CONO SUR: J. R. Elizondo

Bitácora

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Que un orden político internacional implosione o se extinga es un gaje de la historia. El último caso fue el del orden mundial de la Guerra Fría, con su equilibrio de poderes fundado en el equilibrio del terror. De ahí nació, para los soñadores, la oportunidad de configurar un nuevo Orden Mundial Democrático con base en los “dividendos de la paz”. Algo así como una nueva Constitución Política, que garantizara todas nuestras expectativas, a partir de una hoja en blanco. La pandemia en curso vino a actualizar ese sueño pero, como veremos, la realidad no da ni para una siesta. Cuando el virus termine de atacar a los terrícolas, lo más seguro es que el mundo será otro, pero no por la victoria de los buenos sobre los malos, sino por default.


“La teoría de la democracia debe ser repensada completamente”. (Giovanni Sartori)

 

La continuidad del orden económico

Para que un macrosistema sea sustituido por otro cualitativamente distinto, la alternativa debe preexistir en germen o en la idea. Fue el caso del orden bicéfalo y confrontacional de la Guerra Fría, implícito en la teoría de Karl Marx. En la esencia del fenómeno está el binomio teoría-acción, que se ejecuta mediante el trinomio continuidad-cambio-revolución.

Con el socialismo real fuera de juego y China como gran potencia con economía de mercado, hoy no existe teoría plausible sobre un orden alternativo de tipo revolucionarioEl que se nos viene será de continuidad y cambio y corresponde a la globalización del sistema capitalista. Es un desarrollo que estaba implícito en los teóricos marxistas disidentes, precursores de la convergencia de los sistemas económicos y padres de la socialdemocracia. También consta en la obra de teóricos de fuste, como el austríaco Karl R. Popper. En su célebre La sociedad abierta y sus enemigos de nuestro tiempo (1945), dijo que el capitalismo condenado por Marx había dejado de existir, dejando en su reemplazo “diversos sistemas intervencionistas donde las funciones del Estado en la esfera económica se extienden mucho más allá de la protección a la propiedad”.

A ese respecto, es notable la coincidencia con el economista norteamericano y Premio Nobel Paul Samuelson, para quien el capitalismo sin interferencias sociales ya no era viable en un sistema democrático. A su saber, la ciencia económica es siempre “política” -ergo, impura- y ahí el Estado tiene mucho que decir y hacer. Por eso, en vez de “capitalismo” hablaba de “economía mixta” e incluso fue más lejos. En entrevista que le hice en 1981, me advirtió que, en la última edición de su Curso de Economía moderna (1951), había incluido un apartado sobre el “capitalismo fascista”. De estar vivo, ya habría incluido un nuevo apartado sobre el capitalismo comunista.

El cambio del orden político

En cuanto al gran cambio político en trámite, corresponderá a la subordinación efectiva de la superestructura política a la infraestructura económica. De tener que bautizarlo, sería el Orden Mundial de la Convergencia Económica (OMCEC), con precuela en las gestiones “revisionistas” de dos comunistas históricos: el chino Deng Xiaoping y el ruso Mijail Gorbachov. El primero, porque tuvo el coraje pragmático de reconocer y enfrentar los efectos perversos del estallido cultural antiaburguesamiento, liderado por Mao Zedong. El segundo, porque tuvo el coraje suicida de desmontar, perestroika mediante, un sistema que conducía a un estallido político colosal, dentro y fuera de la Unión Soviética.

Ambos jefes comunistas dejaron una lección escrita en piedra: en vez de prometer un porvenir radiante para los nietos de sus nietos, los comunistas debían trabajar para mejorar la calidad de vida de sus pueblos, asumiendo y actualizando el modo de producción que sus “clásicos” habían condenado.

El problema es que esa transición, exitosa para los chinos, ha sido demasiado complicada para los comunistas de Occidente, pues el espacio ya estaba ocupado por los socialdemócratas. Así lo verificaron los comunistas “euros” de Italia, Francia y España, bajo catálisis del golpe de Estado en Chile.

Los Estados Unidos también pierden

En ese contexto debe asumirse un segundo gran cambio epocal: el fin del liderazgo único de los Estados Unidos y su reemplazo por uno multipolar, con fluctuantes políticas de alianzas.

Se trata de una caducidad con narrativa propia, que arranca con la autocomplacencia del “fin de la historia” -o cumplimiento del “destino manifiesto”- y culmina con el inicio de la gestión narcisista-autoritaria de Donald Trump. Es una suerte de empate póstumo con la Unión Soviética, pues el extravagante Trump ha colocado a su país en la peor posición política de su historia. En lo interno ha polarizado a su propia sociedad, poniendo a la democracia norteamericana al borde de la cornisa. En lo internacional le buscó el odio a China, maltrató a sus aliados europeos, entró en relaciones oscuras con los rusos, liquidó la política de sus predecesores hacia el Medio Oriente, despreció a los países subdesarrollados (“shithole countries”), torpedeó el libre comercio y mintió respecto a la amenaza del coronavirus.

