CONO SUR: J. R. Elizondo

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La originalidad de Hugo Chávez José Rodríguez Elizondo


Dado que el mango de la sartén revolucionaria ya está en poder de Chávez, muchos cubanos temen que, tras la inminente desaparición de Fidel Castro, les sobrevenga una nueva dependencia. La sede del poder dominante, que antes estuvo en Madrid, Washington y Moscú, mañana podría instalarse en Caracas.



La originalidad de Hugo Chávez

Sintomáticas son la perseverancia con que Hugo Chávez provoca a George W. Bush -burro es lo más suave que le ha dicho- y la relativa contención de éste. Decodificando, ambos saben hasta qué punto Fidel Castro se ha mantenido vigente gracias a su enfrentamiento vitalicio con la Casa Blanca.

Pero usar tan histórico error norteamericano no convierte a Chávez en mero imitador de Castro. Es cierto que dobló el asalto al cuartel de Moncada de 1956, con su remake golpista de 1992 y que copa el espectro mediático venezolano a imagen y semejanza del cubano. Sin embargo, en lo sustancial se ha mostrado como un buen creativo.

Y es natural, pues sus modelos no venían de la guerrilla castrista, sino de los ejércitos regulares: fueron el peruano Juan Velasco Alvarado y el panameño Omar Torrijos, con su novedosa carga ideológica de militarismo popular. Esto dio a su socialismo un tinte castrense o "bonapartista" como decían, condenatorios, los manuales soviéticos. Además, cuando emergió a la notoriedad, el incombustible Castro viajaba rumbo al otoño y sus seguidores de la región estaban bajo tierra o en la socialdemocracia.

En suma, Chávez intuyó que el hombre ya no estaba en condiciones de manipularlo ni de mostrarle los celos que le inspiraron Salvador Allende, en 1970, y Alan García, en 1985. Por eso, en 1995 - recién salido de la prisión-, arriesgó ir a La Habana, donde fue recibido con honores de jefe de Estado. Con certeza, ya conocía el sueño aletargado de Castro: "Con el petróleo venezolano la revolución continental sería cuestión de meses", había dicho al instrumental Régis Debray, 33 años antes.

Por lo señalado, en jerga leniniana Chávez es un revisionista. Actúa como Lenin, cuando corrigió a Marx y como el propio Castro cuando corrigió a Lenin. En tal carácter, introdujo un nuevo modelo de revolución continental, en cinco fases: a) golpe mediático inicial; b) trabajo conspirativo para formar una base política de militares profesionales; c) agitación propagandística para catalizar una mayoría electoral; d) exasperación del Gobierno de Estados Unidos, para catalizar el nacionalismo, y e) fijación de toda esa estrategia mediante el control hegemónico de las palancas del Estado... dentro de la legalidad.

¿Nueva dependencia?

Mientras aplicaba el modelo en su país, Chávez invocó a Simón Bolívar para formalizar su liderazgo regional. Al efecto, en virtud de un acuerdo tácito, sacó a Castro de los apuros financieros de su periodo especial y éste, como contrapartida, se resignó a cederle la tienda de líder máximo.

Ese pacto le permitió acceder a la tecnología cubana de exaltación del jefe vitalicio, prestigiada por medio siglo de funcionamiento. Sin pagar royalties, comenzó a reagrupar a los castristas supérstites y a los otros izquierdistas extrasistémicos de la región, mientras seducía a los líderes de los pueblos originarios. En su proyecto bolivariano, éstos serían las nuevas masas emergentes.

La experiencia en Ecuador, con el coronel Lucio Gutiérrez, y la emergencia del coronel Ollanta Humala, en Perú, indican que el chavismo está ejecutándose.

Previendo tormenta desde Washington, Hugo Chávez ha denunciado que Bush quiere asesinarlo y está comprando acciones preferentes en el Mercosur. Condoleezza Rice, por su lado, juega el juego del aislamiento, para lo cual trató de implicar a Ricardo Lagos y a Lula, pero ambos se hicieron a un lado. En este contexto, las señales de Michelle Bachelet y el posicionamiento definitivo del presidente boliviano Evo Morales, apadrinado por Hugo Chávez, tienen una importancia extraordinaria.

