CONO SUR: J. R. Elizondo

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QUÉ HACER CON NUESTROS PARTIDOS José Rodríguez Elizondo

Tras un proceso electoral múltiple, con elementos inéditos, los chilenos ratificaron su lejanía con los partidos políticos. Mientras elaboran una nueva Constitución, se verá si el sistema de partidos puede reconstituirse o si el país se entrará a una etapa impredecible


Publicado en El Libero de 31.5. 2021
 
“Salvemos a Chile o seamos odiados eternamente”
José Miguel Carrera en carta a Bernardo O’Higgins
 
 
Confirmado. Tras el “combo electoral” que a muchos dejó nocaut, nuestra democracia vive una mala hora. Hay que agregar que nuestros partidos políticos ya estaban viviendo su hora más penosa. El orden de los factores importa.
Pese a que estaba en el escenario todo el elenco sociopolítico -constituyentes, gobernadores, alcaldes, concejales y representantes de pueblos originarios- la abstención ciudadana siguió ganando por walkover. Sólo votó un 41% del padrón electoral. Al parecer, la mayoría creyó que los desconfiables partidos controlarían la elección, que Chile no necesitaba una nueva Constitución, que daba lo mismo votar o no votar… o todas esas opciones al mismo tiempo.
En cuanto a la minoría que sí votó, sus señales también fueron nítidas. De los 155 constituyentes elegidos, menos de un tercio tiene militancia política reconocible, un tercio ancho está configurado por independientes y el otro tercio se siente lejos de un gobierno que, en 2018, fue apoyado por una coalición de partidos. Paradigma de esta debacle fue la Democracia Cristiana: con tres presidentes de la República en su historia, sólo uno de sus militantes participará en los debates sobre el futuro del país.
Lo más notable es que, en esta coyuntura, la Constituyente elegida representa, mejor que el Congreso, la textura política, social y económica, del país real.
EL SISMO POR DENTRO
El fenómeno está produciendo reacciones a la baja en los mercados y confusión al alza en la carrera presidencial. Los partidos oficialistas (“derechas”), dado que no consiguieron el tercio que necesitaban para salvar las estructuras, exhumaron su instinto de conservación: ninguno se remite al presidente Sebastián Piñera y sus cuatro candidatos -tres militantes y un independiente- se unieron… pero sólo para combatirse en una primaria.
Por su parte, los partidos opositores (“izquierdas”), entraron en proceso convulsivo y revulsivo. Cuatro de sus presidenciables depusieron sus candidaturas, mientras las descalificaciones mutuas borboteaban.  La socialista Paula Narváez, que irrumpió tras el apoyo de la expresidenta -y hoy directiva de la ONU- Michelle Bachelet, apuntó contra el viejo Partido Comunista y el juvenil Frente Amplio: “se han farreado esta oportunidad y no dan garantía de gobernabilidad para Chile”.
Importante fue la reacción de los independientes que se presentaron como Lista del Pueblo. Vinculados al estallido del 18-O y con 27 escaños en la Convención Constituyente, levantaron como bandera de unidad su repudio ecuménico a los políticos de izquierdas y derechas. Los acusan de haberse enriquecido sin haber pasado por el trabajo real, de “bajar” a las bases sólo en períodos de elección y de estar unidos por sus privilegios. Por eso, advierten que “sólo hablamos con el pueblo” y que los partidos de izquierda “están totalmente alejados de las demandas del pueblo”.
La paradoja es que, desde esa unidad de contenido difuso, la Lista del Pueblo ya comenzó a actuar como un protopartido, con iniciativas fuera de rol constituyente, que desbordan por la izquierda a los partidos de izquierda. Es un comportamiento similar al de los  outsiders que se integran a los sistemas políticos, sin considerar los límites que les impone el Estado de Derecho.
LA CULPA NO ES DEL EMPEDRADO
Los operadores políticos fingen creer que los partidos sólo han tenido un tropezón e invocan la votación que obtuvieron en el rubro municipal.  Otros, con curul parlamentaria, culpan al voto voluntario y a otros empedrados. De hecho, ya comenzaron a proponer leyes express, para reponer el voto obligatorio, abrirse a la libre postulación de candidatos independientes e incluso indultar a procesados por delitos cometidos el 18-O. Es el mismo reflejo que mostraron cuando el rechazo ciudadano les parecía controlable. Entonces, se allanaron a reformas electorales que consideraron tácticas (y que implementaron desprolijamente), como la paridad de género, el padrón de autóctonos y la aceptación digitada de candidatos independientes.
Lo inteligente -ergo difícil- sería enfrentar la realidad cara a cara y asumir que estamos ante un cambio de folio en el sistema de partidos. A ese efecto, sus responsables debieran reconocer los siguientes tres efectos de su decadencia: a) sociológicamente, mutaron en una clase de alto estatus, con intereses comunes; b) políticamente buscaron autoidentificarse mediante la polarización, y c) consecuentemente, el estratégico centro quedó sin nadie que lo represente.
La pregunta derivada es si estamos en condiciones de iniciar un proceso de reconstrucción o si nos inclinamos ante la ecuación vacío de poder = situación revolucionaria. Una encrucijada dura, que exige asomarnos a la Historia.
EL ESTADO Y LOS PROTOPARTIDOS
Según el historiador Alberto Edwards Vives, nuestros protopartidos fueron “agrupaciones más o menos poderosas y coherentes en que pueden distinguirse los jefes y los soldados, con toda la disciplina que es posible esperar de las opiniones y los intereses humanos”. Gracias a ellos, Chile pudo controlar a los caudillos desde el momento emancipador y se colocó en la vanguardia de los “Estados en forma” de la región.
En su evolución, esas agrupaciones establecieron un sistema de tipo europeo, con partidos liberales y conservadores de cepa británica, en pugna con socialistas, radicales, y democratacristianos, que se miraban en los espejos de España, Francia e Italia. Relativa excepción fue el Partido Comunista, que nació nortino y luego adhirió a la línea euroasiática de la Unión Soviética.
Así configurados, los partidos se alinearon como derechas, centros e izquierdas y fueron aceptados como representantes legítimos de las fuerzas sociales realmente existentes. Tan sólidos lucían, que supieron aliarse, fusionarse, dividirse y metamorfosease, sin que ello significara el fin de sus historias. Así sobrevivieron a dictaduras esporádicas, una guerra civil, al proyecto revolucionario-transicional de Salvador Allende y a la refundacional dictadura del general Augusto Pinochet. Este no pudo eliminarlos y debió conformarse con proscribir a unos y poner a otros en modo receso.
GAJES DE LA REALIDAD
Con esa historia a sus espaldas, los políticos idealistas de la Concertación pensaron que, recuperada la democracia, los partidos hibernados despertarían más lozanos que la bella durmiente y gobernarían en alternancia, apoyando gobiernos de centroizquierda y centroderecha. Sólo el PC podría extinguirse pues, tras la implosión de la Unión Soviética y el auge del capitalismo-comunista de China, no tenía modelo a la vista.
Los políticos realistas, por su lado, plantearon condiciones que sólo se debatieron en cenáculos restringidos. Entre ellas la austeridad y probidad en el servicio público, la normalización de la relación civil-militar, la reconciliación como objetivo estratégico y la docencia cívica. Además, reconociendo el arraigo nacional del PC, no apostaban a su extinción, sino a una evolución de tipo socialdemócrata, similar a la de sus homólogos europeos.
La mala noticia es que, en el curso del proceso, tanto los idealistas, catalogados como “autocomplacientes”, como los realistas, motejados como “autoflagelantes” quedaron fuera de juego. Algunos historiadores dirán, con datos duros, que contribuyeron al desarrollo económico del país, pero no tuvieron mayoría parlamentaria para iniciativas de crecimiento con equidad. Otros, quizás digan que se resignaron a una inercia institucionalizada y no dieron el ancho para enfrentar el tema más socavante: el de dos minorías potentes, que subordinaban la reconciliación y bloqueaban una relación civil-militar normalizada.
Puestos en el meollo de esa polémica, los responsables políticos de todo el espectro se concentraron en la administración del poder, se autoasignaron privilegios desmesurados, cedieron al clientelismo y se zambulleron en querellas polarizantes. En ese contexto, los partidos de la Concertación se corrieron hacia el flanco izquierdo y se entablillaron con el PC, mientras los de derechas, sin líder presidencial que las centrificara, generaban sus propios autoflagelantes. Por añadidura, emergieron movimientos y partidos en ambos extremos del espectro, con propuestas que oscilaban entre un conservadurismo extremo y un revolucionarismo desfasado.
Así fue como la alternancia democrática devino una anomalía y se redujeron los espacios del centro-bisagra, refugio social de los sectores medios.
¿QUÉ HACER CON EL PC?
Como presunto experto en política internacional, una de mis explicaciones es que la implosión de la Unión Soviética no trajo, para Occidente, el desarrollo ni la consolidación de la democracia representativa. Más bien privó a sus partidos del orden global que imponía la Guerra Fría.
Aquello hizo que los partidos sistémicos, antes de llegar a su punto de maduración iniciaran un curso de distensión. ¿Para qué cortarse las venas por una democracia más participativa, si ya no había enemigo estratégico que derrotar?
En malas cuentas, les pasó lo que a una bicicleta que pierde una rueda: deja de ser bicicleta. Los jefes políticos dejaron de pedalear para mantener la tensión y esto se vio incluso en la superpotencia hemisférica. Cuando Donald Trump lanzó a sus huestes a la toma del Capitolio, dejó en claro lo que antes parecía impensable. El viejo Partido Republicano, una de las dos ruedas del sistema democrático más potente del mundo, había mutado en simple soporte de un presidente golpista.
Esa crisis por distensión explicaría -al menos en Chile- por qué sobrevivió el PC y por qué es el único partido que no se percibe damnificado por el remezón. Tras una peripecia con ambos pies en “la calle”, a contrapelo de su experiencia institucionalista, hoy tiene siete constituyentes, conquistó la alcaldía de Santiago y cuenta con un presidenciable que no luce instrumental, como el Pablo Neruda de fines de los años 60.
Ello lo está colocando ante un dilema ideológico de carácter existencial: contribuir a reestibar el sistema democrático “burgués” o seguir luchando por una revolución proletaria que dejó de ser viable a escala mundial. Como contrapartida, está colocando a los otros partidos ante la alternativa de rechazar a los comunistas o resignarse a participar con ellos, como durante la Guerra Fría. 
Son dos dilemas interactivos, cuyo tratamiento excede los límites de este ensayo y obliga al autor a concluir con la palabra clásica de los folletines literarios:
Continuará.

