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Cuentoscopia 8. Eckbert el rubio o nunca cuentes un secreto

Sin darse cuenta Ludwig Tieck inventó el relato breve romántico


Con su relato "Eckbert el rubio", el alemán Ludwig Tieck inventó el cuento de hadas "de autor" o, lo que es lo mismo, el cuento romántico. Tenía solo veintitrés años y seguramente ni se dio cuenta de lo que había hecho, pero su estela fue seguida por numerosos autores del siglo XIX. Además, Tieck recopiló y versionó canciones y cuentos de hadas de origen oral, llenas de magia, didactismo y finales felices. Apenas ha sido traducido al castellano. Por Jesús Ortega.




En un castillo vive apaciblemente un matrimonio misterioso del que los vecinos apenas saben nada. Lo forman un hombre de mediana edad al que llaman Eckbert el rubio y su joven esposa Bertha. No reciben visitas, excepto las de un amigo llamado Philipp Walther, que al igual que ellos no lleva mucho tiempo en la comarca y tampoco tiene que trabajar para vivir, pues dispone de una pequeña renta de origen incierto.
 
Bertha y Eckbert se sienten tan cercanos a Walther que una noche, tras muchas veladas de agradables conversaciones, deciden hacer un gesto y compartir con él el gran secreto que gobierna sus vidas. Ante el fuego de la chimenea Bertha cuenta la siguiente historia:
 
De niña sus padres eran pobres y la maltrataban. Harta de pasar hambre y castigos, pero también sintiéndose culpable de la pobreza que afligía a su familia, se escapó de casa.

Durante días anduvo mendigando de pueblo en pueblo, atravesó bosques y montañas, hasta que se adentró por un extraño sendero en un valle desconocido. Entre altas rocas, junto a una cascada de agua, apareció una anciana vestida de negro que le dio de comer y le ofreció cobijarla en la cabaña donde vivía, sola, no muy lejos de allí, en lo hondo del bosque.
 
En aquella cabaña había un perro cuyo nombre Bertha no recordaba y un pájaro encerrado en una jaula que cantaba una y otra vez la misma canción con un raro y gracioso estribillo: "Del bosque la soledad / ¡qué alegría me da!". La tranquilidad era absoluta y Bertha se acostumbró a vivir allí. Pasaron los años, dejó de ser una niña, se sentía insatisfecha y empezó a desear salir para ver el mundo. Un día la vieja le confió el secreto de su oculta riqueza: el pájaro ponía cada día un huevo con una perla o una piedra preciosa dentro. Bertha tardó un tiempo en aprovecharse de lo que sabía; en una ocasión en que la vieja, confiada, estaba de viaje y la había dejado sola en la cabaña por varios días, se atrevió a escapar. Dejó al perro atado con una cuerda, cogió la jaula con el pájaro y uno de los cofres lleno de piedras preciosas que la vieja tenía escondidos y se adentró por el bosque.

Caminó muchos días. El pájaro ya no cantaba y ella sentía remordimientos solo de pensar en la horrible suerte del perro cuyo nombre no recordaba. Por azar llegó a la que había sido la aldea de su infancia. Reconoció la casa familiar, tocó en la puerta, pero unos inquilinos desconocidos le informaron de que sus padres habían muerto hacía años. Se marchó a vivir a otra ciudad, y aunque el pájaro volvió a cantar, la canción que ahora cantaba ya no era alegre sino sombría. La repetía tantas veces que Bertha, desesperada por hacerlo callar, metió la mano en la jaula y lo estranguló. Poco después conoció a Eckbert, se enamoraron, y aunque él era pobre, las piedras preciosas que aún le quedaban a ella darían para vivir holgadamente. De modo que se casaron y se fueron a vivir a un castillo…

Hasta aquí la historia de Bertha. Walther reacciona con frialdad. Eckbert piensa que se han equivocado al confiarle su secreto. Quizá el relato ha despertado en el amigo alguna clase de codicia; se obsesiona con ello. Pasa el tiempo y Eckbert cree confirmadas sus sospechas, pues Walther ha cambiado, apenas se deja ver por el castillo, les hace visitas cortas y protocolarias, llenas de comentarios irónicos. Entonces Bertha enferma.

Es una enfermedad para la que no encuentran cura ni explicación. Un día ella le cuenta a Eckbert cuál cree que es el origen de la enfermedad: en una de las ocasiones en que Walther les había visitado pronunció al despedirse el nombre del perro: Strohmian. ¿Fue una casualidad? ¿Había adivinado el nombre sin querer? ¿Lo sabía desde siempre y lo dijo a propósito? ¿Quién era aquel amigo en realidad? Furioso, Eckbert coge la ballesta con la que sale a cazar, va al bosque en busca de Walther y lo mata. Cuando regresa, Bertha ha muerto.

Eckbert se queda a vivir en el castillo, entre mudos reproches, encerrado en una dura soledad. Al cabo de un tiempo vuelve a salir y hace amistad con un joven llamado Hugo. Se repite la misma situación que con Walther, y durante un paseo Eckbert se sincera y le cuenta toda su historia. Pero Hugo le responde, de nuevo, con un malicioso cambio de actitud.