Nota final: dado que el mango de la sartén revolucionaria ya está en poder de Chávez, muchos cubanos temen que, tras la inminente desaparición de Fidel Castro, les sobrevenga una nueva dependencia. La sede del poder dominante, que antes estuvo en Madrid, Washington y Moscú, mañana podría instalarse en Caracas.



Artículo publicado originalmente en La Vanguardia.

José Rodríguez Elizondo
Sábado, 6 de Mayo 2006



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16votos
¿Debemos quemar a Humala? José Rodríguez Elizondo
Ollanta Humala.
Ollanta Humala.
Amigos y lectores suelen preguntarme, incluso desde Lima, si creo que Ollanta Humala seria un peligro para Chile. Mi primera respuesta fue que, dada su doctrina etnocacerista, en primer lugar sería un peligro para el Perú. En el mundo actual, las cosas ya no se arreglan con cosmovisiones ideológicas. Más bien, se descomponen.

Pero, luego pensé que ni siquiera debía opinar en ese sentido. Descubrí que la supuesta amenaza de Humala era una excelente oportunidad para que nosotros, chilenos, superáramos una de las grandes gaffes políticas cometidas en la relación con el Perú.

Me refiero a las elecciones de 2001 cuando, pletóricos de ingenuidad histórica, dirigentes de la Concertación gobernante fueron a Lima para expresar su apoyo a distintos candidatos. Socialistas y pepedés expresaron su apoyo a Alejandro Toledo, los demócratacristianos hincharon por Lourdes Flores y los radicales se subieron a la plataforma de Alan García.

Los resultados nos golpearon pronto. Lourdes captó que no se había beneficiado para nada con el apoyo de los DC chilenos. Más bien, estos confundieron a su electorado, pues los socialcristianos peruanos se ubican en la centroderecha (en las últimas elecciones chilenas habrían apoyado a Sebastián Piñera).

Alan, por su parte, agarró una durable tirria contra nuestros socialistas. A su juicio, habían traicionado un pasado histórico de fraternidad con el Apra, plasmado en la Internacional Socialista. El victorioso Toledo, con o sin razón valedera, convirtió su período en una sucesión de 'gallitos' con Lagos. Hoy puede decirse que fue el presidente peruano más espinoso para Chile, después de Juan Velasco Alvarado.

Es que ninguno de esos ingenuos entusiastas chilenos pensó que, pasada la elección, su gesto iba a ser leído por los peruanos como una intervención flagrante, incluso (y sotto voce) por el vencedor. Por cierto, cuando escribí sobre esa torpeza enorme, uno de ellos me dijo que yo no había entendido nada. Para él, solo fue una participación -y muy bien valorado- dirigida a apoyar la recuperada democracia peruana.

¿Lo peor para Chile?

Esto viene muy a cuento tras la irresistible emergencia de Humala. Dados sus antecedentes ideológicos y la posibilidad de que llegue a la Presidencia del Perú, hoy surgen voces que lo clavan, de antemano, en el prontuario de la antichilenidad feroz y/o del enfrentamiento inminente. En los corrillos políticos y en el sistema mediático él es, claramente, "lo peor para Chile".

Como particular y civil, no digo que sea una conclusión errada. Incluso acepto que los profesores, analistas o columnistas nos autoconcedamos el derecho a expresar que Alan o Lourdes son (o eran) una opción mejor para platicar la amistad. Pero nuestros políticos responsables, precisamente por serlo, debieran saber que, por efecto-contradicción, al descalificar a Humala pueden consolidarlo, en el Perú. Ellos debieran actuar, siempre, bajo la premisa de que los países eligen a sus líderes según sus propios expectativas, frustraciones, mitologías y niveles de desarrollo sociopolítico. No según nuestras preferencias.