Como resultado provisional, están en trance de cumplimiento los pronósticos de dos norteamericanos conspicuos. El primero, del controvertido Richard Nixon, favorece a Xi Jinping. Dice que “en el curso del siglo XXI China puede convertirse en la más fuerte potencia de la tierra”. El segundo, del escritor y periodista Thomas Friedman -tres veces Premio Pulitzer- es un garrotazo contra Trump. Dice que, de ser reelegido, se sentirá completamente libre de ataduras y “tendremos alguna forma de guerra civil”.

El fin de la ONU

Cuando cayeron los muros, muchos creyeron en la ONU que llegaba el momento de recoger “los dividendos de la paz”. La organización mundial tenía una vida nueva por delante y su Consejo de Seguridad, en vez de ser una llave exclusiva para los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, sería el abrelatas mágico de la seguridad colectiva.

No fue así. A semejanza de los Estados Unidos, la ONU fue víctima de los puntos de referencia que desaparecen. Esto lo escribo con nostalgia, pues trabajé allí en su mejor época -el inicio de la distensión entre los Estados Unidos y la Unión Soviética-, bajo el liderazgo de Javier Pérez de Cuéllar. Entonces, la ONU actuó como un eficaz centro armonizador de intereses para la solución de conflictos. En su balance consta el diálogo permanente del Secretario General con los líderes representados en el Consejo de Seguridad y, por añadidura, la pacificación de guerras prolongadas, el éxito en pacificaciones preventivas, el apoyo franco a las democracias y una secuela larga de reconocimientos. Entre éstos, el Nobel de la Paz para los Cascos Azules y el Príncipe de Asturias para el propio Pérez de Cuéllar.

Hoy la ONU ya no es relevante a ese nivel. En parte importante porque la politicidad militante o exmilitante de sus altos mandos actuales luce antagónica con la confianza política que exige su rol arbitral. Hoy prima la abstención sobre la proactividad, en materias estratégicas y la delegación en sus organismos especializados. Aún no se sabe de una citación al Consejo de Seguridad para debatir políticas de cooperación sobre la pandemia y el tema parece de la competencia exclusiva de la Organización Mundial de la Salud. En los conflictos abiertos, incluso bélicos, los gobiernos concernidos ya no recurren a sus servicios. Optan por grupos de países ad hoc, organizaciones militares como la OTAN y hasta por personas sin expertisse conocida, como el yerno de Trump. A mayor abundamiento, la ONU sigue burocráticamente formalista en materias de gran implicancia política, como la composición de sus unidades de protección a los derechos humanos. No la prestigia el que gobiernos acusados como violadores sistemáticos formen parte de su aparataje… y actúen en consecuencia.

Por lo dicho, un nuevo orden mundial, catalizado por la pandemia, tendrá que coincidir con el fin del ciclo de la ONU, así como la Sociedad de las Naciones dejó de justificarse tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. Un OMCEC necesitaría una organización nueva, que asuma la experiencia y el legado de la ONU y enfrente al fenómeno de la decadencia de las democracias a nivel global.

La democracia en la UTI

La precariedad de la democracia representativa y de los partidos políticos que le dan forma es el efecto político más dramático de la hora. Con un eventual nuevo orden mundial a la vuelta de la esquina, las alternativas son que sobrevivan (opción minimalista), que recuperen parte del peso que tuvieron (opción maximalista), que muten en autoritarismos elegidos (opción catastrofista) o que emerja un sistema democrático en el cual los partidos sólo sean uno de los actores ejecutivos (opción enigmática).

Esta encrucijada también se explica por la desaparición del socialismo realmente existente. En los Estados Unidos los actores políticos creyeron que llegaban a su “destino manifiesto”… y lo que les llegó fue Trump. En Europa, entre el Brexit, los desaires de Trump, los separatismos sísmicos y los euroescépticos, se abrió un forado que está socavando la calidad democrática de su integración. En paralelo, grandes referentes políticos desaparecen y se perfilan partidos extremistas fuertes en Alemania, Austria, Francia e Italia.

En América Latina el fenómeno tomó forma de espiral. El compacto elenco de países democráticos de los años 90 se ha desgranado casi por completo, socavado por el clientelismo, la corrupción y el mal manejo de las economías. Los partidos y sus dirigentes sobreviven como corifeos de otros actores, pues no han formado juventudes democráticas de relevo. Para llenar ese vacío de liderazgo han surgido grupos temáticos y también grupos antisistémicos que aplican viejos manuales insurreccionales para vanguardizar masas desencantadas. Las redes sociales son sus potentes heraldos electrónicos.

En estas circunstancias, el Estado es desbordado y los militares, siempre subestudiados, vuelven a jugar roles políticos directos, aunque de diferente calidad. En Venezuela apoyan una dictadura oprobiosa. En Brasil, son el grupo de confianza de un Presidente que antes fue capitán, en Bolivia, Ecuador y el Perú han actuado no por acción sino por omisión, disuadiendo conjuras y golpes de Estado.