José Rodríguez Elizondo
Lunes, 31 de Mayo 2021



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EN LA PESADILLA HERMANOS. José Rodríguez Elizondo

La democracia en América Latina está viviendo una mala hora garciamarquiana. Sólo el realismo mágico la sostiene. No es culpa de la pandemia, aunque ésta en algo contribuye. Los estallidos como método, en los casos emblemáticos de Chile, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia, demuestran que algo está fallando en la teoría.


Publicado en La República, 9.5.2021

Parafraseando a Lenin, sin teoría democrática no hay acción democrática. Algo teórico debe estar fallando, entonces, para que la democracia esté al borde de la cornisa en casi todas partes.

Pasó, ya, ese tiempo dorado, inicios de milenio, cuando ondeaba en casi todos los mástiles de América Latina, Digo “casi” porque la excepción notoria fue, entonces, la Cuba de Fidel Castro. Y no se le dio mayor importancia, pues se creyó que, tras la implosión de la Unión Soviética el régimen se extinguiría solo. Mala percepción. El embrujo del líder no desapareció y la política cubana de los EE.UU siguió fracasando.

Ahora estamos en el tiempo de los estallidos. El último se está dando en Colombia y antes fue en Bolivia, Ecuador, Perú y Chile. A ese fenómeno se suman la dualidad del poder peronista en Argentina, el poder autoritario con base militar en Brasil. la dictadura matrimonial en Nicaragua y el autogolpismo con farándula en El Salvador. También es mencionable el caso de México, a medio filo entre las formas democráticas restringidas y el populismo sospechoso. 