Estimo que la presidenta Bachelet, el canciller Foxley y el subsecretario Van Klaveren han sacado la conclusión correcta. A la inversa de nuestra antipolítica por la libre del año 2001, establecieron que "estamos preparados para relacionarnos con cualquier gobierno que sea elegido democráticamente en el Perú" y que trataremos de generar agendas comunes con los peruanos "cualquiera sea el presidente que elijan". Los dirigentes de la Concertación, por su lado, no repitieron el numerito de subirse al podio de Lourdes o de Alan.

Por lo demás, la propia evolución del discurso de Humala (quizás apoyada en las oscilaciones del indicador riesgo-país) lo muestra muy consciente de los peligros del confrontacionalismo por motivos ideológicos. Parece saber que, en el actual nivel de estructuración de los sistemas político y económico de la región -expresados en la OEA, en las instancias de integración, en el comercio global y en el compromiso hemisférico con la democracia-, cualquier desplante agresivo tiene costos claros. Desde esta perspectiva, la línea chilena oficial, si bien no garantiza un futuro amistoso con un Humala presidente, sí pone de su lado la responsabilidad por eventuales estropicios.

En suma, creo que ningún chileno responsable debiera llamar a zafarrancho si Humala gana en la segunda vuelta. La realidad nos seguirá convocando hacia la integración, aunque los ideólogos hagan lo posible para que nunca llegue.



Artículo publicado originalmente en Peru21.

José Rodríguez Elizondo
Sábado, 22 de Abril 2006



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Bitácora

16votos
El crítico balance de la política vecinal-norte de Chile, durante el sexenio de Ricardo Lagos, demostró que ninguna “agenda de futuro” puede funcionar con olvido del pasado, pues también en las relaciones exteriores rige aquello de “no hay mañana sin ayer”.

Esto significa que Michelle Bachelet tendrá que aplicar a las relaciones con Perú y Bolivia un tratamiento político que no puede quedarse en la simple administración del statu quo ni limitarse al incremento de las relaciones económico-comerciales. Para diseñar una estrategia que mantenga ese difícil equilibrio, la Presidenta tendrá que liberar energías especializadas en los ámbitos de la seguridad nacional y de la diplomacia. Como ex Ministra de Defensa, tiene parte del camino recorrido.

Para los militares chilenos, la pos Guerra del Pacífico fortaleció la estrategia de la disuasión. Esa que Raymond Aron definió como “alternancia de amenazas encargadas de transmitir un mensaje y de mensajes preñados de amenazas”. Obviamente, el mensaje consistía en hacer clara la voluntad de ejercer la fuerza para conservar lo conquistado.

La misión de los diplomáticos también fue ortodoxa: consolidar jurídicamente la soberanía sobre los nuevos territorios, asegurar a los vecinos que no habría “expansionismo” posterior y restablecer las redes políticas, económicas y culturales, que garantizan la coexistencia pacífica. A mayor éxito de la diplomacia —se suponía— menos necesidad habría de disuasión.

Como siempre, la realidad fue más compleja. Dado que los objetivos de Chile pasaban por “chilenizar” los territorios conquistados, mientras neutralizaba al Perú y Bolivia ante un eventual conflicto con Argentina, el proceso diplomático fue áspero, largo y sinuoso. Los compromisos de paz y reconocimiento de los nuevos límites recién se cerraron en 1929 con el Tratado de Lima, medio siglo después del inicio de la guerra. Durante ese período —superior al de toda la guerra fría— las heridas se mantuvieron abiertas y hasta hubo síntomas de gangrena en Tacna y Bolivia.

Ese cuadro potenció el rol de los militares y rutinizó el de los diplomáticos. Aquellos tuvieron buenos argumentos contra el “pacifismo ingenuo” de los civiles, en la batalla ritual por el presupuesto. Los diplomáticos, por su lado, sólo podían ayudar a mantener el statu quo mediante tareas que lucían adjetivas ante los ejercicios castrenses. Diríase que mientras la fuerza tutelaba, la relación con el Perú se administraba y las rupturas con Bolivia eran “simples” decisiones unilaterales de ese país.