Bajo ese síndrome y en modo pandemia, se está dando un cuestionamiento a los partidos semejante al que se produjo en las dos guerras mundiales. Durante la primera, el poeta argentino Leopoldo Lugones proclamó su caducidad y festejó la llegada de “la hora de la espada”. Durante la segunda, Simone Weil, intelectual francesa y combatiente antifascista, sostuvo que los partidos eran “organismos pública y oficialmente constituidos para matar en las almas el sentido de la verdad y de la justicia”. Concluía diciendo que no había motiva para conservarlos.

No somos oasis

¿Estamos conscientes los chilenos de que mientras nos defendemos del virus, nuestra democracia tiene “problemas”?

Lo cierto es que lo sospechamos, pero no lo decimos. Sin embargo, según encuestas de Latinobarómetro, entre 2001 y 2018, nuestro aprecio a la democracia fluctuaba alrededor del 50 %. Es decir, a la mitad de la población le daba lo mismo. En paralelo, hace rato los partidos son castigados ecuánimemente por la opinión pública. Están entre las instituciones peor evaluadas y su nota no sube del 2%, A mayor abundamiento, después del “estallido social” el Estado de Derecho fue desbordado por una violencia supuestamente “espontánea” y la institucionalidad democrática no ha contado con un liderazgo idóneo para defenderla.

En ese contexto y aunque parezca sorprendente, los analistas discrepan. Los idealistas, inspirados en el deber ser jurídico, creen que la democracia sigue operativa y que nos une por sobre todas las cosas. Después de todo, el Presidente está en La Moneda y despacha con sus ministros, los parlamentarios votan telemáticamente desde sus casas, los jueces fallan y la prensa informa.

Pero los analistas realistas -especie de aguafiestas que quieren ver las cosas como son- verifican que el gobierno no logra restablecer la seguridad ciudadana y que los otros representantes políticos no dan el ancho. En vez de consensuar soluciones para la crisis, la tratan discursivamente, mientras la oposición exhuma la tesis sesentera de la “violencia estructural”. Todo esto con los carabineros desorientados, la delincuencia viviendo su mejor época, los jueces asumiendo roles políticos por default, los militares en sus cuarteles en posición de autodefensa y las redes sociales sumiéndonos en la desinformación.

Con ese panorama a la vista, los compatriotas ajenos al eufemismo saben que Chile vuelve a vivir peligrosamente, entre “empates” catastróficos, condenas retóricas al vandalismo y adhesiones tibias a la democracia. Es como si quisiéramos confirmar que lo nuestro no es el de desarrollo a secas, sino el “subdesarrollo exitoso”… y cada cuarenta años.


José Rodríguez Elizondo
Miércoles, 21 de Octubre 2020



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Bitácora

6votos

Para los políticos de una dictadura, el coronavirus es un camino al escapismo. Les permite defender su régimen. diciendo que lo primero es proteger la salud de la población. Para demasiados políticos de las democracias, es como si el virus no existiera. Siguen inmersos en sus pequeños juegos de poder. Ante estos fenómenos, la pregunta es: ¿quien nos representa a los demócratas, humanistas y patriotas?



Publicado en El Mercurio 16.10.2020

La precariedad global de la democracia ya es un hecho y la pandemia ha cumplido con ponerla con letras mayúsculas. 
Se explica, en parte, porque perder al enemigo estratégico -el socialismo realmente existente- cambió los puntos de referencia de las organizaciones políticas de Occidente.

En los EE.UU creyeron que llegaban a su “destino manifiesto” y lo que les llegó fue Donald Trump. En Europa, entre el Brexit, los desaires de Trump y los separatismos sísmicos, se abrió un forado que está socavando la condicionalidad democrática de su integración. En América Latina el compacto elenco de países democráticos de los años 90 se ha desgranado, la corrupción ayuda mucho y los militares vuelven a ser solicitados. En Brasil, son el grupo de confianza de un Presidente que antes fue capitán, en Bolivia, Ecuador y el Perú han actuado por omisión, disuadiendo conjuras y golpes de Estado. Muchos ahora están parafraseando esa ironía de los “indignados” españoles según la cual “contra Franco estábamos mejor”

¿Estamos los chilenos conscientes de que tenemos ese problema?

Sí, pero no se nota. Preferimos ignorar (“es otro el contexto”) las coincidencias estructurales entre la espiral de ingobernabilidad que condujo al golpe de 1973, las contradicciones entre los “posibilistas” y “manifestacionistas” durante el régimen de Pinochet y lo que está sucediendo. Temas que, dicho sea de paso, están prolijamente tratados en un reciente libro del conocido politólogo Ignacio Walker.

Eso explica por qué, pese a la amenaza ecuménica del coronavirus, seguimos enredados en el enfrentamiento entre cuatro minorías antagónicas, de derechas e izquierdas: las del “Sí” contra el “No” y las de los “autocomplacientes” contra los “autoflagelantes”. Lo peor es que, en el caldo de multiplicar de las redes sociales, los ganadores son los antisistémicos que las habitan.

