ESPAÑA SIGLO XX: Santos Juliá
Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España




Rebuscando entre archivos, encuentro unas respuestas enviadas hace dos años a un periodista que me preguntaba sobre la política de Juan Negrín en la presidencia del Gobierno de la República. Como hoy no pienso de manera diferente, ahí van:

1. El gobierno de la República nunca estuvo durante la guerra en manos del PCE ni de la Komintern o Stalin. Hasta mayo de 1937 se podría decir que la fuerza hegemónica en el Gobierno fueron los dos grandes sindicatos, UGT y CNT; desde mayo de 1937 una coalición de partidos –republicanos, socialistas y comunistas- con el reticente apoyo de los sindicatos. En mi opinión, el dilema nunca fue guerra o revolución; la gran división en la República fue entre sindicatos y partidos y, por lo que respecta a la distribución territorial del poder, entre poder central y poderes autonómicos o regionales. Fue propio de la historiografía de los años sesenta, británica y americana, reducir el complejo campo de fuerzas actuantes en la República al dilema guerra/revolución o, a partir de mayo de 1937, comunistas/todos los demás, pero eso está bien para películas de cine; la historia fue algo más complicada.

2. La política de Negrín se entiende mejor mirando al Ejército de la República que a Moscú. Mientras existió un acuerdo de fondo entre los mandos militares, los socialistas del bloque Negrín/Prieto y los comunistas, la importancia del PCE tuvo que ver mucho más con el mantenimiento de la disciplina en la retaguardia que con la dirección política de la guerra. A partir de abril de 1938 y hasta septiembre de ese mismo año, o sea, entre la llegada de las tropas de Franco a Vinaroz y los pactos de Munich, la influencia comunista fue en ascenso, que culminó en la batalla del Ebro. A partir de entonces, los comunistas perdieron posiciones como demostró la relativa facilidad del golpe de Casado en marzo de 1939.

3. El problema nunca fue prolongar o no la guerra, sino encontrar las condiciones de una paz negociada. Franco y las fuerzas sociales e institucionales –la Iglesia, en muy destacado lugar- que le apoyaban se negaron siempre a considerar que la guerra civil podría terminar a la manera de la guerras carlistas del siglo XIX. Era una guerra de victoria o derrota, no de paz, como le dijo el cardenal Gomà al arzobispo Pizzardo, enviado del Vaticano, en Lourdes, en mayo de 1937. En esas condiciones, la no prolongación de la guerra equivalía, más que a una rendición –que Franco no estaba dispuesto a aceptar- a una estampida, un sálvese quien pueda. Existiendo, como existía, un ejército en pie, esa eventualidad no era plausible. Y los proyectos de mediación para poner fin a la guerra chocaron siempre con el rechazo de quienes contaban con el apoyo exterior suficiente como para saber que, antes o después, acabarían triunfando.

4. Lo que se denomina “generalización del conflicto europeo” fue en realidad el ataque alemán a Polonia. Pero era ilusorio pensar que Hitler atacaría Polonía sin liquidar antes el conflicto español. Quiero decir: si la República hubiera llegado a finales del 39, no habría habido un final del 39 como el que ocurrió en realidad. Vincular el destino de la República con el inicio de la guerra en Europa no pasó de ser una fantasía, propia más bien de exiliados en la posguerra: ¡ah, si hubiéramos aguantado unos meses más! Lo que el presidente de la República, Manuel Azaña, tuvo sorprendentemente claro desde agosto de 1936, y repitió en múltiples ocasiones, fue que si la República perdía la guerra, Francia y Gran Bretaña perderían necesariamente la primera batalla de la segunda guerra mundial. No era lo mismo. Pero aunque no lo fuera, nadie le echó cuenta.

5. Negrín se hizo cargo del Gobierno en un momento crítico. Culminó la reconstrucción del Ejército, impuso la disciplina y levantó de las ruinas algo parecido a un Estado. El problema, para evaluar su figura, consiste en decidir a qué fines servía, en la guerra, esa obra de reconstrucción. Azaña, que nombró a Negrín, pensaba que no podía servir para una victoria que siempre juzgó imposible, sino para asegurar la defensa en el interior con objeto de no perder la guerra en el exterior y obligar a intervenir a las potencias democráticas para imponer una mediación. Negrín, sin embargo, creyó hasta el final que esta obra de reconstrucción debía servir a un fin ofensivo en la seguridad de que una gran batalla ganada por el ejército republicano podría cambiar el curso de la guerra. Mientras los mandos militares también lo creyeron, su energía, inteligencia y capacidad de mando sirvió a ese propósito. La tragedia, para él y para la capacidad defensiva de la República, fue que las batallas decisivas –primeras fases de Teruel y del Ebro- fueron siempre triunfos pírricos: fulgurante avance para acabar en el hundimiento del frente. Ese me parece que fue su error, como lo fue del mando militar: hacer depender toda su política y, con ella, el destino de la República, de una batalla decisiva.

6. La historia, en un primer momento, siempre trata mal a los perdedores. Y Negrín lo fue por partida doble [como ya escribí en “La doble derrota de Juan Negrín”, El País, 26 de febrero de 1992]: perdió la guerra frente a sus enemigos, que lo acusaron de criptocomunista cuando la guerra se presentó como una cruzada contra el comunismo; y la perdió por segunda vez ante sus compañeros de partido, que divididos en facciones desde 1934, se unieron en su unánime repudio del perdedor, acusándole de lo mismo que sus enemigos: haber entregado la República a los comunistas. Curiosamente, en el PSOE de 1936, quien defendió con más fuerza la unión con el PCE fue Largo Caballero; y quien pactó en mayo de 1937 con los comunistas la caída de Largo Caballero, fue Indalecio Prieto. Una manera de sacudirse sus propias responsabilidades en la catástrofe final eran volcar toda la culpa sobre el último en apagar la luz. Y el último fue Negrín. Pero, en fin, la historia es larga y la figura de Juan Negrín hace ya algunos años que se ve a una luz distinta que la proyectada sobre él por una legión de detractores de las más variadas procedencias.
Santos Juliá
Martes, 7 de Septiembre 2010 07:53

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Así se definió Juan Marichal y no hay quizá mejor elogio de su larga vida que acaba de apagarse en Cuernavaca (México): la de un intelectual que, transterrado en los años de su juventud, supo escuchar las voces que le llegaban desde la lejanía del tiempo y de la distancia con el consciente propósito de poner en valor una tradición de pensamiento y de acción brutalmente quebrada por la dictadura. Se rebeló, desde su exilio, contra el designio de Franco de borrar de nuestra historia el siglo XIX por liberal y el XVIII por ilustrado y fue recomponiendo la tradición liberal española a base de piezas breves, primorosamente esculpidas, como quien restaura un mosaico destruido tras un incendio. Esta manera de plantarse sitúa a Juan Marichal en la primera fila de los ensayistas hispanos.