Pocos formularon públicamente y de frentón, la pregunta necesaria: ¿cuán apacible, duradero y económico podía ser un statu quo edificado sobre bases tan precarias?

Pinochet al pizarrón

El test decisivo recayó sobre Augusto Pinochet. Con un poder político-militar que superaba el de cualquier gobernante anterior, el general debió aceptar que el tratado de 1904 con Bolivia era revisable, pues la alternativa era una guerra contra nuestros tres vecinos coaligados. Su “abrazo de Charaña” mostró, así, tres grietas estratégicas: seguridad nacional debilitada por la carencia de relaciones normales con Bolivia, falta de creatividad para estructurar relaciones de confianza con el Perú y reversibilidad de la estrategia de la disuasión debido al conflicto del Beagle con Argentina. Entre 1973 y 1978, fuimos nosotros los disuadidos.

Cuando la pesadilla de ese ciclo terminó, vino el fin de la guerra fría. Los gobiernos democráticos y las economías de mercado parecieron consolidarse en la región y la sensación de muchos chilenos fue que el statu quo ya podía sostenerse solo. Recompuestas las relaciones con Argentina y Perú, había que conformarse con la enemistad de Bolivia. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Las hipótesis de conflicto se extinguirían, el gasto militar se reduciría y la diplomacia debía volcarse a las relaciones económicas internacionales.

En ese contexto, el regionalismo abierto de la Concertación fue una demostración de inteligencia y realismo. Hasta el gobierno de Frei, funcionó como una estrategia geopolíticamente previsora, que nos anclaba en la región, sin ceder a la ilusión de que la historia había terminado. Desgraciadamente, su propio éxito comenzó a erosionarla. La participación exitosa en las ligas mayores trajo la pretensión, legítima, de convertirnos en puente para grandes negocios intercontinentales y transoceánicos. Pero —ahí estuvo el demonio de los detalles—, hizo olvidar que, simultáneamente, debíamos consolidar las bases vecinales de ese puente.

Formulariamente dicho, la apertura debilitó al regionalismo. Chile comenzó a apreciar mejor los indicadores Apec inmediatos, que la seguridad a plazo mediano y largo, hasta que despertamos con el fiasco del gasoducto. La crisis boliviana, con su crispación antichilena y su link peruano, vino a recordarnos que la racionalidad no es el factor dominante en las relaciones internacionales. Los gobiernos de La Paz —de mejor o peor grado—, subordinaron sus estrategias de desarrollo al objetivo oceanopolítico y catalizaron una simpatía vecinal y regional que afectó nuestra imagen global.

La llegada de George W. Bush a la Casa Blanca, sumada al impacto del 11-S, fue otra señal adversa de la realidad. Contrariando las buenas intenciones de la Iniciativa para las Américas y el Consenso de Washington, el Presidente norteamericano repuso a América Latina en su viejo lugar subalterno, sin perjuicio de algunas discriminaciones positivas.

La alegría regional no vino

A partir de entonces, la región desde la cual debía hacerse nuestra política exterior, según el planteo original de Lagos, comenzó una dramática regresión. De eventual socio estratégico de los Estados Unidos, pasó a reconvertirse en zona de vigilancia y eventual confrontación. Agentes secretos y militares de la suporpotencia, que ya estaban operando en otros países, comenzaron a desplegarse alrededor de Bolivia y Venezuela.

Paralelamente, apoyado en el petróleo, el presidente venezolano Hugo Chávez emergió como el líder contestatario más poderoso. Hoy ejerce una importante influencia sobre líderes emergentes bolivianos, ecuatorianos y peruanos y trata de proyectarse hacia el Mercosur, donde está la gran masa geopolítica de la sub-región. Es muy posible, incluso, que llegue a ser miembro pleno de este grupo antes que Chile.