En ese marco, la razón de la irracionalidad hace que la violencia se condene sólo con la boca chica y se soslaye la diferencia entre una dictadura sin plazo y un gobierno democrático impopular, pero con fecha de vencimiento. De ahí que, mientras el Presidente elogia “nuestro hermoso país” y alude a lo que “todos los chilenos queremos”, los candidatos a reemplazarlo y los políticos rasos están en otra. Los opositores sistémicos (con honrosas excepciones) creen que lo urgente es acusar constitucionalmente al gobernante y a ministros, incumbentes o renunciados. Los antisistémicos, por su parte, siguen aplicando sus viejos manuales de insurrección. Como efecto inmediato nuestras ciudades se volvieron peligrosas y el Estado perdió la esencia de su existencia; su capacidad para imponer la ley, El vandalismo volvió a desbordar a la policía, la delincuencia muestra su upgrade mediante narcos ostentosos y proliferan las pandillas de asalto.

Lo más emblemático de este cuadro es la portentosa contradicción entre la convocatoria a votar presencialmente -en el plebiscito y las sucesivas elecciones programadas- y el mensaje sanitario de confinamiento y distanciamiento social, sostenido por más de medio año… hasta con toque de queda. Durante todo este tiempo, los chilenos, en especial los mayorcitos, hemos vivido temerosos del contacto con el prójimo, incluyendo hijos y nietos. Sin embargo, de un día para otro, quienes dicen representarnos nos llamaron a concurrir a los lugares tradicionales de votación, como si el virus ya se hubiera ido y “la roja” hubiera vuelto a jugar a estadio lleno.

Obviamente, se ahorraron el trabajo duro de actualizar y tecnificar los procesos eleccionarios en modo antivirus. La necesidad de hacerlos compatibles con la seguridad vital mediante, por ejemplo, votaciones a domicilio, como en los censos o por correo electrónico, como ya se hace en algunas consultas alcaldicias. Más fácil era cambiar el switch, con consignas “movilizadoras” y apelar a nuestro idealismo jurídico. Así las cosas, el indicador más confiable, en el plebiscito, no será el del “apruebo” o “rechazo”, sino el de la cantidad de chilenos que concurra a los locales, confiando en la suerte y en su lápiz propio.

Como veterano del 73 pienso que debiéramos desempolvar la palabra “patria” y asumir, con Shakespeare, que el pasado puede ser un prólogo. La alternativa  sería resignarnos a eso que llaman  “consuelo de tontos”. El saber que no estamos solos en esta pésima época para la democracia.
Por cierto, ésta seguirá temblequeando, aquí y afuera, mientras crece la amenaza de algo peor, que de puro supersticioso no nombro.

 

José Rodríguez Elizondo
Viernes, 16 de Octubre 2020



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Bitácora

6votos
DEBATE CON ENERGUMENISMO ANUNCIADO José Rodríguez Elizondo

Con Donald Trump se está repitiendo la historia de los demagogos autoritarios que se atornillan al poder, gracias a un momento histórico de debilidad de sus sistemas jurídico-políticos. Es grave si esto sucede en cualquier país. Pero es gravísimo si sucede en una gran potencia democrática con intereses globales como los Estados Unidos. El reciente "debate" de Trump con Joe Biden lo ilustró de manera escalofriante-



Publicado en El Mercurio 3.10.2020

En 2018, el periodista y escritor Thomas Friedman, tres veces premio Pulitzer, dijo que “hoy, el mayor enemigo de la democracia en los EE.UU. está sentado en el Despacho Oval”. El escandaloso no debate entre Donald Trump y Joe Biden del pasado 30 siguió dándole la razón.

El día anterior, con mis alumnos de la Facultad de Derecho, hicimos un análisis prospectivo y concluimos que la estrategia contra Biden del Presidente-candidato sería la que fue: interrumpirlo para desconcentrarlo, asumir un lenguaje corporal matonesco, eludir los temas de fondo y, por supuesto, violar cualquier protocolo previo. En cuanto a Biden, se supuso que estaría alerta para no caer en ese juego y poder exponer a la ciudadanía sus proyectos de eventual gobernante.

Ya sabemos que Trump impuso esa estrategia anunciada. Fue otro de los golpes en serie que ha venido asestando a la institucionalidad democrática de su país. Esta vez arremetió contra la institución del debate civilizado entre los candidatos presidenciales, que es (¿era?) parte de las tradiciones nobles de los EE.UU. Al efecto, tuvo cuatro objetivos
interrelacionados: 1) Esparcir una cortina de humo sobre su negligencia para enfrentar una pandemia que ha sido especialmente mortífera 2) Demoler a Biden en lo personal (malas notas en la universidad, un hijo que se drogaba, edad avanzada o senilidad, mediocridad como político) 3) Eludir cualquier discusión sobre su antipolítica internacional, que ha llevado a su país a una viscosa relación con Rusia, una guerra fría (comercial, por el momento) con China y la pérdida de un liderazgo mundial antes indiscutido. 4) Escabullirse de las serias acusaciones que se le hacen como emisor de mentiras, evasor de impuestos, protector de pandillas racistas, maltratador de militares combatientes, adversario de la alternancia en el poder e ignorante sobre cualquier tema que no se relacione con su persona.