Precursor inmediato de este cuadro fue la Venezuela de Hugo Chávez. Un buen discípulo de Castro que legó su poder al dictador Nicolás Maduro, lo internacionalizó en el Grupo Alba y hoy se proyecta desde el Grupo de Puebla y el Foro de Sao Paulo.

Pero también hay un catalizador foráneo en esta historia. Fue Donald Trump por haber evidenciado, desde la presidencia de los EE. UU, que la gran potencia hemisférica no se cortaba las venas por su doctrina del destino democrático manifiesto.

POLÍTICOS BAJO LA LUPA

En ese cuadro ominoso interactúan la decadencia y/o corrupción de la bien llamada “clase política” y la catastrófica pandemia en curso. La primera, por haber sustituido el sentido de misión por el sentido del poder. El coronavirus porque, desde que apareciera en Wuhan, viene recordándonos que las grandes catástrofes no unen, sino que catalizan el desorden y el pánico.

Así, el gran tema de nuestro tiempo es el de encontrar una vacuna para preservar y/o recuperar los sistemas y valores democráticos. Mientras no aparezca, seguirá desarrollándose el síndrome en curso, que conviene enumerar, pues por conocido se calla y por callado se olvida:
  • Gobernantes con aversión a la alternancia en el poder, gobernantes que no pueden completar su período, gobernantes prófugos, procesados, condenados y encarcelados por corrupción;
  • Partidos políticos que, en brazos del clientelismo, abandonan los proyectos-país. Mención especial para el Partido Republicano de los EE.UU.
  • Personal político que, huérfano de liderazgos de calidad, se configura como una clase con intereses propios, administrada por operadores.
  • Administración pública progresivamente frondosa e ineficiente, como efecto directo del clientelismo.
  • Delincuencia nativa que empalma con la transnacional, con base en la debilidad del poder político, Mención especial para los “narcos”.
  •  Inmigración en crecimiento exponencial, que libera a dictadores de sus “excedentes políticos” y complica la gestión de los gobernantes receptores.
  • Policías y jueces que se dejan atemorizar o corromper, contribuyendo al incremento de la inseguridad ciudadana. ante la impavidez o impotencia del poder político,
  • Fuerzas Armadas tensionadas por una difícil relación histórica con la autoridad civil y bajo presión -endógena y exógena- para su intervención política.
  • Inequidades socioeconómicas sostenidas, como plataforma por acumulación de todos los síntomas anteriores.
MALA HORA EN CHILE

Visto lo anterior, muchos están cuestionado ese axioma según el cual “sin partidos políticos no hay democracia”. Para las mayorías es una identificación abusiva y así se comprueba en los casos paradigmáticos de Chile y el Perú.

Como veterano del golpe de 1973, vivo el tema con asombro. Aunque con signo político inverso, en mi país está en desarrollo una crisis estructuralmente homologable con la del gobierno de Salvador Allende.

En efecto, los objetivos de los partidos sistémicos de oposición -las izquierdas variopintas- son de negatividad variable: unos quieren evitar que vuelva a ganar la derecha -ese es todo su programa- y otros quieren impedir que Sebastián Piñera termine su período. Los partidos oficialistas -las derechas diversas- se han distanciado del gobierno para mejorar sus posibilidades electorales. Fuera del sistema, hay sectores que ejercen la violencia, el sabotaje e incluso el terrorismo. Son fuerzas insurreccionales, en el ejercicio del viejo lema global "tanto peor, tanto mejor". El presidente, gerencialmente correcto, no ha mostrado la sensibilidad política necesaria para enfrentar ese mar embravecido.

Esa desgobernabilidad tiene a Chile en una especie de empate catastrófico, con políticos ensimismados, policías desbordados y desviaciones del derecho. Políticamente hablando, el presidente está tan solitario como antes lo estuvo Allende. Para éste la salida era un plebiscito, para Piñera, una nueva Constitución.

Una gravitante encuesta reciente ha cuantificado la obviedad: los partidos políticos están en el último peldaño de la aceptación ciudadana, con un 2%, precedidos por el Congreso (8%) y el gobierno (9%), Todos estos actores políticos están a gran  distancia de la Policía de Investigaciones (53%), las Fuerzas Armadas (37%) y  los vapuleados carabineros (30%)

Y TAMBIÉN EN EL PERÚ

En el Perú el cuadro político es más complicado. En lo principal porque, tras la “dictablanda” de Francisco Morales Bermúdez, la alternancia que protagonizaron Acción Popular y el Apra, con el Partido Popular Cristiano a la expectativa, apenas duró una década. Fue interrumpida por el autogolpe de Alberto Fujimori, en 1992 y, después ya no pudo recomponerse un sistema regular de partidos.

Con la relativa excepción del segundo gobierno de Alan García, apoyado en un Apra debilitado, lo que vino fue una competencia de caudillos, aficionados o outsiders, con plataforma en sus séquitos: organizaciones familísticas, grupos de poder sectorial, regional o temático, marginales a la lógica y tradiciones de los partidos políticos.

Como efecto visible, todos los presidentes de este antisistema terminaron pésimo, pero la experiencia no fue disuasiva ni docente. A las recientes elecciones se presentaron 18 candidatos, sin arraigo nacional significativo, ninguno de los cuales superó el 20 % de la votación. La segunda vuelta se está dando entre dos candidatos que, incluso en conjunto, siguen siendo minoritarios.

La elección de segunda vuelta enfrentará, así, a dos personas que tratan de aliarse con otras personas, para obtener una victoria que, según la mayoría, oscila entre un mal menor y una pesadilla. Tan surrealista posibilidad ha hecho que emerjan grandes electores, también individuales, que pretenden orientar la votación nacional.

TEORÍA EN CRISIS

Si se asume que la democracia consiste, según definición minimalista, en el derecho a gobernar de las mayorías, con respeto a las minorías, nuestros países no estarían calificando.