Ensayos, mosaico, pero no obra fragmentaria, pues esas breves piezas van encajando unas en otras hasta adquirir plenitud de sentido en su proyecto de reconstrucción ideal de una larga y fecunda tradición. A través de sus ensayos, Marichal descubre las raíces y da cuenta de las diversas ramificaciones del liberalismo español, situándolo en una perspectiva europea. De ahí procede su revisión del siglo XVIII como plenamente español, su indagación en el origen de la palabra liberal y de su cambio semántico en el Cádiz de las Cortes, cuando liberalismo se identifica con desprendimiento, con imperativo de generosidad, o su evocación de las nubes de melancolía que cubrían la frente de Larra el día de difuntos de 1836.

De 1836 a 1936, la recuperación liberal que atribuye al Unamuno de principios del siglo XX o el programa de europeización que encuentra en Ortega rodaron por los suelos como resultado de la rebelión militar y de una guerra civil que ya no puede concebirse como una peculiaridad española sino –y así lo escuchó a un campesino- como una “lucha por la libertad del mundo”. En la guerra, Juan Negrín, el político, de quien destaca su capacidad de resistencia y, sobre todo, Manuel Azaña: editor de sus Obras Completas, nadie ha visto como Marichal cumplirse en el presidente de la República el drama del liberalismo español, el de unos hombres que "entran en la acción política para afirmar los principios de la conciencia individual y que al participar en las luchas políticas ven todos los riesgos que para su propia conciencia individual comporta esa defensa, esa afirmación de la primacía de la conciencia".

La guerra, con la tragedia y derrota, podría haber significado, para una mirada dogmática o rencorosa, el punto final a las indagaciones sobre la tradición liberal. Pero en Marichal no había sólo madera del historiador, sino que, precisamente por su arraigado liberalismo, su interés por el pasado le sirve de equipaje para abrir sus oídos a las voces del presente. Por eso, desde Harvard, dedicó también su reflexión a “El nuevo pensamiento político español”, unos ensayos en los que percibió la voluntad de convivencia intelectual en los falangistas de Escorial, como Laín y Ridruejo; el neotacitismo y el afán reformista de Tierno Galván; la equivalencia entre orden cristiano y democracia efectiva de Giménez Fernández; o la preocupación por las Españas en el historicismo pactista de Vicens Vives. Y así desde el exilio, Marichal contribuyó a tender puentes con el interior entrando en fecundo diálogo con disidentes de la dictadura, sin importarle que algunos, en otro tiempo, formaran en la coalición vencedora.

Esta capacidad para escuchar voces que llegaban del interior y hasta del campo contrario, de los “otros”, es lo que nos da la talla de Marichal: no sólo que haya rastreado las raíces españolas del liberalismo, que haya rescatado personajes y páginas de esa tradición; no sólo que haya entendido en su trágica circunstancia a políticos controvertidos, sino que después del incendio supo percibir bajo las cenizas rescoldos que animarían un futuro menos sombrío. Republicano y liberal, en su “Nueva apelación a la República”, Juan Marichal mostró su esperanza en aquellos españoles “que saben olvidar todos los errores y todos los horrores, los ajenos y los propios [y] miran hacia el futuro y hacia sus prójimos con auténtica voluntad de convivencia, con verdadero espíritu de diálogo”. Y este es, en definitiva, el legado de alguien que pudo decir de sí mismo: “soy un liberal que sabe escuchar”.
Publicado en El País, 10 de agosto de 2010
Santos Juliá
Miércoles, 11 de Agosto 2010 15:05

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No hay que fiarse de entrevistadores si antes no te envían por escrito lo que te van a atribuir: algo que yo debía saber, pero que en ocasiones olvido. Con motivo de la publicación de mi último libro, Hoy no es ayer, charlé durante más de una hora con Lluis Amiguet, uno de los periodistas que confecciona la “contra” de La Vanguardia: no hablamos para nada de la cuestión catalana, y con razón, porque de ella en el libro no me ocupo. Luego, por teléfono, me pidió tres líneas sobre la célebre cuestión. Se las dicté. Nunca lo hiciera porque sólo las quería para transmitir a los lectores del periódico la idea de que en Madrid todo el mundo está obsesionado con la independencia de Cataluña. Como estoy muy lejos de padecer esa enfermedad, me quejé al director con una carta, enviada por correo electrónico, que ha debido de perderse por el espacio sideral. Sólo para que conste en algún lugar, la carta decía así:
Sr. Director:
En un suelto torpemente titulado "Ni un pipa más" (La Vanguardia, 17 de julio de 2010), Lluis Amiguet me presenta sentenciando que "más autonomía lleva a más soberanía que acabará siendo independencia". Niego formalmente haber dicho semejante cosa, ni es tampoco mío el titular entrecomillado que se me atribuye. Más aún, en la larga y cordial entrevista, grabada, que mantuve con Amiguet en Barcelona a propósito de mi último libro no hablamos nada de la cuestión catalana, buena prueba de mi supuesta obsesión por el asunto.
En fin, y sólo con ánimo de aclarar mi posición: creo que ha llegado la hora de que el Estado compuesto, con rasgos federales, que hemos desarrollado desde 1978 se convierta en un auténtico Estado federal. Para eso, no es camino la reforma de estatutos de autonomía, es precisa una reforma constitucional. Santos Juliá.
[Enviado el domingo, 18 de julio de 2010 a las 7,39 pm.]
Santos Juliá
Jueves, 5 de Agosto 2010 22:38

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Las virulentas reacciones a mi “Duelo por la República Española” me han proporcionado, además de la condena de algún colega, la ocasión de considerar lo arraigado de las más deleznables actitudes franquistas que perviven entre nosotros cuando se cruzan sentimientos de origen difícilmente discernible, como son los que desde hace años muestra hacia mí un personaje llamado Vicenç Navarro.

Es propenso este caballero a dividir a los españoles en vencedores y vencidos y, como de esos ya quedan pocos, a mantener la divisoria atribuyendo lo que tal o cual periodista, historiador, sociólogo o columnista dice o deja de decir a su calidad de hijo de vencedor o hijo de vencido. Sólo Franco y la cada vez más estrecha camarilla que lo rodeaba defendieron hasta el final de sus días –pero de esto hará pronto 35 años- la vigencia eterna de aquella línea divisoria que en 1956 unos estudiantes de la Universidad de Madrid fueron los primeros en borrar presentándose en un manifiesto como “Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos”. Navarro parece no haberse enterado de la irrupción de este nuevo sujeto colectivo y comete una y otra vez la infamia de atribuir tal o cual opinión al hecho de que tal o cual escritor sea hijo de vencedor o de vencido, como si los hijos tuvieran que cargar de por vida con una originaria culpa de los padres al modo que pretende la moral y la política judeocristiana. Vil y ruin costumbre porque, además de insultar en el hijo la memoria del padre muerto, con esa expresión, “hijo de vencedor”, se ha referido hace unas semanas a alguien cuyos padre y abuelo fueron asesinados, en los días de julio de 1936, a manos de quienes habrían de ser tres años después “los vencidos”. Para mayor ignominia de Navarro en su papel de inquisidor genealógico, resulta que este hijo de vencedor se afilió en 1955 al Partido Comunista, el partido por antonomasia de los vencidos.