Como reacción lógica, en Washington vuelve a hablarse de ejes izquierdistas o revolucionarios, metiendo en un mismo saco a Fidel Castro, Hugo Chávez, Evo Morales, Tabaré Vásquez, Alan García, Ollanta Humala y Daniel Ortega. Lula, es decir, Brasil, ante las dificultades para que se le reconozca liderazgo en la integración regional, mantiene abierta su ventana hacia el grupo de los 20, que colidera con la India. A Itamaraty no se le escapa que los Estados Unidos enfrentan graves dificultades económicas y que el futuro puede estar con los “gigantes del subdesarrollo”, liderados por China.

Este nuevo marco es singularmente problemático para Chile, porque, primero, es marginal a los principales organismos de integración regional y, segundo, le ha sido imposible amarrar una alianza estratégica con Brasil, que no resintiera sus vínculos con Argentina. A mayor abundamiento, la fuerza demostrada en Bolivia y el Perú por los líderes antisistema y eventualmente antichilenos, anuncia que la tregua vigente podría ser breve. Bastaría que el presidente Evo Morales cediera a la presión de la intransigencia condicionante —relaciones diplomáticas con Bolivia por cesión de soberanía territorial y marítima—, para que volviera la amenaza recurrente del aislamiento vecinal. En tal caso, la metáfora de nuestro país como el Israel de la región coexistiría con la incómoda posición del jamón en el sandwich: Chile entre los Estados Unidos y distintos “ejes izquierdistas”, que pueden comprender La Habana, Caracas, Buenos Aires, Lima y La Paz.

Hasta los supremacistas económicos entenderán que esto supone un alza del riesgo-país, puntos menos de crecimiento y la problematización del objetivo “Chile plataforma de inversiones”. Si a esto se suma el decaimiento de la economía global, que pronostican algunos expertos, sufriremos un impacto fuerte, correlativo a nuestra gran apertura: crecimiento bajo mínimos, presiones inflacionarias, aumento del desempleo y renacimiento de la lucha entre neokeynesianos y neoliberales. Este síndrome induciría una fuerte inquietud social y un realineamiento mucho más confrontacional de las fuerzas políticas internas.

Para enfrentar ese futuro, que está llegando, los chilenos tendremos que aferrarnos al siguiente silogismo:
- Dada nuestra realidad geopolítica, nunca podremos decir “adiós América Latina”.
- Por lo mismo, es temerario equilibrar la relación regional-vecinal con la relación con los grandes mercados extrarregionales.
- En definitiva, es un crimen de lesa seguridad nacional reconocer primacía a las relaciones económicas internacionales sobre las relaciones políticas internacionales.

Reingeniería diplomática

La presidenta Bachelet tendría que disponer una profunda reingeniería en el área de confluencia de las políticas exterior y de defensa. Para comenzar, habría que enriquecer las bases teóricas y empíricas de las mallas curriculares de la Academia Diplomática, para que contemplen:
- Conocimientos geopolíticos, generales y especiales.
- La reivindicación de las relaciones políticas como marco de las relaciones económicas.
- La reformulación de las bases políticas y económicas del regionalismo abierto.
- Los métodos conjuntos para enfrentar las contradicciones que promueven los Estados Unidos entre la integración y las distintas tesis sobre la materia que se bocetan desde América Latina
- Los criterios y métodos para reconocer el o los liderazgos en una estrategia integracionista sudamericana.
- La reconsideración del dogma de la bilateralidad en el conflicto con Bolivia
- La exploración de una política común chileno-peruana, sobre la aspiración marítima de Bolivia.
- La posibilidad de reconducir la pretensión de redelimitación marítima del Perú hacia una política integracionista sobre recursos del mar.
- Las eventuales contrapartidas para una estrategia integracionista de la triple frontera, que comprenda los recursos del mar y el gas natural.
- Las pautas de comportamiento diplomático y económico, relacionadas con el apoyo a la reivindicación argentina de las islas Malvinas.
- Una estrategia de análisis y debate sobre los factores culturales que nos unen y separan.
- Una estrategia de docencia presidencial sobre todos los factores señalados.