Lo cual implica, volviendo a la paráfrasis del inicio, que no hay praxis democrática porque está fallando la teoría. Y esto no lo dice un simple columnista. Podemos arrimar al efecto muchas citas de expertos tan reconocidos como el italiano Giovanni Sartori. Tras mostrar “el descenso del liderazgo en la tardía sociedad liberal de masas”, este gran democratólogo sentenció, en 1987, que “la teoría de la democracia debe ser repensada completamente”.

Habría que estudiarlo un poco, para defendernos mejor.

José Rodríguez Elizondo
Lunes, 10 de Mayo 2021



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Aquí tratamos de adivinar lo que vendrá en Cuba tras la renuncia de Raúl Castro. De refilón, me permite reflexionar sobre la historia de la isla y el pésimo balance político del fenómeno castrista , en relación con los sistemas políticos democráticos de América Latina. .


 
 
El paso al costado del casi nonagenario Raúl Castro, en el VIII Congreso del PC cubano, tuvo un aire colectivo. Alejándose del modelo comunista-dinástico, inaugurado por Kim Il Sung y seguido por su hermano Fidel, el jerarca entregó todo el poder a la organización. El lema del Congreso lo explicaba desde una pancarta: “El Partido es el alma de la Revolución”,
Pero, todos sabían que era un lema retórico. El alma de la revolución cubana fue siempre Fidel Castro. Su hermano Raúl lo acompañó como primer operador, desde antes de la campaña guerrillera, pasando por la toma del viejo PC, hasta completar seis décadas de castrismo puro y duro. Muchos creen que el sucesor, Miguel Díaz-Canel, sólo será jefe del partido y del Estado mientras fragua un tercer Castro. Hay hijos (as), sobrinos (as) y hasta nietos (as) que estarían en lista de espera.
Es que Fidel, con su carisma vampirizante, arrasó con los otros partidos y hasta con los neocomunistas que no se cortaban las venas por sus multicausas. La catástrofe del PC soviético -fruto de la renovación intentada por Mijail Gorbachov- sólo ratificó su muletilla de estar siempre “en las posiciones correctas”. 
El paisaje que dejó tan omnímodo poder, muestra a Cuba como un país empobrecido, con una disidencia inorgánica, activada por artistas e intelectuales, limitada por las posibilidades de acceso a internet y confinada por la pandemia. Canek Sánchez Guevara, nieto de Ernesto “Che” Guevara, lo describió crudamente en su novela póstuma 33 revoluciones, diciendo que “el país entero es un disco rayado, todo se repite, nada funciona, pero todo da igual”.
ALGO DE HISTORIA
Hasta 1934, Cuba fue la última colonia de España y un protectorado de los EE.UU.  Luego, durante un cuarto de siglo, configuró un frágil sistema democrático y sufrió sólidas dictaduras. A la sazón, los otros países de la región llevaban siglo y medio como repúblicas independientes y habían pasado por guerras civiles, guerras vecinales, revoluciones como la mexicana, dictaduras militares, sistemas políticos pluralistas y democracias más o menos imperfectas.
En ese largo proceso surgieron partidos sistémicos con doctrinas revolucionarias, en el amplio arco del marxismo-leninismo, el socialismo europeo, el aprismo y el socialcristianismo. Algunos incluso tuvieron representantes en los más altos niveles del Estado. Así estaban hasta que, en 1959, llegó desde Cuba castrista el evangelio con la mala nueva: todas esas organizaciones eran simplemente reformistas y estaban obsoletas. Las “condiciones objetivas” habían madurado para una revolución regional, socialista, por las armas, con o sin “partidos de clase” como plataforma.
Aquello fue durísimo, entre otros, para los veteranos comunistas. Tras casi medio siglo de aplicación de la teoría marxista-leninista, bajo orientación del PC soviético, habían construido partidos eficientes y disciplinados para preparar las “condiciones objetivas” de la revolución. Pero, de improviso, desde la republica más joven de la región, noveles revolucionarios los trataban como burócratas con chapa de revolucionarios y les enrostraban el ejemplo de  su “líder máximo”. En menos de un sexenio, Castro había creado esas condiciones fusil en ristre.
La moraleja, fraseada por el “Ché” Guevara, decía que un puñado de hombres decididos podía derrotar a cualquier ejército profesional.
CRISIS DE LAS IZQUIERDAS
Ese evangelio cruzó transversalmente los partidos de izquierda y fue asumido por los jóvenes, rebeldes y románticos, con o sin militancia. Ellos habían soñado con una revolución socialista, libertaria, justa y poética, contrapuesta a la rígidamente burocratizada y por etapas, que ofrecían los países del socialismo real. Insertándose en ese sueño, Castro y Guevara aparecían como los revolucionarios icónicos.
Fue el inicio de una áspera “polémica de las izquierdas”, en la cual Castro marcó un punto decisivo con el apoyo de la Unión Soviética. Por sus propios intereses, en el marco de la guerra fría y por su competencia con Mao Zedong por la jefatura de la revolución mundial, los ortodoxos moscovitas validaron la subordinación del viejo PC cubano a un líder de la “pequeñoburguesía”. Nunca sospecharon que, en 1962, la dinámica de ese apoyo -léase “crisis de los misiles”- llegaría a colocarlos al borde de una tercera guerra mundial.
Con ese potenciamiento, Castro indujo “focos guerrilleros” a escala continental, maltrató a los comunistas “tradicionales”, ignoró a los socialistas democráticos y se proyectó como líder tricontinental.  Encabalgado en esa audacia insólita, fomentó guerrillas contra el gobierno socialdemócrata de Rómulo Betancouurt, refundador de la democracia venezolana y contra el gobierno peruano del centrista Fernando Belaunde. Insultó prolijamente al presidente chileno Eduardo Frei Montalva, socialcristiano, calificando su gobierno como “prostituta del imperialismo”. Intervino a fondo el gobierno de transición al socialismo de Salvador Allende y hasta falseó su muerte para hacerla funcional a sus tesis. Después, incluso contribuyó a la formación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, para derrotar por las armas la dictadura de Pinochet y desestabilizar a quienes levantaban una estrategia de transición pacífica a la democracia.
El resultado fue catastrófico: fracaso y muerte del icónico Guevara, cruenta derrota militar de todos los emprendimientos guerrilleros, capitis diminutio de las izquierdas democráticas y nuevo ciclo de dictaduras militares en la región.
Como colofón, la implosión de la Unión Soviética terminó con la subvención a la economía de Cuba y dio inicio al “período especial”, eufemismo castrista para disfrazar la expansión de la penuria en su isla.