A la vileza y ruindad de este modo franquista de proceder, se añade la mentira cuando ahora atribuye lo que yo he escrito en “Duelo por la República Española” al supuesto hecho de que mi padre fue un militar que apoyó la sublevación. Me da pereza y algo de repugnancia tener que rebatir esta imputación, por lo que tiene de producto de una retorcida mente de los más sombríos tiempos de la dictadura, pero no tengo más remedio que recordar, públicamente porque pública es la imputación, que mi padre, segundo maquinista de la Armada, fue denunciado por un capitán de navío de haber participado en la noche de 21 de julio de 1936 en la acción de dar agua al dique donde limpiaba fondos el “Cervera”, una historia que yo había oído contar de boca de otros familiares y que hoy está documentada. En el primer momento no consiguieron su propósito –escribe el capitán de navío en su segunda denuncia, firmada en marzo de 1941- “debido al intenso fuego de fusil que se hizo desde las oficinas de Armamentos, Secretaría e Ingenieros, en vista de lo cual volvieron al barco y este Maquinista [mi padre] fue rompiendo con un fusil las bombillas que iluminaban el camino que tenían que seguir hasta las compuertas, conseguido lo cual pudieron llegar a ellas y dar agua al dique, quedando el barco en condiciones de hacernos, como así lo hizo, fuego con su artillería”. El mismo denunciante, que se negaba a recibir al segundo maquinista bajo su mando, continuaba exponiendo que cuando mandaba el “Císcar” logró desembarcar a mi padre porque “en ningún caso podría tener a mis órdenes a un individuo que había estado haciendo fuego contra mí y la gente que conmigo defendió el Arsenal”.

No puedo saber qué hay de verdad ni qué de inquina del capitán de navío hacia el segundo maquinista en su doble denuncia. Lo que sí sé es que la acusación surtió esta vez el efecto perseguido: mi padre pasó a la condición de retirado un mes después de presentada y mi familia y yo, que para entonces aún no había cumplido mi primer año de vida, tuvimos que abandonar Ferrol y, después de recalar en Vigo, terminar en Sevilla, adonde llegamos en 1946. Las penalidades que acompañaron, en los años del hambre, la búsqueda y el desempeño por mi padre de algún trabajo con que alimentar a sus numerosos hijos, se quedan para mí y para mi memoria personal y familiar.

Obsesiona a Vicenç Navarro que yo, enfermo de soberbia, no haya entrado nunca en debate con él a pesar de la cantidad de veces que le he proporcionado gratuitamente material para sus diatribas al modo franquista. Bueno, prometo corregirme, salir de mi silencio, que tiene más de pereza que de desprecio, y debatir hasta el agotamiento y aún contarle toda mi vida si, por una vez, da muestras de ser un hombre honrado y retira su ofensa a la memoria de mi padre.
Santos Juliá
Viernes, 30 de Julio 2010 14:49

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En su reciente artículo “Julio de 1936”, aparecido en Público, me acusa Josep Fontana, sin citar ni una sola frase mía, de sostener las mismas tesis “de los sublevados, la de la carta colectiva de los obispos o la del revisionismo neofranquista de nuestro días”. A renglón seguido, afirma que me tiene “demasiado respeto”: hubiera preferido yo menos respeto y más lectura de lo realmente escrito en ese artículo, que no era sobre “la naturaleza de la Guerra Civil” sino, en su primera parte, sobre la violencia desencadenada en zona republicana desde la misma tarde de la rebelión militar y, en la segunda, sobre los trabajos emprendidos por algunos españoles para recusar la herencia recibida y abrir caminos de futuro.
Repetiré, porque así lo requiere una mínima defensa de las falaces imputaciones de Fontana, lo que he escrito decenas de veces: que la rebelión militar de 17 y 18 de julio no tuvo ningún carácter preventivo frente a una supuesta amenaza de revolución comunista; que fue una rebelión contra el gobierno legítimo de una República democrática y, en palabras de Azaña, un crimen contra la nación; que, una vez puesta en marcha, procedió a “erradicar, depurar, purgar, expurgar, liquidar, borrar, arrancar, destruir, abominar, arrumbar, suprimir” todo lo que representaba la República: ese fue el léxico empleado por el nuevo Estado en gestación, como ya escribí en El siglo XX en España. Política y Sociedad (Madrid, 1999, p. 146). De manera que, por ese lado, tengo desde hace tiempo las cosas bastantes claras: los militares insurrectos no trataron sólo de conquistar el poder: trataron de destruir un Estado y liquidar una sociedad y pusieron para ello manos a la obra desde el primer momento y todavía con más ahínco y más perdurable intensidad tras recibir el apoyo de la Iglesia católica, que mantuvo durante largos años su discurso de depuración y de exterminio del enemigo, identificado como la Anti-España.
Pero, en esta ocasión, mi artículo no iba de eso sino de la violencia revolucionaria y, a este respecto, Fontana se equivoca de medio a medio cuando afirma que sólo después de la violencia fundacional ejercida por los rebeldes “empezó una guerra civil que desbordó el proyecto político republicano y dio paso a una situación nueva”, concediendo, para ese momento posterior, que el análisis de “la violencia de ambos bandos debe hacerse sin duda con algunas de las cautelas que preocupan a Santos Juliá”. No, no se trata de algunas cautelas ni de mis particulares preocupaciones. Se trata de abandonar los eufemismos, establecer los hechos y proceder a su análisis. Y los hechos son que inmediatamente que llegaron las primeras noticias de la rebelión militar, en la misma tarde y noche de 18 de julio, “la situación nueva” tuvo el nombre de revolución y que, como todas las revoluciones, recurrió a la violencia sobre personas y cosas representativas de la sociedad que se pretendía destruir. Dicho de otro modo: lo que “desbordó el proyecto político republicano” no fue la guerra civil sino la revolución, impulsada por la rebelión militar, pero movida por una dinámica propia, no meramente reactiva sino autónoma respecto del terror y de la represión que se abatió sobre la clase obrera y campesina y sobre los republicanos de clase media y profesional en los territorios bajo control de los rebeldes.
Como ellos mismos se encargaron de proclamar en múltiples ocasiones, los revolucionarios no tenían ningún interés en la defensa de la República, a la que consideraban último baluarte de la dominación burguesa, sino en la revolución, que consistía, como ocurrió en tantos pueblos y ciudades, en destruir por medio del fuego registros de propiedad, iglesias, dinero, y en saquear y exterminar a los representantes del mundo caduco que habría de desaparecer. A esto llama Fontana “sobrepasar el proyecto político republicano” y “dar paso a una situación nueva”. Vale, a utilizar éste o cualquier otro eufemismo por el estilo, está Fontana en su derecho. Pero no lo está, aunque sea su bien demostrada costumbre, a difamar a quien define lo ocurrido con el nombre utilizado por los mismos protagonistas de los hechos: una revolución que haría nacer un nuevo mundo entre dolores de parto. Cataluña y Madrid fueron, durante los días y semanas que siguieron a la rebelión, testigos de esta violencia revolucionaria que segó la vida a varias decenas de miles de personas de forma menos espontánea de lo que tantas veces se supone, como si todo se hubiera reducido a desmanes de gentes incontroladas. Sólo meses después, cuando la revolución hubo de ceder ante las exigencias de la guerra, y la misma guerra, de civil se amplió a internacional, fue cuando la República pudo restablecer cierto orden en retaguardia. En Barcelona, donde la recuperación del control por la Generalitat apoyada en el PSUC provocó en los primeros días de mayo de 1937 lo que ya entonces se llamó una guerra civil dentro de la guerra civil, con su secuela de muertos y asesinados dentro del mismo campo republicano, saben mucho de todo esto, aunque Fontana procure mirar hacia otro lado siempre que la exigencia del trabajo de historiador obliga a mirar las cosas de frente.
En todo caso, el artículo que ha motivado la acusación mendaz, el juicio sumario y la innoble sentencia de Fontana no trataba de la naturaleza de la guerra civil sino de cómo logramos, tantos años después, salir de una guerra de esa naturaleza. Y es lástima que, sobre este punto, Josep Fontana no tenga nada que decir, salvo difamar a quien no hace más que llamar a las cosas por su nombre.
Santos Juliá
Sábado, 10 de Julio 2010 10:26