Está claro que el Presidente cumplió con sus objetivos, tan encuadrables en la “doctrina” de los defensas sucios del fútbol: “que pase la pelota, pero no el jugador”.  Con ese talante, ha conquistado una base dura de popularidad, semejante a la que en otra época tuvieron proscritos de la historia como Hitler y Mussolini. Poco o nada parece importarle que su performance tenga un costo enorme para el prestigio de los EE.UU. Tras el tóxico no debate, la imagen-país de la gran potencia –que es un activo importante de su soft power- siguió cayendo, pero con más rapidez.

En cuanto a Biden, lució como un ciudadano normal y hasta estoico, pues no cayó del todo en el juego sucio. Sin embargo, su imagen fue débil ante la violencia gestual y oral de Trump. No supo denunciarla en cámara con la energía que la situación exigía. El único correctivo al “energumenismo” desatado vino al día siguiente, por cuenta del coronavirus. Mucho más agresivo que Biden, hoy tiene al Presidente en cuarentena familiar.

Mención aparte merece el moderador Chris Wallace, un periodista de prestigio que fue literalmente “ninguneado”. Quizás existía un acuerdo secreto que le impedía cortar el micrófono a quien se sabía iba a violar cualquier acuerdo formal. Por otra parte, el protocolo del evento no lo ubicó físicamente en línea o por sobre los candidatos, sino en posición subalterna. Un detalle más importante de lo que parece.

Por lo visto y comprobado, también en la política de los EE.UU. se ha producido una “selección inversa”. Con certeza, los ciudadanos ilustrados con edad para recordar, están evocando los debates de candidatos como John F. Kennedy, Jimmy Carter, Ronald Reagan, George H. Busch, Bill Clinton y Barack Obama. Hasta podrían agregar a Richard Nixon, quien debió renunciar a su Presidencia no por ignorante o truculento, sino por “tricky” (tramposo).

Tal anti-selección hoy tiene a la democracia de los EE.UU. en la cuerda floja y, por efecto-demostración, socavando la gobernabilidad de los otros países democráticos. Además, por tratarse de una potencia con intereses globales, la performance de Trump está poniendo cada día más en riesgo la paz mundial, máxime cuando ya es evidente que nunca será un buen perdedor.

Antes del no debate, Thomas Friedman se atrevió a otro pronóstico, ahora sobre una eventual reelección de Trump, Si gana, dijo, “se sentirá completamente libre de ataduras (y) tendremos alguna forma de guerra civil”.  

Contra eso, que se sepa, no hay medida sanitaria disponible.

José Rodríguez Elizondo
Sábado, 3 de Octubre 2020



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Bitácora

4votos
Salvador Allende en la soledad de su poder José Rodríguez Elizondo

Lo digo de partida, a sabiendas de que su figura aún es controversial: Salvador Allende fue un líder socialdemócrata, con sensibilidad patriótica y lirismo revolucionario. En lo esencial, su proyecto político buscaba conciliar esas tres características. Consistía en conducir a socialistas democráticos, marxista-leninistas, castristas, y socialcristianos por una vía de transición al socialismo, sin romper con las instituciones. Fracasó, porque era un sueño poético en el marco tosco de la Guerra Fría, con sus escatologías doctrinarias y su equilibrio del terror. Pero, si aceptamos con Borges que es de caballero defender las causas perdidas, comprenderemos que fue un sueño noble y que respetar la memoria de Allende hoy es (debe ser) un factor de unidad para los atribulados demócratas chilenos.


Allende con cardenal Raúl Silva, Felipe Herrera y el autor. De pie edecán naval Arturo Araya y Fernando Castillo Velasco
Allende con cardenal Raúl Silva, Felipe Herrera y el autor. De pie edecán naval Arturo Araya y Fernando Castillo Velasco
El Libero. Publicado el 5 septiembre, 2020

 
 
 
 
En este quincuagésimo aniversario de la victoria electoral de Salvador Allende, las pruebas de su importancia y complejidad histórica están a la vista. Biografías políticas y sentimentales, cintas magnetofónicas, documentales y filmes de no ficción, reportajes en todos los medios.

Son testimonios de lo inviable que fue la pretensión primera de enviarlo al olvido o al oprobio de la Historia. Por cierto, el fenómeno nació en el exterior, cuando en Chile no se podía. Esos monumentos y sitios con su nombre, que se levantaron en los más diversos lugares del mundo, emocionaron a sus adeptos y colaboradores, pues ratificaron lo que él mismo les decía, con humor, cuando se golpeaba un antebrazo: “Toque aquí, compañero, ésta es carne de estatua”. En paralelo, mortificaron a sus enemigos y convencieron a quienes creen que, para ser reconocido en Chile, primero hay que serlo en el exterior.