Fue como si la crisis terminal del socialismo real hubiera tenido un anticipo en América Latina, bajo el liderazgo pírrico de Fidel Castro.
REVOLUCIÓN CONSERVADORA
Tras la extinción de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría, vino un momento dorado para la democracia representativa en América Latina.  En casi toda la región los sistemas políticos se reconstituyeron, con base en la renovación de las izquierdas y en su coexistencia funcional con los partidos de centro-centro y de centroderecha.
Pero ese momento duró poco pues, sin la “amenaza comunista”, el fin de las ideologías totalitarias comenzó a identificarse con el fin de las ideas políticas. Así se potenció el clientelismo de los políticos profesionales, el privilegio ejerció su capacidad corruptora y el diálogo civil-militar tendió a retroceder a la época de los “compartimentos estancos”. Como correlato, incluso se esfumó la fe de los gobernantes norteamericanos en su destino democrático manifiesto.
Pocos percibieron -o a pocos importó- que la isla de Cuba, pese a estar redundantemente aislada, continuara bajo el carisma irreductible de Castro. No advirtieron, por tanto, que la  política de rígido confrontacionalismo de los Estados Unidos estaba fracasada y que el líder cubano seguiría irradiando su ethos insurreccional… ahora sin deberes de responsabilidad ante la Unión Soviética. Menos advirtieron que el advenimiento al poder  venezolano de su admirador Hugo Chávez, con su apoyo petrolero, una vez más lo confirmaría en sus “posiciones correctas”.
Así fue como la revolución cubana de los 60 se instaló, literalmente, en el Museo de la Revolución y el castrismo se redujo a un liderazgo anciano con un coro conservador.
EL FUTURO DE DIAZ-CANEL
Con esa enorme historia por detrás, la opción internacional del castrismo se ha mantenido antagónica con las democracias representativas y con las “izquierdas tradicionales” de la región.
En lo interno, sus dirigentes siguen administrando la épica del pasado guerrillero, pese a los desabastecimientos y grisuras del presente, agravadas por la pandemia. En tal marco -al menos mientras viva Raúl-, Díaz-Canel tendría que limitarse a definir hasta dónde alentar a los inversionistas extranjeros y a los “cuentapropistas”, sin poner en riesgo el monopolio político de su partido y la colectivización socialista heredada.
Pero no le será fácil. Basta leer el discurso del propio Raúl Castro, en el VIII Congreso, para apreciar lo insostenible de la situación financiera y económica de la isla. Allí el renunciado jefe reiteró su autocrítica ante la ineficiencia, las trabas de la burocracia y el aumento de la corrupción. Criticó las "infladas plantillas" de las entidades y empresas estatales, que superan el millón de personas -el 10% de la población de la isla- y la "falta crónica de obreros, maestros, policías y otros oficios en vías de desaparición". Equilibró tales franquezas con la vieja advertencia de que el reto es "muy complejo y no permite improvisaciones ni apresuramientos".
En este contexto, el gobierno de Díaz-Canel tendrá que zafar de la hazaña congelada, asumir la realidad y aceptar que los cubanos de a pie, como los personajes de la narrativa de Leonardo Padura, sólo aspiran a vivir sin las agobiantes responsabilidades del pasado revolucionario. Entonces emergerán “progresistas” que postulen una mejor relación con los EE.UU. y una apertura económica como la vietnamita, país de la mitología castrista. También aparecerán “nuevos revolucionarios”, dispuestos a abolir las limitaciones a las pymes, a abrirse a todos los mercados e invocar la “herejía china”.
Dicha renovación contará, necesariamente, con la comprensión patriótica de un ejército a cargo de las industrias principales de Cuba. Las que proporcionan divisas.
“DESDEMOCRATIZACIÓN”
Entrevisto así el futuro cubano, resulta asombroso que, en otros países de la región, el castrismo ortodoxo siga siendo el alma de las izquierdas autoasumidas como “verdaderas”. Esas que acorralan a socialdemócratas y socialcristianos, se alinean en el Grupo de Puebla y el Foro de Sao Paulo y defienden las dictaduras de Nicolás Maduro y del matrimonio Ortega.
Dichas izquierdas están contribuyendo a una “desdemocratización” regional acelerada, en un momento especialmente crítico por el advenimiento de la pandemnia. Es un contexto en que los sistemas democráticos tambalean, por obra y desgracia de los gobernantes deficientes, el repudio ecuménico a los políticos profesionales, la farándula como escuela de cuadros políticos, los periodistas predicadores, los tuiteros agresivos, la crisis de instituciones tutelares, los estallidos anárquicos, la inseguridad ciudadana, el auge de la delincuencia y la potencia del narcotráfico.
El asalto al Capitolio, promovido por Donald Trump, contribuyó a “normalizar” tan amenazante paisaje regional. Demostró que tampoco era sólida la democracia norteamericana.
Sobre esa plataforma teratológica, la polarización política manda y las encuestas suelen mostrar a las instituciones castrenses -base de las dictaduras superadas- con mejores niveles de aceptación que los partidos políticos, los gobiernos y los congresos.
Conspicuamente, es el caso de Chile. 
CONCLUYENDO
En resumidas cuentas, las izquierdas democráticas de la región no supieron sostener su renovación mientras, a falta de Unión Soviética, las otras izquierdas buscaron la sombrilla del castrismo otoñal y de las rebeldías temáticas. Las derechas variopintas contribuyeron a esa regresión encerrándose en el bunker de la victoria permanente y los Estados Unidos, produciendo el fenómeno Trump.
Todo lo cual es intrigante, porque indica que, en el sector izquierdo del espectro político, nunca se procesó la insólita confesión de Castro a la revista Newsweek, (9.1.1984). Allí dijo lo siguiente: "ni siquiera oculto el hecho de que, cuando un grupo de países latinoamericanos, bajo la guía e inspiración de Washington, no sólo trató de aislar a Cuba, sino la bloqueó y patrocinó acciones contrarrevolucionarias (...), nosotros respondimos, en un acto de legítima defensa, ayudando a todos aquellos que querían combatir contra tales gobiernos".
En otras palabras, las izquierdas, incluyendo las renovadas, han optado por ignorar que ese continente “preñado de revolución”, a la espera de “un puñado de hombres decididos” a que aludía Castro en sus discursos, fue sólo una metáfora diversionista.
Técnicamente, hablando, fue una variable táctica, para mejor defender su revolución nacional.
 