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En la noche del 22 al 23 de agosto de 1936, Manuel Azaña y su amigo y abogado Ángel Ossorio mantuvieron una larga y dramática conversación en el Palacio Nacional. Habían llegado a Palacio las noticias de las atrocidades cometidas por milicianos en el asalto a la cárcel Modelo de Madrid, donde fueron abatidos o fusilados varias decenas de presos, entre otros Melquíades Álvarez, antiguo jefe político de Azaña en el Partido Reformista. Azaña no puede soportar el duelo inmenso por la República, la insondable tristeza que le produce la matanza y siente veleidades de dimisión. Ossorio, que ha sido llamado por Cipriano de Rivas, cuñado del presidente, intenta tranquilizarlo recurriendo a un argumento que irrita a su amigo, pero que acaba por calmar su ansiedad: las muertes de aquellas personas, muchas de ellas encarceladas con el único propósito de garantizar su seguridad, entraban en la "lógica de la historia".

Esa conversación, que Azaña reproducirá en su diario y en La velada en Benicarló, condensa como ninguna otra el drama político y de conciencia vivido por un puñado de republicanos -y por algunos socialistas- ante la enormidad de los crímenes cometidos en los territorios que habían quedado bajo autoridad nominal del Gobierno legítimo. Lo vivían, ese drama, quienes, sabiendo de los crímenes y sintiendo repugnancia por tanta sangre derramada, decidieron mantenerse leales a la República. No se lo plantearon los que mataban, que consideraban la muerte de los representantes del viejo orden social como una exigencia de la revolución; tampoco quienes, sin matar, los justificaban por alguna necesidad histórica o porque antes de la revolución fue la rebelión, como el católico y jurista Ossorio; ni, en fin, quienes apoyándose en su comisión se apresuraron a poner tierra por medio para refugiarse en una tercera España que se pretendía neutral y se constituía, en París, como reserva de futuro.

De modo que el debate sobre la naturaleza y alcance de los crímenes cometidos en territorio de la República como consecuencia inmediata de la rebelión militar es tan viejo como aquellas semanas de julio y ha suscitado no solo apasionados enfrentamientos, sino grandes obras literarias, como el paseo por Madrid del profesor particular de filosofía Hamlet García, un álter ego de Paulino Masip; o la atormentada angustia de un joven juez durante los Días de llamas, de Juan Iturralde; o los cortos, magistrales, relatos de Manuel Chaves Nogales. Tal vez si nos situáramos en esa larga y honda corriente y abandonáramos la vana pretensión de decir algo grande y definitivo -esa "puñetera verdad" a la que se refiere Javier Cercas- que no se haya dicho ya mil veces sobre nuestro horrible pasado, evocaríamos los crímenes entonces cometidos en zona republicana como una tragedia por la que todos tendríamos que hacer duelo.

Porque el duelo del que hablaba Azaña obedecía a la evidencia -insoportable para quienes esperaron algún día que la República significara el amanecer de un nuevo tiempo-, de que esas matanzas nada tenían que ver con su defensa ni con los valores por ella representados, sino con el comienzo de una revolución social que, entre otras catástrofes como acelerar la derrota, significaría, de triunfar, el fin de la misma República. Cuando se comparan los crímenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se lo decía a Azaña: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan más; o se reducen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidos cada vez que se cometía un crimen masivo: que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes.

De esta suerte, muchos miles de asesinados en las semanas de revolución no lo fueron por franquistas ni por apoyar a los rebeldes: de lo primero no tuvieron tiempo ni de lo segundo, ocasión. Murieron porque quienes los mataron creían que una verdadera revolución -que es una conquista violenta de poder político y social- solo puede avanzar amontonando cadáveres y cenizas en su camino. Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idéntico propósito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad. Luego, desde los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, la guerra continuó, la República consiguió rehacer un ejército y un mínimo aparato de Estado y, aunque no se puso fin a las ejecuciones sumarias, al menos se controlaron las matanzas.

Solo ahí comienza la verdadera diferencia en la que tanto insisten quienes califican de desmanes los crímenes de unos y de genocidio o crimen contra la humanidad los de otros. La diferencia consiste en que, a pesar de su rearme, la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política: en un territorio progresivamente reducido era inútil -y ya no había a quién- seguir matando a mansalva, como en las primeras semanas de la revolución. Los rebeldes, sin embargo, cada vez que ocupaban un pueblo, una ciudad, proseguían la implacable y metódica política de limpieza valiéndose de la maquinaria burocrático-militar de los consejos de guerra. Eso fue lo que cavó un abismo entre la rebelión triunfante y la República derrotada, un abismo en el que sucumbieron otros 50.000 españoles fusilados tras inicuos consejos de guerra una vez la guerra terminada.

