ESPAÑA SIGLO XX: Santos Juliá
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Bitácora



Es cierto que venimos de una historia plagada de enfrentamientos civiles, pero buscar su razón en alguna cualidad de la sangre de los españoles o en un fracaso cuyas raíces se hundirían más allá del tiempo, en la configuración misma de un supuesto ser de España, es el mejor camino para extraviarse.



Veintitrés años de monarquía constitucional aunque no democrática, más otros siete de monarquía con dictadura y sin Constitución; ocho años de república, de los que tres en guerra civil con parte sustancial del territorio bajo otra dictadura militar; treinta y seis años de dictadura, tres de transición y veintitrés de democracia: en conjunto, una elocuente secuencia de lo muy complicado que ha sido establecer en España una forma de Estado basada en un amplio consenso social. La monarquía dictatorial se hundió en 1931 empujada por una fiesta popular que tomó el aire de una revolución; la República fue derrotada en 1939 después de una larga guerra civil; la dictadura quebró entre 1975 y 1977 tras una larga crisis interna y la democracia sólo se instauró en 1978, como punto de llegada de un proceso con más conflictos y sobresaltos de los que la memoria hoy hegemónica, con su relato de transición como pasividad, renuncia y amnesia, está dispuesta a reconocer. Tanto vaivén, con los antecedentes de rebeliones, insurrecciones y revoluciones y consiguientes cambios de Constitución, en que tan pródigo fue el siglo XIX, ha extendido la convicción de una especial dificultad española para encontrar un sistema político y una forma de Estado acorde con los cambios de la sociedad.

Pues la otra cara del postulado de una dificultad política específicamente española en la construcción de un Estado homologable a los designados como de “nuestro entorno”, es que la sociedad siguió, a pesar de tantas rupturas políticas, el curso de unos cambios similares a los que habían recorrido con unas décadas de adelanto las más prósperas sociedades europeas. La sociedad española, en efecto, comenzó su gran transformación hacia la segunda década del siglo XX, cuando se hizo manifiesto un rápido cambio demográfico acompañado de las típicas variables del proceso de modernización: crecimiento de las ciudades, industrialización, alfabetización, auge de la clase media y de la sociedad profesional, secularización, densidad cultural, investigación científica. Pero si el proceso social siguió más o menos, con retrasos y bloqueos, el curso emprendido antes por nuestros vecinos, el político estuvo sometido a fortísimas tensiones que impidieron su correlativa transformación. Se diría que mientras la sociedad se transformaba en el sentido de la modernización, la política se alejaba de la democratización y reculaba hacia formas anacrónicas, impuestas a aquella sociedad por sus tutores tradicionales, el Ejército y la Iglesia católica, como un corsé que durante décadas le impidió respirar a su aire.

Quizá podría verse en esa distancia entre sociedad y Estado la razón de ese continuo tejer y destejer, de esas quiebras de continuidad, que caracterizan a la marcha de nuestra historia en los dos últimos siglos y que tuvo un punto de quiebra radical en la Guerra Civil de 1936 a 1939. Esa guerra fue el acontecimiento central de la historia de España del siglo XX: no puede entenderse nada de lo ocurrido desde 1936 en España prescindiendo de la guerra civil. Guerras y revoluciones hubo también en el siglo XIX: contra el invasor francés, entre absolutistas y liberales, guerras coloniales, interminables, y hasta una guerra relámpago contra Estados Unidos en 1898, además de las diversas algaradas, levantamientos e insurrecciones que esmaltaron la historia política desde la revolución liberal de los años treinta hasta la de 1868. El recurso a la violencia fue habitual en las luchas políticas del siglo XIX, acostumbrado a contemplar caídas de gobiernos y hasta de regímenes empujados por la fuerza de las armas. Pero, a pesar de las muchas guerras y del intermitente retumbar de los cañones, ninguna guerra civil agota la explicación del siglo XIX, ninguna se ha convertido en razón de ese siglo. No ocurre lo mismo en el XX, radicalmente impensable sin la guerra civil.

Esto es así porque, a diferencia de las guerras del siglo XIX que unas veces acabaron sin un claro vencedor y otras dieron lugar a paces de diverso signo, la guerra civil del siglo XX logró plenamente su propósito: un vencedor que exterminó al perdedor y que configuró una sociedad e implantó un Estado con pretensiones de eternidad porque respondía, en la concepción de los vencedores, al auténtico ser de España. La guerra civil redujo la complejidad y diversidad de la sociedad española del primer tercio del siglo XX a dos bandos enfrentados a muerte, con el resultado de que el vencedor nunca accedió a ningún tipo de reconciliación que volviera a integrar a los vencidos en la vida nacional. Desde 1939, España quedó brutalmente amputada de una parte muy notable de sus gentes y de su historia; hasta 1975, España vivió de la guerra o de las consecuencias de la guerra, que aun habrían de extender su sombra durante todo el periodo de transición a la democracia.

De ahí que esta guerra, por la radicalidad de un enfrentamiento que escindió en dos a la sociedad española, haya proyectado su ominosa luz sobre el periodo anterior convirtiendo en clave metahistórica la imagen inventada por las generaciones intelectuales de principios de siglo para interpretar su propio tiempo como una pugna entre dos Españas. La metáfora de las dos Españas se convirtió durante la guerra en la base de una nueva versión del gran relato de la historia de España como una tragedia, no al modo liberal, como nación decaída que habría de levantarse cuando el pueblo recuperara su libertad, sino al modo metafísico y religioso, como destino inexorable de un enfrentamiento a muerte entre dos principios eternos y excluyentes. Lo que en su origen fue una figura retórica para invitar a las nuevas generaciones que llegaron a la escena pública en torno a 1914 a romper con la vieja política, se convirtió con la guerra civil en una muestra ejemplar del principio hermético post hoc ergo ante hoc por el que la consecuencia pasa a ser causa de la propia causa: como la guerra civil escindió inevitablemente a España en dos, la escisión de España en dos fue la causa inevitable de la guerra civil.

Es cierto que venimos de una historia plagada de enfrentamientos civiles, pero buscar su razón en alguna cualidad de la sangre de los españoles o en un fracaso cuyas raíces se hundirían más allá del tiempo, en la configuración misma de un supuesto ser de España, es el mejor camino para extraviarse. Aquí, en estos apuntes, trataremos de huir de este tipo de consideraciones, que convierten en destino inexorable, inevitable, un pasado abierto a múltiples posibilidades, para proyectar una mirada simplemente humana y, por tanto, provisional, apuntando hipótesis y probabilidades más que enunciando axiomas y certidumbres, hacia algunas de las cuestiones relacionadas con la sociedad, la política, la cultura y la economía españolas del siglo XX, sin perjuicio de realizar alguna incursión por este primer tramo del XXI que nos ha tocado en suerte vivir.

Santos Juliá
Lunes, 2 de Noviembre 2009 12:38

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Editado por
Santos Juliá
Eduardo Martínez de la Fe
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.



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