 
 
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José Rodríguez Elizondo
Martes, 4 de Mayo 2021



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RECUERDOS DESCLASIFICADOS (I) José Rodríguez Elizondo

No tengo el orgullo de ser peruano, como dice la canción. Pero, gracias a mis amigos y parientes políticos de ese país, superé ese déficit. Por eso, aquí me tomo la licencia de desclasificar algunos recuerdos, vinculados a mis años en esa linda tierra del sol.


Publicado en La República, 11.4.2021

 
BENEFICIARIO INGRATO
 
Viví el Perú como periodista, desde la segunda fase de su revolución militar hasta inicios del primer gobierno de Alan García. Luego lo seguí desde España, como informador de la ONU, bajo el liderazgo de Javier Pérez de Cuéllar. Retornado a Chile, mantuve el contacto como director de Cultura de la Cancillería y después, como académico y escribidor.

Gracias a esas vivencias querendonas, hasta podría responder la interrogante del lisuriento Zabalita, sobre el enigmático peor momento peruano. Según mi versión, se produjo cuando Alan García le birló la Presidencia a Mario Vargas Llosa, promoviendo la elección en 1990 de un desconocido ingeniero, descendiente de japoneses. Pensó, quizás, que un agradecido Alberto Fujimori le cuidaría el sillón hasta el próximo período.

Fue el mayor error político de su vida. Cuando Fujimori dio su autogolpe de Estado, Alan debió esconderse para luego exiliarse. Como única manera de dar cuenta de su traspié, escribió El mundo de Maquiavelo, una digna novela autobiográfica que leí al toque. Allí se autodescribe escabulléndose por los techos, con dos pistolas en sus bolsillos y la siguiente reflexión en su mente: “El fin último de toda persecución política es el suicidio material del perseguido”.

CARIÑO ERRÓNEO

La mayoría de los gobernantes peruanos ha tenido cancilleres de Torre Tagle. Durante su “dictablanda”, el general Francisco Morales Bermúdez reclutó a tres de nivel estelar: Carlos García Bedoya, José de la Puente y mi entrañable amigo Arturo García. Fujimori fue una excepción. Para demostrar que privilegiaba las relaciones económicas y subestimaba el peso institucional de esa casa diplomática, designó canciller al ingeniero Augusto Blacker Miller, aplicado discípulo de la escuela de Chicago. Entre las prioridades que le asignó, estuvo la de iniciar conversaciones con  su homólogo chileno, el gran jurista Enrique Silva Cimma. Objetivo: terminar con los temas pendientes del tratado de 1929.

Hubo entonces, me consta, empatía y cariño rápido. Así se desprende del siguiente párrafo (reconstruido) de una charla informal que sostuve con don Enrique, quien fuera mi profesor en la Universidad:
  • Estará contento, Pepe. Con Augusto acordamos limpiar la agenda con Perú.
  • Sorprendente y grato, maestro.
  • Incluso acordamos convertir El Chinchorro en el Parque de la Paz y la Amistad Javier Pérez de Cuéllar..
Ahí le puse cara de emoticón dudoso. Me sorprendió que Blacker hubiera actuado sin previa consulta. Y no sólo porque ese terreno peruano, enclavado en Arica, tuviera un expediente polémico. Además, porque Pérez de Cuéllar era una gloria indiscutida para el Perú… pero no para Fujimori. Este ya lo percibía como el otro gigante que debía abatir, después de Vargas Llosa. Opté por comentar que, quizás, ese cariñoso proyecto no sería aceptable para el jefe de Blacker.
Y así nomás fue.

BOFETÓN DIPLOMÁTICO

El 5 de abril de 1992, Fujimori produjo su autogolpe y Patricio Aylwin suspendió las negociaciones iniciadas por Blacker. Sólo se reanudaron tras la aprobación de una nueva Constitución peruana, que “reconstitucionalizó” al autogolpista. Bautizadas como Convenciones de Lima, fueron firmadas en 1993, en ceremonia solemne en Palacio Pizarro y enviadas al Congreso para su aprobación.

Pero, ante la proximidad de nuevas elecciones, se liberó la crítica de los internacionalistas peruanos sobre sus contenidos. En paralelo estalló la guerra del Cenepa con Ecuador, se intensificó la guerra interna contra Sendero Luminoso y emergió la candidatura presidencial de Pérez de Cuéllar. En ese contexto, Fujimori optó por retirar del Congreso las Convenciones, sin previo aviso a Aylwin ni a su embajador Carlos Martínez Sotomayor. Fue el equivalente a un bofetón diplomático.
Entonces hice una apuesta electoral con mi recordado y talentoso amigo Manu D’Ornellas, Por señorío, cultura y afecto, mi candidato era Pérez de Cuéllar en segunda vuelta. Manu, mejor conocedor, pronosticaba mayoría absoluta para Fujimori en la primera. Agregó una coletilla tipo caramelo: tras su triunfo abrumador, repondría a tramitación las Convenciones de Lima.  

Resultado: Fujimori ganó en pruimera, pero nunca repuso las Convenciones. Gracias a la coletilla, Manu, caballeroso, terminó reconociendo un empate en la apuesta.