Uno de los vencedores, Dionisio Ridruejo, definió hace ya varias décadas la política de limpieza realizada por su propio bando como una operación perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían patrocinado y sostenido la República y representaban corrientes sociales avanzadas o movimientos de opinión democrática y liberal. Una represión, escribía Ridruejo, dirigida a establecer por tiempo indefinido la discriminación entre vencedores y vencidos. ¿Cómo se podía derribar esa barrera divisoria, cómo se podía iniciar un proceso que clausurara esa discriminación? La historia se ha contado ya mil veces: no existía posibilidad de reconstruir la mínima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democrático si gentes procedentes de los dos lados de la barrera no establecían una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una misma mesa, hablar, negociar y llegar a algún acuerdo sobre el futuro.

Y eso empezó a ocurrir, en España y en el exilio, desde los contactos de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas y del PSOE con la Confederación Monárquica al final de la II Guerra Mundial, y siguió con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados los años cincuenta, con la política de reconciliación aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el coloquio de Munich de 1962, con las reuniones de las comisiones obreras -entonces todavía con artículo y minúsculas- y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de diálogo y colaboración entre comunistas y católicos en los años sesenta y las Juntas Democráticas de los setenta. En todos estos encuentros se trataba de mirar al futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se decía, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro.

Esta visión, y las consecuencias políticas de ella resultantes, es lo que está a punto de ser arrojada al basurero de la historia con la creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años después de la muerte de Franco. Denostada hoy como mito y mentira, la Transición fue el resultado de una larga historia española iniciada por un sector de quienes fueron jóvenes en la guerra y continuada por un puñado de quienes fueron niños en la posguerra. No es una historia de miedo ni de aversión al riesgo; consistió más bien en mirar adelante, recusando la herencia recibida, y no a los lados, desde donde no se esperaba ningún impulso democratizador. Esas gentes construyeron una democracia -imperfecta, deficitaria, como todas- sobre una experiencia política de diálogo y reconciliación en la que nadie pretendió defender las razones que pudieran haber asistido a sus padres cuando empuñaron las armas. Si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única herencia el lamento por otra gran ocasión perdida.
[Publicado en El País, 25 junio 2010]
Santos Juliá
Miércoles, 30 de Junio 2010 15:42

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Desde los remotos tiempos de la Constitución liberal de 1812 y salvo contados y muy cortos periodos de tiempo, la religión católica ha sido en España religión oficial del Estado hasta el fin de la dictadura del general Franco. Como lo dejó escrito Jaime Balmes, en España “no hay sino dos clases: católicos e incrédulos”, formulación muy elocuente de lo que hoy llamaríamos monopolio de oferta religiosa. Esta posición de monopolio, continuada a lo largo del siglo XIX y reforzada en el XX implicaba no solo una abrumadora presencia de la Iglesia en ámbitos públicos como la escuela, los hospitales, las cárceles, los cuarteles, las calles… sino su expresa vinculación con el Estado que por mandato constitucional debía mantener todos “los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto en los sagrados cánones”.

De modo que el proceso de secularización, entendido como separación de Iglesia y Estado y libertad de conciencia, tropezó una y otra vez con el obstáculo tradicional del poder eclesiástico hasta que finalmente naufragó con la derrota de la República en la guerra civil y el consiguiente programa político de recatolización de la sociedad y el retorno de la Iglesia a los espacios públicos, al control de la moral pública y a la presión para el cumplimiento masivo de las prácticas religiosas. Es lo que, con una denominación que tuvo un rápido éxito se llamó en la década de 1960 nacional-catolicismo: un Estado confesional que mantenía la unidad católica por medio de la identificación sustantiva de catolicismo y nación, con un relato mítico de la reciente historia de España según el cual la guerra civil era representada como enfrentamiento cósmico entre dos principios, bien y mal, luz y tinieblas, del que había resultado triunfadora, por el martirio y la sangre de sus mejores hijos, la España verdadera: nación y religión católica eran la misma cosa.

La empresa de recatolización tuvo éxito, tanto en la dimensión social de la religión como en su alcance individual. La Iglesia mantuvo hasta bien pasada la segunda mitad del siglo XX su monopolio religioso, el Estado se declaró confesionalmente católico en sus Leyes fundamentales, los católicos en cuanto tales, esto es, como miembros de asociaciones católicas y por expresa indicación o mandato de la jerarquía eclesiástica, ocuparon posiciones de poder en las instituciones políticas del régimen. La legislación respecto a matrimonio, divorcio, aborto se mantuvo bajo el imperio de la religión que no abandonó tampoco su control sobre lo que se podía o no se podía ver en el cine o leer en periódicos y libros. Y por lo que se refería a la dimensión personal de la religión, en 1975 cerca del 60% de los españoles se declaraban católicos practicantes y alrededor del 35% católicos no o menos practicantes. Los miembros de otras religiones o los que se declaraban no religiosos no alcanzaban ni el 2%. España en efecto era una nación católica.

¿Ha dejado de serlo en este último cuarto de siglo? Si se considera el número de fiestas religiosas que salpica el calendario, las transferencias que el Estado dirige al mantenimiento de la Iglesia, la financiación de colegios privados con “ideario propio” regentados por órdenes y congregaciones religiosas, la enseñanza de la religión y la moral católica en los centros escolares públicos, la fundación de universidades católicas, se diría que no o, más matizadamente, que la Iglesia institucional mantiene fuertes posiciones de poder e influencia en la sociedad española. Pero si se mira a la disposición de los españoles a cumplir los preceptos de la Iglesia y a la evolución de la práctica religiosa de los últimos veinticinco años, la conclusión es muy diferente.
Por ejemplo, en lo que se refiere a la disolución del vínculo matrimonial, los católicos españoles no parecen muy inclinados a seguir los preceptos eclesiásticos: en los cinco años que van de 1999 a 2003 el número total de nulidades, separaciones y divorcios fue de 530.423; en los cinco años siguiente, de 2004 a 2008, la cifra ascendió a 672.201, con un vuelco considerable de la relación entre separaciones y divorcios, manteniéndose en niveles muy bajos los que siguen la vía eclesiástica de la anulación:

Nulidades, separaciones y divorcios
Nulidades Separaciones Divorcios Total
1998 113 56.928 35.834 92.875
2004 197 81.618 50.974 132.789
2008 142 8.761 110.036 118.939
Fuente: INE, Estadística de nulidades, separaciones y divorcios.