Fue un destape que culminó en Chile, con un monumento a pocos pasos de la que fuera su última residencia en la tierra. A partir de entonces, las nuevas generaciones pueden asomarse, en vivo y en directo, al duelo singular entre Allende, el soñador, y Augusto Pinochet, su némesis. Fueron los actores principales del último día y contrastarlos es un paradigma de las complejidades reales de la Historia.

Vidas poco paralelas

Todo ratifica el fracaso del gobierno de la Unidad Popular y de los políticos democráticos de la época. Pero, paradójicamente, muestra cómo el jefe de ese gobierno supo rescatarse como una figura de grandeza trágica a escala universal. “Sólo falta que canonicen a Allende”, dijo con ironía amarga la viuda de Pinochet, en una de esas avalanchas del recuerdo.

Hoy se sabe que Allende había acumulado premoniciones y decisiones, para ser liberadas ese 11 de septiembre de 1973, cuando aviones de guerra bombardearon palacio. Acorde con su cultura, supo expresarlas en tono poético y con serenidad apabullante. Mientras llovían las balas y entre el humo que lo acercaba a la muerte, advirtió contra cualquier resistencia armada posterior. Los chilenos de a pie no debían sacrificarse. “Otros hombres superarán este momento gris y amargo”, dijo. Es decir -dado que el lenguaje inclusivo no existía-, hombres y mujeres de otra generación y no quienes quisieron empujarlo hacia “el enfrentamiento inevitable”.

En el contexto de ese día, el lenguaje de Pinochet marcó el punto anticlimático. En sus diálogos con otros militares no hay huellas de caballerosidad hacia quien, el mes anterior, lo había designado Comandante en Jefe. Incluso pasó por su mente la posibilidad de subirlo a un avión “y después se cae”. Tras el desenlace, sondeó hasta la posibilidad de exiliar su cadáver: “Hasta para morir tuvo que joder, habría que enterrarlo en Cuba”. Sus interlocutores, más compuestos, no lo siguieron en esas chanzas cuarteleras. Paradójicamente, en esos mismos instantes Allende se preocupaba por la suerte de un Pinochet, a quien seguía suponiendo leal.

En cuanto a responsabilidades políticas, la diferencia también es profunda. Pinochet rechazó asumirlas, de manera tajante. Las más graves violaciones de los derechos humanos las endosó a subalternos suyos, por los cuales nunca respondió. El general Manuel Contreras sería su único error reconocido en privado. De ahí que, en sus respectivas situaciones límites, Allende asumiera sus responsabilidades con su propia vida y Pinochet optara por enfrentar a la justicia invocando, como eximente, una supuesta discapacidad mental.

Complicado abrazo de Castro

¿De dónde viene, entonces, esa imagen de “enemigo jurado de la democracia”, que Henry Kissinger adjudica a Allende en sus Memorias?

La verdad es que no puede fundarse en ningún texto, discurso o acción política realizada en Chile, en sus más de 40 años de actividad. Sólo una entrevista que le hiciera Regis Debray -entonces publicista de Fidel Castro- y su compleja relación con el mismo Castro pudieron servir de base a ese calificativo, que ni siquiera compartía el embajador de los Estados Unidos. Incluso habría que decir que aquella entrevista disgustó a Allende, por estimar que distorsionaba su pensamiento en aspectos importantes.

Hoy está claro que la tentación de la dictadura fue ajena a Allende y que la razón de fondo de su fracaso estuvo, simplemente, en la inviabilidad de su proyecto. Era utópico, en plena Guerra Fría, amarrar a las izquierdas variopintas en un mismo proyecto y tratar de ejecutarlo desde las instituciones…con base en un tercio del electorado.

Por lo demás, Castro, con quien mantuvo una amistad mal correspondida, jamás apoyó ese proyecto. De hecho, el cubano temía que el éxito eventual de Allende liquidara su propio modelo guerrillerista y, por ende, su prestigio como “verdadero revolucionario”. Por eso, tras la victoria del 4 de septiembre, vino a Chile, en visita insólita, para darle el abrazo del oso. Durante un mes recorrió nuestro país, alentando a sus fans, potenciando el antagonismo de un sector militar y exasperando a la oposición dura, que aprovechó la coyuntura para hacer una demostración de fuerzas en las calles de Santiago.

Más insólito aún, en octubre de 1973, en un discurso “de homenaje” al líder caído, Castro falsificó la muerte de Allende. Inventó que había muerto acribillado por los militares, tras destruirles dos tanques con certeros bazucazos y enfrentarlos a pecho descubierto con una metralleta que él le había regalado. Era una mala película de aventuras, destinada a acreditar que fue él y no Allende quien siempre tuvo la razón: “Los chilenos saben ya que no hay ninguna otra alternativa que la lucha armada revolucionaria”, dijo en ese discurso tan sorprendentemente soslayado.