MISTERIOSO INTERMEDIARIO

Por lo recordado, Fujimori se me convirtió en un sujeto para entrevistar, en un libro en desarrollo. Pero ya no podía contar con el patrocinio de mis amigos políticos, casi todos hostilizados o perseguidos. Los apristas, en especial, me cobraban cuentas por haber Chile negociado con un dictador. Recurrí a periodistas influyentes, quienes me dieron sus contactos con la burocracia presidencial. Allí me respondieron con amabilidad limeña, pero con cero señales de aceptación.

De improviso surgió una posibilidad, desde el mundo de la cultura. Almorzando en Costa Verde con mi amigo Pedro Gjurinovich, éste me presentó a Renzo Francescutti, arqueólogo, exempleador de Fujimori y secretamente encargado de su imagen. A la hora del café, éste me ofreció una entrevista exclusiva con su exempleado y, días después, me invitó a un almuerzo bilateral.

Nos juntamos en un edificio barranquino con escenografía misteriosa. Evidentemente deshabitado, en sus pisos se veían televisores enormes, equipos de sonido y grandes pantallas. Un comedor improvisado, en una especie de penthouse, era atendido por un mozo de librea. Ahí, desde una cocina invisible, surgió lo mejor de la comida peruana, amenizada con el mejor vino chileno.

Mientras comíamos y bebíamos sin austeridad, fue quedando en claro que la entrevista estaba en suspenso y Francescutti trataba de redefinir sus ventajas y peligros. Obviamente, su exempleado quería obtener un buen publirreportaje y él sabía que yo no era un periodista “mermelero” (sobornable, en la jerga peruana).

Pasaron los días, hice varias otras entrevistas para mi libro y de mi curioso anfitrión nunca más supe.

SU ULTIMA FRASE

Muchos años después, para la recepción limeña del día nacional de Chile, en la residencia del embajador Fabio Vio, hice contacto visual con el doble expresidente García. Estaba con su excanciller Joselo García Belaunde y me hizo un gesto admonitorio. Algo así como “tenemos que ajustar cuentas”. Fue su invitación a acercarme y lo hice, adivinando de qué se trataba. La noche anterior, entrevistado en televisión por Chichi Valenzuela, yo había aludido a sus destrezas “maquiavelianas”.

Usted me ha acusado de maquiavélico. (Me lo dijo con tono grave, pero con la cara llena de risa).
- No, presidente. Dije que Alan García era el mejor intérprete de Maquiavelo en América Latina y usted lo sabe.
 
Rió satisfecho y aproveché para recordarle que siempre quise hacerle una entrevista, pero que nunca me respondió. Se fingió sorprendido, nadie se lo había dicho. Quiso agendar un encuentro de inmediato y, como otros invitados comenzaban a interrumpir, alcancé a responderle que me iba al día siguiente. Mientras me alejaba entre la muchedumbre, Alan lanzó la última frase absoluta que yo le escuché: Tenemos que conversar, Elizondo.

Me hizo gracia, porque era una salida muy chilena
 
 
 
 
 
 

José Rodríguez Elizondo
Martes, 13 de Abril 2021



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Bitácora

4votos
SEIS LIBROS PARA ENTENDER EL PERU José Rodríguez Elizondo

Con miras a las elecciones generales que se realizarán en el Perú -a la que se presentan 18 candidatos a la presidencia-, propongo a mis lectores algunos libros que les permitan decodificar tan rico y complejo país.


 
Déjame que te cuente, limeño
Déjame que te diga la gloria
Del ensueño que evoca la memoria.
-Chabuca Granda
En vísperas de las elecciones peruanas una colega me pide “algunos libros para entender la política de ese país”. Misión imposible, respondo, pues ni los peruanos la entienden. Se debe, agrego, a que están viviendo en la antipolítica, igual que nosotros.

En subsidio propongo libros de acercamiento, que permitan entender el Perú (así, con artículo antepuesto), como un país mucho más complejo que el nuestro. Okey, ya sé que decirlo así es como lanzar al aire un lugar común llenó de vacío: no existen los países simples. Pero, su rica excepcionalidad obliga a redescubrir la rueda.

Por tener una prehistoria a la altura de las mayores de Eurasia y una historia virreinal, que lo distinguió de las meras colonias, sus grandes ciclos fueron percibidos como cataclismos. El euroaporte del imperio español fue eclipsado, durante siglos, por la decapitación del imperio de los incas, la última de las culturas autóctonas. Luego, cuando el virreinato devolvió la autoestima a criollos y mestizos, la independencia instaló la perplejidad del nuevo estatus perdido. La gesta de los patriotas -apoyada por Bolívar, O’Higgins y San Martín- se escribió sobre los papiros del inca y del virrey, a la manera de un palimpsesto.

En ese contexto, la derrota ante Chile en la Guerra del Pacífico vino a percibirse como el tercer cataclismo… y el peor. Sin el estatus imperial de España ni la épica de los libertadores, la fuerza de una excapitanía general dejó sin piso el estoico aforismo atribuido a Atahualpa: “usos son de la guerra vencer y ser vencidos”. Para los patricios limeños, bárbaros sin solera habían puesto fin al ensueño de una primogenitura republicana.

Esa cascada de cataclismos me explica tres rasgos concomitantes del Perú. Uno, el amor nostálgico a sus tradiciones expresado por los artistas populares. “Tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz”, dice una canción tradicional. Otro, el sesgo autoflagelante de sus intelectuales mayores, para quienes es un “país de desconcertadas gentes”, que “hiede a muerto” y que los lleva a preguntarse “cuándo se jodió el Perú”. Tercero, la calidad de sus élites y su efecto sorprendente: la producción de figuras de gran relieve, regional o global, como el poeta César Vallejo, el tenor Juan Diego Flórez, la gran Chabuca Granda, el periodista Enrique Zileri, el chef Gastón Acurio, el teólogo Gustavo Gutiérrez, el diplomático Javier Pérez de Cuéllar, el escritor Mario Vargas Llosa y políticos como Victor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui, los únicos pensadores creativos de las izquierdas latinoamericanas. Ese sorprendente altorrelieve también incluye a peruanos de la oscuridad, como Abimael Guzmán, un terrorista sólo comparable al camboyano Pol Pot.