La escasa autoridad de la Iglesia para hacer cumplir por quienes se dicen católicos sus normas sobre cuestiones relacionadas con la cohabitación, el divorcio, el aborto, la selección de embriones por motivos terapéuticos, corren parejas con la disolución de las creencias que en tiempos no muy lejanos conformaban la identidad religiosa: las penas del infierno, la existencia del demonio, la idea del cielo y la vida eterna, la infusión de un alma inmortal en el momento mismo de la fecundación no forman ya parte de lo que un creciente sector de quienes se dicen católicos está dispuesto a creer. Se mantiene un alto porcentaje de españoles que declaran ser católicos cuando se les pregunta por su adscripción religiosa, pero al tiempo que esa autoidentificación resiste en un nivel alto, aunque decreciente, la práctica religiosa no ha dejado de descender de manera constante desde los primeros años ochenta.

Así, en junio de 1984, la suma de católicos que nunca o sólo varias veces al año iban a misa, es decir, los católicos no practicantes era de 50,8%; en octubre de 2009 se incluían en esa categoría el 72,2%, que ascendían a 75,8% en el grupo de edad de entre 26 a 34 años y nada menos que al 83,1% entre los jóvenes de 18 a 24. Y mientras descienden los católicos practicantes, suben lentamente los que se identifican como creyentes en otra religión y de manera muy llamativa no creyentes o ateos, que conjunto han pasado de 6,6% de españoles a 21,2 entre 1996 y 2009.

Cómo se definen los españoles en materia religiosa
1986 1996 2005 2009
Católico/a 88,9 83,3 79,5 74,9
Creyente de otra religión 0,7 1,2 1,6 1,8
No creyente 4,2 4,3 11,3 13,6
Ateo [5]* 2,3 6,1 7,6
NC 1,2 0,5 1,5 2,0
Fuentes: CIS. Banco de datos. * En 1986, el ítem era “Indiferente”, no “Ateo”

Si en lugar de este proceso, el análisis se realiza sobre un corte temporal reciente, resaltará la importancia de la edad en la frecuencia de prácticas religiosas de los que se identifican como católicos. Aunque aproximadamente un 27% de católicos españoles pueden considerarse en la categoría de practicantes, en el grupo de edad de 26 a 34 años, no pasan del 13,8%, mientras entre los de 65 años y más asciende al 35%. Podría decirse, pues, que de los jóvenes españoles que se identifican como católicos solo una exigua minoría se declara practicante.

Frecuencia de asistencia a misa u otros oficios religiosos, sin contar ceremonias de tipo social, como bodas, comuniones o funerales, por grupos de edad. Octubre de 2009
18 a 24 26 a 34 35 a 44 45 a 54 55 a 64 65 y más Total
Casi nunca 67,5 74,4 65,1 62,7 48,1 35,6 57,0
Varias veces al año 15,6 11,4 15,8 16,6 15,2 16,2 15,2
Alguna vez al mes 9,4 7,2 11,6 10,8 13,7 13,1 11,2
Casi todos los domingos y festivos 5,0 6,0 5,9 8,3 20,0 30,9 14,3
Varias veces a la semana 1,3 0,6 0,5 0,6 1,9 4,2 1,7
N.C. 1,3 0,3 1,0 1,0 1,0 1,1 0,7
Fuente: CIS, Estudio 2.815, Octubre 2009.

Todo esto pone de manifiesto una pérdida creciente de confianza en la Iglesia católica, que entre los más jóvenes adquiere la dimensión de auténtica deserción. En un estudio realizado por la Fundación Santa María en 2005 sólo el 2% de los jóvenes encuestados compartían la afirmación de que en la Iglesia se dicen cosas importantes en cuanto a ideas e interpretaciones del mundo, y no más del 17% se mostraba de acuerdo con las directrices de la Iglesia. Más curioso aún es que no más de un 29% -frente al 64% de once años antes- reconocía ser miembro de la Iglesia, declarándose practicante sólo el 8%. Eso sí, hasta un 43% de estos jóvenes pensaba casarse por la Iglesia, cantidad notable dadas las circunstancias, aunque en claro retroceso frente al 64% que pensaba hacerlo en 1994. De manera que los 43 de cada 100 que piensan contraer matrimonio por la Iglesia se reducen a los 29 que reconocen ser miembros de ella, a los 8 que se declaran practicantes y, en fin, a los dos que todavía piensan que en la Iglesia se dicen cosas importantes. Los jóvenes de 15 a 24 que en 2005 respondieron a esta encuesta construyen sus ideas e interpretaciones del mundo sin tener en cuenta lo que dice la Iglesia. Son por tanto jóvenes secularizados en una sociedad en la que la Iglesia católica mantiene una fuerte presencia institucional que la ha llevado a convocar manifestaciones multitudinarias en la calle contra los proyectos legislativos de matrimonio de homosexuales y de ampliación de los supuestos de despenalización del aborto y a oponerse frontalmente a la posibilidad de selección de embriones por motivos terapéuticos.
Santos Juliá
Sábado, 19 de Junio 2010 10:08

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El cambio de sentido de los movimientos migratorios -que en el último cuarto de siglo ha convertido a España de país de emigrantes a país de inmigrantes- ha sido espectacular tanto por su rapidez como por su magnitud y por su impacto en el crecimiento de la población actual de España. De los 400.000 extranjeros contabilizados en el censo de 1991 y el millón y pico de 2001, hemos alcanzado en 1 de enero de 2009 la considerable cifra de 5,6 millones, exactamente el 12% de todos los residentes inscritos en el Padrón municipal de ese año. En números absolutos, y en una progresión constante desde 1999 hasta 2007, los inmigrantes extranjeros llegados en el decenio 1999-2008 fueron 5.440.948, de modo que al comenzar 2009 había en España más extranjeros en términos absolutos que en Reino Unido, Francia o Italia, que cuentan con 4,02, 3,67 y 3,43 millones, respectivamente; solo Alemania, donde la cifra asciende a 7,25 millones, contaba con más inmigrantes que España entre nuestros vecinos europeos.

Con esta impresionante llegada de extranjeros, España es, de todos los países de la Unión Europea y contra lo que se podía esperar en 1999, cuando su crecimiento vegetativo se había desplomado a sólo el 0,1 por 1000, el que ha experimentado un mayor crecimiento demográfico en la primera década del siglo XXI, pasando, según datos de Eurostat, de 40,04 millones del año 2000 a 46,08 millones estimados en enero de 2010. Es una cifra ligeramente superior a la estimada por el INE para 1 de enero de este mismo año, que es de 45.989.016 millones, prácticamente 46 millones, de los que 23.316.593 son mujeres y 22.672.423 varones. Este crecimiento, cercano a los seis millones de habitantes, supera al de un país tradicionalmente receptor de inmigrantes, como Francia, que de 60,54 millones ha pasado en el mismo periodo de tiempo a 64,70, y contrasta fuertemente con el descenso de la población de Alemania, que de 82,16 millones ha bajado a 81,75.