Esta ampliación de horizontes permitirá, por una parte, reconocer a la Cancillería como el principal actor orgánico-civil de la seguridad nacional. Por otra parte, permitirá focalizar el poder presidencial en políticas públicas orientadas a democratizar la política exterior, coordinar la diplomacia con la estrategia, relativizar los dogmas tecnocráticos, rectificar comportamientos arrogantes y xenofóbicos en la sociedad, privilegiar los componentes culturales de la integración, identificar puntos de docencia a nivel nacional y reconocer que la razón jurídica siempre es imprescindible... pero no siempre es suficiente.

Reingeniería militar

Las Fuerzas Armadas, tras la gestión de Bachelet y bajo el mando de jefes renovados e ilustrados, demostraron estar aptas para asumir ese “profesionalismo militar participativo” consagrado en la reciente Ordenanza General del Ejército.

Ese talante participativo permite reconocerlas como un sólido y disciplinado instrumento de nuestra política internacional. El general Cheyre lo tenía claro, previamente, cuando sostuvo que su arma “es uno de los medios de la política exterior de Chile”. A mayor abundamiento, él ya aceptaba que, en un mundo globalizado, la soberanía no es un valor absoluto y valoraba la integración y la colaboración en lo regional.

Son señales de que, sin desaparecer, la disuasión puede disminuir su ponderación en la seguridad nacional, en beneficio del integracionismo. Es explicable que sea así pues, en materia de relaciones vecinales, nuestras Fuerzas Armadas experimentaron el escarmiento insuperable de la vida.. Bajo el mando político y militar de Pinochet, Chile sufrió no sólo el mayor aislamiento político de su historia. También experimentó las mayores amenazas del siglo XX: por dos veces, durante los años 70, hubo peligro de guerra.

Sobre la profesionalización de los actuales militares, baste decir que entre las metas institucionales del Ejército está el bilingüismo total. Ya cuenta con casi 10 mil efectivos que acreditan más de un 50 por ciento de dominio del inglés. Entre otros avances, esto le permite presentarse, en su folletería institucional, como una fuerza “exportadora de paz”, en relación con sus misiones en Haití, India-Pakistán, Medio Oriente, Kosovo, Afganistán, Bosnia y Chipre.

A mayor abundamiento, según cifras de 2004, su planta de oficiales cuenta con 7 Ph D (doctores), 547 magister y 893 diplomados en diferentes disciplinas. Cheyre es doctor en Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Su sucesor, el general Oscar Izurieta Ferrer, es magister en Ciencia Política de la Universidad Católica y coautor —con el general Juan Carlos Salgado— de una tesis académica sobre las relaciones chileno-peruanas.

En lo fundamental, este nuevo panorama está favoreciendo la valoración castrense de los métodos, prácticas y costumbres que emplea la diplomacia profesional para prevenir y solucionar conflictos. Los generales hoy comprenden que la relación de los militares con los diplomáticos no es de competencia, sino de complementariedad. Correlativamente, los diplomáticos están aprendiendo que los militares no sólo deben ejercitarse en las técnicas y artes de la guerra.

Conclusión: Michelle Bachelet puede sonreír con un optimismo moderado. Es cierto que los años que vienen serán más escarpados, pero también es cierto que su gobierno podrá enfrentarlos con una mejor base de apoyo profesional.

Artículo publicado en la revista Mensaje, marzo-abril 2006.

José Rodríguez Elizondo
Miércoles, 19 de Abril 2006



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16votos
La dupla Hugo-Fidel José Rodríguez Elizondo
La dupla Hugo-Fidel
Los fabricantes de mitos, los analistas apresurados y la prensa liviana suelen crear verdades que el tiempo no sostiene.