Actores civiles

Con lo dicho parece claro que la política y la antipolítica del Perú exigen asomarse a su historia. No pretendo -soy realista- que el lector chileno se asome a los 18 tomos de Jorge Basadre, historiador-insignia. Pero sí aconsejo leer textos más amigables, como los escolares o los de Pablo Macera. A partir de esa base, me atrevo a recomendar algunos libros sobre políticas públicas.

En lo internacional, expertos y aficionados deben tener a mano los dos tomos de Perú: entre la realidad y la utopía, de Juan Miguel Bákula (Fondo de Cultura Económica, 2002). Es una mirada en profundidad a la política exterior peruana, escrita con excelente pluma, tras una investigación exhaustiva y con larga experiencia diplomática. Entre sus temas están los ciclos de confianza y desconfianza entre el Perú y Chile, los errores no forzados de ambos gobiernos y la soslayada incidencia de Bolivia. Es el legado de un gran intelectual, a quien algunos chilenos malquisieron (sin leerlo), por haber sido demasiado inteligente en el tema de la frontera marítima.

En política a secas, es gratísimo leer Visto y vivido en Chile, de Luis Alberto Sánchez (Tajamar Editores, 2004). Su autor es el intelectual peruano más prolífico y multifacético que se recuerde. Entre otras actividades de su larga vida, fue cofundador del Apra, rector de la Universidad de San Marcos, presidente del Senado, escritor caudaloso, columnista de la revista Caretas y comentarista radial. En este libro, fruto de su exilio en Chile, expone una especie de simbiosis binacional (“profunda y grata”), con políticos, artistas e intelectuales de mediados del siglo pasado. De ahí surge una tácita proyección hacia el orden de la Guerra Fría, con sus dictadores, sus gobernantes democráticos y la áspera lucha entre las izquierdas sistémicas y las insurgentes. Pablo Neruda, que se asomó al manuscrito, dictaminó en su mejor estilo profético: “será un libro indispensable para conocernos mejor nosotros mismos”.

Actores de uniforme

La revolución militar peruana, que quiso construir una “democracia social de participación plena”, está muy bien sintetizada en La caída de Velasco, del historiador Antonio Zapata (Taurus, 2018). Con base en el currículo de su líder, el general Juan Velasco Alvarado, destapa la infrahistoria de un proceso de orientación socialista que, entre 1968 y 1975, remeció el estatus de la Guerra Fría. En la región, terminó con la fe conservadora en los militares guardianes del statu quo. En Cuba, Fidel Castro alentó la esperanza de un aliado con ejército profesional, que reemplazara sus fracasados “focos guerrilleros”. La Unión Soviética descubrió un nuevo mercado para vender sus armas, en abierto desafío geopolítico a los Estados Unidos. En Chile se avizoró la amenaza de una revancha bélica, con armamento soviético sofisticado y apoyo de Cuba. En definitiva, fue un proceso interruptus, pues la Casa Blanca lo bloqueó, la economía se derrumbó, la institucionalidad castrense no estaba unida, las élites civiles exigían volver a la democracia y Velasco enfermó, Pese a ello, dejó un país distinto.

Como segunda parte de aquel proceso, recomiendo Mi última palabra reportaje de Federico Prieto Celli, presentado como “testamento político del general Francisco Morales Bermúdez” (Ediciones B, 2018). Se trata del jefe militar que “retiró” del poder a Velasco, en 1975, para iniciar lo que llamó, de manera táctica, “segunda fase de la revolución peruana”. Este libro cuenta como, de hecho, inició un proceso nuevo, orientado a deshacerse de los mandos velasquistas y los agentes cubanos, normalizar la economía con inyecciones de mercado, recuperar la confianza de los Estados Unidos, desalentar las expectativas de una guerra vecinal y ejecutar, en paralelo, una estrategia de transición a la democracia. Esta comprendió el retorno de los líderes exiliados, mayor libertad de expresión, una Asamblea Constituyente elegida democráticamente y una inteligente coexistencia con Haya de la Torre, presidente de la Asamblea y fundador del Apra (considerado enemigo histórico de las Fuerzas Armadas). Cabe agregar que en las elecciones de 1980 fue elegido Fernando Belaunde, el mismo al cual Velasco había desalojado de la presidencia en 1968. Todo esto muestra una transición conducida por un estadista de uniforme, más compleja que “la modélica” de España.

Transición al terrorismo

Penosamente, la democracia recuperada no se afirmó. Para entender por qué, es obligatorio leer Sendero, historia de la guerra milenaria en el Perú, del periodista de investigación Gustavo Gorriti (Editorial Apoyo, 1990). Es una obra ya canónica sobre Sendero Luminoso, con (según su autor) “el relato de la mayor insurrección de la historia en el Perú”. Sendero fue un proyecto político subversivo con ideología maoísta, metodología terrorista y un líder carismático, que se incubó en las dictaduras militares, desbordó a la democracia de Belaunde e indujo la intervención militar. Durante el siguiente gobierno el proceso devino en guerra interna, catalizó el autogolpe de 1992 de Alberto Fujimori y terminó con un balance macabro: una nueva dictadura y más muertos que en cualquier guerra convencional. Todo esto se historiza con datos duros sobre Sendero y la captura de su líder, que puso fin a la guerra. La paradoja, como apunta el autor, es que tal captura no fue fruto de la lucha armada, sino de la inteligen
cia policial.

Colofón

Cierro mi aporte lector con el libro La década de la antipolítica, del sociólogo Carlos Iván de Gregori (IEP, 2000), sobre el auge y caída de Fujimori. Mi sintético agregado es que esa década dejó una secuela que se prolonga hasta hoy y lecciones que todos los demócratas debemos procesar.

José Rodríguez Elizondo
Sábado, 3 de Abril 2021



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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