Es interesante señalar que el tradicional primer puesto de los marroquíes aparece en el último empadronamiento ocupado por los rumanos que se acercaban en enero de ese año a 800.000, dejando a Marruecos en segundo lugar con 710.401. A cierta distancia, los ecuatorianos y casi pisándoles los talones los británicos, que han debido de adquirir residencias en España para disfrutar del sol y del Sistema Nacional de Salud en sus años de jubilación, ya que la edad media de los 355.044 británicos que han establecido su residencia en España se acerca a los 50 años. En conjunto, 40% de los extranjeros empadronados proceden de la Unión Europea ampliada a 27 miembros, 28% de América del Sur, 18% de África y 4,9% de Asia, con un considerable aumento de chinos. Han llegado también cantidades menores de otros países de la Europa no comunitaria –entre los que destacan 76.722 ucranianos, y solo un 1% del total procede de América del Norte.
Santos Juliá
Sábado, 19 de Junio 2010 09:31

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Hace unos días, y con objeto de escribir una crónica sobre lo que ocurre en España, una corresponsal me planteó varias preguntas. Fueron éstas, que aquí van con las respuestas

1. ¿Por qué cuesta tanto en España “digerir” toda la época de la guerra civil y el franquismo? ¿Por qué cuesta tanto a la derecha tocar estos temas?
R.: La guerra civil y el franquismo han sido objeto de multitud de publicaciones de todo tipo, de una incontable cantidad de ciclos de conferencias, debates y congresos, han dado materia para muchas películas y series de televisión y, en fin, de numerosas series de fascículos coleccionables en periódicos y revistas. En ese sentido, creo que está “digerida”. Ocurre, sin embargo que cuando se mira hacia atrás con tanta intensidad como en los últimos años -no solo en España- las memorias son, necesariamente, conflictivas: hubo demasiadas muertes en las cunetas tanto en la zona controlada por los rebeldes como en la que quedó bajo poder de la República y las memorias tienden a honrar a unos y hacer invisibles a los otros: ocurre en la derecha, pero también en la izquierda.

2. ¿Le parece peligroso que se ponga en cuestión cómo se hizo la transición y que se quiera juzgar al franquismo?
R.: Poner en cuestión el pasado es propio de cada generación y, además de inevitable, es higiénico: las cosas pudieron suceder de otra manera y es conveniente no adornar el pasado con el aura de lo inevitable ni contarlo como un mito de los orígenes. El problema no es ese, sino que, en ocasiones, al poner en cuestión el modo en que ocurrió la transición, lo que se pretende es deslegitimar la sustancia, o sea, la Constitución misma. Y este sí puede ser un juego peligroso: la sociedad y el sistema político español podrían soportar una reforma constitucional –que por mi parte considero necesaria en el Título relativo a las autonomía y en algunos artículos que han quedado obsoletos- pero no es previsible que pudiera aguantar sin graves escisiones la apertura de un nuevo proceso constituyente o, como dicen algunos, de una segunda transición. Y por lo que respecta a juzgar al franquismo, treinta años después de la muerte de sus jerarcas, la vía penal no me parece la más adecuada. En todo caso, habría que seguir la vía de las comisiones de la verdad para dar cuenta de todo lo ocurrido en la guerra y en la posguerra

3. ¿Le parece que al final tanto la izquierda como la derecha no están listos para pedir perdón los dos, por lo que pasó en la guerra civil, o por lo menos para rememorar a los dos bandos?
R.:En los años sesenta y setenta del siglo pasado, la política de reconciliación defendida por el Partido Comunista, y la política de diálogo emprendida por grupos de católicos disidentes de la dictadura dieron lugar a la aparición de una nueva cultura política que facilitó el encuentro entre hijos de vencedores y vencidos e hizo posible la transición a la democracia. Ha sido después, a mediados de los años noventa cuando la reivindicación de sus mártires por la Iglesia, con ceremonias de canonizaciones masivas y su completo olvido de las víctimas que ella misma había provocado ha coadyuvado a alimentar las memorias de parte. La Iglesia católica, que sufrió una hecatombe en los primeros meses de la guerra, ha perdido una ocasión histórica para mantener el espíritu de reconciliación vivido durante la transición reconociendo públicamente la parte de responsabilidad que a ella incumbe en las matanzas ocurridas en zona rebelde y en la implacable represión de posguerra.

4. ¿Estima que el Estado tiene una asignatura pendiente con las víctimas republicanas en las fosas comunes?
R.: Sí, sin duda. El Estado está obligado por la Ley de enterramientos a hacerse cargo de la exhumación de cadáveres enterrados ilegalmente. Quizá si el PSOE no se hubiera enredado durante tiempo en la ley llamada de Memoria Histórica y hubiera respondido con diligencia desde el Gobierno, las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos a las demandas de exhumación presentadas por los familiares de las víctimas todo el actual conflicto entre jueces, en el que suenan los ecos de antiguos rencores y de rencillas personales mal resueltas, no habría tenido lugar.
Santos Juliá
Domingo, 25 de Abril 2010 10:32

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Todo comenzó, de manera inesperada, en la sesión de la Comisión de Justicia e Interior del Congreso de los Diputados, celebrada el 24 de octubre de 2002, para debatir la proposición no de ley presentada por Izquierda Unida “relativa al reconocimiento del honor y de los derechos de los presos políticos sometidos a trabajos forzados por la dictadura franquista”. El diputado del Partido Popular, Manuel Atencia la acogió favorablemente y presentó una enmienda proponiendo que el Congreso reafirmara “una vez más su pleno reconocimiento moral de todos los hombres y las mujeres que padecieron la represión del régimen franquista y por profesar convicciones democráticas, [y honrara] la memoria de los prisioneros políticos que fueron víctimas de la explotación y sometidos a trabajos forzados por la dictadura”. El Grupo Popular, terminó diciendo, “está absolutamente de acuerdo con el espíritu que anima la iniciativa de Grupo de Izquierda Unida, es decir, de hacer un reconocimiento, una rehabilitación si se quiere, desde el punto de vista moral, político, de los presos políticos […] Entendemos que la Cámara debe hacer ese reconocimiento.”

La enmienda del PP fue bien recibida por IU y preparó los ánimos para que larga pugna que desde el principio de la legislatura se venían manteniendo en torno al pasado culminara en la sesión de 20 de noviembre de 2002 de la Comisión Constitucional con la aprobación unánime de una enmienda transaccional negociada por los representantes de todos los grupos con la intención de poner punto final a la serie de debates iniciados tres años antes. Los miembros de la Comisión se encontraron ese día encima de la mesa cinco proposiciones no de ley relacionadas con la memoria histórica. La primera, de Izquierda Unida, sobre el reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que padecieron la represión del régimen franquista por defender la libertad y por profesar las convicciones democráticas; la segunda, del Grupo Socialista, instaba a los poderes públicos a reparar moralmente a las víctimas de la guerra civil desaparecidas y asesinadas por defender valores republicanos y a reconocer el derecho de familiares y herederos a recuperar sus restos, nombre y dignidad; la tercera, presentada también por los socialistas, se dirigía a desarrollar políticas de Estado para el reconocimiento de los ciudadanos exiliados; la cuarta, a iniciativa de IU, instaba a proceder a las exhumaciones de fosas comunes de la Guerra Civil; y en fin, el Grupo Mixto presentó una quinta proposición sobre la devolución de la dignidad a los familiares de los fusilados durante el franquismo. Relacionada también con esta problemática, aunque defendida aparte, una última proposición no de ley se dirigía al reconocimiento de Blas Infante como padre de la patria andaluza.