Desunida Unidad Popular

Pero Allende no sólo chocó con la oposición de derechas, el recelo de Castro y la desestabilización inducida por Richard Nixon. También sufrió, desde el inicio, el ideologismo y/o la indisciplina de los dirigentes principales de la Unidad Popular. Los comunistas, que fueron su apoyo más firme, no se resignaban a revisar la disfuncional dogmática leninista. Los socialistas, algunos cristianos radicalizados y parte del histórico Partido Radical, no querían renunciar a la aventura guevarista. Entremedio, muchos preferían cubrirse con la ambigüedad o formar partido aparte.

Fue el coste en diferido del previo proceso electoral. Allende no era el candidato de los partidos principales y su mandato nació enredado en compromisos que atentarían contra su gobernabilidad. Durante tres años, debió consensuar hasta los cargos menores. Desde su frustración, muchas veces optaba -me consta- por dar instrucciones directas a algunos mandos medios. De ahí, también, su aprecio por la pulcritud del establishment militar, expresada en su alta consideración hacia el Comandante en Jefe del Ejército, general Carlos Prats. Todo eso solía expresarlo, sarcástico, diciendo que, como Presidente, él era un simple coordinador de la Unidad Popular.

Ese marco estrechísimo de acción facilitó la labor de Nixon, la unidad de los opositores e indujo una polarización casi perfecta. En julio de 1972, percibiéndose al borde del abismo, Allende, envió una “Carta a los jefes de los partidos de la Unidad Popular”, denunciando como inconcebible la pretensión de desconocer “el sistema institucional que nos rige”. Pese a ser dirigido a un colectivo, el documento no pudo ser respondido colectivamente. Cada jefe respondió por su cuenta, demostrando que tampoco había acuerdo ante una invocación tan sensata.

Soledad sin mando

Si alguna vez un gobernante conoció verdaderamente la soledad política, ése fue Allende. Todo Chile pudo asomarse a su drama, en mayo de 1973, cuando se quebró y saltaron sus lágrimas en pleno discurso. Eran lágrimas que desbordaban impotencia, amargura, frustración… pero, sobre todo, soledad.

Al filo del último día, el cuadro se le había cerrado de tal modo que sólo disponía de un manojo de “antiopciones”: conducir el proyecto original con la Unidad Popular era ya imposible; ceder a la oposición de izquierdas para dirigir la insurrección desde palacio sólo aceleraría la reacción militar; gobernar con los militares siguiendo el “modelo uruguayo” de Bordaberry era romper una coherencia política vital; resistir el golpe anunciado con las fuerzas de que disponía era inducir una masacre popular; declarar rota la Unidad Popular era una redundancia; forjar una alianza alternativa era extemporáneo.
Tras largas décadas de protagonismo democrático, él veía cómo el sistema político comenzaba a derrumbarse. Por eso, mientras jugaba con la idea de un plebiscito, en cuya eficacia tal vez no creía, se iban ordenando en su mente las que serían conocidas como sus “últimas palabras”. En ellas no habría mención alguna a los partidos de gobierno y él se presentaría, simplemente, como “un hombre digno que fue leal con su patria”.

Para la historia

Así fue como Allende llegó a su cita final, con una decisión tomada desde la raíz de su individualidad, sin consultas con los jefes de partido e ignorando la inducción de Castro de ir al enfrentamiento armado con “el apoyo de la clase obrera”. Estaba en su puesto, con un puñado de leales, para defender la dignidad de su cargo e impedir una guerra civil que, para él, sería una masacre de civiles.

En esos instantes de pólvora, humo y espanto, el presidente chileno explicó esa decisión con serenidad escalofriante y la afirmó con su inmolación. Confirmaba, así, su currículo de político institucional, patriótico y valiente. Su condición de humanista incapaz de disponer de la sangre de los otros. Y, por sobre todo, su calidad de líder liberado, para dar la vida por su país.

Todo ello de manera irreversible, porque ese día estaba a solas con la Historia.

 

José Rodríguez Elizondo
Sábado, 5 de Septiembre 2020



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2votos
ALLENDE: LA SOLEDAD DE UN SOCIALDEMÓCRATA José Rodríguez Elizondo

Quienes creen más en los silogismos que en las realidades, siguen discutiendo el talante democrático de Salvador Allende. Dicen que si su programa de gobierno era revolucionario, si él quería una revolución y si era amigo de Fidel Castro, no podía ser un demócrata. Por el contrario, otros niegan, por definición, que los socialistas democráticos puedan ser revolucionarios. Poco les importa que toda la vida política de Allende transcurriera dentro de la institucionalidad democrática y que prefiriera inmolarse antes de convocar a un enfrentamiento armado. Por lo demás, ignoran que en la historia del socialismo aparece el clivaje entre quienes querían una revolución por la vía armada y quienes la querían, como Allende, desde las instituciones. Yo podría invocar a este respecto la crónica de las polémicas de los marxistas ortodoxos con los "reformistas" Bernstein y Kautsky... pero sería caer en el juego tonto de los dogmas.


 

Publicado en El Mercurio, 2.9.2020
Si aceptamos, con Borges, que es de caballero defender las causas perdidas, comprenderemos por qué respetar la memoria de Allende debiera ser factor de unidad para los atribulados demócratas chilenos.