Fue el caso, paradigmático, del “monolítico bloque chino-soviético”. Debieron llegar los nixingers a la Casa Blanca, en los años 60, para que el mundo asumiera la verdad verdadera: los líderes de ambos colosos siempre vivieron a los navajazos. No se creyeron el cuento de “la fraternidad de clase”..

Hoy estamos viviendo bajo otra de esas verdades vacías: la del castrismo beato de Hugo Chávez. Siempre juntos, siempre de acuerdo, pero… el Presidente venezolano sólo sería el pupilo rico -y no demasiado inteligente- del genial e incombustible dictador cubano.

Sin embargo, Chávez -que aunque no es intelectual es muy inteligente-, fue y sigue siendo una gran excepción entre los líderes cercanos a Castro. Primero, porque sus íconos originales venían de los ejércitos regulares y no de las guerrillas. Fueron el panameño Omar Torrijos y el peruano Juan Velasco Alvarado, con su novedosa carga ideológica de militarismo “progre” y antinorteamericano. Segundo, porque cuando emergió a la notoriedad, en 1992, como coronel golpista, Castro viajaba rumbo al otoño y sus fascinados seguidores estaban bajo tierra, en el retiro o en la socialdemocracia.

Por eso, “el comandante máximo” no apareció en la vida de Chávez para darle su seductor abrazo del oso, como hiciera con Salvador Allende y los jefes guerrilleros de los años 60, incluído el Che Guevara. Por el contrario, fue Chávez quien apareció en la vida de Castro, para seducirlo con un plan regional propio. El primer paso lo dió en 1995 cuando, recién salido de la prisión, fue a La Habana para ser recibido con honores de jefe de Estado. Entonces ya conocía el sueño aletargado del patriarca: “Con el petróleo venezolano la revolución continental sería cuestión de meses”, había dicho al instrumental Régis Debray, 33 años atrás.

Tras su éxito electoral de 1998, Chávez comenzó a dar señales de que esa revolución la lideraría él mismo. Al efecto, bajo el talante de un discípulo cariñoso, llegó a un acuerdo tácito con Castro: él lo sacaría de los apuros financieros de su “período especial” y, como contrapartida, el cubano superaría sus clásicos celos tutoriales, dejándolo levantar carpa de jefe revolucionario.

Cubanos bolivaristas

Para Chávez, eso implicó acceder a las técnicas cubanas de exaltación del líder y conservación del poder, prestigiadas por medio siglo de funcionamiento. Sobre esa base, pudo reagrupar a los castristas supérstites de la región, reconvertirlos al “bolivarianismo” y emplear sus petro-recursos para iniciar el encuadramiento de los pueblos originarios. En su proyecto, éstos serían las nuevas masas emergentes.

En definitiva, así como Lenin actuó creativamente respecto a Marx, Chávez sólo usó de Castro lo que le pareció útil. En esa línea “revisionista”, perfeccionó una nueva estrategia de toma del poder, que arranca con un golpe mediático (inspirado en el asalto castrista al cuartel Moncada) y cuya base social está en los militares profesionales y no en un artesanal “puñado de hombres decididos”. Luego viene la conquista del gobierno, en lid democrática y el proyecto culmina con el control hegemónico de las palancas del Estado. En este contexto, a la inversa de lo que predicara Castro a sus seguidores chilenos durante el gobierno de Allende, el imperativo es no abandonar, jamás, la legalidad.

Las experiencias en Ecuador, con el coronel Lucio Gutiérrez; en el Perú, con el coronel Ollanta Humala, y en Bolivia, con los dos coroneles que salieron a la televisión el año pasado, indican que la estrategia chavista está en pleno rodaje. Tal vez mañana aparezca algún coronel colombiano, convocando a las guerrillas y poniendo en jaque al gobierno de Alvaro Uribe. Precisamente por eso, el posicionamiento definitivo del Presidente boliviano Evo Morales, tan apadrinado por Chávez, tiene hoy una importancia extraordinaria.