Ante esta avalancha de proposiciones, el portavoz del PP en la Comisión, José Antonio Bermúdez de Castro, reunió a los representantes de todos los grupos, que llegaron al acuerdo de fundirlas en una única enmienda transaccional de modificación que rescatara la sustancia del consenso constitucional añadiendo un reconocimiento explícito a todas las víctimas de la guerra civil y de la dictadura franquista. Al defender la enmienda transaccional, Manuel Atencia mostró su satisfacción por el hecho de que todos los grupos hubieran decidido “abordar desde la integración, desde la normalidad democrática, desde la concordia, desde la reconciliación que animaron a nuestros constituyentes, y mirando hacia el futuro, cuestiones espinosas de nuestra vida común”. Se trataba, como dijo el representante de CiU, de “un generoso reencuentro de todos” plasmado en un texto “fruto del acuerdo de todos los grupos parlamentarios, que hoy cierra con credibilidad el rosario de propuestas de naturaleza parlamentaria que hemos venido debatiendo en los últimos tiempos alrededor de los hechos de la Guerra Civil y de sus víctimas”. López de Lerma esperaba que con aquel texto se cerrara “un debate que fue abierto hace ya tiempo (necesariamente abierto porque, como ha dicho con acierto el señor Alcaraz, hay que olvidar el rencor, pero no se puede olvidar lo sucedido) en beneficio de todos, sobre todo de aquéllos que fueron víctimas de la guerra civil, con un reconocimiento moral y también -por qué no- de las futuras generaciones”.

La enmienda comenzaba con un largo exordio que presentaba la Constitución de 1978 como punto final de un “trágico pasado de enfrentamiento civil entre españoles” y se evocaba, con cita de Antonio Machado el relato de las dos Españas como “fiel reflejo de esta dramática realidad existencial de la nación española.” Por fortuna, añadía, en 1978, una generación de españoles, que recordaba “el lamento de aquel otro gran español, Manuel Azaña”, decidió no volver a cometer los viejos errores y dejó en las Cortes Constituyentes testimonios concluyentes del espíritu de concordia nacional. Nada de amnesia ni de silencio: los diputados de todos los partidos firmantes de la enmienda recuperaban la memoria que la transición había proyectado sobre el pasado de guerra en términos muy parecidos a los del relato dominante en los años setenta: una historia trágica protagonizada por dos Españas enfrentadas a muerte que había felizmente terminado en una reconciliación de la que había nacido una Constitución “impregnada de voluntad de convivencia”. No sólo la Constitución; antes que ella, la voluntad de convivencia se había manifestado en la ley de Amnistía, un acontecimiento histórico que “puso fin al enfrentamiento de las dos Españas, enterradas allí para siempre”.

En consonancia con este relato de las dos Españas reconciliadas, la enmienda no proponía lo que la prensa del día siguiente definió como una “condena del golpe de Franco”, sino una genérica condena de la violencia como instrumento de la política: “El Congreso de los Diputados, en este vigésimo quinto aniversario de las primeras elecciones libres de nuestra actual democracia, reitera que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”. Expresada en estos términos, la condena satisfacía a la par que frustraba las expectativas de cada partido. No se condenaba el “alzamiento fascista”, ni tampoco la “dictadura franquista” sino el uso de la violencia para imponer cualquier proyecto político, lo que, en términos histórico-políticos, igual podía referirse a las insurrecciones anarquistas de 1932 y 1933 y a las rebeliones socialista y catalanista de 1934 que a las rebeliones militares de 1932 y de 1936; interpretación que podía ampliarse a los regímenes totalitarios, concepto que, dependiendo de quien hablara, se podría referir a los regímenes fascistas, a los comunistas o a ambos simultáneamente.

Cerrado ese capítulo del pasado con esa fuerte relegitimación de la transición a la democracia como entierro de las dos Españas y la nítida condena de todo recurso a la violencia para imponer las propias convicciones políticas, la Comisión Constitucional reiteraba la necesidad de mantener el espíritu de concordia y reconciliación que presidió la elaboración de la Constitución de 1978 y que facilitó el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia. Con estas palabras, la Comisión acudía al rescate de la transición, que dejaba de ser ese tiempo de amnesia y desmemoria al que tantas veces habían aludido los partidos de la oposición en los recientes debates, para volver a representarse como tiempo de concordia y reconciliación, como no había dejado de repetir el Grupo Popular al argumentar su negativa a la condena explícita del golpe militar. En este 20 noviembre de 2002, casualmente cuando se cumplían, día por día, veintisiete años de la muerte del dictador, todos los partidos volvieron a encontrarse en su recuerdo de la transición como el de un tiempo que había permitido instaurar pacíficamente la democracia en España superando trágicos enfrentamientos del pasado.

Si estos dos primeros puntos de la enmienda daban satisfacción preferente al Grupo Popular en su insistencia en el valor de la transición y de la Constitución, los dos siguientes parecían destinados a satisfacer las demandas presentadas reiteradamente durante los dos últimos años por los partidos de la oposición, aunque con un matiz muy significativo. El Congreso reafirmaba el deber de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron victimas de la Guerra Civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista. La clara distinción entre víctimas de la Guerra Civil y víctimas de la represión de la dictadura era lo más cercano posible a reconocer que la sociedad democrática debía hacerse cargo de todos los muertos por la violencia sufrida en las dos zonas en que quedó dividida España tras la rebelión militar y la revolución que fue su primer resultado, y de todos los que, establecido el Nuevo Estado, sufrieron la represión de la dictadura. El Gobierno, en fin, era instado a desarrollar, de manera urgente, una política integral de reconocimiento y acción protectora económica y social hacia todos los exiliados y “los llamados niños de la guerra”.

Aprobada con el voto unánime de todos los miembros de la Comisión, esta resolución de 20 de noviembre de 2002 pasará a la historia parlamentaria de la democracia como el último acuerdo logrado en el Congreso sobre nuestro pasado de guerra, dictadura y transición a la democracia. A los pocos meses de aprobada, la polémica saltaría de nuevo. Y hasta hoy.
Santos Juliá
Domingo, 25 de Abril 2010 00:37

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Editado por
Santos Juliá
Eduardo Martínez de la Fe
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.



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