos
www.mamisymimos.es

"Parten los Viajeros hacia la restauración de la Frondosa"


Cuaderno de campo vinculado al poemario "Tratado de las mariposas", de Yaiza Martínez. Imagen: Eva Lí.



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