Entre delirios, Eckbert huye de la comarca y se interna por bosques y montañas, a través de un extraño sendero en un valle desconocido, hasta que junto a unas altas peñas y un salto de agua se topa con la bruja vestida de negro: "¿Me traes a mi pájaro? ¿Mis perlas? ¿A mi perro? La injusticia se castiga a sí misma". La vieja le revela entonces lo que Eckbert sospechaba: que Walther y Hugo eran la misma persona, la bruja metamorfoseada, y algo más, algo mucho peor, un secreto insoportable, relativo a Bertha… que no voy a contar aquí.

¿Quién era Ludwig Tieck?

Si queréis saber el final tendréis que leer "Eckbert el rubio" (o "El rubio Eckbert", según las traducciones), de Ludwig Tieck (Berlín, 1773-1853), un autor apenas traducido al castellano, uno de los primeros románticos alemanes. Tieck escribió este cuento pleno de belleza y ambigüedad moral en 1796, a los veintitrés años, y lo publicó uno más tarde, en un volumen misceláneo llamado Volksmärchen von Peter Lebrecht. Bajo el seudónimo de Peter Lebrecht, un supuesto investigador del alma del pueblo, Tieck recopiló y versionó canciones y cuentos de hadas de origen oral, llenas de magia, didactismo y finales felices, y coló en medio de todas ellas un cuento literario, enteramente salido de su imaginación: "Eckbert el rubio".

No se dio cuenta de que estaba inventando el cuento de hadas "de autor" o "artístico", es decir, el cuento romántico. "El primer cuento romántico", proclama Rudiger Safranski, asumiendo una vieja constatación de los historiadores de la literatura. Estoy de acuerdo: los de Hoffmann, Arnim, Eichendorff, Brentano y Chamisso vendrían más tarde, siguiendo la estela del modelo creado por Tieck (Kleist es otra cosa), y cuando el propio Tieck, convertido en un orondo burgués y hombre de letras, ya hacía años que había dejado de escribir cuentos románticos (en Phantasus, 1812-16, recopiló toda su narrativa breve fantástica, y no hubo más). Las tempranas traducciones al inglés lo harían influir en Irving, Hawthorne y Poe, los fundadores del cuento norteamericano, pero esa es otra historia.

¿Y quién era Ludwig Tieck? Un niño dotado de una memoria excepcional, que aprendía idiomas a golpe de diccionario y que era capaz de escribir a velocidad pasmosa y de parodiar todos los géneros y estilos. Su verdadera vocación era el teatro (sus lecturas dramatizadas y sus imitaciones cómicas causaban sensación), pero el padre, un fabricante de cuerdas sensible a la cultura, aunque no a la vida bohemia, le vetó la carrera de actor.

De modo que Tieck tuvo que hacerse escritor, una ocupación apenas algo más respetable. A los diecisiete años se ganaba la vida como literato, escribiendo bajo seudónimo y en tiempo récord novelas de aventuras con escenarios exóticos. No era un pensador ni un visionario, como su amigo Novalis, sino que su escritura desatada e intuitiva (escribió y publicó muchísimo) era capaz de dar con hallazgos cuya entera importancia ni él mismo percibía. A los cuarenta años ya había inventado y dejado atrás el cuento romántico, pero también había traducido el Quijote y a Shakespeare, había escrito novelas, algunas muy influyentes (William Lovell, 1795; Las peregrinaciones de Franz Sternbald, 1798), poesía, teatro (se adelantó a Pirandello con una versión dramatizada de El gato con botas en la que los protagonistas de la obra increpan al autor), y tenía una actividad frenética como editor de los textos de sus amigos.

En "Eckbert el rubio" Tieck planteó cuestiones que siguen vigentes: necesitamos comunicarnos con los demás, pero fracasamos, pues la exposición de nuestra intimidad siempre entraña peligros. Hay, pues, que callar o cantar acerca de aquello sobre lo que no es posible hablar (Safranski). Personajes atormentados, escindidos: la elección entre la realidad y el deseo es un constante sufrimiento. Se tome la decisión que se tome, habrá culpa. El desdoblamiento del yo y del no-yo, de lo real y lo irreal, de lo consciente y lo inconsciente, del sueño y la vigilia, dice Marcel Brion. Tieck, además, fue un enorme escritor de paisajes. En sus cuentos sucede la aparición espléndida del bosque alemán, el bosque de los viejos cuentos populares, con su misterio y sus terrores, con sus niños solitarios y extraviados, con sus extraños ancianos viviendo en cabañas solitarias (Albert Béguin), todo envuelto en una atmósfera onírica, lunar, llena de poesía y extrañeza.

Podéis leer "Eckbert el rubio" en la traducción de Isabel Hernández para Nórdica (Ludwig Tieck, Cuentos fantásticos, 2009). Hay más: la de Carmen Bravo-Villasante para Olañeta ("El Runenberg" seguido de "El rubio Eckbert", reeditada en 2012), o la de José Rafael Hernández Arias (en la antología Cuentos fantásticos del romanticismo alemán, Valdemar, 2008). Me gusta mucho una que José Miguel Mínguez hizo para Alfaguara en 1987, en un precioso volumen titulado Lo superfluo y otras historias, aunque me temo que ese libro debe de ser hoy tan difícil de encontrar como la paz en el alma de los torturados personajes de Ludwig Tieck.


Jesús Ortega es escritor. Su último libro publicado es La caja de alegría. Federico García Lorca en la Huerta de San Vicente (2020).


Martes, 8 de Septiembre 2020
Jesús Ortega
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