Por último, dado que el mango de la sartén revolucionaria está firme en poder de Chávez, muchos cubanos temen que, tras la inminente desaparición de Castro, les venga una nueva dependencia foránea. La sede del poder dominante, que antes estuvo en Madrid, Washington y Moscú, ahora se instalaría en Caracas.



Artículo publicado originalmente en Peru21.


José Rodríguez Elizondo
Martes, 18 de Abril 2006



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Bitácora

16votos
Las dos integraciones José Rodríguez Elizondo
En este 2006 ya no bastará la simple retórica integracionista en Iberoamérica. Tras el escarmiento de los últimos años, los países de la región deben comenzar a hacerla. Y no porque esté más cerca, sino porque es más urgente.

Obviamente, la Unión Europea es el ejemplo que nos golpea en la cabeza. Tras su paradigma hay una historia pletórica de guerras bilaterales, multilaterales y mundiales, con todo el recelo que ello implica respecto a los otros. Sin embargo, tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, europeos ilustres, que no se guiaban por fatalismos del tarot, abrieron la ruta a la integración.

Realistamente, no convocaron a aprobar la Constitución Política de Europa Unida (CPEU), sino a construir la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA). Como lo pequeño puede ser hermoso, medio siglo después estuvieron en condiciones de proponer una Constitución. Para muchos chilenos, bolivianos y peruanos, hipotecados por la guerra del Pacífico, esto parece una fantasía de Tolkien y Lewis asociados. En los años 2004 y 2005, nunca faltaron motivos para revivir ese conflicto del milenio anterior. Éste coartó cualquier posibilidad de desarrollo asociativo y sirvió para que otros gobiernos de la región intervinieran con iniciativas propias, según sus afinidades políticas. Ejemplo: si algunos planteaban que la energía gasífera de Bolivia y Perú podría ser parte de una matriz integradora para el Cono Sur, equivalente a la CECA, otros la invocaban para cambiar los mapas de Chile y Bolivia. ¿Es que estamos en la edad de piedra, comparados con Europa?

Es lo que piensan muchos políticos y académicos de nuestros países. Así lo asumió el ex canciller chileno Miguel Alex Schweitzer, al reiterar que a los países de la región "les faltan muchos años de desarrollo para convertirse en un interlocutor relevante".

Sería un argumento razonable si no fuera paralizante. Ante las urgencias integracionistas de la hora - cuando Iberoamérica es ya el penúltimo continente-, el desfase en el desarrollo debiera verse como una coartada. Baste pensar que, siendo tanto más alto el nivel de desarrollo previo de los europeos, bien pudieron integrarse antes y ahorrarse los pavores de la Segunda Guerra Mundial.

Es que, quizás, el poder de convicción estuvo precisamente en esos pavores. Tras esa guerra, la Europa moderna quedó devastada y sus habitantes supieron lo que era el desempleo, el hambre y los homeless. En esa realidad, las heridas tenían que cicatrizar pronto para poder sobrevivir. Además, el duro castigo recibido por los ciudadanos de las potencias del eje y el juzgamiento formal de sus genocidas y verdugos (el juicio de Nuremberg eliminó muchas candidaturas al Bundestag) abortaron el sentimiento revanchista que anida en la impunidad. Así vista, la UE sería el fruto de la devastación total, y nuestra integración no existe porque, comparativamente, nuestras guerras externas e internas fueron poquísimas, no produjeron devastaciones totales y rara vez resultaron castigados los violadores de los derechos humanos. Algunos incluso mantuvieron, recuperaron o transfirieron poder político hasta su muerte.

En esa carencia de catástrofe total estaría anclado nuestro apego al concepto absolutista de la soberanía. Si nunca lo perdimos todo, nunca tuvimos la necesidad de aprender que la soberanía relativizada puede inducir a un mejor desarrollo, con seguridad compartida.

No debiéramos esperar una catástrofe eficiente para poder asumirlo.

Artículo publicado en La Vanguardia el 4 de abril.

José Rodríguez Elizondo
Sábado, 8 de Abril 2006



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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