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Un viaje fascinante por las islas griegas: "Siete citas con el Egeo", de Cristina Chase Jordon

El libro contiene todo lo que la buena literatura de viajes debe tener para embriagarnos: celebración de la vida, saber decir, una profundidad


La buena literatura de viajes debe contener una celebración de la vida y un saber decir; la mirada y la palabra; una profundidad. También provocarnos una sensación de embriaguez. Todo ello lo encontramos en "Siete citas con el Egeo", de Cristina Chase Jordon (Alcalá Grupo Editorial, 2017), un prodigio de precisión sobre siete salidas por mar, desde el Pireo, hacia siete islas cicládicas. Por Jesús Ortega.




¿Qué debe contener la buena literatura de viajes? Supongo que una celebración de la vida y un saber decir. La mirada y la palabra: un punto de vista no convencional sobre los seres, los paisajes y las cosas del mundo tanto como la seducción del relato.

También debe tener profundidad, pues los buenos escritores viajeros saben, con Claudio Magris, que la cultura y la historia calan directamente en las piedras, en las arrugas del rostro de los hombres, en el sabor del vino y del aceite, en el color de las olas. Y siempre debe haber, incluso implícita, alguna clase de modesta o sublime epifanía o transformación. De todo ello hay en abundancia en Siete citas con el Egeo (Alcalá Grupo Editorial, 2017), el maravilloso libro de viajes de Cristina Chase Jordon que ya forma parte de mi iconostasio personal. 
       
Pero, sobre todo, tiene este libro algo intrigante y venenoso, un efecto súbito que muy pocos tienen y que me parece la prueba definitiva de su valía: me produce unas ganas irreprimibles de imitarlo, es decir, de subir a un avión y viajar a Grecia, a Atenas, mejor hoy que mañana, mejor ahora que luego, repetir el exacto itinerario del libro y acudir al puerto del Pireo "al amanecer, cuando el sol ya está asomándose por las cumbres del Himeto y aún no se han apagado las farolas" y subir al primer barco que me lleve hasta la isla de Icaria, donde todos saben que el sol hizo caer a Ícaro al derretir la cera de sus alas y cuyos habitantes son longevos, votan al partido comunista y viven en absoluta despreocupación por el futuro.
       
Esta es, pues, la atractiva estructura del libro: siete salidas por mar, desde el Pireo, hacia siete islas cicládicas, Icaria, Milos, Sifnos, Amorgos, Siros, Antíparos y Samos, siete inolvidables experiencias de ida y vuelta, con el Mar y la Isla como protagonistas fenoménicos absolutos, tal como le hubiera gustado al Predrag Matvejevic de Breviario mediterráneo.

Pero es que Cristina Chase Jordon (que ha viajado decenas de veces a Grecia y publicado numerosos libros y trabajos sobre la historia y el paisaje del país helénico, como Peregrinando por el Peloponeso, 2009, o La Acrópolis, botín inesperado, 2013, y que es, además, una narradora inteligente y delicada, de la que conozco al menos una novela, Almas de ante azul, Lumen, 1992, y un libro de cuentos, Cyril y otros cuentos crueles, Lumen, 1989, donde explora con sutileza heridas infantiles y dolorosas relaciones familiares) sabe que las islas se han convertido en un símbolo romántico, el refugio perfecto para huir de una vida tediosa, y que es imprescindible llegar a ellas por mar:

"Es una sensación como de embriaguez la que le asalta a uno al hacerse a la mar, aspirando a bocanadas el aire salado, por delante una extensión de agua como una pizarra limpia. Uno se siente casi pionero". Sabe también, con Matvejevic,  que las islas son todas distintas entre sí: unas son solitarias, silenciosas, sedientas, desnudas; otras ignotas, encantadas, pobres; o bien felices, despreocupadas.

El mar, símbolo de la vida que se basta a sí misma, del puro presente, las protege como un parapeto contra la rutina. La lenta y demorada llegada por mar es el taller de escritura de la viajera Cristina Chase Jordon, su conexión espiritual con la posición del que mira y toma nota de todo. Cada isla, cada periplo, tiene sus sorpresas.

Una escuela del mirar

En Icaria es el balneario de Therma, adonde acuden gentes llegadas de toda Grecia a tomar las aguas. En Milos –la isla donde se halló la famosa estatua de Venus que hoy puede verse en el Louvre– son sus acantilados hipnóticos desprovistos de vida humana, esas formaciones rocosas como "hongos gigantes, espirales de merengue, colmenas petrificadas, oquedales insondables" que una mano ciclópea hubiese embadurnado de sangre seca.

En Sifnos son sus trescientas sesenta y seis iglesias y monasterios, con "sus cúpulas azules que flotan sobre las casas como platillos volcados".

En Amorgos, la isla más remota y misteriosa de las Cícladas, es la sugestiva hipótesis de la conexión entre Fedederico García Lorca y el poeta Nikos Gatsos, traductor de Lorca al griego, cuyo famoso poemario Amorgos, llamado igual que la isla que nunca pisó, más bien parece un trasunto del Amargo lorquiano.

En Siros, cuyas calles "se quiebran en peldaños", es la casa-museo de Markos Vamvakáris, el gran genio del rebético, el Antonio Mairena de esa mezcla inaudita de blues y flamenco y melismas orientales que es la música tradicional griega.

En Antíparos es una cueva portadora de leyendas que todo el mundo cree a pies juntillas, con sus perros y cabras que desaparecen misteriosamente, sus piratas escondidos, sus secretos cultos fálicos y su seguro camino de entrada al infierno.

En Samos, la última de las islas y final del trayecto del libro, la sorpresa es la propia escritura de Cristina Chase Jordon, que adopta la forma de una epístola dirigida a Polícrates, el mítico tirano de la isla, en la que le informa de los cambios producidos por el tiempo, pues "ya no se espera que lleguen a tus orillas barcos de piratas o grandes armadas sino botes de goma en los que se hacinan refugiados huyendo de la guerra y la destrucción".

Cualquier lector, empero, encontrará otras incitaciones distintas de las mías, porque el libro está repleto. Siete citas con el Egeo es una escuela del mirar, un prodigio de precisión en las descripciones de paisajes, seres y aromas.

Cristina Chase Jordon es una viajera monógama que no colecciona países como sellos sino que vuelve una y otra vez al mismo lugar, su adorada Grecia, intrigada por descubrir nuevos secretos, y no pierde nunca la suave y distanciada ironía británica que le permita burlarse bienhumoradamente de todo.

Un pequeño ejemplo de su elegante estilo: hay una reunión nocturna con gente nueva y encantadora, el vino corre, las promesas se lanzan al aire como citas seguras para el año próximo. "Queda un año entero por delante y las sugerencias se pueden lanzar con alegre abandono, como quien tira distraídamente piedrecillas al mar. Somos afortunados por poder elegir nuestros destinos tan a la ligera".

El turista necesita poder volver a casa para que el paraíso permanezca intacto en la memoria. El deseo de huir a una isla puede ser menos intenso que el de abandonarla, y eso forma parte del juego. Es lo que Cristina Chase Jordon llama el síndrome de Dorothy Parker, a partir de uno de los poemas de la escritora neoyorkina:  añoramos el hogar cuando estamos lejos pero, de vuelta a casa, cuando el invierno ya quedó atrás y se alargan las noches y llega el suave céfiro rozándonos como un chal de seda y el verano está a la vuelta de la esquina, deseamos con todas nuestras fuerzas que se nos conceda poder emprender el viaje a Grecia. Una vez más.


Lunes, 3 de Septiembre 2018
Jesús Ortega
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