En este 50 aniversario de su victoria electoral las pruebas de su trascendencia histórica sobran. Biografías políticas y sentimentales, películas, documentales, reportajes en todos los medios. El fenómeno nació en el exterior, porque en Chile no se podía. Los monumentos y sitios con su nombre, en los más diversos lugares del mundo, ratificaron lo que él mismo decía, con humor, mientras se golpeaba un antebrazo: “toque aquí, compañero, ésta es carne de estatua”. Ese reconocimiento mundial culminó, en Chile, con su monumento a pocos pasos de La Moneda. “Sólo falta que canonicen a Allende” comentó, con ironía amarga, la viuda de Augusto Pinochet.

Es que, por sobre el fracaso de su gobierno y de los políticos democráticos, Allende supo rescatarse como una figura de elegancia y grandeza trágicas. En paralelo, el talante de Pinochet marcó un anticlímax desde el mismo 11 de septiembre. Mientras el Presidente seguía suponiéndolo leal y se preocupaba por su suerte, el futuro dictador no mostraba la menor caballerosidad hacia quien lo designara jefe del Ejército. En sus diálogos grabados con otros jefes militares habla de subirlo a un avión “y después se cae”. Tras el desenlace, incluso sondea la posibilidad de exiliar su cadáver: “Hasta para morir tuvo que joder, habría que enterrarlo en Cuba”. En cuanto a responsabilidades asumidas, la diferencia también es abismal. Mientras el líder civil las asumió con su vida, el jefe militar las endosó a sus subalternos y, una vez ante la justicia, optó por invocar una supuesta discapacidad mental.

¿Y de dónde viene esa imagen de “enemigo jurado de la democracia”, que Henry Kissinger estampó en sus Memorias?

Fue una coartada autojustificatoria. Para la exportación. El debió saber que, doctrinariamente, Allende siempre fue un socialdemócrata. No existe texto o acción política suya, durante más de 40 años de actividad en Chile, que lo refleje marginal a la democracia. Ni siquiera cuando ya era evidente que no podría amarrar a las izquierdas variopintas en un proyecto único y ejecutarlo desde las instituciones, en plena Guerra Fría… con base en un tercio del electorado.  

Sólo una entrevista que le hiciera Regis Debray –entonces publicista de Fidel Castro- y su compleja relación con el mismo Castro pudieron dar pábulo a la tesis de un dictador in pectore. De hecho, lo que más temía el líder cubano era que un éxito del “reformista” Allende liquidara su proyecto regional de “revolución verdadera”. Por eso, su visita de un mes a Chile equivalió a un meditado abrazo del oso.

Más insólito fue el discurso “de homenaje” póstumo de Castro, en octubre de 1973, en el cual intervino a fondo la historia de Chile. Inventó que Allende había muerto acribillado por los militares, tras enfrentarlos a pecho descubierto, con una metralleta que él le había regalado. Fue una coartada -inversa a la de Kissinger- para acreditar que fue él, Castro, quien siempre tuvo la razón: “Los chilenos saben ya que no hay ninguna otra alternativa que la lucha armada revolucionaria”.

Pero Allende también sufrió el ideologismo y la indisciplina en su propia coalición. Los comunistas, su apoyo más firme, no se resignaban a revisar la dogmática leninista. Los socialistas, los cristianos radicalizados y parte del Partido Radical, no querían renunciar a la aventura castrista. Otros se cubrían con la ambigüedad. El solía reconocerlo, sarcástico, cuando decía que, como Presidente, era un simple coordinador de los partidos de la Unidad Popular. En ese contexto, todos pudimos asomarnos a su drama en mayo de 1973, cuando se quebró y saltaron sus lágrimas en pleno discurso. Eran el desborde de su impotencia y amargura... pero, sobre todo, de su soledad.

De ahí que, mientras jugaba con la idea de un plebiscito improbable, iba ordenando en su mente las advertencias y decisiones que constarían en sus “últimas palabras”. Esas que diría en su comparecencia final, ante un puñado de leales y sin consultar a nadie. Ni a los jefes de partidos ni a ese Castro que le aconsejaba resistir “con el apoyo de la clase obrera”
En esos instantes de pólvora, humo y espanto, el presidente chileno las difundió con serenidad escalofriante. Así supimos, en tiempo real, que moriría en su puesto como “un hombre digno que fue leal con su patria”, pero advirtiendo a sus partidarios que no debían sacrificarse. “Otros hombres superarán este momento gris y amargo”, les dijo. Para buenos entendedores, no quienes lo empujaban al “enfrentamiento inevitable”. Con ello confirmó su currículo de líder patriota, valiente y humanista. Incapaz, por tanto, de disponer de la sangre de los otros.

Todo ello de manera irreversible, porque ese día Allende no estaba en la soledad de su poder escaso, sino a solas con la Historia.

José Rodríguez Elizondo
Jueves, 3 de Septiembre 2020



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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